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Que el Señor nos perdone lo que hicimos

QUE EL SEÑOR NOS PERDONE LO QUE HICIMOS

Remembranzas de una época
Una relación histórica del Coronel Domingo Elías García Villalobos y su familia

Gracias por la oportunidad de someter a consideración de ustedes algunas remembranzas de la familia en relación con los hechos del 48. No se ha pretendido escribir un ensayo con rigor literario sino una alternancia de experiencias que afloran a mi mente de manera sencilla y dispersa. Así las he escrito, más como una experiencia del corazón.

MSc. Jorge Domingo García Espinoza

En Costa Rica, ser familia de un excombatiente del 48 tiene como consecuencia una vida un poco diferente de lo común. En mi caso, para las eventualidades de la vida, fui hijo de uno, y nieto de otro, con la salvedad de que, después de la guerra, mi abuelo tuvo una intensa vida pública.

He conocido lo que es la sonrisa y la simpatía de personas agradecidas por cosas que no hice. También sé lo que es perder un empleo, tener un problema, o simplemente la antipatía, por ser “nieto de …, o hijo de…”. Sin embargo, en estas situaciones las cosas no se dicen de forma directa, clara y evidente; lo hacen de manera mojigata. Aunque, en ocasiones, la vida se me ha dificultado, o por cosas en las que no tuve nada que ver, o me he beneficiado sin méritos propios, he recibido grandes bendiciones de Dios, a quien realmente, y por su misericordia, debo todo lo que tengo.

Normalmente era mi padre, quien me relataba las anécdotas del 48, aunque también mi abuelo lo hacía ocasionalmente. A mí, me encantaba escucharlos y observarlos, aunque muchas de las cosas que me contaban no las comprendía. En las décadas de los sesenta y setentas, yo era sólo un chiquillo que se maravillaba al lado de su padre y de su abuelo o don Domingo, como era conocido por todos. Después, sobre todo a partir de la adolescencia, algunas otras personas me narraron historias relativas a la participación de mi familia o de ellos mismos en los hechos que tuvieron lugar en esa época.

De vez en cuando, aquel hombre valeroso, trabajador, líder por excelencia y humilde hasta las entrañas, se quedaba meditabundo y pensativo en su mecedora; me miraba a los ojos y decía “Que El Señor nos perdone lo que hicimos”.

Mi abuelo, recordaba que su abuelo había sido un hombre rico que perdió toda sus fortuna por el engaño de unos financistas ingleses. Estas personas habían venido a Costa Rica a fundar un banco, y mi tatarabuelo les dio sus ahorros que consistían una cajuela con oro, producto de sus negocios y del trabajo de sus fincas. Los financistas desaparecieron con el capital de varios finqueros de la época. Para seguir trabajando se endeudó, no pudo pagar y terminó sus días limpiando de retoños de zacate las calles de Heredia. Mi bisabuelo nunca hizo fortuna y vivió una vida un tanto desordenada.

Mi abuelo nunca fue militar, las armas y la guerra no fueron su pasión. Al principio fue sastre y comerciante, contaba con orgullo que había llegado a tener 20 obreros en su sastrería, posteriormente se hizo finquero. Pocas veces hablaba de sus experiencias. Tenía más entusiasmo cuando recordaba y me contaba sus anécdotas de niño: cuando salía a vender cajetas hechas por su madre doña Balbina, o con una expresión de arrepentimiento, como pocas he visto durante mi vida, me contaba cuando le pidió a ella el único huevo que habían conseguido para comer, y él se lo comió sin pensar que quizás su madre también quería comer. Hablaba más de su niñez que de sus experiencias de adulto. En ocasiones se avergonzaba, se le humedecían sus ojos y trataba de disimular una lágrima sobre sus mejillas; se quedaba en silencio un momento y decía una broma de las que uno nunca sabía hasta qué punto era en serio. Esa escena se repetía con alguna frecuencia en la sala de la casa de madera, tantas veces transformada, en la finca Dos Cercas, en Turrialba. Aquel hombre, excombatiente del 48, exministro de la administración Figueres, fundador de la Liga de la Caña, director del ITCO, empresario y demás, nunca conoció muy bien la diferencia entre principios, bondad, astucia y necesidad. Sobre todo, era un hombre que se había levantado de la más absoluta pobreza en una hazaña de victoria sobre la vida misma y sin embargo, no eran sus triunfos los que lo enaltecían, sino su cuna humilde y sus ansias de superación constante. “Nunca vaya contra usted mismo”, me decía.

