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La Columna Liniera

Parte IV


Caminábamos en silencio aquella madrugada semioscura. Sólo se escuchaba, de vez en cuando, el juaaa del viento que mecía las copas de los árboles y el buuun, buuu del paso firme de los limeros en las partes donde la carretera está flanqueada por altos paredones, discurriendo en medio de montañas neblinadas. Por eso, aunque la serena madrugada empezaba a ser clara, no podíamos distinguir los objetos más allá de la propia carretera. Avanzábamos a la espectativa, con las «rulas» listas para repeler a tiempo el ataque de cualquier animal capaz de hacernos daño. Si a un tigre se le hubiera ocurrido cruzarnos el paso, indudablemente que hasta los pelos le hubieran quedado en pedacitos.

Al fin el sol iluminó el espacio con la suave luz de la mañana. Pudimos ver que la columna, salida de las Playas de Dominical en brigadas separadas, ya venía compacta. A la cabeza marchaban: Eduardo Mora, con su mochila en la espalda, Solano con la corneta y «Palo di’ule» llevando la bandera roja del Partido muy en alto: seguía las ondulaciones de la carretera semejando una enorme columna vertebral. (Igualmente, los campesinos y el pueblo trabajador explotado, constituyen la columna vertebral de la revolución, y el Partido, el cerebro dirigente de las masas conscientes).

Comenzamos el ascenso hacia las mayores alturas de la cordillera y también empezó a oírse el ufff, ufff, ufff, que ahuyentaba el calor producido por la fatiga; se podía ver hombres con las camisas abiertas y algunos ya sin ellas.

En pleno día, corríamos esparcidos a todo lo ancho de la carretera: marchábamos compitiendo. Habíamos llegado a un lugar donde se encontraban finquitas por esto lado y por el otro. De pronto, saltaron algunos para cortar guayabas de los palos de la cerca.

—Alto, compañeros, se les dijo que no tomaran nada ajeno en el camino —gritó Fallas.

—Si son guayabas —contestaron los otros.

—Sí, pero ajenas —replicó Calufa—. Ustedes cortan dos guayabas y los reaccionarios dirán que los comunistas se robaron dos vacas.

—Bueno…, bueno, está bien… adelante —aceptaron los del incidente.

Continuamos avanzando con gran ímpetu. Se escuchaba la corneta: «Adelante camaradas» La columna respondía: «¡Viva Vanguardia Popular» La llamada venía de la cuestilla de «Tinamaste». Poco a poco fuimos llegando a la cumbre de la cuesta, donde encontramos a Mora con la cabeza inclinada sobre las rodillas. «Palo di’ule» sosteniendo la bandera con la mano izquierda y la derecha apoyada en la cadera, mirando venir a la columna, Solano recostado contra un poste de la cerca, «Galletón» en cuclillas, «Ronchón» con los dientes pelados y «Güirila» acostado a todo lo largo, sobre el zacate. A ese grupo, jamás pudimos pasarle en toda la jira.

La sed abrasaba. Masticábamos hojas para mitigarla. Buscaban los ojos ansiosos el lugar bendito dónde encontrar agua… «Allá», dijo Juan José Ceregatti. Primero un grupo y después otro, nos dirigimos al lugar. Era un rancho bajito, desplomado casi. Llamamos y contestó una vieja, sacando la cabeza por el boquete que hacía de puerta.

—¿Dónde encontramos agua, señora?

—Aquí tengo un poquito —contestó ella—, mostrando una cafetera esca rapelada, toda arrugada y ahumada.

—Pero si con este poquitico de agua no bebe ni una persona… Díganos dónde está el yurro.

—Allá —indicó la viejita, señalando un precipicio.

—Allá vamos —dijo Ceregatti.

Y comenzamos a descender; algunos de nalgas… «Agárreme, compañero, que me voy al guindo». Al fin llegamos a una hermosa quebrada de agua fresca y abundante. Nos tiramos a beber y bebimos a lo animal, hasta eructar. El regreso fue un poco fastidioso con el cargamento de agua adentro. Volvimos de nuevo a la carretera y seguimos la marcha. Derramamos gracias sobre aquella anciana.

