Actas Asamblea Nacional Constituyente
ACTA No. 49
No. 49.- Cuadragésima nona Acta de la sesión ordinaria celebrada por la Asamblea Nacional Constituyente, a las quince horas y media del día cinco de abril de mil novecientos cuarenta y nueve, bajo la Presidencia del Doctor Rodríguez. Presentes los señores Diputados Vargas Fernández y Ortiz, Secretarios; Guido, Sotela, González Flores, González, Luján, González Herrán, Brenes Mata, Acosta Jiménez, Acosta Piepper, Esquivel, Valverde, Monge Álvarez, Facio, Fournier, Herrero, Gómez, Volio Sancho, Volio Jiménez, Leiva, Desanti, Arias, Baudrit Solera, Baudrit González, Trejos, Dobles Segreda, Bonilla, Vargas Vargas, Vargas Castro, Jiménez Núñez, Arroyo, Monge Ramírez, Montiel, Guzmán, Pinto, Gamboa y los suplentes Castaing, Castro Sibaja, Rojas Espinoza, Rojas Vargas, Lobo, Jiménez Quesada, Morúa y Chacón Jinesta.
Artículo 1º- Se leyó y aprobó el acta de la sesión anterior.
Artículo 2º- Por unanimidad se acordó ampliarle el permiso al Diputado Zeledón Brenes por un mes, de acuerdo con la certificación presentada. El Representante Zeledón Brenes envió al Presidente de la Asamblea el siguiente telegrama: Ausente por enfermedad, de las labores de la Asamblea, no quiero que mi firma lo esté del pliego de condenatoria a la inicua traición militar que felizmente ha sido debelada. Deseo asimismo que conste, por si el pliego no lo dice, que atribuyo a la Junta de Gobierno la mayor responsabilidad de lo ocurrido, al desoír las reiteradas insinuaciones que le fueron hechas oportunamente acerca del plan desleal que venía desarrollándose. Atentamente,- José María Zeledón Brenes.
Artículo 3º- Se continuó en la discusión general del Dictamen de mayoría sobre el Proyecto de Constitución Política.
El Diputado Facio prosiguió en su exposición iniciada en la sesión anterior. Dijo, que sobre la base de la Constitución del 71, la Comisión Redactora presentó un Proyecto que ha sido calificado de reforma total, ya que indica un planteamiento, en forma y términos distintos de los principios que ya figuraban en la Carta Política derogada. Explicó que existen dos clases de reforma, dos caminos para el mejoramiento de las Constituciones: la reforma parcial y la reforma total, que obedece -esta última-, casi siempre, al impulso de las pasiones políticas y al imperio de la fuerza, de acuerdo con las ideas expuestas por el señor Jiménez Ortiz en su ensayo recientemente publicado. Agregó que ambas reformas pueden muy bien ser caprichosas y antojadizas, pero también adecuadas y convenientes. La reforma total que involucra el Proyecto es una reforma de este último tipo, es decir, adecuada y conveniente, ya que calza dentro de nuestras grandes tradiciones y no fue promulgada para satisfacer pasiones políticas, ni para resolver un caso determinado, como ha ocurrido con la reciente reforma a la Constitución de la República Argentina, destinada a que el actual gobernante de esa nación pueda reelegirse. Como es bien sabido, de acuerdo con el Artículo 77 de la Constitución Argentina, estaba prohibida la reelección del Presidente para períodos inmediatos. Esta cláusula saludable, permitió a la gran nación del Sur un desarrollo ininterrumpido, dando lugar a una comunidad progresista y ordenada. La reforma planteada recientemente en la Argentina contraría el ideario y los principios de la gloriosa tradición argentina. El Proyecto, en cambio, no ha perseguido una medida antojadiza o casuística por lo que no puede tachársele de propiciar una reforma caprichosa o inconveniente. La reforma que propicia, con todo y ser total, es mucho más conveniente, mucho más adecuada y mucho más tradicionalista que la llevada a cabo en la Argentina, traída como ejemplo por el representante don Manuel Francisco Jiménez Ortiz.
