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Autoridad y Libertad

Autoridad y Libertad

Autoridad y Libertad

Rodrigo Facio

* Publicado por entregas en la revista Surco, setiembre 15, octubre 12 y 27, noviembre 16 y 30, diciembre 15 y 24, 1940, febrero 2, abril 2, mayo 4 y junio 1, 1941 bajo el seudónimo Gastón Miralta.

I

Hay encendida en estos años una viva discusión -en la mitad del mundo ya transformada en una guerra a muerte- sobre cuál sea la mejor forma de gobierno a adoptar por las naciones. Desde el político y el catedrático y el periodista, hasta el escolar de cortos años y la humilde criada, todo el mundo opina sobre democracia y dictadura.

En esta página vamos también nosotros a decir una palabra sobre el trascendente tema, usando como criterio principal para enjuiciar -a la par que el moral, inalienable- el económico, decisivo para orientarse en el mundo de hoy. Audaz intento, y por ello, más atractivo aún. Abónesenos, al menos, la buena fe y el entusiasmo, y el deseo de despertar en las juventudes democráticas del país -de San Ramón y San José, sobre todo, que han comenzado a abrir el Surco- el interés, en forma de adhesión, de observaciones, de críticas o de objeciones, por la ciencia económica, y por ver cómo ella podría darnos vías más seguras para marchar hacia una Costa Rica mejor. Pues que, si bien cuanto digamos irá basado en el pensamiento de algunos distinguidos economistas europeos y americanos contemporáneos -y por no poder ser de otra manera, casi sobra decirlo-, nuestro propósito último es el de saber qué y cuánto de él puede servir para la solución de los problemas concretos de la Patria. Y es que no queremos caer en esa dualidad -hoy tan corriente- de poner máximo interés en las doctrinas que se debaten y los hechos que se suceden en Europa, y desentenderse al mismo tiempo, de las urgencias y las necesidades de nuestra organización nacional; de ser apasionados demócratas en París y en Londres, y conformarse mientras tanto, abúlica o aprovechadizamente, con nuestra aún muy imperfecta democracia. Queremos, por todo lo contrario, estudiar lo que piensa y hace el mundo para recoger lecciones que nos sirvan, e invitar a la vez, a cuantos tengan buena voluntad, a luchar valientemente por llevarlas a la práctica.

II

La historia del hombre ha sido la historia de la lucha por la libertad; no que se quiera insinuar, al afirmarlo, una dirección finalista -hoy desechada- en el decurso del acontecer humano; simplemente se desea subrayar el fenómeno objetivo de que al evolucionar al través de los tiempos, la humanidad ha venido poco a poco modelando sus instituciones con vista a eliminar de ellas las diversas formas de arbitrariedad. El Cristianismo proclama la igualdad de los hombres y mina la organización esclavista; el Renacimiento propugna por la libertad en las concepciones estéticas y científicas; la Reforma inicia, con su lucha contra el poder temporal de Roma, el reconocimiento de la libertad de conciencia; la Revolución Francesa impone la libertad política y civil; el Derecho Internacional afirma la igualdad jurídica de los Estados; las Cartas Políticas conceden los derechos civiles al extranjero; los movimientos liberales logran su ideal de una Iglesia libre dentro de un Estado libre; el Derecho público universaliza el sufragio sin distinción de razas ni de sexos; la escuela laica, gratuita y obligatoria, abre el camino para la emancipación intelectual de las clases populares; el Código Civil sustrae a la mujer del yugo marital de corte romanista; el Derecho Social legaliza y encauza la lucha proletaria por la liberación económica y moral.

A lo largo de la biografía del mundo, y por sobre la variedad de escenarios, de épocas, de razas, de circunstancias y de ideologías, puede verse a los hombres de vanguardia señalando en alguna manifestación del poder, de la coacción, el mal a combatir, y en su eliminación, el remedio de administrar. Por esta trayectoria se ha venido logrando una gradual dignificación de la esencia humana.

Pero, hacia fines del siglo pasado, comienza a propagarse la idea totalmente contraria: la de que el mal está en la libertad, y en su supresión, el remedio justo.

Desde entonces, la crítica contra las instituciones democráticas, la pugna contra los sistemas liberales, se ha multiplicado, hecho sistema ideológico y hasta impuesto en no pocas naciones. Interesa para tomar caminos con conciencia, examinar la naturaleza de esas críticas, los grados de su razón y de su sin razón, y examinar, a su vez, las ideas sustentadas y los resultados con ellas obtenidos, por los enemigos de la libertad, en los países que han podido dominar.

III

Para impugnar el régimen liberal, sus enemigos comienzan destacando, tras un examen incisivo de los hechos, su fracaso económico y ético: este sistema -que se conviene más por razones históricas que técnicas, como habremos de recalcar después, en seguir llamando liberal- ha producido -nadie que esté exento de prejuicios y libre de intereses creados podrá negarlo- los más grandes absurdos en la organización social; a la par de una gran concentración de la riqueza en manos cada vez más pocas, la formación de una cada vez más extensa clase proletaria; contrastando trágicamente con una enorme superproducción industrial y agrícola, una grave incapacidad para la adquisición y el consumo en los estratos populares; desocupación permanente, especulaciones fantásticas, crisis violentas; todo ello con su secuela de vicios y males políticos, sociales y éticos. Ese, el punto de partida de los autoritarios.

Ahora bien, tal espectáculo de anarquía económica, de desequilibrio social, de inseguridad política, de trastorno moral, sugiere la necesidad de un ordenamiento, de una disciplina, de una autoridad. Ese, el clima sentimental del autoritarismo.

Pero, ¿a quién con vigor suficiente, amplios medios y desinteresadas miras, confiar la gigantesca tarea de organizar, disciplinar o «dirigir» la sociedad? El impulso de la lógica necesariamente lleva a quien se hace esa pregunta, a la idea del Estado, de un Estado omnipotente. Ese, el punto fundamental de todas las doctrinas autoritarias.

No puede negársele a ese proceso de observación, emoción y afirmación, cierta sencillez lógica, en la cual reside, precisamente, la facultad de impresionar y convencer que poseen la teorías estatistas. ¿Quién, sin ir al fondo del asunto, osaría negar la evidencia de este razonamiento?: la sociedad democrática sufre males provenientes de una grave desorganización; urge procurar reorganizarla usando de un orden, de una disciplina; ese orden, esa disciplina, por la naturaleza del problema al que han de aplicarse, sólo el Estado es capaz de imponerlos; reconozcámosle al Estado el derecho a hacerlo. Allí el éxito de convicción de las tesis de autoridad de nuestra época; allí, para plantearnos el problema que de más cerca nos toca, la explicación del desarrollo del comunismo en nuestras ciudades, y, últimamente, del nazismo en nuestros campos, ayudado el primero por la indiferencia de los gobiernos ante la situación de la clase obrera, y el segundo, por la posición antidemocrática, franca o encubierta, asumida por algunos señores directores de pueblo. Que unos y otros extremistas sustenten ideologías diversas y proclamen diferentes fines -como es bien conocido-, no hace al caso, pues que la eficacia de ambas prácticas ha residido y reside concretamente y sobre todo, en su crítica del régimen liberal, cáustico e injusto, y su apología de los Estados «planificadores» ruso o alemán e italiano, según el caso, y eso es lo que en este momento estudiamos.