Una tarde, después de sacar unas carretas con caña que se habían atascado en una de las peñas de la finca llegamos a la casa y, mientras tomábamos café, le pregunté a mi abuelo cómo y por qué se habían ido él y papá a la revolución. Entonces me dijo: “ Fueron días muy difíciles, la comida escaseaba y había revueltas en San José. Yo andaba con don Pepe y no sabía lo que estaba pasando, después me enteré que habían apresado a su tata. A mi pobre hijo lo habían apaleado y metido a la cárcel, yo le había dicho que no se metiera en nada y que se quedara cuidando a su mama y sus hermanas, pero no me hizo caso; después de que lo liberaron por medio de un amigo mío se vino a buscarme. ¡Qué muchacho! Apenas era un chiquillo de 15 años y se me metió en la revolución. Dios me lo protegió pero… “. De pronto se quedó pensativo como si hablar de mi papá le hubiera traído algo a la memoria y continuó: “¡Cómo mataron a ese muchacho tan joven! Mejor se hubiera quedado conmigo, bendito sea Dios, a mí no me mataron ni a uno solo de mis muchachos. Éramos un grupo bueno, peleábamos pero no fuimos cochinos ni cobardes, nunca maltratamos a los que cogíamos prisioneros y a algunos que eran muy jóvenes o estaban muy temerosos y los dejábamos ir. Ese sentimiento nos acompañó incluso después de la pelea. Cuando ya habíamos ganado, unos compañeros cogieron a un muchacho y lo metieron a la cárcel, ya yo era jefe de El Resguardo, cuando supe quién era les dije: ¿Cómo se les ocurre coger a ese muchacho que no ha hecho nada? Sáquenlo inmediatamente y déjenlo en paz. El simple hecho de que haya sido contrario, no era justificaba para apresarlo y mucho menos, hacerle daño. Lastimosamente ese sentimiento no prevalecía entre todos nosotros y algunos compañeros, de otros grupos, cayeron en bajezas y cobardías terribles. Uno de los eventos más relevantes fue lo que ocurrió en el “Codo del Diablo”. Aunque directamente, nuestro grupo no tuvo nada que ver con eso, es claro que lo hicieron otros compañeros, debido a la euforia de la guerra. La mayoría éramos jóvenes, inquietos e inexpertos, “que el Señor nos perdone…” . Allí terminó la conversación ese día.

Don Domingo me decía que “En esos tiempos de pelea, hay gente buena y valiente que lucha por lo que cree, pero también aparecen cobardes. Teníamos poco que comer y algunas personas de Desamparados nos llevaban algunas cosas, de vez en cuando, como comida y ropa. Su abuela era una de ellas, era valiente, nos llevaba gallina. Un grupo de cobardes le ametrallaron la casa con las chiquitas (mis tias) adentro, sólo Dios me las protegió de que nada les pasara. ¡Y pensar que yo fui calderonista! Antes de todo este asunto, yo creía en el Dr. Calderón Guardia, al igual que muchos de nosotros, porque era un hombre bueno que ayudaba mucho a las personas. Sin embargo se equivocó, se alió con gente que lo usó para fines diferentes a los que él quería en un principio y fue parte de las cosas terribles que sucedieron…, siempre hemos creído que la culpa de todo la tuvieron los comunistas porque han sido los que se quieren imponer con las armas y el terror”.

Mi abuelo contaba que una de las cosas que les ayudó mucho, fue la zona en que pelearon. “La carretera a San Isidro del General era una trampa, casi imposible de superar por los mariachis (así se les conoce porque las fuerzas del gobierno llegaban a pelear con ponchos parecidos a los que usan los mexicanos). Tenían que pasar por el Cerro de La Muerte y andar por sus alrededores, por lo que debían protegerse del frío. Mucha gente del gobierno murió allí. Nosotros nos parábamos en algunos lugares estratégicos a los lados de la carretera y cuando pasaban los deshacíamos, pocas veces nos pudieron hacer daño. Una vez nos mandaron una tanqueta, cuando era evidente que tomaríamos Cartago. Cuando llegó, la cerramos a tiros y no pudieron pasar. Algo similar ocurrió en Ochomogo. Ya habíamos tomado Cartago y sabíamos que el gobierno enviaría un grupo importante de gente. Entonces don Pepe me mandó con un grupo a atajarlos en el alto. Buscamos el sitio más estratégico que encontramos y los esperamos allí; cuando fue el momento, abrimos fuego… “que el Señor nos perdone lo que hicimos”. Fue una carnicería … después mandamos a quemar los cadáveres, murieron muchos esa vez”.