Luego pasó a referirse a lo improcedente de citar como ejemplo la Constitución de los Estados Unidos que se ha mantenido invariable a través de los años. Explicó que resultaba curioso que esta Constitución haya ejercido sobre nuestros hombres de gobierno una gran atracción, una especie de hipnotismo, no sólo en los hombres de ahora, sino en aquellos que participaron en la lucha de independencia de América Latina. Se pensaba que por el simple hecho de trasplantar aquellas normas a nuestros países, se realizaría el milagro de operar en América Latina la prosperidad de los Estados Unidos, su grandeza económica, el respeto de sus instituciones. Para corroborar sus palabras, el Diputado Facio Brenes dio lectura a algunos conceptos del historiador mejicano Carlos Pereyra. Continuó diciendo que esa admiración por la Carta Política de los Estados Unidos se sigue conservando por lo hispanoamericanos, pero no por esto se pueden dejar de ver las grandes diferencias económicas, sociales y políticas entre la gran nación norteamericana y los países de Latino América. De ahí que no se pueden calcar, resulta absurdo querer trasplantar a nuestros países, las normas de los Estados Unidos. ¿Hasta qué punto podemos nosotros, calcar nuestras instituciones de las de los Estados Unidos? No podemos hacerlo bajo ningún punto de vista, debido a las enormes diferencias apuntadas. De ahí que existan varios tipos de Constituciones, de acuerdo con las modalidades y características de cada uno de los países. Así podemos considerar el tipo de constitución latinoamericana, más reglamentista, más detallado, es cierto, pero también más adecuado a nuestro medio e intereses. Se refirió luego a la lucha sostenida por el extinto Presidente Roosevelt con la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos, al tratar de dar curso a su programa renovador contenido en su New Deal. Como prácticamente la Constitución de los Estados Unidos no puede ser reformada, el Presidente Roosevelt encontró siempre una oposición sistemática por parte de la Corte -a todas aquellas leyes que propiciaban la reforma, las que eran tachadas de inconstitucionales. La rigidez de la Constitución americana estuvo a punto de causar un serio conflicto, el que fue soslayado gracias a la patriótica actitud de varios señores Magistrados de la Corte Suprema de Justicia, que hicieron a un lado su propia ideología conservadora, para dar curso a las leyes y los proyectos nuevos del Presidente Roosevelt. Todo esto nos viene a demostrar, -expresó-, que resulta inválido el ejemplo aducido por la Comisión del Dictamen de mayoría, que nos señala el ejemplo de los Estados Unidos, que nosotros debemos seguir.
Se refirió luego al caso de Colombia, país que también ha sido citado como ejemplo por los que defienden la vigencia de nuestra Constitución del 71. Si en 1930, al llegar al poder el Partido Liberal, después que el Partido Conservador había dirigido los destinos de la nación por largos años, no se planteó una reforma total de la Constitución colombiana, que venía rigiendo al país desde el siglo anterior, se debió a que los liberales asumieron el poder con la anuencia de los conservadores. De ahí que una reforma total en estas condiciones era prácticamente imposible. Es muy posible que a don Otilio Ulate, caso de haber asumido la presidencia en mayo de 1948, le hubiera ocurrido lo mismo. No habría podido, tampoco, haber llevado a cabo una reforma total a nuestra Carta Política, por una serie de obstáculos que se le habrían presentado. Pero la revolución abrió las posibilidades a nuevos anhelos, nuevas aspiraciones y deseos largamente acariciados por el pueblo. Agregó que no se había citado un solo caso de un país, que después de una revolución tan honda como la nuestra, hubiera continuado rigiéndose por la Constitución del régimen caído. Esto no ha ocurrido ni aun en aquellos países de tradición democrática, de respeto a las instituciones, como en el caso de Francia y del Uruguay, nación esta última de recia cultura, quizá la más civilizada de América Latina, nación apegada fuertemente a las prácticas democráticas. Después de su independencia de la Madre Patria, el Uruguay ingresó al concierto de naciones libres, habiéndose promulgado en el año de 1830 su Constitución Política, la que sufrió una reforma muy curiosa en 1872 -que bien podría ser tachada de exótica por los que hoy atacan el Proyecto- mediante la cual se da participación en el gobierno a los partidos minoritarios. En 1918 se estableció una combinación entre el Poder Ejecutivo personalista y el corporativo suizo, así como un Consejo en el que tienen participación las minorías. En 1933 -continuó- se produjo en el