Y lo que asombra, por cierto, no es que propaguen en Costa Rica, la Suiza centroamericana, Costa Rica, la primera democracia del mundo, según dicen los prospectos de la Junta de Turismo, y repiten en sus arengas nuestros perniciosos politiqueros, sino todo lo contrario: que estas doctrinas no se ganen íntegro, de una soia vez, a este sufrido pueblo tico, sobre todo al de los campos, al que cincuenta años de tristísima experiencia, le han enseñado que democracia es salarios de hambre, vivienda antihigiénica, desnutrición, gastroenteritis, sífilis, escuela inadaptada, ignorancia, explotación por parte del patrón, el abogado y el médico, y cada cuatro años, discursos vacíos, ofrecimientos vanos, compra de votos, guaro, cincha, procacidades y violencias.

El problema pues, de salvar las instituciones democráticas en Costa Rica, implica una doble urgentísima tarea a cumplir: hacer conciencia sobre la teoría y la práctica de los sistemas autoritarios o totalitarios, y transformar en un amplio sentido social, no desechando la tesis democrática, sino aceptándola lealmente en todas sus consecuencias, las instituciones que nos legaran los mayores.

Ya lo hemos dicho: dentro de esos propósitos, esta página es el aporte humilde de un demócrata costarricense auténtico.

IV

¿Pero, cómo es que la libertad democrática ha producido la injusticia y la anarquía en la organización social?

La libertad democrática -explican los totalitarios que en lenguaje económico significa reconocimiento de la propiedad privada y del libre intercambio de los valores sociales, hizo posible que el industrialismo fuese aprovechado en toda su potencia técnica y social, en beneficio exclusivo de ciertas clases y en consiguiente perjuicio de la mayoría de la comunidad, estableciéndose así paulatinamente, en razón de esa falla, el desorden económico y el desequilibrio social.

Eso parece muy claro; pero lo que no explican bien los totalitarios es cómo eliminando la libertad económica para evitar los males de la gestión privada en la producción y en el reparto de la riqueza, que es lo medular de su tesis, se puede continuar gozando y aumentando los beneficios del industrialismo, dado que si a la libertad se deben aquellos males, a ella también débense estos beneficios.

En efecto, el sistema industrial sólo pudo iniciar con fuerza su desarrollo y comenzar a dar su maravilloso rendimiento económico, cuando, a consecuencia de la Revolución Francesa y demás movimientos liberales europeos y americanos de los siglos XVIII y XIX, fueron cayendo todas las trabas que las instituciones feudales y corporativas le imponían al trabajo físico e intelectual, a los capitales y a la tierra. Sólo cuando cada uno pudo trabajar en lo que quiso, cuando, donde, cuanto y como quiso, con plenas garantías para su persona, iniciativas y actividades -nos referimos a la ausencia de toda coacción extra-económica-, pudo desenvolverse espontánea y aceleradamente la división del trabajo social, que constituye la base lógica e histórica del industrialismo. Haciendo abstracción de factores como el aumento de la población, la apertura de nuevos mercados y el avance de los medios de comunicación, los cuales son también por lo demás, fenómenos originados en gran parte por el liberalismo y la división del trabajo, véase en forma esquemática cómo esta constituye, como lo hemos dicho, la base lógica e histórica del industrialismo: la división del trabajo social produjo la especialización de los instrumentos de trabajo, lo cual fue la condición técnica indispensable para el desarrollo del maquinismo, pues que las máquinas sólo son combinaciones más o menos complejas de esos instrumentos especializados; pero la aplicación creciente de las máquinas a todas las ramas del trabajo social es justamente lo que constituye el modo industrial de producción, el industrialismo, con su extraordinario rendimiento económico. Se trata de un proceso al alcance de cualquier observador.

Medida así la importancia de la libertad económica y de su consecuente, la división natural y progresiva del trabajo, en relación con la productividad económica, resulta fácil explicarse por qué a lo largo de 7000 años, desde comienzos de la historia hasta mediados del siglo XVIII, mientras tabúes, sacerdotes, faraones, sectas, códigos, preceptos morales, reglas religiosas, exclusivismos locales y nacionales, ordenanzas de los reyes, organizaciones corporativas, etc., hicieron imposible el desenvolvimiento de la iniciativa del hombre y la especialización de sus actividades, hubo de caracterizarse la organización social por la pobreza y la rutina económicas. Y resulta fácil también comprender por qué cuando se liberó de prejuicios, restricciones y arbitrariedades, y pudo investigar, emprender, trabajar y organizar con plenas garantías individuales, pudo muy pronto el hombre, por la división libre y espontánea de sus actividades, enriquecer la sociedad hasta grados nunca hasta entonces concebidos.

Ahora bien, ¿están dispuestos los autoritaristas, por concluir con los prejuicios sociales de la gestión económica particular, a renunciar a que continúe desarrollándose la división del trabajo social -ni con mucho concluida aún-, que es la clave del éxito presente y futuro del modo industrial de producción? ¿O es que pretenden «dirigir» esa división del trabajo, hasta hoy realizada en forma libre y natural con el maravilloso rendimiento económico que conocemos? Esto último -adelante habremos de examinar con cuidado las experiencias fascista y comunista- parece ser una tendencia: con miras en el mayor beneficio colectivo, fijar estatalmente a cada individuo, gremio, grupo, profesión o localidad lo que debe hacer, y cuánto, dónde, cuándo y cómo debe hacerlo; pero tal sistema, aún sin tomar en cuenta -adelante lo haremos- la esclavitud individual que implica la inverosímil capacidad lógica que en quienes lo dirigen supone, ¿no recuerda en mucho la organización corporativa -hasta así llaman los italianos su régimen actual- y no parece expuesto, por allí, a sufrir la rutina y el estancamiento de aquélla? Habrá que estudiarlo con despacio.

Pero por el momento, como problema general digno de ser reflexionado, piénsese si no resulta extraño y contradictorio que se ofrezca para solucionar los males del industrialismo y conservar, al mismo tiempo, sus ventajas, una técnica de organización copiada, precisamente, sobre aquellas que debieran ser tumbadas y abolidas para que el industrialismo, con todos sus perjuicios y sus beneficios, pudiera imponerse…

V

Inglaterra es hoy el más poderoso y rico imperio del mundo. Conquistó ese lugar porque inició de primera la evolución libertaria. La concesión de la Carta Magna por Juan sin Tierra, allá en 1215, señala por cierto uno de los primeros jalones.