Con relación a este relato, un excombatiente amigo de la familia, me contó que era necesario quemar los cadáveres porque no había tiempo para enterrarlos. Los cubrían con gasolina, les cortaban las plantas de los pies con un cuchillo para que ésta penetrara y cuando el fuego abrazaba los cuerpos. Con el calor, los músculos se contraían por lo que los cadáveres se sentaban, y se movían, casi como si les doliera ser consumidos por el fuego.

Continuó don Domingo: “… cuando la gente del gobierno vio que no habían podido pasar a Cartago y que el próximo paso nuestro sería la capital, comenzaron las negociaciones para la paz. Los contrarios ya habían perdido, en la guerra, a gran parte de los militares de carrera, de alto rango; que habían traído de otros países para dirigir la lucha y para que nos mataran a nosotros. También los soldados rasos y oficiales de menor rango estaban muy temerosos de pelear, porque no nos podían detener. La rendición del gobierno fue el evento más importante y admirable de la guerra, porque los jefes de ambos bandos demostraron que realmente amaban a su país. Nosotros ya teníamos planeada la toma de San José, y hubiera sido una masacre terrible, sin embargo no fue necesario y la marcha hacia San José se realizó, pero con acuerdos de rendición de parte del gobierno y compromisos de respeto, de parte nuestra. ¡Gracias a Dios! Aparte de algunas escaramuzas que vinieron después, como el cardonazo y la invasión del 55, la guerra del 48 terminó ahí. Sobre todo, la gente del gobierno se portó como verdaderos hombres, inteligentes y patriotas al no permitir una matanza innecesaria, aceptar la derrota y firmar la rendición.

Algunas ocasiones en las tardes, pasadas las cinco; después de ir a dejar el café al beneficio o de revisar las tareas que se realizaban diariamente en la finca, papá y yo dedicábamos un rato a descansar. Tomábamos té, veíamos las noticias en la televisión y conversábamos de diferentes temas. Algunas veces me contaba historias de la revolución.

Decía mi padre que “… Don Domingo se fue a la revolución con un grupo de gente, sabiendo solamente que debían hacerlo. Nos dejó en Desamparados, en la finca frente a Los Juncales para ir a defender la libertad de sufragio. No llevaba arma, cuando llegó a la Sierra se dio cuenta que solamente algunos de los jefes que estaban cerca de don Pepe tenían rifles o pistolas, los otros estaban desarmados o con máquinas en mal estado. Supo que tendría que conseguir un arma porque no se podía quedar indefenso y los envíos, que debían llegar de Guatemala, no habían llegado. Se fue con otro compañero a hacer una ronda y encontraron una patrulla del gobierno. Eran muchachos que, al igual que ellos, estaban más temerosos que seguros de lo que hacían. Les cayeron encima y les quitaron las armas. “Los mariachis” salieron corriendo asustados, sin saber lo que les había pasado. Cuando don Domingo llegó al campamento, uno de los cercanos al jefe le quiso quitar la ametralladora Nihaussen que había capturado. Como él no se la quiso dar, se fue y lo acusó con don Pepe, quien vino a ver lo que había pasado, entonces don Domingo le dijo “Mire don Pepe, se necesitó un hombre para quitarle esta arma a un cobarde y se va a necesitar otro hombre para que me la quite a mí”. No sabemos qué pensaría don Pepe, o como se sintió, lo cierto es que no se la quitaron y la pudo conservar”.

Mientras él hablaba, yo solamente observaba. Después comprendí mejor la fotografía que colgaba de una de las paredes del comedor, en la casa de la finca: estaba mi abuelo en primer plano con una ametralladora tomada fuertemente con sus manos, con el magacine un poco abierto y una sonrisa en los labios que demostraba algún tipo de satisfacción, casi juvenil. Hoy esa foto es bien conocida.