El sol estaba a medio cielo cuando subíamos el «Alto de San Juan», el más elevado pico de la carretera de Dominical a San Isidro. La piedra suelta de la carretera dificultaba el paso. Cada resbalón nos tiraba para atrás y para adelante; el dolor en el extremo de los dedos, en todo el pie, no se aguantaba. Daban ganas de caminar con los dientes. ¡Diablos, qué pedregal! El calor era sofocante. Todos jadeábamos cuesta arriba. Eduardo, adelante, nos animaba: «Avancen, compañeros, arriba compañeros» y la corneta parecía decirnos: «Adelante, camaradas». No hemos vuelto a oír toques de corneta tan vibrantes: a veces hasta el cansancio nos quitaba. Nos olvidábamos de las malditas piedras sueltas de la carretera, nos olvidábamos del dolor de los pies; sudorosos, acompasados, seguíamos a la cumbre de la cuesta, con las gargantas secas. Zumbaban los «sentidos», el corazón trabajaba desesperado, quería descansar, pero solamente le dábamos tregua de vez en cuando: una aspiración profunda y adelante. Ya era tarde y el camino se presentaba largo…

En el «Alto de San Juan», tuvimos el problema de la falta de agua. No acertábamos a descubrir el yurro salvador. Unos naranjos al lado, cargaditos de bolas de oro, bajitas las ramas; todos los miramos con buenos deseos. Pero Fallas estaba a la par del tronco de uno de los árboles. En definitiva, nadie se atrevió a apearlas. A continuación de la cerca seguían potreros y allá abajo se veía pequeñita una casa. «Uno que vaya a comprar naranjas», sugirió Fallas. «Yo, yo», se escuchó en coro. Dos avanzaban cuando apareció un hombre por el trillo. Inmediatamente Calufa se dirigió a él preguntándole si era el dueño de la finca, para que nos vendiera naranjas: «son para la sed de los muchachos». Aquel hombre se mostró muy condescendiente: invitó a beber agua fresca en su casa, a los que necesitáramos y también dijo que si queríamos naranjas podíamos cortar las que gustáramos. Efectivamente, él era el dueño de la finquita. Las frutas fueron racionadas por Fallas.

Según nos contó el buen hombre, había subido a la carretera atraído por las medidas de organización y las voces altas de los limeros que venían menos cansados. El se había imaginado que la reacción que hacía oposición al Sr. Picado había resuelto comenzar la lucha armada para tomar el poder y que el Comandante del grupo era algún militar importante de la reacción. Pero cuál había sido su sorpresa al enterarse de que aquella gente venía comandada por Carlos Luis Fallas y Eduardo Mora: todo lo contrario a lo que se llamaba «la Oposición Nacional».

Fallas le explicó las cuestiones políticas de esos días y el hombre pareció entender la cosa. Después de observar durante un buen rato a los linieros, regresó a su casa con un «Adiós, muchachos».

Entre tanto, nuestra gente había llegado al «Alto». Comentamos la valentía de las mujeres. La más cansada era la pobre Chepa: hasta que estaba morada, empapada en sudor, con el abdomen que parecía un fuelle subiendo y bajando. Las otras también estaban cansadas, pero se mantenían más sosegadas. ¡Cómo se sentiría la pobre Chepa! Me acuerdo cómo nos sentíamos los menos gordos dando vueltas y vueltas sobre aquella interminable carretera, llena de cumbres elevadas, que parecía despedir llamaradas abrasadoras.

Bajo ese sol endemoniado, a un grupo de los que habíamos participado en las conversaciones de organización de la columna, se nos ocurrió hacer reclamos a Mora y a Fallas. Mora había trazado y discutido, con la Dirección del Partido, los planes y cálculos de la marcha de la columna. De acuerdo con eso, de Dominical a San Isidro habríamos cubierto la distancia en seis horas y a lo más en ocho. Debido a nuestro cansancio, empezamos a creer que se nos había engañado. No era para menos, veníamos caminando duramente desde las dos de la madrugada y eran aproximadamente las dos de la tarde cuando apenas divisamos San Isidro. Desde «El Alto de San Juan», allá lejos, en una planura rodeada por altas cordilleras, que se recortaban a la altura del cielo, se veía el pueblito bajo un manto azulejo.