Pues fue como remate de ese espaciado movimiento histórico contra diversas manifestaciones de la fuerza y la coacción, que rompió, antes que ninguna otra colectividad occidental, su economía cerrada de burgo, de tipo autárquico y feudal. A mediados del siglo XVIII fue cuando tuvo signos más ostensibles esa ruptura del antiguo molde. Hasta entonces, el comercio doméstico e internacional había sido exiguo y limitado casi sólo a las mercancías de primera necesidad: con ligeras variantes, cada nación, si no cada aldea, producía todo lo que consumía y consumía todo lo que producía. Había hecho imposible otra cosa las interminables reglamentaciones de la industria y el comercio, el proteccionismo provincial y nacional, las arbitrariedades de los gobiernos absolutistas, la presencia en todas las actividades de fuerzas y presiones extra-económicas. Pero en 1776, Adam Smith razonó la benéfica influencia de la libertad en el desarrollo económico e hizo depender de ella La riqueza de las naciones. –An inquiry on the nature and causes of the riches of nations, así se llamó su obra fundamental-, y Adam Smith era tan solo el ideólogo de una tendencia social, el teórico de una necesidad que había de llegar a ser sentida por el orbe entero.

Y liberadas sus fuerzas económicas, tocó a Inglaterra conocer muy pronto el aumento fantástico de su riqueza, gracias a un modo de producción basado en la división creciente del trabajo social en mercados cada vez más extensos. Luego, paulatinamente, cuando las instituciones liberales fueron arraigando aquí y allá, fueron entonces haciéndose más y más especializados e independientes hombres y naciones, e integrándose a la civilización continentes y países y ascendiendo en curva rápida el standard general de la vida humana.

Tales los resultados positivos de la división libre del trabajo; pero junto a ellos hay que apuntar la repartición absurda de la riqueza, y el proceso económico cumpliéndose en perjuicio social.

Ahora bien, el único objetivo que, hoy por hoy, justifica y da sentido a una acción política, en la eliminación de esos males. (Ténganlo muy presente los jóvenes costarricenses que sean demócratas auténticos, si es que no quieren resbalar dentro de la inmoral politiquería criolla). Pero, ¿cómo conseguirlo?

Dentro de tal propósito, abogan los totalitarios, como ya lo hemos visto, por la supresión del mercado libre donde se ha venido desarrollando espontáneamente la división del trabajo social, prometiendo a su vez, conservar y aumentar los beneficios económicos que ese mercado, regulador automático de la división del trabajo, ha producido, al sustituirlo por el control social de un Estado omnipotente.

Pero, ¿podrá el Estado cumplir bien ese papel? Fácilmente se comprende que no, pues las disposiciones estatales, que necesariamente han de tener un cierto carácter de generalidad y permanencia, no pueden adaptarse de ninguna manera al modo de producción industrial que se caracteriza por constantes innovaciones, pruebas y transformaciones técnicas, e incesantes desplazamientos de capital y mano de obra. Someter, pues, el industrialismo a la dirección del Estado, lógicamente sólo puede querer decir, detener o entorpecer el desarrollo industrial, al enmarcarlo dentro de normas incompatibles con su íntima naturaleza. Establecer un plan económico nacional, significa predeterminar los factores que han de intervenir en el proceso de producción y consumo durante el período planeado, y, en consecuencia, no admitir ninguna variación en ellos. Esa es la condición fundamental para que el plan pueda cumplirse; pero eso implica nada menos que renunciar a los beneficios del industrialismo, caer en la rutina económica, impedir el aumento natural de la riqueza social.

Y es porque la dirección estatal de la economía conviene sólo a modos de producción primitiva, propios de comunidades más o menos autárquicos: por eso fue adecuado cuando la ejercieron los franceses, los emperadores bizantinos, Luis XIV, los Habsgurgo o los Romanoff. Pero no hoy en que la producción resulta cada vez más satisfactoria en cantidad, calidad y variedad, mediante la división del trabajo realizándose libre y aceleradamente en mercados que se van extendiendo progresivamente hasta querer abarcar al mundo entero.

Por eso cabe decir, dentro del plano económico, la posición de los autoritaristas es decididamente reaccionaria. Y que si al industrialismo hay que extirparle sus profundos males -a lo que el demócrata debe aspirar, si de verdad lo es-, hay que cuidarse también mucho contra su productivísimo mecanismo.

Sobre posibilidades e imposibilidades del planeamiento industrial, volveremos adelante con todo detalle.

VI

Liberales y totalitarios, por igual, reconocen que el prodigioso desarrollo de la industria moderna se ha debido al liberalismo: pero los segundos luchan por abolirlo, como hemos visto, invocando la necesidad de concluir con los perjuicios que, dentro de él, ha llegado a producir el mismo industrialismo al alcanzar las etapas máximas de su desenvolvimiento. Es decir, que consienten en retrogradar -ellos, desde luego, no sienten que así sea- no digamos ya política y éticamente, al abolir el régimen representativo y las garantías individuales, sino hasta técnicamente, al sustituir la regulación automática del mercado libre sobre la producción, por una burocracia planeadora, todo ello por hacer desaparecer la injusticia social y el caos económico que existe dentro de las democracias; porque estiman esos males producto necesario del industrialismo súper desarrollado funcionando en una sociedad libre.

Pero, quien acongojado por el suceso europeo y por la rápida penetración que las teorías de fuerza están operando en todas partes del mundo, se pone al estudio objetivo y crítico del liberalismo y de la técnica industrial -tal han hecho los tratadistas cuyo pensamiento aquí seguimos; tal deben hacer cuantos vean en la política democrática más que un medio de vivir sin trabajar-, se encuentra con que, en rigor, esa injusticia y ese caos no son consecuentes fatales del industrialismo, que fuercen a abandonar las instituciones liberales, sino más bien los efectos de falsas concepciones y erradas prácticas de la democracia relativamente a ese modo de producción. En otras palabras: no es que la técnica industrial, por necesidades inherentes a su propia naturaleza, se haya desarrollado en cierta forma que la lleva por sí sola, matemáticamente, a pulverizar el molde liberal y a exigir uno autoritario, asumiendo así quienes luchan por esa transformación, papel de elementos realistas y progresistas dentro de la comunidad; no, no es eso: es que los políticos y dirigentes liberales, agarrados de la terminología pero olvidando la esencia del pensamiento liberal, han hecho posible, con su administración y su legislación empíricas, un desenvolvimiento tan anormal y monstruoso de la industria, que de veras han puesto en peligro el régimen que dicen realizar fielmente.

