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El 48 como desborde trágico

LA TRAGEDIA Y LA CATÁSTROFE

Es desde vivencias como éstas que algunas personas hablarán de una tragedia en la familia costarricense. Para mucha gente en ese momento ocurrió una gran ruptura en su vida. Un tránsito brusco de un mundo casi siempre idealizado, recordado como amable, tranquilo e incluso feliz, a otro poblado de rencores, miedos y peligros.

La quiebra de las relaciones de cercanía y amistad introdujo el desconcierto y la incertidumbre. Lo conocido-familiar se volvió extraño. Personas cercanas se transformaron en seres temibles o aborrecibles. La violencia cotidiana movió los puntos privados de referencia al mismo tiempo que trastocaba los colectivos: pleitos callejeros continuos, golpes, discusiones interminables e insultos, disparos, heridos con machete o cuchillo, atentados, registros y asaltos de viviendas, amigos convertidos en enemigos “sin saber por qué”, disputas familiares, parientes que desaparecían o que no se volvían a visitar, pulperos que perdían parte de su clientela y clientes cuyos pulperos no les vendían más, vecinos que se insultan o se difaman, cambios de casa o de pueblo, maestros que discriminaban a unos niños por el color político de la familia, cierres de centros de educación por divisiones entre los docentes, preguntas y sospechas sobre la filiación política del cura del pueblo.

La forma en que lo cotidiano-conocido se transmutaba o se rompía deja sin palabras: “Ahora que estoy reviviendo aquellos tiempos, recuerdo, aunque no puedo expresarlo con palabras, lo que yo sentí, cuando presencié tanto maltrato y tanto dolor. Recuerdo que lloraba mucho pues ya ni tenía ganas de hablar, ni de reír, ni de salir a la calle porque la gente no era igual, en las noches no se podía dormir tranquila.”67 La nueva situación no podía ser atrapada con las palabras de siempre. A la vez, ella introducía otras nuevas. Vocablos poco usados o desconocidos empezaron a correr de boca en boca. El término “black jak”, por ejemplo. Los nombres de algunas personas evocaban reacciones positivas o negativas casi inmediatas. Los adultos conversaban sobre cosas que preferían no mencionar delante de los niños: de asesinatos, fusilamientos, mutilaciones y violaciones. Los acontecimientos, dice un testigo, y lo confirman otros, trajeron palabras que golpeaban hondo los tejidos afectivos. Una de ellas fue la palabra terrorismo.68

Por la fuerza con la cual estos hechos afectaron muchas vidas, se podría decir que el año 48 tuvo un significado similar al de una catástrofe. En los mitos los encadenamientos humanos trágicos suelen ir acompañados de pestes, plagas, sequías o inundaciones. La naturaleza sublevada sugiere o expresa en ellos un conflicto humano profundo. De manera parecida, en los relatos el año 1948 aparece frecuentemente asociado a una catástrofe natural. La gente se recuerda en medio de un “mar abatido por furibundas tempestades”.69 Los odios incandescentes son comparados con la irrupción “de un volcán bajo los pies, donde se pensaba que solo había zacate verde y flores.”70 Si reflexionamos, encontramos que no son imágenes gratuitas. Después del terremoto de 1910, fue el suceso que provocó el mayor número de muertes violentas en el siglo XX. En este sentido podría decirse que el 48 fue el epicentro de una catástrofe social.

La figura de la catástrofe social puede complementar el concepto de tragedia empleado. Una catástrofe social remite a una cadena de eventos de una magnitud inusual o desconocida, la cual causa alteraciones bruscas y profundas en un entorno. Es una situación extrema, humanamente provocada, que puede tomar distintas formas, desde una guerra o una matanza étnica hasta una crisis económica. Consubstanciales a la idea de catástrofe son las dimensiones de lo ocurrido y por lo tanto las pérdidas: humanas y materiales, afectivas y simbólicas. Las catástrofes sociales suelen dejar heridas y secuelas, señales en el espacio físico y social, en la piel y en la intimidad. Ponen un antes y un después. Algo imprevisto, contrario o muy distinto de lo cotidiano-familiar, relevante por sus proporciones y su significación, originado en un orden político-cultural que al mismo tiempo resulta desbordado, irrumpe con una fuerza que supera o rehúye los recursos para su representación a disposición de las personas y del colectivo.