Papá me contaba que los abusos del gobierno contra la sociedad civil habían llegado a niveles insospechados. Cuenta que en una ocasión andaba él “de pelotero” en una manifestación contra el gobierno que tuvo lugar en San José. De pronto, aparecieron unos guardias armados y comenzaron a disparar a la multitud con ametralladoras. Él y otro muchacho corrieron hacia el marco de una puerta pero sólo mi padre pudo llegar, las balas alcanzaron al otro y lo mataron. Fue por la voluntad de Dios que a él no lo tocaron. Eventos como estos provocaron muchos resentimientos.

Papá me contó que pocos días después de la victoria, unos compañeros le dijeron que habían cogido a un contrario y lo habían obligado a comer excremento humano. Me dijo que esta persona se enfermó y casi se muere. Parece ser que la victoria no fue para todos los liberacionistas, ni la derrota para todos los contrarios, aunque es difícil comprender y juzgar las actitudes humanas en momentos como los que se vivieron en esa época

En otra ocasión la tía María, tía de mi abuela paterna, quien vivía en Tibás, fue a visitar a la familia a Desamparados. Ese día papá estaba en el centro, cuando escuchó un gran escándalo, la gente corría por la calle y gritaba que venían los mariachis. Él se escondió detrás de unos árboles para que no lo descubrieran, cuando vio pasar a tía María. Ella tenía un automóvil antiguo que hacía mucho ruido y ese día tenía un problema en las válvulas por lo que el motor hacía muchas contra explosiones que sonaban como disparos. Luego todos se dieron cuenta de que había sido una falsa alarma.

Durante esa época, mucha gente que no estaba de acuerdo con el gobierno se iba para las montañas a buscar los combatientes, pero eran fácilmente reconocibles porque se vestían con botas, camisas y pantalones para usar en el campo, algunos hasta se iban en grupos y cargados de alimentos. Como era evidente que se dirigían a la guerra, el gobierno los apresaba y los encarcelaba. Decía papá que él, para evitar eso, se vistió con ropa fina y se fue con zapatillas de “dominguear” a través de las montañas de Desamparados, para buscar a mi abuelo; llegó y, muchos días después, lo encontró. No fue este el caso de unos parientes de mamá, que estaban entusiasmados por ir a pelear con don Pepe. Cuenta mamá, que un día los primos se decidieron y se prepararon para irse. Mi madre, mi abuela materna y mis tías, los fueron a despedir a la esquina con comida. Hubo llantos, rezos y bendiciones por la salud y la vida de los que iban a combatir. Efectivamente, se fueron y se perdieron al doblar la esquina de la calle de la Estación al Pacífico. Por unos minutos toda la familia se quedó afuera conversando sobre los eventos que vendrían después, cuando vieron un “jeepón” del gobierno que venía en dirección contraria. Parece que Dios había escuchado las oraciones porque en el camión venían de vuelta los primos bien resguardados por guardias armados, hacia la cárcel.

El número de personas que se involucraron en la revolución, era bastante grande, aunque no todos pelearon en los campos. La población que los apoyaba colaboraba de diferentes formas: les daban y les mandaban comida, los escondían, les pasaban informes y otras cosas. Mamá me cuenta que en esos días la participación civil provocaba sentimientos de emoción y temor al mismo tiempo; por ejemplo, cuando se metían debajo de la cama a escuchar estaciones de radio que pasaban mensajes o noticias de los combatientes. Hubo prohibiciones para transitar libremente por las calles, algunos negocios eran cerrados o se espiaban y regulaban, cuando el gobierno sospechaba que tenían relación con la revolución.

Don Juan Antonio Quirós fue otro de los hombres del 48 a quien aprendí a admirar y querer. Mi ex-suegro perteneció al bando contrario. Sin embargo, aunque era conocido en San Antonio de Desamparados como calderonista, no participó en la lucha. Aproximadamente a 200 metros de su casa existía un potrero, donde hoy está el Liceo de San Antonio, que él alquilaba para poner a pastar unos bueyes. Cuenta don Juan que una noche, durante la revolución lo ametrallaron en este sitio y que, por milagro, se salvó, a pesar de que el no estaba participando en la lucha armada. En otra ocasión, ametrallaron la casa de un amigo donde se reunían durante las noches a conversar, evidentemente eran liberacionistas.