Mora nos explicó la falla. Dijo enfáticamente, y para terminar con las protestas, que sencillamente él se había equivocado, Luego Fallas justificó el error de Mora relatándonos que éste, en su época de colegial, se destacaba como un buen montañista y que ese mismo trecho lo había recorrido en las seis horas calculadas. El problema consistía en que la movilidad de un solo individuo no era igual a la de una columna compuesta por varios centenares de hombres sin ropas apropiadas, de climas muy cálidos, y entre los que venían algunos muy débiles. (Por cierto que esta experiencia fue muy útil más tarde, durante la Guerra Civil, para calcular la movilidad de las columnas milicianas). Terminada la explicación, continuamos nuestro camino: «Adelante, siempre adelante».

El descenso del «Alto de San Juan» fue más penoso que el ascenso. Los zapatones de suela clavada con «chimbolos» resbalaban incesantemente en la piedra suelta de la carretera y maltrataban mucho los pies. No eran pocos los linieros que terminaron camino abajo sobre las nalgas. A cada caída sucedía una tanda de carcajadas y frases de animación. Por ejemplo: «Párese compañero; no le peguen en el suelo, carajo». Muchos, tratando de levantarse se volvían a caer y por fin había que ayudarlos. En cierto sitio, la Chepa ya no pudo más y dijo: «Ay, compañeros, yo no aflojo; pero ya no aguanto mis paticas!» Mientras tanto, otras mujeres bajaban cogidas de las manos, con María Barberena adelante y de lado, de lado, pero rapiditas. En esa forma tuvieron menos incidentes que los varones.

Antes de llegar «al bajo», en uno de los recodos de la carretera, muy cerca de San Isidro, nos encontramos con un hombre montado en un caballito blanco que venía a encontrar «a los linieros de Fallas»: era don Jorge Mora Benavides, quien por entonces era el Jefe Político de San Isidro. Poco tiempo después llegó Rodolfo Aymerich con su «chiva» a recoger a algunos linieros enfermos o agotados. La Chepa fue la primera en abordar el vehículo y la siguieron otras mujeres y hombres de los más cansados.

Un poco más allá de «La Palma», barrio rural de San Isidro, encontramos de nuevo a Aymerich con su chiva que volvía a recogernos. Volvió Aymerich y nos invitó a subir a la «chiva», pero del grupo por supuesto, nadie quiso subirse. Aymerich nos miraba sonriendo, casi nos rogaba que subiéramos. «En fin», dijo uno del grupo, «ya estamos en San Isidro, hemos cumplido…»

Cenamos con tamales en la casa de la escuela. Dos incidentes se presentaron a esa hora: un perro que andaba por allí cayó en el estañón donde se calentaban los tamales. El pobre animal pegaba alaridos y chapaleaba en el agua caliente, salpicando a los que le quedaban más cerca. Todos gritábamos: «Jodido, saquen ese perro ;…! Qué hijo de p…, a la hora que se le ocurrió bañarse y en los tamales, el gran desgraciado!»… El otro incidente lo ocasionó «Chontales», pues a pesar de la absoluta prohibición, se fue apareciendo con dos botellas de guaro, una en cada mano, «pa’ echarme mi trago porque yo no puedo comer nacatamales sin trago y pa’ venderle al compañero que guste».

Al verlo Fallas, lo reprendió, lo quitó las dos botellas y golpeando una con la otra las hizo pedazos… Chontales aspirando a todo pulmón el olorcito del guaro, alzó la cabeza hacia Calufa y serenamente le dijo: «Vos sabes que yo soy muy hombre, que no hay mona que me pegue tres brincos. Sólo vos, jodido, me podes hacer estas chanchadas». Y carcajeándose le dio unas afectuosas palmotadas por la espalda a Calufa y se sentó a tragarse el «nacatamal» sin tirarse su tradicional trago. Así era el respeto cariñoso .y la estimación que los viejos linieros le profesabamos al camarada Carlos Luis Fallas.

Unos dormimos en las dos aulitas maltrechas de la escuelita; otros, en el rancho de «Paquito» y algunos en la plaza.