Uruguay un golpe de estado que proclamó la destrucción del colegiado y de la autonomía funcional. Viene, entonces, la Constitución de 1934, abierta a todas las inquietudes del Derecho Constitucional de la época, como ha dicho un celebrado autor. Así también el Proyecto, que no es sino una superposición del texto de 1871, está abierto a todas esas modernas inquietudes, como lo está la Constitución del Uruguay de 1934, apoyándose en las modernas Cartas Políticas de los países hermanos de América Latina y Europa, conservando, los principios fundamentales, eternos, de nuestras Constituciones anteriores. Se ha dicho -continuó- que las fallas son de los hombres y no de las normas. Esto es absolutamente cierto. Sostener lo contrario, es decidirse por una tesis de anarquía política, pues si lo que valen son los hombres y no las leyes, debe abandonarse todo intento de reformar las instituciones o las leyes. Las normas, sin embargo, crean hábitos, formas de acción y si se las llega a vivir con intensidad, honradamente, pueden llegar a refrenar a los inescrupulosos. Se dice que las fallas de la Constitución del 71 no fueron de ésta, sino de los gobernantes, ya que cuando hubo hombres honestos, las cosas marcharon bien en Costa Rica. Pero no se puede negar la importancia de las normas. Fue precisamente una de éstas la que permitió al Congreso espurio del 1º de marzo de 1948 asestar el golpe de muerte a la República. De lo dicho anteriormente se pueden sacar las siguientes conclusiones: la Constitución en Costa Rica no ha contado hasta ahora con fuerza rectora en la política y en la marcha del Estado; ha sido factor secundario, y no ha habido plena conciencia constitucional. Si se tratara de escribir una historia de la Democracia en Costa Rica habría que hacerla extra-constitucional, al margen de nuestra Carta Política. Es necesario reparar esa falla peligrosa, darle al país una nueva Constitución que trate de racionalizar la acción política y le dé mayor contenido a las instituciones. La Constitución del 71 -dijo- sirvió para que el personalismo se desenvolviera de una manera tremenda en nuestra patria, hasta llegar a formar una institución que bien podría llamarse “presidencialista”, ya que el Poder Ejecutivo tenía todas las atribuciones, desde el nombramiento de los empleados de la administración pública, sin distingos de categorías. La Constitución del 71 no ha podido contener, poner coto a ese mal, aunque esto no significa que a ella se ha debido este mal, que obedece también a otras razones, pero sí ayudado a propagarlo, hasta que llegó a adquirir la gravedad de todos conocida en los últimos regímenes. En Costa Rica los Presidentes no han podido realizar labor meritoria pues siempre han estado preocupados por una serie de cosas distintas, como el proceso electoral, la marcha del Congreso, la preocupación de buscar un candidato favorable a sus intereses, el nombramiento de empleados, etc. El respeto al sufragio, la honrada administración de los fondos públicos, fueron cumplidos por nuestros Presidentes, no porque así los obligara la Constitución, sino porque quisieron. Repitió que no estaba afirmando que la Constitución del 71 había dado origen al personalismo; afirmaba que no se había preocupado por oponer los frenos para que ese personalismo terminara, o, por lo menos, disminuyera.
Luego pasó a refutar el argumento de los que dicen que el Proyecto es muy largo, demasiado detallado y reglamentista. Muchas de las Constituciones de América -como las de Cuba y Uruguay- son tan amplias como el Proyecto. Muchas exceden de los 200 artículos, otras de los 250. Expresó que el argumento formal no tiene importancia, ya que se podrían suprimir, a la hora oportuna, algunos artículos o refundir otros en uno solo. El llamado reglamentismo del Proyecto se debe a varias razones que pasó a enumerar. En primer término, los costarricenses de 1949, por la dura experiencia de los dos regímenes anteriores, tenemos desconfianza al gobierno general; la Comisión Redactora pretendió, como se dice vulgarmente, tapar portillos. En segundo lugar, incorpora una serie de principios que no habían sido de trato constitucional en Costa Rica: la cultura, la familia, la economía, las instituciones autónomas, etc. Esos principios se incorporaron en el Proyecto, no por un afán reformista, por simple fiebre revolucionaria, sino porque se trata de una tendencia fundamental e indiscutible de las Constituciones modernas, tendencia que algunos llaman “constitucionalismo social”, que no es sino la aplicación de ese principio del intervencionismo del Estado. En ese aspecto -continuó- no fuimos innovadores, ya que nos hicimos eco de una tendencia moderna.
