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Henrrieta Boggs: Él marcó mi vida

Henrrieta Boggs: Él marcó mi vida

Henrrieta Boggs: Él marcó mi vida

La primera esposa de don Pepe evoca sus vivencias junto al caudillo durante la Guerra Civil del 48 y la Junta Fundadora.

Any Pérez

Vivíamos muy al sur de Alabama; tengo 4 hermanos menores y todos son músicos menos yo. Mi papá era ingeniero, un hombre con bastantes virtudes pero muy racista. Era protestante presbiteriano, los más prejuiciados, y eso es vivir en un mundo muy restringido.

Mi primer viaje al exterior fue cuando vine a Costa Rica a los 20 años invitada por mis tíos. Ellos habían comprado una finca cafetalera y vivían en Aranjuez.

Salí de Nueva Orleans en barco. Hicimos una parada en Cuba y otra en Blue-fields, Nicaragua. En Cuba tardamos tres días, mientras los hombres cargaban el banano en sus espaldas. Fue algo realmente impresionante para mí.

Justo ahora estoy escribiendo sobre los arios de la revolución y sobre cómo era esa Costa Rica cuando yo llegué. Cada vez que vengo veo que el país está mejorando con una rapidez que me asusta.

Y nos conocimos…

Un día que fuimos a la finca apareció un señor que se llamaba José Figueres y que poseía beneficios. En aquel entonces él estaba enamorado de una motocicleta y tenía en la bolsa un anuncio muy grande de una rubia vestida con jacket y botas. Casualmente ese día yo andaba jacket y botas, porque venía a caballo. Entonces, él como que trasladó su grandísimo amor por la muchacha y la motocicleta hacia mí y así empezó todo.

Al principio francamente no me llamó mucho la atención, pero cuando empezó a hablar con esos ojos de tigre, como «láser», me comenzó a impresionar, porque uno sentía una sensación eléctrica, así era el poder que comunicaba. A uno se le olvidaba pronto su cuerpo pequeñito. Me dio la impresión de un hombre que sabía de todo, y creo que así era. Me declamaba poemas. Nunca se me olvidará aquel de José Martí: «Cultivo unas rosas blancas, en junio como en enero…»

Mi tía estaba más impresionada que yo.

Un día me jaló para un lado y me dijo: «Usted tiene que casarse con este señor, porque él va a ser Presidente del país. Y yo pensé que mi tía estaba completamente loca.

Así pasaron los meses. En aquel entonces una muchacha jamás salía sola. Si mis tíos no podían, él llevaba a un sobrino de 8 años. Ahora, con el paso de los años, creo que quien estaba protegiendo su reputación era él.

Después de nueve o diez meses me propuso matrimonio, y yo volví a Estados Unidos a contarle a mis papas, pues como eran demasiado presbiterianos nunca habían recibido en la casa a un católico.

La mayor sorpresa fue que Pepe llegó la primera vez con un amigo sacerdote a hacerles visita. Mis padres se chocaron un poco, pero como Pepe era irresistible cuando se lo proponía, se conquistaron mutuamente.

La mamá de Pepe había muerto y su papá, un cirujano muy conservador, católico y franquista, me aceptó con mucho cariño. Yo quise mucho a sus hermanas Carmen y Luisita.

El exilio en México

Después de varios meses de casados, Pepe hizo el famoso discurso contra Calderón Guardia. Debimos irnos primero a El Salvador, a Guatemala y luego a México. Yo estaba embarazada y como Pepe se manifestaba convencido de que iba a ser un varón, me dijo que era muy importante que naciera en Costa Rica. Entonces me vine para acá. Pepe escogió el nombre del Libertador para su hijo mayor: Martí.

El y yo vivimos aquí como tres meses, después nos trasladamos a México y allá pasamos un año.

No podría decir si Figueres era machista. Tal vez sí en una forma extraña, pues, por un lado, estaba convencido de que la mujer debía tener todos los derechos legales y sociales, pero, por otro, era bastante reservado con respecto a su esposa. Yo era sólo la señora de la casa y eso es comprensible, pues en aquel entonces las mujeres no asumían ningún rol en la vida pública, ni siquiera tenían voto.

