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Un sabio estoico

Un sabio estoico

Guido Saenz

Guido Sáenz

Venía a vemos a los de «El Arlequín», el teatrito aquel en la calle novena, cincuenta al norte de Chelles. Al Presidente Figueres no solo le interesaba el teatro, sino que le producía una inmensa curiosidad lo que ocurría después de la función, detrás del escenario, en los camerinos. Se enfrentaba con los actores, esa gente pintarrajeada, obsesionaba, que con aire de triunfo disimula la dolorosa metamorfosis de volver a ser persona en en lugar de personaje. Con ojos escrutadores nos observaba mientras conversábamos sobre la obra, el autor, las actuaciones y el público.

Único «General» que después de su victoria abolió su ejército, el don Pepe entonces Presidente y asiduo espectador de nuestras aventuras teatrales a partir de 1956. me deslumbraba con sus preguntas y más aún con sus observaciones. Así lo conocí y quizá ahí comenzó nuestra amistad. Después cada uno siguió en lo suyo, él en La Lucha y yo en mis ladrillos, el teatro y mis clases. A Karen, su esposa, la tuve de alumna en Estudios Generales en la Universidad. Karen contribuyó al acercamiento mío con don Pepe, acercamiento que para mí se iba a convertir en una de las más estimulantes, reveladoras y fascinantes relaciones e influencias en mi vida.

Conversamos mucho todos esos años don Pepe Figueres y yo. Aprendí a oírlo; supe, por él, lo que era la gran dimensión humana; de lo paradójico y de lo simple de la vida: acerca de la serena actitud para enfrentarla y, sobre todo, de la capacidad para estar por encima de los pequeños temores y las mezquindades del alma humana. De ahí su estoicismo. De ahí su perenne admiración por Tolstoi. Hablábamos frecuentemente de Tolstoi y un día hablamos de Chejov. No conocía «La sala número seis». Se la mandé. Esa noche, cerca de las doce, me llamó por teléfono y me comenzó diciendo: «Viera qué borrachera me tengo de Chejov». Su penetrante percepción de la frágil naturaleza humana había calado hondo en los patéticos personajes chejovianos para reforzar sus propios preceptos y convicciones. Su sabiduría lo llevaba a desdeñar el sufrimiento. Nada parecía afectarle en este sentido. Ni los sufrimientos morales ni los físicos. Una vez, ante un serio percance y viendo mi angustia me dijo: «No importa, hay que vivir peligrosamente de sábado a viernes».

Oírlo podía ser tan inspirador como desconcertante. Solo don Pepe era capaz de decir las cosas que decía y de la manera como las decía. «Lo único que a mí me deprime son las goteras: cuando joven, en La Lucha, en la casita donde vivía, había muchas goteras. Yo tenía que estar corriendo la cama un poquito para acá o para allá para que no me cayeran encima». Esto me lo dijo muy serio alguna vez refiriéndose, entre otras cosas, a aquello que yo consideraba mucho más grave y deprimente que sus atormentadoras goteras.

El lenguaje de don Pepe conducido por su pensamiento directo, claro y profundo, queda notablemente fijado en sus escritos. En esa extraña mezcla de científico, investigador, político, filósofo, poeta y humanista, se combina con igual fuerza y propiedad, su condición de escritor. Don Pepe cultivó el ensayo y el cuento con raro acierto. Su estilo escueto y de una admirable calidad de síntesis; logra elementos poéticos mediante escamoteos de la realidad: «Allí se respira de día una atmósfera purísima, y de noche se alcanza la luna con la mano». Esta sonora y hermosa metáfora es de su cuento de 1975. «Cubaces tiernos en abril». O esta otra: «Amaneció el lunes con sol claro, la cara de la tierra lavadita y fresca, sin polvo y con aromas puros».

La sabiduría de don Pepe está presente en infinidad de párrafos de ese portentoso libro suyo que es «La pobreza de las naciones». Ese libro que comenzó en marzo de 1970 y que terminó en diciembre de 1973… «Lleva, pues, tres años y medio de ratitos robados al trabajo en el Gobierno de Costa Rica, al sueño. Lleva además, bien o mal aprovechados los pensamientos y las lecturas de una vida en la que nunca ha faltado la acción».

Dice otro párrafo: «Los pueblos que ahora se desarrollan debieran orientarse hacia un disfrute más sabio de la abundancia. Menos anuncios comerciales y más difusión de cultura. Más impuestos al desperdicio. Más elogio a la sencillez. Más culto a la austeridad. Más repudio al consumo conspicuo. Más educación del carácter en la escuela, en el hogar… y en todas partes».

Exministro de cultura

Publicado en La Nación el 9 de junio de 1990

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