Al igual que las catástrofes a veces equivocadamente atribuidas a la naturaleza, las catástrofes sociales dejan traumatismos diversos. Algunos son momentáneos. Otros tardan tiempo en ser procesados y pueden dar pie a complicaciones con efectos autodestructivos, particularmente cuando se amarran con sentimientos de culpa. Algunos de esos traumatismos se expresan en retorno de imágenes, en re-escenificaciones de lo vivido, en lagunas en la memoria, en señales que desatan estados de alerta y pánico, y en conductas autodestructivas. Ante la dimensión del evento desorganizador, los afectos liberados tardan en ser integrados por la organización yóica, o nunca los son.71 Hay una exigencia desmedida sobre el aparato psíquico, que lo desborda. En el caso de los traumas la capacidad de representación misma queda comprometida. La experiencia traumática no puede ser elaborada, queda descontextualizada, desnuda. La escisión propia de lo que no puede ser simbolizado dentro de una red de sentido compromete la capacidad de pensar y en consecuencia la memoria. En esto consiste el trauma. A la par, las catástrofes sociales también profundizan conflictos intrapsíquicos. Dilemas no resueltos en el curso del proceso de maduración pueden cobrar nuevas expresiones y renovada fuerza. A la vez, las catástrofes humanas crean conflictos ellas mismas. Los teóricos de las relaciones objetales han llamado la atención sobre las consecuencias de la interiorización de las experiencias de relación con los otros, y muy en particular sobre la introyección de las dinámicas destructivas en que un ser humano puede quedar envuelto, particularmente en la niñez.72

En la doble perspectiva del trauma y del conflicto, las catástrofes sociales abren en algunos casos procesos psíquicos inéditos y en otros aceleran los ya preformados. Lo que le ocurrirá a la gente depende de la calidad, fuerza y extensión del golpe o de los golpes, y del terreno cultural, vital, social y subjetivo sobre el cual los primeros caen. Cada uno de estos planos tiene su propia complejidad. Lo central es la forma en que la experiencia puede ser internamente representada.

Dos aspectos relevantes han sido destacados por quienes desde una perspectiva psicológica han estudiado poblaciones afectadas por catástrofes sociales.

Se ha resaltado que ellas alientan procesos de des-identificación. Con ello se dice que los enlaces sociales se resquebrajan y se rompen.73 Lo primero sucede casi de manera automática e involuntaria en razón de la desorganización social producida. Lo segundo puede ser a veces buscado. Puede ocurrir que un conjunto de vínculos sea desconocido en la medida en que se convierten en un obstáculo para la supervivencia personal, física o social, real o imaginada. Eventualmente pueden ser vividos como obstáculos para tener acceso a ventajas o favores. En medio de un conflicto social la des-identificación es la manera de adherir públicamente una causa, en contra de otra. Luego, en aras de la autoconservación se dañan y desmantelan las redes humanas que habían venido dando sostén, referencia e identidad.

La dinámica de los mimetismos malévolos resaltada por Girard tiene como un acompañante menos atendido una ruptura de lazos significativos inmediatos, además de un posicionamiento hostil frente a un otro. El mecanismo grueso contiene este doble movimiento.

Junto a los procesos relacionados con la autoconservación del yo, estarían aquellos otros relacionados a la autopreservación del yo. Quienes utilizan este concepto apuntan con él al esfuerzo del yo por mantener algún tipo de consistencia con una representación nuclear de sí mismo en las circunstancias más difíciles y adversas. Como es sabido, la coherencia con los enunciados básicos que aportan identidad ha sido muchas veces más importante que las ganancias atribuidas a una posición social, o que la vida misma. No todas las personas hacen suyos los impulsos a-sociales que las situaciones extremas favorecen con gran frecuencia. Pero lo usual es que las situaciones extremas obliguen a la gente a tomar decisiones que ponen a prueba sus códigos éticos. Quien trata de conservar algo de consistencia en circunstancias donde hay pérdidas significativas o las exigencias para sobrevivir son inusuales, debe enfrentar tensiones y conflictos que con frecuentemente no se pueden manejar o resolver de la mejor manera, creando o removiendo sentimientos encontrados, generalmente dolorosos. La coherencia, al igual que la incoherencia, tiene tiene su precio y éste bien puede ser muy alto.