Las mujeres durmieron en el Hotel Central. Dicen que la Chepa, desde que puso la cabeza en la almohada, comenzó a dormir y roncar. Pero antes de acostarse habló con el chinito del hotel para que le dejara listo todo lo necesario para el desayuno. A las dos de la madrugada, la Chepa y otras compañeras, ya estaban bañadas y en movimiento en la cocina. Pronto repartieron el desayuno, compuesto de una rica «burra», arepa y cafecito caliente. No toda la gente desayunó en la cocina de la Chepa; otros lo hicieron donde «Paquito» y en la escuela. A las cuatro de la mañana, nos encontrábamos en el parque y ya empezaba a salir «para adelante» la primera gente. El sol apenas comenzaba a nacer.

Don Rómulo Salas y doña María, su esposa, visitaron a la columna e invitaron a Fallas a ir a dormir a su casa. Fallas llegó a San Isidro muy agotado debido a que el paludismo lo estaba atacando fuertemente.

Esta noche doña María le dio una frotada a Fallas para que se recuperara. En efecto, muy temprano del día siguiente, Fallas se encontraba en la plaza, listo para reiniciar la marcha.

Ningún incidente ni accidente sufrimos en la travesía del Cerro de la Muerte. Fueron jornadas agotadoras, tanto por las interminables cuestas como por el frío, que nos hacía tiritar de pies a cabeza. Pero la inmensa columna no desmayaba.

El 11 de octubre, vísperas de la entrada de la columna a la capital, en un cruce del camino, antes de llegar a El Tejar, se detuvieron los que encabezaban la marcha. Desde lejos se podía ver a Calufa parlamentado con un grupo de militares que traían, según lo supimos luego, un recado urgente del Presidente Teodoro Picado: se nos informaba que, en ese trayecto hasta Cartago, la columna sería ametrallada por elementos de la reacción, ya preparados, y que si podíamos llegar a la ciudad, se desataría una carnicería humana. El Presidente nos hacía saber que lamentaba que los militares de su Gobierno no estuvieran en condiciones de proteger a la columna y nos aconsejaba que nos desviáramos hacia San José, a fin de no pasar por Cartago.

Cuando Eduardo Mora, que venía un poco rezagado, llegó al cruce, Fallas lo esperaba para transmitirle el recado.

—Oí Lalo, lo que manda a decir el Presidente… ¿Cuál es tu opinión?

—Mi opinión es que la columna debe seguir su camino —respondió Eduardo tranquilamente, mientras se sacaba el sudor. Si estos señores militares no se encuentran en condiciones de proteger la columna, la sabremos defender nosotros solos. En todo caso, propongo que esto se decida colectivamente.

—Bueno, esa es también mi opinión —decidió Fallas— reunamos rápidamente a los camaradas responsables.

La reunión resultó innecesaria. En medio de vivas a Vanguardia Popular, los linieros presionaron para continuar la marcha sin hacer caso a las amenazas y dispuestos a hacerle frente a todos los peligros.

A la orilla de un cerco se detuvo la avanzadilla para conversar con dos viejitas. Eran las primeras de un grupo de personas que esperaban el paso de la columna Uniera. Las mujeres pudieron informar sobre lo que se decía en Cartago: que la ciudad sería invadida por una turba de forajidos comunistas, violadores, ladrones y asesinos, quienes llegaban a capturar el Gobierno; que los hombres hablaban de esconder a sus hijas y de guardar todo lo que tuviera algún valor, para que no lo robaran los comunistas, jefeados por Carlos Luis Fallas y Eduardo Mora.

Los enemigos del pueblo, los enemigos de los trabajadores, se habían dedicado a una campaña de calumnias, de infamias, a una campaña de terror moral. Ya en San José estaban los negocios y las vitrinas protegidos con grandes barrotes de hierro, enormes candados y gruesas tablas. Eran los días de: «no le compre, no le venda, no le hable», consigna de combate de la reacción, contra todo aquel que apoyaba las Garantías Sociales y el Código de Trabajo.

Pero, a pesar de tanto que se decía, las madres campesinas de Cartago, los padres trabajadores, no se habían dejado convencer. Y allí estaban, a la vera de sus cercos, viendo pasar a los linieros.