Manifestó luego que de las condiciones requeridas por una Constitución, que el Diputado González Flores señalara en su exposición, el Proyecto las contenía: claridad, comprensión, brevedad, flexibilidad y didáctica.
Se refirió después a algunos artículos del Proyecto que han sido tachados de extremistas, exóticos, no experimentados en Costa Rica. La Comisión que suscribió el Dictamen de mayoría se refiere a esas teorías extremistas, pero no las cita, ni dice cuáles son, ni entra a analizarlas, como era lo debido. Dijo que la transformación mayor que ofrece el Proyecto reside en su gran propósito de establecer la institucionalidad en Costa Rica, poniendo coto a actividades de política desenfrenada que han hipertrofiado el Poder Ejecutivo. Eso es, naturalmente, una innovación, pero no puede tacharse de inconveniente ni sorpresiva. Citó los artículos que tratan de establecer en nuestro país institucionalidad tan beneficiosa, como los referentes a las instituciones autónomas, régimen municipal, elección popular de Vice-Presidentes, inamovilidad de los Magistrados, etc. Se refirió también a otra innovación del Proyecto respecto al régimen de las llamadas leyes extraordinarias las que, para su aprobación por la Asamblea Legislativa, requieren por lo menos, los dos tercios de los votos de los diputados que integran la Asamblea. Explicó que la verdadera innovación, la medida francamente revolucionaria del Proyecto, era la que se refería al Tribunal Supremo de Elecciones, el que no sólo realizará los escrutinios, sino que declarará la elección de Presidente, Vice-Presidentes y Municipalidades, siendo sus fallos inapelables. Todo el proceso electoral se pone en manos de un Tribunal independiente de los Poderes Ejecutivo y Legislativo.
Pasó a referirse a uno de los aspectos que más duramente se ha criticado al Proyecto: el de la propiedad. Aclaró que el Proyecto garantiza, en una serie de disposiciones que enumeró, la propiedad privada. No hay un solo principio que en lo fundamental la varíe, pues no se dice la propiedad sea del Estado o colectiva. En diferentes artículos se rodea a la pequeña propiedad de toda clase de seguridades y garantías.
Quedando en uso de la palabra el Representante Facio, a las dieciocho horas y quince minutos terminó la sesión.- Marcial Rodríguez C., Presidente.- Fernando Vargas Fernández, Primer Secretario.- Gonzalo Ortiz Martín, Segundo Secretario.
DISCURSO del Representante Facio Brenes:
Decía en mi intervención de ayer que la Comisión Redactora del Proyecto que le fue enviado a esta Asamblea por la Junta de Gobierno, hizo lo que dos grupos de ilustres costarricenses recomendaron hacer en los años de 1901 y 1917, y lo que el segundo de esos grupos hizo: una nueva Constitución para el país. La Comisión presentó un Proyecto que se ha dicho implica una reforma total, y bien puede admitirse ese calificativo, en el entendido de que él supone una revisión completa del antiguo texto constitucional, no el abandono de los principios esenciales de aquel texto.
Se ha dicho que hay dos caminos para realizar una modificación en las actas fundamentales, y en un interesante folleto que se ha servido publicar el Diputado señor don Manuel Francisco Jiménez, se dice concretamente: “Dos sistemas se practican entre las naciones del Continente para modificar la vida institucional de sus repúblicas: uno que respeta y mantiene la Constitución Política original de la República y señala el camino para reformarla de acuerdo con la cultura y los adelantos del mundo, y otro que admite la reforma total y caprichosa del estatuto máximo al impulso casi siempre de la fuerza y de las pasiones políticas. Yo creo que en realidad hay dos caminos, para la modificación de las constituciones, la parcial, y la total, pero creo francamente que tanto la reforma parcial, como la total, pueden ser caprichosas y antojadizas o adecuadas y convenientes. Yo sostengo que la reforma total de la carta política costarricense, que implica nuestro Proyecto, es una reforma adecuada y conveniente