Gran parte del material disponible sobre el 48 puede ser pensado con estos puntos de referencia. Si ponemos la atención en las contradicciones entre los impulsos de autopreservación y de autoconservación nos equipamos con una lente para empezar a explorar esos silencios llenos de miedo y de vergüenza que han durado cincuenta años y más, al igual que los saltos, vacíos y contradicciones presentes en muchos relatos. Con esa lente imaginaria podemos también aproximarnos de otra manera a la situación de aquellas personas que en los relatos son calificadas de “traidoras”, “pancistas” o “volcadas”. Desde luego, esto no excluye la exploración de las micro-dinámicas psíquicas individuales, cuando ello es posible. Como hemos visto, alguna gente vio emerger entonces un lado suyo desconocido o poco conocido, con implicaciones de por vida. Otra lo descubrió en personas que creía conocer. A la par está la gente que se rehusó a des-identificarse con quien ella creía ser, y contra viento y marea trató de mantenerse en una ruta contraria o distinta de aquella hacia la cual llevaban los odios incandescentes.

En muchos testimonios aparece la mención de hechos espantosos o terribles. En ocasiones estos adjetivos indican la ausencia de palabras adecuadas para comunicar lo vivido, y algunas veces la presencia de conflictos que nunca se han podido resolver. La apelación a lo terrible es en ocasiones una forma de preservar el silencio y de no tocar heridas mal cerradas. Entre el silencio y las palabras empleadas encontramos toda una gama de posibilidades. A diez años de los hechos, una niña observaba que cuando los adultos hablaban del 48 hacían lo posible por entretenerse en comentarios divertidos, rehuyendo los “malos recuerdos”. Pero lo que empezaba jocosamente terminaba frecuentemente en rostros tristes, suspiros, lágrimas en las mejillas y en un melancólico silencio materno. La conversación concluía hundiéndose en el silencio. Para la niña nada quedaba claro. Faltaban palabras. Complemento de estas escenas es lo que ella misma llama el trauma de sus hermanos mayores, aquejados de un gran miedo a la oscuridad. Al parecer eran miedos asociados con lo que el grupo familiar vivió durante los días de lucha, en San Isidro del General. La niña los hizo suyos aunque no había nacido cuando todo ocurrió.74

La palabra trauma aparece con alguna frecuencia en los relatos. En ocasiones está como sinónimo de lo espantoso.75 En otras oportunidades describe un presente continuamente invadido desde el pasado por imágenes y sentimientos que se niegan a transformar en historia. A veces está ligada con historias incansablemente repetidas, sin mayor variación. Algunos hijos percibieron que sus padres abrigaban penas que no ponían en palabras e interpretaban que lo hacían para que ellas no los alcanzaran y contaminaran. Algo parecido al mandato de “no mirar lo que sucede” puesto en boca de varias madres. Otras niñas y niños, por el contrario, serán casi saturados por los relatos de sus mayores y llegarán a la adultez con ellos, como si fuesen parte de sus propias vivencias. Mucha gente creció con una versión privada o familiar de los hechos, nunca contrastada públicamente. Un acompañante de las palabras que no se dicen, que se quedan cortas, o que se repiten, es la memoria agujereada o distorsionada. Eventos que tuvieron una duración precisa, según se sabe luego, se alargan en el recuerdo toda una eternidad, amplificando al mismo tiempo algunos contenidos particulares, en detrimento de otros: la fuerza de algunos sonidos y ruidos, o la intensidad del miedo sentido.76 A veces, por el contrario, días y semanas son casi borrados, dejando en su lugar una nebulosa.77

En el vocabulario de Girard podemos hablar entonces de un proceso político que llevó mucha gente a distanciarse y separarse de los suyos, y en algunos casos a renegar de ellos, en virtud de una mimesis con un bando político y un caudillo. Otro estudioso de las situaciones extremas menciona una convergencia crítica entre procesos de des-socialización (ruptura de lazos), y des-individualización (identificarse con un colectivo mayor, y actuar desde él)78 Estos términos también serían apropiados para describir buena parte de lo presentado. Hubo personas, incluso niños, que llegaron a ver en sus familiares enemigos que perjudicar y hasta matar, algunas realmente, y otras cuando menos en la fantasía.

Una situación de rasgos trágico-catastróficos, como fue la nuestra, dejará huellas en las generaciones siguientes. Ellas muy posiblemente no se agotan en las simpatías o animadversiones político-partidistas, ni necesariamente van a desaparecer una vez que ellas pierdan fuerza. Corresponden a otro nivel, menos visible.