A cada una de las brigadas, a cada uno de los Comandantes, a uno por uno de los linieros, se les exigió mantener el mayor respeto y la más alta disciplina en Cartago, pero también se les advirtió que no debían permitir la menor provocación.

Ahora Eduardo Mora (con «Palo d’iule» siempre con la bandera en sus manos) guiaba la columna; todos marchábamos en completo orden, listos a las llamadas de la corneta y a las órdenes de Eduardo.

Durante todo el camino a la ciudad, apostados a las puertas y a las orillas de la carretera, la gente saludaba. Se agitaban las manos de los hombres, de las mujeres, de los niños y de las niñas; ramitas verdes, con flores, también se agitaban al aire y eran lanzadas luego a la columna. Los limeros respondíamos emocionados con saludos y vivas al pueblo de Cartago.

Ya en la ciudad, las aceras estaban llenas de gente que había acudido a recibirnos y por ningún lado se notaba la hostilidad anunciada. Por el contrario, los rostros reflejaban alegría y simpatía; hasta las más lindas mujeres nos abrazaban y besaban sin reparar en nuestro aspecto cansado y sucio.

En filas de cuatro en fondo nos dirigíamos al Club del Partido, en tanto un grupo de señoras y señoritas, muy bien ataviadas y finas, nos repartían refrescos, dulces y helados conos: eran las hijas y las esposas de algunas de las familias más ricas de Cartago.

Sin perder mucho tiempo la columna siguió su marcha hasta Tres Ríos. Nos recibió una delegación del Comité Central y el camarada Arnoldo Ferreto nos saludó con un buen discurso, en nombre del Partido.

Carmen Lyra, Gladys Sáenz, Luisa González, la profesora Emilia Prieto y otras estimables mujeres nos sirvieron la cena que desde San José mandó el Partido. Esa noche dormiríamos en la Escuela.

El día que llegamos se celebraba un turno: aquello estaba que quemaba: música, bailes, tamales, «gallos» y «bebedera». Tantas luces y tan animada alegría nos entusiasmó a todos los que veníamos de la Zona Bananera, en donde las fincas, sin luz eléctrica, parecían tumbas inmensas abiertas en la noche donde la única diversión era la borrachera que nos pegábamos en el «Llamaron» y en el «Resbalón», en compañía de mujeres de la vida. Ni qué decir que aquel enjambre de bellezas de Tres Ríos, adornadas con sus mejores galas, nos causaron grata impresión. Cada uno meditaba para sus adentros.

Y ya en la escuela, los ocultos pensamientos salieron a la luz.

—¡Hermanos, esto está lindo! —exclamó Chico Cortés— pero yo todo manchado y como ando con estos «burros» clavados con «chimbolos», ¿cómo me voy a meter a la fiesta?

—Yo tampoco podré con estos trapos de «periquear» —dijo otro.

Cada uno expresaba su desilusión, aunque, por supuesto, no faltaron los «pericos» que sí estaban dispuestos a «meterse a la fiesta» de cualquier manera. («Perico» era el mote despectivo con que en la YUNAI se había bautizado a los trabajadores que fumigaban los bananales con caldo bordelés: solución de agua, sal y sulfato de cobre, que tiñe de verde y huele a diablos).

La animación empezó a crecer en torno a estas ideas. Se organizaron pequeños grupos de ayuda para los compañeros que estaban dispuestos a darse la vuelta por el turno; se vaciaron los bolsillos, hasta el último céntimo (muy pocos por cierto).

Pero como se dice en refrán parafraseado, «una cosa pensaban los bananeros y otra cosa Fallas y Mora». Con gran sorpresa para todos Calufa anunció «Compañeros, nadie saldrá de la Escuela. Deben de comprender que esta disposición es de conveniencia para ustedes, con el fin de evitar faltas de disciplina y de impedir que cualquiera se quede enredado en Tres Ríos.

Con el propósito de asegurar el cumplimiento de la orden, se organizó la vigilancia, colocando como centinelas a los compañeros más responsables y respetados.

Pero, ocurrió como siempre: «contra siete virtudes hay siete vicios»: unos cuantos pudieron burlar la vigilancia para divertirse a sus anchas en el turno. Pero ya en la calle, lo que tuvieron fue un problema con un lance criminal: unos oposicionistas hirieron a alguien, dándose luego a la fuga, y, en plena huida, los sorprendió el grito de los linieros: «párense, no corran, cobardes». Enseguida los capturaron y los entregaron a la policía.