Refiriéndose a los grandes monopolios, cuya nefasta influencia económica y política, es de los fenómenos que más inclina a los espíritus contemporáneos hacia la dictadura moral, fuerte y centralizadora, dice el economista estadounidense Walter Lippmann: «Es gracias a la ley y no a la técnica, que la concentración del control de las empresas se ha desenvuelto a tal punto dentro de este régimen… La concentración del control en la industria moderna no se ha debido a las transformaciones técnicas. Es el Estado quien le ha creado por medio de leyes», y explica luego sus palabras sobre un caso concreto: «Cuando la United States Steel aumenta sus negocios, no agranda necesariamente su fábrica de Pittsburg, sino que construye una nueva fábrica en otro lugar. El lazo que une esas diversas fábricas no es precisamente la técnica de la producción en serie, sino la institución jurídica de la sociedad anónima» (La cité libre, páginas 32, 33 y 34; la traducción es nuestra).

De modo que esa suerte de necesidad funcional que los totalitarios pretenden asiste a la transformación política de la que son partidarios, esa fatalidad técnica que, según ellos, marca la última hora de la democracia política, no existe; y no valen sino como recurso místico de propaganda política.

Si efectivamente hoy se confronta el peligro de que la dictadura se imponga en todo el mundo -entendámoslo bien-, no es porque el liberalismo haya cumplido ya su rol histórico y sea inadecuado a las necesidades técnicas y sociales actuales, sino porque el liberalismo, cuya existencia es y será básica para el mundo, moral y económicamente, aún por mucho tiempo, ha venido incumpliendo su auténtico papel. Y así, el camino -difícil, pero cierto- para su preservación y, de una vez, para el remedio natural de los males que afligen las sociedades donde aún impera, es el de su rectificación decidida y pronta.

VII

Quienes no están hoy por el autoritarismo fascista o comunista y se empeñan en defender la democracia, son tachados de reaccionarios, de burgueses o de ignorantes, si no de cosas peores. Y lo importante es esto: que hay cierta razón en la tacha, cuando, como es lo general, se defiende como democracia, maliciosa o ingenuamente, el régimen en que, bajo la apariencia de una decantada soberanía popular, son de verdad unos cuantos trusts o un grupo de familias poderosas, los que ejercen efectiva soberanía en la sociedad. Por eso llevan la de perder los que discuten incurriendo en tan deplorable confusión.

Veámoslo en nuestro suelo: ¿quién hará desistir de sus ideas a un obrero comunista o a un campesino nazista, aduciendo las virtudes de la democracia costarricense, si unos y otros, de esa democracia conocen tan sólo la pésima situación económica en que viven, una deficiente legislación social que no alcanza a protegerlos, la actividad general de los gobiernos orientada sobre todo a la protección de los poderosos, y la farsa de la politiquería demagógica de cada cuatro años? ¿Cómo invocar para combatir las dictaduras lo que precisamente las justifica? ¿Cómo, por ejemplo, exaltar las virtudes de los sistemas dictatoriales, cuando hasta los mismos liberales, contemplando la labor servil, rebañista e incolora de nuestros Congresos, sobre todo de los de cinco años para acá, suelen sentir la necesidad de que venga a clausurarlos un don José Stalin o un Adolfo Hitler?

No; ello es y será tiempo perdido, y bien perdido.

Claro que el único camino de éxito teórico y práctico a seguir por los auténticos demócratas, es el enfrentar a las promesas de felicidad social negras y rojas, un vigoroso programa de rectificaciones del liberalismo, que garantice, no el advenimiento de un nuevo Paraíso Terrenal -que el demócrata debe rehuir la demagogia-, sino el progresivo mejoramiento, sin tchekas, purgas, campos de concentración ni ministerios de propaganda, de la sociedad contemporánea.

Pero la confección científica de ese programa, supone que el liberalismo efectivamente es susceptible de rectificaciones, o sea, que el liberalismo no se ha realizado rigurosamente en la forma en que lo demandaban los imperativos de la moral y las necesidades de la economía moderna, sino de manera en algunos aspectos distinta, produciéndose así los males que conocemos; y que esos males pueden perfectamente eliminarse adaptando el funcionamiento de las instituciones libres a aquellos imperativos y necesidades. Y esa es exactamente la verdad, como habrá oportunidad de verlo adelante con mayor explicitud.

La situación existente hoy -absurda y dolorosa- no es producto del liberalismo, como a voz en cuello sostienen sus enemigos, sino de su errado ejercicio; es producto, propiamente, de un régimen que diciéndose inspirado en el pensamiento liberal y estereotipando el significado de las palabras, ha confundido al dictar sus leyes, los derechos del hombre con los privilegios de las grandes compañías, la libertad económica con la voluntad de los trusts, la inviolabilidad de las personas físicas con las garantías de las personas morales, y la propiedad privada con la posesión de monopolios. Dígase, por ejemplo, y para hacer resaltar lo anterior con hechos de actualidad nacional, si decretar y celebrar la derogatoria del monopolio de la gasolina, establecido a favor del Estado desde 1933, invocando principios del liberalismo, como lo han hecho funcionarios del gobierno y hombres públicos prominentes, no es confundir la libertad económica con la voluntad de los trusts. Pues exactamente esa ha sido y es la posición de los liberales tradicionalistas en todos los casos: oponerse absolutamente, sin discriminaciones de ningún género, a que el Estado actúe dentro del Derecho Económico, aunque así se vaya comprometiendo la existencia misma del rudimento democrático -en el caso costarricense apuntado, nuestra relativa independencia económica con respecto a los trusts gasolineros- que tanto importa conservar y desenvolver. Eso -quede dicho con voz enérgica- no es liberalismo, sino ceguera ante la realidad social que trata de disimularse con pura terminología.

El liberalismo, pero el bien entendido y practicado, el consecuente con lo esencial de la doctrina que porta ese nombre, será el que imponga los lineamientos de la sociedad libre, equilibrada y humanista del futuro. Lo ha comenzado a hacer así, por ejemplo, en Colombia, donde el Partido Liberal de los López y los Santos luce una claridad de objetivos y una riqueza de energías que fuerzan la admiración del Continente todo. Lo hará en Costa Rica cuando los jóvenes hastiados de la politiquería democratoide y del liberalismo adulterado en perjuicio colectivo, y conscientes del peligro que, con el totalitarismo, se cierne sobre el derecho inalienable a progresar de que gozan las naciones y los hombres, se decidan a unirse para meterle el hombro a la gigante empresa.

Nos place creer que la actividad constructiva y desinteresada de quienes con todo entusiasmo, desde San Ramón y San José, pretenden abrir un Surco, es el preliminar de ese momento.

VIII

Para resumir las anteriores páginas, y antes de seguir adelante -ahora que se inicia 1941-diremos que, dentro del plano económico, los pensamientos autoritario y liberal discrepan así: Sostienen los autoritaristas, señalando la injusticia social y el desorden económico de las sociedades supuestas democráticas, que tan graves males son el producto fatal de la industria moderna desenvuelta a grados máximos dentro de la organización liberal, que resulta impotente, por razón de sus propios postulados, para administrar las soluciones necesarias; y que, en consecuencia, el paso natural e imprescindible es el de sustituir el Estado liberal por un Estado omnipotente, con derecho a todo -totalitario-, único capaz de restablecer la justicia social y el orden económico, mediante la sustitución de la economía libre por una economía dirigida.