Después de los hechos del 48 ocurrieron eventos muy relacionados con esos años que es importante recordar. Papá me decía que seis años después, en el 55, los mariachis entraron a Costa Rica por el norte apoyados por Somoza, gran enemigo de Don Pepe, con el propósito de derrocar al gobierno de Costa Rica. Cuando Figueres supo que estaban invadiendo, tomó una de las decisiones más singulares de su vida: inmediatamente le compró unos mustang (nombre que se dio a los aviones caza P51 de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos de América) a los gringos. En cuanto los mariachis vieron esos aviones que despedían fuego como locos, salieron despavoridos, y no llegaron muy adentro en el territorio nacional. Después esos aviones fueron abandonados, o los vendieron. No se supo más de ellos.

En la actualidad a muchos costarricenses les da pereza votar, o no quieren hacerlo; otros se ríen de los presidentes en ejercicio. Entonces, me viene a la memoria una anécdota. Me contaba papá que cuando las elecciones de Mario Echandi, ninguno de ellos esperaba que ganara. Fue una sorpresa ver como el país había apoyado a los mariachis y el efecto de divisiones internas en el Partido Liberación. Entonces hicieron un consejo en la Casa Presidencial y algunos de los presentes dijeron que de ninguna manera se le podría entregar el poder a la oposición, pues se caía en el riesgo de volver a lo de antes, que habría persecuciones y podría iniciarse otra crisis. Entonces don Pepe le preguntó directamente a don Domingo qué pensaba él. Dicen que él se paró de la silla y se dirigió al lugar donde estaba don Pepe sentado, se paró detrás, lo tomó de los hombros y al frente de los compañeros de gobierno les dijo: “No podemos hacer nada contra el Presidente de la República”. De momento, no comprendí esa frase. El presidente era don José Figueres pero don Mario Echandi acababa de ser electo.

Unos años después, conversando con otros excombatientes, me explicaron que en ese momento mi abuelo tenía el poder militar, tenía las armas y era el líder al que seguirían los llamados hombres de la revolución. Por eso, su criterio era de gran importancia para tomar la decisión de entregar o no el poder. Comprendí que el Presidente de la República, en ese momento llevaba el nombre de todos los que habían muerto en la guerra del 48, era la causa por la que habían peleado todos, era la esperanza de los que vendríamos después, era nuestra democracia y lo que representaba un sillón presidencial limpio y un grupo de líderes capaces de defender la causa por la que lucharon aún en situaciones adversas a ellos mismos. Según me cuentan, nadie más dijo nada, don Pepe comprendió y el poder le fue entregado al presidente electo Don Mario Echandi.

Contaba don Domingo que, en una ocasión estaba conversando con don Pepe sobre la forma en que se organizarían las elecciones futuras y los posibles candidatos a presidente, y que don Pepe le dijo: “Mire, don Domingo, después de Daniel sigue usted de presidente”. Y yo le dije: ¡hay don Pepe!, no diga esas cosas, usted tendrá mi apoyo siempre, pero la presidencia es para otro tipo de gente”. Esa fue una de las pocas barreras que el Coronel Domingo García no pudo superar, aunque mi abuela fue maestra y una persona de estudio, mi abuelo nunca pudo terminar la escuela primaria. Era un hombre honrado y práctico, que aspiraba a una vida sencilla pero asegurándose de no volver a padecer el hambre que sufrió cuando niño y conservar “lo que Dios le había dado”. Hoy creo firmemente que su sabiduría, su humildad y su gallardía pudieron haberlo convertido en uno de los mejores presidentes de Costa Rica.

En una ocasión estábamos papá, don René Castro (padre), un muchacho alemán y yo, en un restaurante que había en La Lucha (la finca de los Figueres). Papá y don René hablaban de las experiencias de guerra que ambos habían tenido durante el 48. De un momento a otro, el muchacho alemán interrumpió la conversación y les dijo en español pero con marcado acento: “ Si los oyera mi padre, se reiría de ustedes, porque él que peleó en Stalingrado y estuvo en el norte de África”. Entonces papá nos volvió a ver a todos y le dijo: “Tu tata podrá reírse todo lo que quiera…, pero nosotros ganamos”.