Mientras tanto en la escuela, echados a todo lo largo, los demás descansaban y contaban chiles «picantes y dulces»; se chanceaba con los nicas.

—Oye, nica, general de cuántas estrellas sos vos allá en «pinoles»? —le preguntó Talí al Peludo.

—Te jodiste —contestó el otro— En Nicaragua sólo hay un general: Tacho.

—Pero bueno ¿cómo llegó a general y a Presidente Tacho? —insistió Talí.

—Pues, muy fácil hombre — continuó el Peludo. Es una historia muy interesante: se «echó» a San-dino y llegó a general; después dicen que se «enroló» con la vieja de un embajador yanqui y eso lo empujó a la Presidencia…

Sonaron las carcajadas… pero Talí ingeniosamente resumió:

—Quiere decir que el Somozato es hijo de un asesinato y nieto de un braguetazo…

¡Basta, basta!.. Dejen dormir, protestaron por otro lado.

A las cinco de la mañana siguiente caminábamos para San José, siempre animados y decididos a enfrentarnos a cualquier situación. Desayunamos en el Sesteo de Curridabat.

La columna liniera, con su arrojo y decisión, había despertado en todas las personas amigas del pueblo y partidarias del progreso, una gran admiración. Las gentes que apoyaban la Reforma Social llegaban llenas de júbilo a encontrarse con la columna. Los profesores Miguel Angel Vidaurre Rosales y don Virgilio Caamaño, entonces visitador de escuelas, se adelantaron a topar la columna en Curridabat. La presencia de Vidaurre hizo brotar a raudales el entusiasmo de los guanacastecos, sus coterráneos; pero el momento más emocionante fue cuando Estanislao Obando, de San Antonio de Nicoya, y Reynaldo Matarrita, de Caballito de Nicoya, se le echaron encima con un cariñoso abrazo. Es que Tánico y Rey habían sido sus discípulos: «Nosotros vivimos agradecidos con don Miguel. Las pocas letras que «mascamos» se las debemos a él. Pues no se crean que don Miguel es de ayer. Bastantes años le han caído encima, aunque lo vean tan fresquito», dijeron.

En San Pedro, desde el umbral de una pintoresca casita, nos saludó don Mariano Cortés, un agricultor muy rico pero que se decía simpatizante de la Reforma Social de Costa Rica.

Entre los vítores y la alegría de hombres y mujeres del pueblo, la columna avanzaba con paso firme hacia la ciudad capital.

Tras las ventanas de los edificios se veían los rostros: unos sonrientes, con amables expresiones de simpatía; otros visiblemente antipáticos, de aspecto congestionado por la bilis que les producía el odio hacia nuestro pueblo, al que magníficamente representaba la columna.

Por fin, el 12 de octubre de 1947, como a las nueve de la mañana entramos a San José: bajamos por la Avenida Central hasta la calle Primera; doblamos a la derecha, volvimos a doblar, pasamos por delante de la Embajada de los Estados Unidos, y doblamos en la esquina de la Iglesia del Carmen; salimos a la del Correo y de allí seguimos hasta la Plaza del Pacífico; sin detenernos continuamos hasta el Paseo de los Estudiantes, subimos hasta la Plazoleta de la Iglesia de la Soledad y bajamos hacia el Parque Central.

Prácticamente nos paseamos por todo San José. Vibraba el aire con los potentes «vivas» al Partido Vanguardia Popular. La gente que marchaba por las aceras respondía con gran entusiasmo; las manos enlazadas unas con otras; los puños en alto señalando hacia el porvenir; se apretujaba la gente; hombres y mujeres marchaban al lado de los linieros gritando: «¡Aquí estamos, hermanos, juntos venceremos!»

En el Parque Central, aquella mañana fresca y perfumada, todo era fiesta, todo era alegría. El pueblo se había congregado allí para proclamar solemnemente su decisión de defender las Garantías Sociales y el Código de Trabajo recien promulgados: las conquistas más hermosas y más humanas de nuestro pueblo, en el primer cincuentenario de este siglo.