Una vez pasado el epicentro de la catástrofe la gente superviviente se enfrenta a la tarea de rehacer su vida de la mejor manera posible. Entre otras cosas, va a requerir de algún tipo de estrategia personal para reconquistar algo coherencia interna y volverse a colocar en el escenario social. Alguna tendrá éxito y otra no. Para los perdedores y los derrotados, cuando se trata de situaciones políticas, resulta mucho más difícil integrarse a la normalidad de los vencedores, de ser tal cosa posible. Caben esperar muchas complicaciones. La elaboración del duelo puede ser acompañada de un ensimismamiento que se confunde con la depresión, y la depresión real puede vestirse a veces de un ensimismamiento por motivos políticos. A veces las estrategias fallidas acarrean nuevas y trágicas complicaciones. Por ejemplo, cuando el esfuerzo de evacuar o neutralizar los efectos dolorosos de lo vivido requiere de prótesis externas. Las adicciones podrían contabilizarse entre ellas.

La elaboración solitaria, silenciosa y lenta es una posibilidad que tiene límites, sobre todo cuando no hay un esfuerzo social que la facilite y la valide. Es difícil hilar en solitario.

En varios relatos con que contamos el miedo es nombrado (o insinuado) como la causa de un desfase entre los dramas y penurias vividas en carne propia y la insuficiencia de las explicaciones retroactivas sobre lo que pasó. A él se le imputa una incoherencia que perdura. Pero la explicación puede ir también por otro camino. En un relato aparece la sospecha de que no es solamente el miedo individual o privado el responsable de tal discordancia. Algo más se interpone, que sigue siendo una incógnita. Un niño de aquellos años escribe:

Pero siento que hay una nebulosa dentro de mi mente. No sé si por ignorancia académica o por bloqueo psicológico, todo lo que ocurrió en la revolución no me queda claro. Podría ser que a nuestros políticos no les interesa que conozcamos la verdad o ellos también la desconocen. En fin, no sé. Tengo conciencia de que la mayoría de los costarricenses con los que hablo ocasionalmente tampoco lo tienen muy claro. No sé cómo se resolvió el enorme dolor causado por la pérdida de innumerables vidas humanas, de familias destruidas, de familias fragmentadas, de empresas desmanteladas, de pérdidas materiales etc. No sé cómo un liberacionista puede convivir con un pariente mariachi, que segó la vida de un pariente cercano, ni viceversa. No sé si se resolvió el enorme trauma emocional que ocasionó la revolución a todos los costarricenses.

Se me enseño que el resultado de la revolución fue bueno, que las consecuencias fueron las buscadas, que los actos ocurridos, a la luz de las condiciones actuales, están completamente justificados. Tengo dudas. Pero si estoy seguro de una cosa y es que ahora que me encuentro en los umbrales de la tercera edad, con esposa, con tres hijos y un nieto, no deseo para ellos ni para ningún compatriota costarricense la traumática experiencia de otra revolución.79

Dos veces aparece la palabra trauma en este pequeño texto. Hay duda e incertidumbre. Cincuenta años después siguen existiendo muchas cosas que no se comprenden, preguntas a las cuales no se le han encontrado respuestas convincentes. El rompecabezas no se ha armado. Este adulto continuaba en un esfuerzo de re-simbolización, buscando palabras para capturar lo que escapa a ellas. En cierto sentido, este hombre esperaba la oportunidad de una elaboración que la sociedad costarricense de la segunda mitad del siglo XX no se podía permitir. El riesgo era muy grande. Significaba mostrar su talón de Aquiles. La paz del presente requiere del sacrificio de la memoria. El recuerdo de los buenos tejedores no se debía perturbar. Sobre él se monta una institucionalidad, el nuevo orden legítimo.

Este texto también remite a otras de las dificultades con que tropieza la elaboración. Quien lo escribió tenía seis años en 1948. Es un niño judío. Unos años antes las familias de su madre y su padre habían sido asesinadas por los nazis, en Polonia. Con esta referencia comienza este hombre su relato y al final del mismo, luego del párrafo anterior, habla de una superposición entre el estado de “paranoia nacional” entonces existente y su “paranoia judía”, la que venía de su historia. ¿Una convergencia de traumatismos? Cada cual participa del momento trágico con una historia singular. Esa otra historia es central para entender los enganches desiguales en la dinámica trágica. Y en algunos casos, también la negativa a sumarse a ella.

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