que calza dentro de las aspiraciones del país. Y también sostengo que ciertas reformas parciales pueden ser caprichosas, antojadizas, y obedezcan a motivos políticos bien determinados del momento. Un ejemplo de lo cual lo tenemos en la reforma parcial sufrida por la Constitución Argentina, hace unos días, la cual puede haber sido muy cuidadosa en el aspecto puramente formal, pero nadie puede desconocer que la causa fundamental de esta reforma era el deseo de modificar el artículo 77 de dicha Constitución, promulgada en el año 1853, el cual prohibía hasta hace un mes, la reelección del Presidente de la República, y que ahora al tenor de la enmienda introducida, lo permite. Esa Constitución, como todos lo sabemos, fue aprobada, después de la derrota de Rosas a manos de Urquiza, sobre las bases presentadas por el gran Juan Bautista Alberdi. Bases y Puntos de Partida para la Organización Política de la República Argentina, llamó Alberdi su obra; y en el proyecto constitucional que, como remate de todo su estudio presenta Alberdi, encontramos el artículo 79 que dice textualmente: “El Presidente dura en su empleo el término de seis años y no puede ser reelecto sino con intervalo de un período”. Y en la nota correspondiente a tal proyecto el artículo dice taxativamente Alberdi: “Admitir la reelección es extender a doce años el término de la Presidencia. El Presidente tiene siempre medios de hacerse reelegir, y rara vez deja de hacerlo. Toda reelección es agitada porque lucha contra prevenciones nacidas del primer período, y el mal de la agitación no compensa el interés del espíritu de lógica en la administración, que más bien depende del ministerio”. No podía ser más tajante su opinión. Y los constituyentes argentinos del año 53 la acogieron al incorporar casi en su forma original, aunque incluyendo también al Vicepresidente, el artículo 79 de Alberdi en el artículo 77 de la Constitución aprobada. No puede negarse entonces que la no reelección es un principio tradicional de la Argentina, y un principio valioso si hemos de atenernos a la civilidad y la estabilidad que ha acompañado la vida pública de la gran nación Sudamericana durante la mayor parte de su historia, a partir de 1853. Se trata de una tradición, de un principio histórico, de una tesis que se hunde en los tiempos de organización de la República, pero bajo la presión de la conveniencia política inmediata se reforma el artículo 77 hoy, y se establece la reelección presidencial; y al hacer esta reforma se omite redactar un artículo transitorio que bien podría haber salvado el reparo, en el cual se hubiera dicho que la nueva disposición entraba en vigencia para el próximo período presidencial, sin incluir al presidente que en ese momento estuviera ejerciendo el poder; pero nada se establece al respecto, y como ya todos sabemos por medio de cables, de la prensa, y también por la actitud asumida por los miembros del Partido de la Oposición, el Radical, que abandonó como protesta la Convención Constituyente el 8 de marzo recién pasado, todo el proceso estaba sencillamente dirigido a hacer posible que el actual presidente se reelija, contrariando así uno de los principios tradicionales de la Nación Argentina y que por tantos años mantuvo esa Constitución. Si nuestro proyecto tuviera alguna disposición semejante, bien podría llamársele oportunista, antojadizo o caprichoso, pero como no lo contiene, y su única intención es acomodarse al estado de la hora histórica presente, por eso reitero que, con todo y ser total la reforma presentada, es ella más tradicionalista y más adecuada que la reforma parcial aplicada a la Constitución de la República Argentina, que por cierto tanto ha entusiasmado a algunos señores de esta Asamblea.
Ya se ha demostrado aquí por el compañero Fournier, por qué no debemos ni podemos tomar como ejemplo la Constitución de los Estados Unidos de Norte América, ya que ella está guiada por un espíritu jurídico muy diferente al espíritu y a la técnica legislativa de los países latinoamericanos.