Manuel Mora estaba parado en la esquina frente al Parque presenciando la entrada de los linieros. Ya se habían alineado todos formando un reluciente arco con las «rulas» de acero en alto, muy limpias, bien despalmaditas, con un «relés» de dos centímetros de finísimo filo, capaz de cortar pelos en el aire. El arco se había formado para que Manuel Mora desfilara por debajo. Lo invitamos y Manuel rehusó la idea, pero como él no podía hacer más que la voluntad del pueblo, se vio obligado a desfilar. En ese momento los aplausos atronaron, los vivas a Vanguardia Popular se elevaron hasta el cielo, los vivas a los linieros, al Código de Trabajo, a las Garantías Sociales y vivas a Costa Rica. Los ánimos hablaban de alegría, de decisión, de coraje y de victoria.

(En la mente de los linieros, en ningún momento privó la idea de usar las «rulas» para cortar cabezas. Las habíamos traído como armas de defensa y también por el peligro de encontrar fieras carniceras durante el trayecto de montañas que debíamos atravesar en la marcha a pie hasta la capital. Las fuerzas reaccionarias han utilizado, en contra de la verdad, fotografías de ese desfile, en las que aparecemos los linieros sucios y cansados de la jira a través de las altas montañas, hasta San José. A nadie ofendimos, a nadie humillamos, ni menos golpeamos ni herimos).

El primero en hablar fue el profesor Carlos Luis Sáenz. Nos lo imaginábamos como un .gigante, pues solamente conocíamos su nombre, que aparecía constantemente en «TRABAJO», el periódico del Partido hasta 1948. Pero de cerca vimos un hombre delgado, no muy alto, de aspecto sencillo y humilde. Calmado el clamor que lo recibió en la tribuna, el poeta comenzó diciendo: «Hombres que cultiváis la tierra con la tosca herramienta, a vosotros uno mi pluma, mi pensamiento y mi corazón; con vosotros están todos los intelectuales consecuentes con el progreso; con vosotros están todos los hombres honrados de mi país; juntos lucharemos en la defensa de los derechos de los trabajadores, por la libertad de nuestra Patria».

Después de que Carlos Luis habló, fue llamado a la tribuna Manuel Mora, Secretario General del Partido Vanguardia Popular, quien denunció las maniobras de la oposición y la alianza de la oligarquía con las compañías imperialistas. Demostró que toda la maraña política de la oposición no era otra cosa que una conspiración organizada y que tarde o temprano se lanzaría la reacción contra las Garantías Sociales y el Código de Trabajo. Con el aplauso y el entusiasmo trepidantes de aquella grandiosa manifestación, Manuel Mora llamó al pueblo a prepararse para defender sus conquistas sociales. Y en efecto, en 1948 cuando la reacción, apoyada por el imperialismo, se lanzó a la lucha armada, los obreros y campesinos conscientes, dirigidos por el Partido Vanguardia Popular, fueron a las líneas de fuego. Miles arriesgaron sus vidas en esta ocasión.

Veinte años después, todavía están en vigencia las Garantías Sociales y el Código de Trabajo, indestructibles y al servicio de todos.

Inmediatamente después de haber cesado el fuego de la guerra civil, tras el Pacto de Ochomogo, se cometieron muchos asesinatos de milicianos vanguardistas detenidos en los cuarteles. Larga tendría que ser la lista de personas sacrificadas y no es este el momento de nombrarlas, pero sí se me presenta fuerte el recuerdo de Octavio Sáenz, Comandante de la columna Uniera de Quepos, combatiente vanguardista, quien fue sacado del cuartel de Limón, a la medianoche, para ser asesinado en «El Codo del Diablo», junto con Federico Picado, diputado electo, Lucio Ibarra Aburto y Tobías Vaglio, también combatientes vanguardistas. El asesinato de estos cuatro camaradas es una de las tragedias que los comunistas pagamos para que el pueblo disfrute hoy de Seguro Social, preaviso, cesantía, vacaciones pagadas, etc., y junto con el pueblo, para que también disfruten de esto altos empleados particulares y públicos.