Tal argumentación goza de cierta sencillez lógica que, aún separada de los adicionales recursos demagógicos que consisten en excitar las más bajas pasiones de las masas y alimentar sus más fantásticas aspiraciones, alcanza a explicar bien la adhesión creciente de nuestros días a las tesis de autoridad.

En frente de este punto de vista, muchos que se califican de demócratas sin tener de ello más que el nombre, se limitan a defender, con grandes voces y aspavientos, la flagrante injusticia del orden existente, en el que de mala o de ciega fe, creen ver nada menos que la realización cercanamente perfecta de la verdadera democracia. Natural es que con opositores que esgrimen semejantes armas, vaya la dictadura ganando terreno poco a poco, en las conciencias de los hombres, primero; en sus instituciones, luego. Lo primero es bien visible en Costa Rica; lo segundo -da lástima constatarlo en Europa. Pero el liberalismo auténtico -como que implica estudio y honradez, raramente sostenido por los líderes de estas pretensas democracias donde sólo el oro, la intriga y la mediocridad gobiernan sí tiene energía doctrinaria que oponer a los totalitarios. Y lo que sostiene es que la industria moderna, para dar un progresivo y armónico rendimiento económico, al cual las sociedades contemporáneas no pueden renunciar, porque ello sería renunciar a la civilización misma, necesita imprescindiblemente de una real economía libre; y que la injusticia social y el desorden económico no han sido, en absoluto, producidos por esta libertad, sino precisamente por no haber sabido los llamados Estados liberales, preservarla en la forma en que lo exigían las necesidades técnicas del industrialismo y los intereses éticos de la sociedad; y que, en consecuencia, el único medio de restablecer la equidad colectiva y la regularización económica, sin comprometer el aumento de la riqueza y el espíritu humano, está en la acción científica y enérgica del Estado liberal -su mecanismo tradicional totalmente revisado- tendiente a lograr una efectiva libertad económica, a perfeccionarse constantemente, dentro de la cual los conflictos sociales se vayan orgánicamente resolviendo y la industria automáticamente desarrollando en beneficio general.

Si los estadistas tienen la razón y de veras sólo el colectivismo autoritario es la solución para la crisis actual, resulta nada menos que la rebelión contra la libertad individual y la dignidad humana, triunfante a medias en el mundo de hoy, tiene justificación en las necesidades mismas de la economía moderna, y que todas las sociedades deben entrar, tarde o temprano, en un período de dictadura cuya intensidad, prolongación y consecuencias nadie puede prever.

Si la razón la tiene el liberalismo, resulta entonces que la historia del hombre puede y debe continuar siendo la historia de su gradual liberación y de su dignificación constante, y que todas las sociedades deben proceder para ello y para resolver la actual crisis, a la rectificación enérgica y valerosa de las instituciones llamadas democráticas. Tal la trascendencia social, ética y humana de la solución que se dé al problema económico de nuestro tiempo.

IX

La Teoría Liberal

a) El control automático de la producción por el nivel de los precios

La producción social puede ser dirigida por los ciudadanos de una nación en cuanto productores o en cuanto consumidores. Si se tiene en cuenta que el fin último de la producción es el consumo, o sea la satisfacción de las necesidades, parece claro que han de ser los ciudadanos en cuanto consumidores, en cuanto personas que sienten y saben qué es lo que necesitan, los llamados a dirigirla; así debe ser para que ella llene cabalmente su fin. Y así es como se pronuncia el liberalismo ante el problema. Los bienes considerados en relación con la satisfacción que le reportan a cada persona, poseen lo que se denomina un Valor en Uso, que desde luego varía de acuerdo con la particular utilidad que su consumo proporciona. Pero desde un punto de vista, no ya individual, sino social, es decir, en cuanto son objeto de cambio en una sociedad, poseen los bienes lo que se llama un Valor en Cambio, que viene a ser la medida producida por los diversos valores subjetivos atribuidos a esos bienes, al ponerse en relación unos con otros en el proceso de cambio.

El valor en cambio de los bienes, expresado en moneda, es lo que se llama su Precio, el cual, naturalmente, varía con las modificaciones que se producen en el valor que las personas le atribuyen a los bienes, o sea, en último término, con el grado de necesidad media que de ellos sienta la masa de consumidores. Por donde se ve que son los precios el instrumento por medio del cual los consumidores expresan colectivamente sus necesidades y sus gustos. Si los precios de un artículo suben, eso quiere decir, en general, que los consumidores sienten por él mayor necesidad; si bajan, lo contrario. Por eso se ha dicho que el nivel de los precios es el resultado de una votación de índole económica, que diariamente llevan a cabo los ciudadanos.

Los resultados de esa votación son estrictamente atacados por los organizadores de la producción -los empresarios-, quienes deseando producir lo que les reporta una ganancia, sólo producen los artículos que gozan de altos precios, o sea, consecuentemente y en definitiva, los que los consumidores desean con mayor intensidad.

Pero los precios dependen, no sólo de las necesidades de los consumidores, sino también de la cantidad en que los artículos deseados se ofrecen en el mercado. Los precios de los bienes, se dice técnicamente, varían de acuerdo con la oferta y la demanda de los mismos.

Resulta, por tanto, que el desplazamiento de los recursos económicos de las actividades menos a las más productivas, motivado por el afán de lucro de los empresarios, produce entonces, al hacer muy numerosos los artículos más deseados, la baja de su precio, hasta el punto de que la continuación de su producción resulta desventajosa para los empresarios que cuentan con menos recursos, viéndose entonces estos obligados a retirarse del mercado.

Este fenómeno, al restringir la oferta, hace ascender otra vez los precios, y de nuevo entonces muchos empresarios, estimulados por la posibilidad de hacer negocio, vuelven a trabajar en la misma rama.

Y este movimiento fluctuante es, a grandes rasgos, el que caracteriza la dinámica económica en régimen liberal: subiendo los precios hasta el punto más allá del cual los consumidores los considerarían desproporcionados a la utilidad de los bienes ofrecidos, punto que naturalmente estimula a los empresarios; y descendiendo hasta el punto más allá del cual los más poderosos de estos últimos considerarían ruinoso el continuar la producción, punto antes del cual ya han sido desde luego eliminados los competidores más débiles.

A esta forma de organismo económico, explicado por el liberalismo, se le conoce con el nombre de Control Automático de la Producción por el Nivel de los Precios, porque efectivamente ésta se realiza independientemente de factor extra-económico alguno, orientada sólo por el curso ascendente o descendente de los precios. El organismo es teóricamente perfecto, porque permite la adecuación precisa de la producción a las necesidades reales del consumo, cumpliendo así el fin último de la actividad económico-social. Adelante veremos cuáles han sido los resultados históricos del funcionamiento práctico de este sistema en las sociedades contemporáneas, pues por el momento lo que nos interesa es tan solo la exposición pura de la teoría liberal.