Llevábamos una vida con dos niveles: por encima, él estaba comprando cerámica mexicana y por debajo estaba adquiriendo armas y alistando la revolución. Ya en ese momento él pensaba que no había ninguna otra solución que la vía armada.

Durante ese tiempo, Pepe nunca mencionó el nombre de Costa Rica o de La Lucha. Estaba tan dolido con el exilio y sufrió tanto, que la manera de enfrentarse con la situación era no mencionarlas. Sólo hablaba de Costa Rica en el aspecto político, pero jamás se le escuchó en sentido melancólico.

Las armas estaban guardadas en bodegas secretas en otras partes de la ciudad, nunca las tuvo en la casa. Un poquito antes de venirnos, él tenía todo listo para mandar el equipo bélico aquí, pero de un momento a otro un contacto costarricense pidió ₡25 mil más de «mordida», y como fue imposible recoger tanta plata tan pronto, el armamento se perdió y no pudo ingresar a Costa Rica.

Me acuerdo que volvimos a la casa después de esa entrevista, y Pepe pasó horas y horas sin hablar. Recuerdo que yo le pregunté: «¿Ahora qué se puede hacer?», y me contestó algo que nunca se me podrá olvidar: «¿Qué vamos a hacer? Pues que mañana empiezo otra vez a recoger más plata y a comprar más armas, porque ahora sí vamos a hacer la revolución».

La revolución

Cuando cambió el Gobierno nos dieron permiso de volver. Nació Muni y luego empezó la revolución. Nosotros estábamos viviendo en La Lucha.

Recibimos noticias de que las tropas del Gobierno iban a llegar allá para destruir todo. Yo estaba con Carmen, la hermana de Pepe, con su esposo Cornelio y sus dos hijos. Salimos a pie de noche, trepando la montaña. Al día siguiente las tropas nos vieron y empezaron a disparar y casi matan a Martí. Estuvimos de casa en casa durante cinco días. El Gobierno amenazó a Pepe: «Tenemos a su mujer y sus dos hijos, y si no se rinde los vamos a matar en 24 horas». Entonces Pepe dijo: «Mátenlos, yo nunca voy a claudicar».

Estábamos escondidos en la montaña, cuando Pepe mandó un camión y nos llevaron por el Cerro de la Muerte, a un campamento de los ingenieros norteamericanos que estaban construyendo la carretera hacia Panamá, y nos quedamos allá como mes y medio, en la casetilla de los trabajadores. El plan era que si las tropas nos cercaban, Cornelio, los chiquitos y yo nos iríamos a Panamá a pie. El problema era el frío en el Cerro de la Muerte.

Cuando quemaron La Lucha, Pepe sufrió mucho, porque vio 20 años de sudor y de trabajo esfumarse en unas horas.

La junta fundadora

Cuando terminó la revolución, nos vinimos a San José. Vivíamos en la casa de unos amigos canadienses en González Lahmann, porque el Gobierno desmanteló la Casa Presidencial cuando se fue a Nicaragua.

En esos días Pepe pasaba ocupado como 20 horas al día. La reunión del Consejo de Gobierno se hacía en nuestra casa. Yo era muy tímida: había estado perfectamente decidida a caminar hasta Panamá, pero en situaciones sociales me comportaba muy insegura.

Siempre nos pasaron cosas ridículas. Una vez, mientras recibía visitas de varios diplomáticos, escuché en el tercer piso un sonido que bajaba. Cuando vi hacia la escalera, estaba Muni (tenía como cuatro años) completamente desnuda y corrió hacia mí: «¡Diay mami, voy a bañarme!» Y volviéndose al diplomático francés le dijo: «¿Usted quiere bañarse conmigo?» Pero eso no fue todo…, pues se oyó otro escándalo y apareció una cabra paseándose por toda la sala con Martí atrás en un carrito arreándola. Seguro pensaron que éramos locos.