El sacrificio que hizo Vanguardia Popular, al desarmarse, evitó a Costa Rica la humillación de verse invadida por los «marines» yanquis de Panamá y por la Guardia Nacional de Somoza. En todo este capítulo de la lucha por la reforma social, la columna ocupa un lugar de honor.

Cuando Manuel Mora terminó su discurso, a los acordes del Himno del Partido Vanguardia Popular, ejecutado por la banda de la Juventud Vanguardista, organizamos un desfile hacia la Confederación de Trabajadores de Costa Rica (C.T.C.R.). La Chepa y Obdulia llevaban las tinas de recoger café; la Chita cargaba un chorreador gigante y la «Chiquilla», alegremente desfilaba con la enorme bolsa para chorrear. Se veían algunos linieros con los sacos al hombro, en los que habían transportado el café, el azúcar, el pan y el queso desde las playas de Dominical hasta San Isidro de El General. El pueblo nos despedía con bulliciosos ar plausos.

En la Confederación estaban esperándonos Rodolfo Guzmán, Secretario General, Jaime Cerdas y otros camaradas. Allí se había preparado un buen almuerzo: en estañones se cocinaba arroz, frijoles, sopa de legumbres con carne, carne sudada y también se habían hecho refrescos naturales. Las compañeras y compañeros que nos servían no daban abasto.

Los linieros comentábamos con entusiasmo el discurso de Manuel: «Si como dice Manuel, la reacción desatara la lucha armada, pelearemos», decíamos mientras con el mejor de los apetitos íbamos consumiendo los alimentos servidos.

Por la noche obsequiamos con una serenata a Manuel Mora, frente a su casa. A ella asistieron todos los miembros del Comité Central del Partido. Cantamos canciones revolucionarias y canciones populares; bailamos y echamos vivas a Vanguardia Popular. El Partido obsequió helados y refrescos. Aquella serenata se convirtió en una verdadera fiesta del pueblo, sincera y alegre, como no se ha vuelto a ver en muchos años.

Unos dormimos en la Confederación y otros en el campo de concentración; éste se encontraba ubicado en la avenida 10, cerca del Cementerio, por donde, en la actualidad amontonan tubos de hierro. (Se habilitó para concentrar a los nazis, en tiempo de la segunda guerra mundial).

Al día siguiente, la columna hizo viaje hacia Puntarenas. Recuerdo que al llegar al puerto a las tres de la tarde de un día lluvioso, bajo un chaparrón bañado de sol, la columna se dividió: una parte iba para Puerto Cortés; zarpamos bajo el cuidado de Fallas; el chaparrón apenas nos cubrió durante el trayecto del estero al mar. Luego se nos presentó buen tiempo hasta el final del viaje. El otro grupo iba para Quepos y salió más tarde bajo la dirección de Eduardo Mora.

Todos llegamos comentando que el discurso de Manuel había puesto en claro la línea que seguiría el Partido. En las plantaciones, en lo sucesivo, los trabajadores comprendieron que la defensa de las Garantías Sociales y el Código de Trabajo reclamaría muy duros sacrificios y todos estuvimos dispuestos a hacerlos, aún a costa de perder la vida.

En efecto, cuando se desató la lucha armada, la columna se agrandó con otros miles de linieros y en ella sucumbieron muchos centenares de hombres: Estanislao Obando, Pedrito Mora, Félix Gallo, José Aviles, etc. Merece mención especial el mártir Rodolfo Aymerich, quien generosamente recogía en su «chiva» a los linieros cansados.

Carlos Luis Fallas estuvo al frente de la columna en esa ocasión y, sin ser militar, jugó un papel de buen comandante, inteligente y humano, con un valor a toda prueba, leal a su Partido, a su clase y a su pueblo. Hoy descansa en paz, pero no ha muerto para nosotros: sigue viviendo en nuestro Partido Comunista.

La columna liniera se comportó con valentía, decencia y patriotismo. La Historia tendrá que reconocer en sus páginas este recorrido desde las bananeras del Pacífico Sur hasta la capital y, con ello, el papel que representó para defender las reformas sociales de Vanguardia Popular. También la Historia tendrá que recoger las hazañas de la columna durante la Guerra Civil. Sobre ellas me gustaría escribir en otra oportunidad.

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