X

La Teoría Liberal

b) El control de la inversión por la tasa de interés

Cualquier clase de sistema económico tiene que resolver, necesariamente, el problema de qué cantidad de dinero debe dedicarse para el consumo y qué cantidad para la inversión. Quiere decir: cuánto ha de usarse para la producción, el intercambio y la adquisición de bienes de consumo inmediato (alimentos, vestidos, habitaciones, etc.), y cuánto para la producción de capital, o sea de bienes que no siendo directamente consumibles, sirven para producir bienes de esa clase (fábricas, plantas, máquinas, etc.).

El fin último de toda producción es -ya lo dijimos atrás- el consumo; pero el espectáculo de una sociedad que consumiera cuanto produjera, es absurdo e irreal. En efecto, sería esa una sociedad carente de previsión, que se encontraría, de un día a otro, con su organismo de producción paralizado por falta de elementos. Lo cierto es lo contrario: que una vez satisfechas las necesidades más urgentes, el resto de la riqueza producida se dedica a una nueva producción, con vistas, a garantizar la satisfacción de los consumos futuros. El problema de la inversión es, así, el problema de la previsión económico-social. Veamos la solución lógica y sencilla que le da el liberalismo.

En cuanto bono representativo del valor de la riqueza social, y supuesto un sistema monetario no influido por causas monetarias, el dinero es una mercancía, igual que cualquiera otra, cuyo valor depende, en consecuencia, para los efectos de la inversión, de su olería y su demanda. Si hay poco dinero y las necesidades del consumo apenas logran satisfacerse, su precio: el Interés, sube hasta el punto de restringir la demanda de los empresarios, que no trabajarán sino en las ramas, necesariamente escasas, que les aseguren un beneficio rápido y superior a la tasa fijada; si hay mucho dinero y las necesidades del consumo se satisfacen ampliamente, el interés baja entonces hasta el punto de estimular a los empresarios a trabajar hasta en las ramas menos productivas y que lo son a largos plazos, realizándose así la inversión total del dinero ahorrado. Nunca se corre dentro de este sistema, como se nota, el peligro de sacrificar el futuro por el presente, consumiendo toda la riqueza producida o dejando mucha de ella sin invertir, ni tampoco el peligro de sacrificar el presente por el futuro, invirtiendo desproporcionadamente. El problema, que es vital, y sumamente embarazoso a intentar resolverlo por medio de cálculos objetivos, se soluciona así, él mismo y solo. Es lo que se denomina El control automático de la inversión por la tasa del interés, y que se explica diciendo que la tasa fluctuante del interés tiende a adaptar la suma total de las inversiones a la suma total del dinero ahorrado, una vez satisfechas convenientemente las necesidades del consumo.

Como se ve, el interés cumple en el tiempo, idéntico papel que cumplen los precios en el espacio: equilibrar la oferta y la demanda, allá de dinero, aquí de bienes. Esto no ha sido exacto en la práctica; pero por el momento -repetimos- sólo nos interesa hacer una exposición puramente doctrinaria.

***

Queda expuesta rápidamente la tesis del liberalismo sobre la economía social dinámica en sus fundamentales aspectos de la producción y la inversión. Debe explicarse que tal tesis sólo es exacta para sociedades donde la división del trabajo ha alcanzado ya la etapa nacional, es decir, donde la producción se realiza con vistas a un mercado amplio, indeterminado y complejo, y no ya pequeño y conocido, como en la economía familiar, la local o la de gildas. Por eso es que el liberalismo deja de ser un conjunto de airadas protestas y de indefinidas aspiraciones, para constituirse en un verdadero cuerpo de doctrina, hasta a fines del siglo XVIII, cuando las fuerzas económicas ya son más o menos libres en Inglaterra y comienzan a desbordar cada vez con mayor violencia los moldes autárquicos en la Europa continental.

En efecto, la producción no puede ser reglada por los consumidores a través del nivel de los precios, sino a condición de que el trabajo social esté dividido, que los individuos, las familias o las empresas no produzcan ya para satisfacer sus propias necesidades, sino las de sus connacionales en general. Es claro que cuando se produce con ese fin y en semejante escala, los productores o los empresarios han perdido ya el poder de disposición absoluta que en el régimen familiar, local o corporativo, tenían sobre su trabajo, para pasar a ser los servidores de una gran masa heterogénea de consumidores, cuyas necesidades y deseos no pueden ya clasificar y fijar por su cuenta, arbitrariamente.

E igualmente tratándose de la inversión: el control automático por la tasa del interés no puede operar sino en una sociedad en que la división del trabajo se haya desenvuelto a tal punto que el capitalista y el empresario sean, muy generalmente, personas distintas, y en que el arrendamiento de dinero, por el aumento de la riqueza numeraria, no constituya ya sólo un fenómeno de consumo, sino y principalmente, un fenómeno de producción.

XI

Hemos estudiado las dos tesis básicas de la doctrina liberal con relación a la economía social dinámica: el control automático de da producción por el nivel de los precios y el control automático de la inversión por lo tasa del interés, y creemos haber dejado explicada la perfección teórica de ambas.

Pero es lo cierto que en las sociedades que adoptaron y pusieron en práctica desde el siglo pasado tales tesis junto con las instituciones políticas que son sus consecuentes, se ha desarrollado poco a poco, en vez de un organismo progresivamente satisfactorio para los consumidores y cada vez más orientado por ellos —como lo hacía suponer la teoría liberal pura— un sistema socialmente injusto y económicamente absurdo que es el que conocemos hoy bajo el nombre general de capitalismo. Las deficiencias de este sistema han hecho surgir, a su derecha y a su izquierda, doctrinas sociales que, como hemos visto atrás, coinciden en afirmar que la solución del problema capitalista está en la sustitución de la economía libre actual por una donde la producción y la inversión sean planeadas y dirigidas por un Estado centralizador y autoritario. La agresividad de los prosélitos de esas ideologías es tanta y su éxito tan grande —como que tienen ya medio mundo sujeto a su poder—, que quienes aún creen en la dignidad individual del hombre, pero a su vez sienten el fracaso del capitalismo, se han puesto al examen del desarrollo económico de las sociedades en régimen liberal, para ver si es posible una rectificación salvadora, y han encontrado en ese examen que los tratadistas y líderes del liberalismo han incurrido en errores tales, que son a ellos imputables y no o la doctrina misma, los desastrosos resultados del régimen. Digamos en qué consisten.