Así pasaron los meses. Pepe estaba completamente absorto en su trabajo; quería cambiarlo todo y poner el país en el rumbo que debía seguir. Ya había pensado durante muchos años sobre todos los problemas y conocía la solución. Era muy reflexivo, esa fue su ventaja, el no inventó nada, había leído y consultado a todo el mundo. Decía que el ejército gastaba mucha plata, y que tener desocupados a los generales haría que empezaran a inventar golpes de Estado. Toda esa plata la invirtió en sus proyectos.

Nunca se ponía bravo si no era por el efecto dramático. Cuando llegaba y veía que las cosas no estaban bien hechas, empezaba a hablar con voz fuerte para impresionar a la gente. Era muy dominante y tenía siempre una manía por la corrección. Su forma de querer controlar a todos señalándoles los errores creaba sentimientos de culpabilidad.

Una vez vinieron a visitarme mis papás. Pepe era el presidente de la Junta, y como en mi casa paterna nunca nadie tomaba, escondimos todo el licor. Cuando llegaron los miembros de la Junta para la fiesta, Pepe les preguntó: «¿Quieren tomar un vaso de jugo de frutas?» Todos se pusieron blancos, pero entendieron que no podían tomar.

A Pepe no le gustaba mucho tomar ni que la gente lo hiciera. Ofrecía una bebida y luego presionaba a los invitados para que se abstuvieran de consumir más. Sin embargo, siempre se portó bien con todos. Cuando había una fiesta y estaban todos los ministros con sus tragos en la mano y llegaba el Presidente, en forma muy disimulada ponían por ahí el vaso para evitar las conferencias sobre las desventajas del alcohol.

Otro lindo detalle es que a Pepe le encantaba ir a misa cuando era Presidente, porque decía que allí nadie lo interrumpía y podía pensar con toda calma.

Se dice que fue mal negociante, pero es que tenía la idea de que los negocios no eran para que los dueños hicieran plata, sino para resolver problemas sociales. El dedicó toda su vida a estudiar los problemas sociales, para ver cómo aumentar el nivel de vida de todos, cómo producir más. Entonces, la idea de producir para que los dueños pudieran vivir bien y vestir con ropa francesa le parecía inmoral.

La ruptura

Después del divorcio mis hijos y yo fuimos a Nueva York. Allí trabajé en la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Luego, como no teníamos plata suficiente para que Muni estudiara en una universidad norteamericana, aprovechamos para ir a París, porque allí no había que pagar. Mientras, yo trabajaba como traductora en la UNESCO.

Una vez grandes, los dos muchachos regresaron aquí a trabajar en las empresas de la familia. Yo me volví a casar y luego me divorcié. Ahora trabajo como editora de una revista en la ciudad de Montgomery, en Alabama.

Al principio no había relación entre Pepe y yo, pero poco a poco nos hicimos amigos otra vez y yo sigo admirándolo muchísimo, porque fue un estadista de lo más talentoso, un hombre extraordinario.

El se casó dos o tres años después. Tuvo cuatro hijos con doña Karen más los dos míos. Hay una tendencia entre cierta gente aquí para tratar de separarlos, pero no es cierto: ellos son todos muy unidos y se ven mucho. De hecho, los tres hombres: Martí, José María y Mariano, manejan las empresas de La Lucha.

Por supuesto que mi vida se marcó con esa experiencia. Pepe era un hombre tan brillante que resultaba imposible aburrirse con él. La vida tenía muchas facetas.

Esa etapa de mi vida fue fascinante, pero uno no puede parar de vivir porque cada momento tiene sus encantos y problemas, y el secreto para vivir bien es enfrentarlos y seguir viviendo. Yo asumí luego mi identidad y mi independencia. En todas partes del mundo uno puede encontrar gente fascinante y miles de cosas que hacer.

Tomado de Revista Rumbo Nº 293, 26 de junio 1990.

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