Hay otras anécdotas relacionadas con la vida de mi abuelo. En una ocasión, nos encontrábamos dos amigos y yo en un restaurante, cerca de Santa Ana. Habíamos pasado el día fuera de la casa y teníamos mucha hambre, pero sólo uno de nosotros, que llevaba dinero, pidió bastante de comer. El otro compañero y yo, sin querer aceptar que nos quedaba poco, pedimos un fresco pequeño y un tostel, con la excusa de que en realidad no teníamos hambre. Mientras se nos hacía la boca agua, viendo comer a nuestro amigo, llegó una persona a quien no conocíamos y empezamos una conversación. Cuando llegó el momento, nos presentamos, cada uno dijo su nombre y al escuchar el mío me preguntó si yo era familia de don Domingo García, el que había peleado en el 48. Le dije que sí, que efectivamente era nieto de él. En ese momento se evidenció en él una expresión de satisfacción y gran alegría, nos contó muchas cosas que él había pasado junto con mi abuelo y cómo se habían ayudado mutuamente. Cuando llegó el momento de irse, me expresó su satisfacción por habernos conocido, llamó al mesero y le dijo: “yo pago todo lo de esta mesa”. Cuando llegamos al carro, uno de los tres reía a carcajadas, mientras los otros dos no acabábamos de comprender exactamente qué había pasado.

Durante esos años difíciles, muchas cosas ocurrieron. Lastimosamente, cada vez es más difícil consultar y escuchar a los hombres que protagonizaron los eventos. Personalmente, no recuerdo muchos detalles, pero algunas anécdotas afloran a mi mente poco a poco. Tampoco puedo preguntar a las personas que años atrás tuve cerca para enriquecer la información o dar más colorido a la narración. No he pretendido hacer una investigación formal, solamente he querido rescatar los recuerdos que aún quedan en mi mente, tal como fueron guardados hace muchos años y narrarlos de la forma más pura y sencilla posible.

Hoy, aunque seamos muchos habitantes, quedan pocos de aquellos hombres del 48, la mayoría de los jefes ya partieron pero todos los que combatieron serán siempre líderes y héroes. Todos ellos murieron, total o parcialmente en el 48, algunos cayeron en la lucha, otros perdieron parte de su cuerpo físico, algunos perdieron a sus seres queridos, o murieron en ellos partes importantes de su conciencia emocional y juvenil, al punto que serían afectados durante el resto de sus vidas. Poco a poco se van yendo, cada espacio que dejan es llenado por tres o más personas que nacen, pero ninguna de ellas, ninguno de nosotros, estamos dispuestos a tomar, ni siquiera un pedazo pequeño de la patria en nuestras manos y luchar por ella, como ellos lo hicieron.

Las únicas luchas que, gracias a ellos y por decisión propia hemos conocido, han sido en el colegio, en la universidad, en el ejercicio de la profesión, en los negocios, o con la resaca después de una de nuestras fiestas de adolescente.

¿Cuándo mueren los héroes, los líderes? No creo que sea cuando los olvidamos, porque sus legados nos impiden hacerlo. Es cuando ellos nos olvidan a nosotros, y es que, hace muchos años, no vemos surgir en nuestro país hombres carismáticos, sencillos, honrados y de firmes convicciones, capaces de exponer la vida o las haciendas por sus ideales y de dirigir al pueblo hacia las preclaras metas de un futuro noble y promisorio.

Mi abuelo y muchos hombres del 48, amigos leales, del bando contrario o no simpatizantes del mismo bando, víctimas de sentimientos encontrados en donde se mezcla el patriotismo, la juventud pasada, la cruda experiencia de matar compatriotas y ver morir a sus compañeros y otros seres humanos, así como con las esperanzas por un mundo mejor; reconocían la importancia de su lucha pero también pedían perdón a Dios por lo que habían hecho; y nosotros, cincuenta años después, los que hoy tenemos la patria al frente y en el horizonte ¿Tenemos conciencia de lo que estamos haciendo?

Nota: este documento, tiene algunas modificaciones del que fue presentado hace algunos años en un concurso de investigación sobre los acontecimientos del 48 denominado “Los Niños del 48”, sin embargo no fue publicado por sus organizadores, nunca antes se había publicado en otro lugar ni se habían cedido los derechos.

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