Los errores del liberalismo

a) La división de la realidad social en natural y legal

John Stuart Mill, Herbert Spencer, junto con los otros grandes maestros, y tras ellos, todos los tratadistas y autores liberales, han dividido la realidad social en dos campos concretos y distintos: el constituido por las relaciones de propiedad y contratación, fundado sobre «la naturaleza de las cosas», y en ese carácter impuesto al hombre como natural y necesario; y el constituido por codas las otras formas de actividad social, arreglado y conformado mediante leyes y disposiciones estatales. De tal división los tratadistas sacaron desde luego el consecuente postulado de que mientras al Estado le es lícito y necesario dar, modificar y variar leyes tendientes a la regulación y ordenamiento de las actividades aludidas en último término, le es a la vez totalmente prohibido legislar en el campo de las relaciones de propiedad y contratación, y se enfrascaron en una sutil y prolongada pugna por determinar hasta qué punto podía y debía llegar la intervención del Estado en las actividades sociales. ¡Falto de ciencia y de lógica sería en verdad ponerse a ordenar lo naturalmente ordenado y a emitir leyes estatales sobre materia regida por leyes naturales!

Pero allí el fundamental error —sólo comprensible ciertamente por el predominante lugar que en la filosofía de esos años ocupaba la teoría del derecho natural: que no hay actividad alguna dentro de la sociedad, que no esté determinada y regulada por Ja ley, entendida ésta en su aspecto general y básico de norma colectiva. Las relaciones de propiedad y de contratación en las que se expresaba la actividad económica de los años del triunfo político liberal —1776 a 1832 más o menos—, no eran por modo alguno necesarias, ni eran naturales: eran el producto directo del derecho consuetudinario, modificado e interpretado por las decisiones judiciales y las legislaciones especiales de cada localidad o de cada nacionalidad. Y en el curso del siglo diecinueve, cuando las codificaciones nacionales toman un gran impulso, eso se ve mejor: ¿no aparecen ordenados y explicados en códigos o en leyes emitidos por el Estado, los atributos de la propiedad, las condiciones de-la compraventa y del arrendamiento de cosas y servicios, los requisitos de las sociedades, la forma de las sucesiones, y en fin, todos los derechos y relaciones referentes a la actividad de cambio económico-social? Y no hay que llamarse a engaño con lo que se acostumbra denominar el paso histórico del liberalismo puro al intervencionismo estatal: si, por ejemplo, las leyes hoy le acuerdan al obrero una indemnización por los accidentes que sufra en su trabajo, cosa que ayer no hacía, ello no quiere decir, como a vista gruesa parece y con toda generalidad aún se sostiene, que antes no existía legislación sobre accidentes de trabajo y que hoy sí la hay. No; simplemente lo que ha sucedido es un cambio en el sentido de una ley que siempre ha existido: antes el Estado le concedía al patrón el derecho a no hacer pago a sus obreros por razón de accidentes de trabajo, salvo el caso de dolo o culpa imputables al mismo patrón; hoy ha desaparecido esa garantía, barrida por la correcta tesis del riesgo profesional, y el derecho que antes tenía el empleador para no pagar, lo tiene hoy el obrero para cobrar; siempre, pues, ha existido, tanto en materia de accidentes de trabajo como en cualquiera otra referente o la actividad económico-social, una norma colectiva, una solución permanente y regular, que determina derechos y obligaciones para las partes e indica los procedimientos a seguir, aunque a veces, y por tratarse de normas o soluciones tradicionales o consuetudinarias, no pertenezcan al derecho escrito.

Y ha sido, así, una ilusión completa y un error pródigo en perjudiciales resultados, que adelante examinaremos con detalle, el creer en da existencia de un campo social naturalmente libre donde funcionaba la economía de cambio y a su lado en la dé un campo sujeto al derecho, único en el que el Estado podía y debía ejercer su jurisdicción.

XII

Los errores del liberalismo

b) La intocabilidad de lo económico o teoría del laissez faire, laissez passer

Del primer y fundamental error del liberalismo: haber creído que en la sociedad existe un campo de relaciones naturales —las económicas—, y otra de relaciones convencionales —todas las restantes—, deriva en cierta forma el que se refiere a la intocabilidad de lo económico.

Habiendo operado esa falsa división, que confundía el modo de producción vigente — que en realidad no puede interferirse legislativamente en cuanto es un fenómeno puramente técnico—, con las relaciones económico-sociales existentes alrededor de ese medo de producción, se vieron forzados a sostener que estas últimas no pueden por ninguna causa variarse.

Es la doctrina que se conoce corrientemente con el nombre de laissez faire, laissez passer, y que se plantea diciendo que la política económica del Estado liberal es la de no intervenir en las actividades privadas de esa índole que se desarrollen en su seno.

El origen de tal doctrina la encuentran los historiadores en el pensamiento de ciertos economistas italianos del siglo XVII, y el empleo por primera vez de la expresión concreta laissez faire, referida a la política económica del Estado, se lo atribuyen a un comerciante francés llamado Gournay, que vivió en el siglo XVIII. Eso mismo, el conocimiento de la época en que se elaboró la dicha teoría, dice claramente» de su inconsistencia y falsedad como tesis positiva de gobierno. Laissez faire fue el grito de rebeldía de la naciente clase mercantil europea, contra la intervención múltiple que el Estado monárquico operó en la Edad Moderna sobre la actividad económico-social de las naciones. Laissez faire fue, pues, un grito de oposición a lo existente, un grito revolucionario y destructivo: se trataba de limitar el poder y la jurisdicción del Estado, de acabar con su absolutismo; se trataba, en una palabra, de que el Estado dejara hacer. Pero advenidos al poder los representantes de los nuevos intereses y las nuevas ideas, mal podía servirles a éstos de doctrina positiva justamente la negativa que habían usado para combatir y tumbar el antiguo régimen. Imposible adoptar como norma de gobierno la antigua consigna revolucionaria. Imposible coartarle al Estado liberal su derecho de regular científica y equitativamente las actividades económico-sociaies, por cuanto antes se había acusado al Estado absolutista su intervención retardataria y anticientífica.

Al hacerlo, cometieron los liberales su segundo gran error —esta vez práctico—. Así renunciaron, sin darse cuenta de ello, su urea de instaurar verdaderamente el liberalismo en las sociedades.

Porque caído el régimen absolutista, quedaba sólo cumplida la mitad de su labor histórica: remover las fuerzas políticas y sociales que obstaculizaban el desarrollo industrial; pero les quedaba aún por cumplir la segunda, la más difícil, porque era la constructiva: la de procurar las reformas sociales necesarias para que el nuevo modo de producción produjera sus resultados en consonancia con las necesidades éticas y de justicia fundamentales de la comunidad contemporánea. Removidas las fuerzas feudales, quedaba el modo industrial de producción, que se basa en la división creciente del trabajo social, en posibilidad de desarrollarse libremente, y quedaba así garantizada una producción cada vez mayor, mejor y más diversificada. Pero eso era sólo el resultado económico. Y el Estado no podía desentenderse del resultado social, que implica juicios morales y consideraciones de equidad colectiva: debía pues, haber iniciado inmediatamente después del triunfo liberal, una política amplia y enérgica tendiente a adaptar las condiciones sociales existentes a la nueva técnica, con vista al beneficio de la sociedad entera.

Sabemos, sin embargo, que los dirigentes liberales se quedaron a la mitad del camino: barrieron ciertamente los poderes reaccionarios que entorpecían el desenvolvimiento de la gran industria —y el mundo ha contemplado el gran triunfo económico del nuevo modo de producción—; pero, opiatizados por el falso dogma del laissez faire, no se preocuparon en absoluto de las condiciones sociales en que la nueva técnica iba a trabajar y a las que iba a influenciar —y el mundo ha contemplado el gran fracaso social del nuevo régimen político.

Valgámonos de un ejemplo para aclarar: cuando los escritores revolucionarios invocaban la teoría del laissez faire ante las restricciones de la producción en régimen corporativo, su crítica no podía querer decir otra cosa que la siguiente: que, existiendo las condiciones necesarias para producir en una mayor escala, más razonable que predeterminar reglamentariamente la producción, era dejarla que ella se orientara automáticamente por los deseos de los consumidores, expresados en el nivel de los precios; o sea, que criticaban, convencidos de las mayores posibilidades de la técnica industrial, las instituciones sociales y políticas que no le permitían dar libremente sus frutos, y demandaban del Estado, que prohijaba esas instituciones, que dejara hacer. Y nada más; en absoluto se prejuzgaba en esa crítica sobre los requisitos necesarios para el correcto funcionamiento de las nuevas instituciones. Se señalaban —para seguir con el ejemplo propuesto— las deficiencias de la producción reglamentada, contraponiéndola a la orientada automáticamente por la oferta y la demanda de bienes, pero nada se decía sobre las condiciones sociales necesarias para que la ley de la oferta y la demanda funcionara en beneficio colectivo.

En efecto, la ley de la oferta y la demanda es perfecta desde el punto de vista puramente técnico de la producción industrial, puesto que permite operarse libremente una división cada vez mayor del trabajo, que es la base y la garantía del progreso de la industria, pero para que, a la vez, sea esa ley una institución socialmente justa — interés primario de todo Estado realmente liberal—, importa entonces una política de adecuación social a la nueva técnica.

El mismo Adam Smith hizo ver que la ley de la oferta y la demanda se operaba únicamente con relación a la demanda efectiva o solvente, es decir, con relación a los consumidores con poder adquisitivo suficiente para influenciar los precios en el mercado. Entonces, caído el régimen corporativo —primeara tarea liberal— y garantizado así el funcionamiento técnico de la ley de la oferta y la demanda, urgía después —segunda tarea liberal— llevar a cabo —es sólo un ejemplo entre otras soluciones posibles— una redistribución do la renta nacional para dotar de poder adquisitivo suficiente a todos los ciudadanos, y garantizar así el funcionamiento social justo de dicha ley. Y esa doble tarea, que era precisa para todas las instituciones que propugnaba la doctrina liberal, no se cumplió en ningún caso.

Creemos haber aclarado así en qué consistió el tremendo error de laissez faire.

XIII

Los errores del liberalismo

c) El estudio apologético del orden existente

Imaginando un campo social —en el que funciona la economía de cambio— regido por leyes naturales, y adoptando como fórmula de gobierno la antigua consigna: revolucionaria del laissez faire, los tratadistas y dirigentes liberales renunciaron su histórica tarea constructiva de adoptar las condiciones sociales existentes al funcionamiento novedoso de la técnica industrial. Un tercer error había de venir a justificar, desde el punto de vista ético, esa actitud conformista y negativa. Fue el que consistió en ver en la sociedad concreta que tenían frente a ellos, el esquema de la sociedad ideal que habían soñado y predicho.

Los primeros años de la era liberal fueron de» tangibles progresos: el comercio nacional e internacional, desaparecidas las trabas que lo entorpecían, cobró una intensidad y un volumen sorprendentes; el trabajo y el capital, liberados del yugo corporativo, se desplazaron con relativa facilidad hacia los sitios donde resultaban más: productivos; la competencia, tumbado el régimen de monopolios locales y estatales, comenzó a funcionar con bastante naturalidad; los ciudadanos en general, lograron una independencia, una dignidad y un radio de oportunidades como nunca los habían gozado; el nivel medio de vida se elevó notablemente, gracias a la creciente división del trabajo que comenzó a operarse; en fin, se produjeron en todos los planos de la vida, al impulso del desarrollo industrial, tantas variaciones y todas ellas tan beneficiosas para la sociedad, como no las había contemplado el mundo bajo régimen otro alguno. La constatación de lo cual entusiasmó tanto a los autores liberales, que, pasando por alto muchas imperfecciones sociales aún existentes —y que a la larga debían dar en el fracaso con todo el sistema—, o aludiendo a ellas, cuando más, bajo el equívoco calificativo de «perturbaciones», se dedicaron a estudiar el nuevo régimen apologéticamente, como si en él estuviesen realizadas ya todas las condiciones de la sociedad liberal perfecta.

Era efectivamente tanto lo alcanzado en pocos años, tan grandes las diferencias con la sociedad pre-revolucionaria, que los tratadistas subestimaron, hasta no tomarlos casi en cuenta, los puntos en que la sociedad no estaba aún adaptada en la forma necesaria para que, a la par que el resultado económico, quedara también garantizado e! resultado social del nuevo sistema.

Los publicistas que se encargaban de popularizar las grandes obras liberales, tomaron a su cargo, en parte por ignorancia, en parte por la presión de los que resultaban privilegiados con las cosas tal como estaban, el terminar de convertir la ciencia económica en una especie de propaganda tendiente a demostrar que el orden establecido representaba más o menos el ideal de la razón y de la justicia.

Y así la economía clásica, y junto a ella toda la literatura de divulgación económica libera!, se concretó a ser una mera explicación apologética de la sociedad cual era, imaginándola cercanamente perfecta, y con eso resultó plenamente justificada, dentro del mismo plano moral, la política del laissez faire, que ya lo estaba, dentro del plano puramente técnico, con la teoría de las leyes naturales en las relaciones de cambio económico-social.

Los tres errores se unificaron y se complementaron así, en forma de esterilizar absolutamente la energía y el poder constructivo de la doctrina.

Cuestión era nada más de tiempo el desastre total. Cuando a consecuencia de las numerosas fallas que padecían las seriedades en que operaba la técnica industrial, ésta, en vez de determinar un avance acelerado del rendimiento económico colectivo y un perfeccionamiento cada vez mayor de las instituciones democráticas, llegó a crear los grandes problemas del despilfarro económico y de la injusticia social de nuestros días, ya el liberalismo había caído en el mayor descrédito como doctrina capaz de administrar las soluciones imprescindibles, y el criterio autoritario se iba apoderando poco a poco del pensamiento universal. Y esos resultados se acentúan cada día más.

Así es como errores puramente intelectuales, que trascendieron, convertidos en graves yerros, a la práctica, han detenido —para algunos definitivamente el desenvolvimiento de un gran movimiento sociológico: la interpretación y la dirección liberal de la sociedad humana.

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