Es curioso como esa Constitución ha ejercido sobre los hombres de gobierno latinoamericanos una especie de atracción irresistible, de hipnotismo, y no sólo en los hombres de ahora, sino en aquellos que participaron en la lucha de independencia de la América Latina. Se pensaba que por el simple hecho de imitar esa carta política, de seguir fielmente sus normas, se realizaría en América Latina el milagro de la prosperidad y la grandeza económica de los Estados Unidos, así como el auge de sus instituciones democráticas. El ilustre historiador mexicano Carlos Pereyra, hablando de la serie de obstáculos materiales y espirituales con que tropezaba la organización ordenada de las recientemente independizadas nuevas Repúblicas de la América Latina, dice en una de sus obras: “A esto debe añadirse la fuerza del prestigio que políticamente habían alcanzado los Estados Unidos con su experiencia de vida constitucional ininterrumpida durante más de un cuarto de siglo (1789-1825). Para pueblos apenas iniciados en la dirección de los asuntos nacionales, y que además debían resolver problemas infinitamente más complicados que los de las colonias anglosajonas, para países que contaban con menos elementos de toda especie, pues como veremos todo les era adverso, la Constitución de los Estados Unidos adquirió un predicamento extraordinario. Los pueblos hispanoamericanos se entregaron a una autodenigración furiosa. Desconociendo su experiencia secular, muy valiosa, pues durante el régimen colonial habían tenido una actividad económica suficiente para capacitarlos, y desdeñando la riqueza institucional de que eran herederos, se dedicaron a la imitación de la obra norteamericana. La Constitución de los Estados Unidos posee indudablemente un mérito que apenas puede exagerarse. Es un instrumento de gobierno muy digno de encomio. Pero los hispanoamericanos al copiarlo, buscaban en él precisamente lo que no tenía, y la imitación fue desastrosa. Desconociendo la historia constitucional de los Estados Unidos, atribuían la grandeza de aquel pueblo, sus conquistas de civilización y su bienestar a una ley, cuyas deficiencias hubieran sido funestas para una sociedad menos favorecida por la naturaleza”. Y después de hacer una crítica a los poderes Ejecutivo y Legislativo, tal como los organiza la Constitución de los Estados Unidos, agrega el mismo Pereyra: “Finalmente, la Corte Suprema, los tribunales de circuito y los de distrito, destinados a hacer la interpretación constitucional, en un sistema nuevo absolutamente, de complicadas jurisdicciones, ofrecían un cuadro vacío que no empezó a llenarse sino cuando el genio del segundo Presidente de la Corte Suprema, John Marshall, desenvolvió su doctrina, sin el cual el texto constitucional era un enigma. En 34 años, ese Magistrado alboró el sistema del juicio constitucional y aún transcurrieron otros 35 años para que el Poder Judicial de la Federación se articulase en las instituciones nacionales. ¿Cómo era posible que los admiradores hispanoamericanos de los Estados Unidos pudiesen hacer copias afortunadas de un edificio en construcción, cuyos planos les eran desconocidos? Además, ignoraban que la Constitución de los Estados Unidos abunda en deficiencias que se traducen por irresolubles conflictos de poderes, y que si estas deficiencias no producían catástrofes era debido sólo al vigor extraordinario de la sociedad sujeta a tales preceptos. Ajenos a la historia política de los Estados Unidos sólo veían un texto, y lo adoptaban con un fetichismo sin otro paralelo que el desprecio de lo propio”.
Esta admiración hacia la Carta Política de los Estados Unidos, la seguiremos conservando los hispanos, porque comprendemos la importancia que ha tenido para el desarrollo de la gran Nación del Norte; pero no podemos llevar nuestra admiración hasta el punto de pretender tomarla como base o como ejemplo para nuestra organización constitucional, porque debemos tomar en cuenta que existen grandes diferencias, tanto en lo político como en lo económico y lo social, entre los Estados Unidos y las naciones de Latino América.
Porque, conocedores de las fuerzas que han hecho a los Estados Unidos lo que hoy por hoy ellos son, mal podríamos caer en el pecado de nuestros bisabuelos y volver a tener su Constitución como la panacea para todos los problemas políticos y jurídicos. En su introducción a la versión española de la obra del ex-Presidente Benjamín Harrison sobre la organización política norteamericana, dice Clarence Addison Dykstra: “El Presidente Wilson ha llamado a la Constitución un “vínculo de vida”. Un pueblo que se gobierne a sí mismo debe constantemente reajustar su maquinaria política a las necesidades de su desarrollo. Si eso no puede hacerse por medio de serias reformas a la Constitución, debe hacerse por prácticas políticas. Contra lo que se cree muy comúnmente, el método de gobierno en los Estados Unidos se ha cambiado más bien por precedentes e interpretaciones judiciales que por modificaciones efectivas en el texto escrito de la Constitución”... Y agrega más adelante, aludiendo a ese sistema invisible de reformas a la Constitución: “Muy poca duda puede abrigarse respecto de que el pueblo de la Nación está gradualmente haciendo de un gobierno, que en el papel es rígido e inflexible, un instrumento manejable por la opinión pública. Eso requiere tiempo, y mientras la reforma se lleva a cabo el edificio político cruje y se retuerce, pero la dirección ya se dio y el resultado es inevitable”. Es natural que nos tenga que producir una enorme admiración la existencia de una carta política que, sin modificaciones casi haya podido adaptarse a las necesidades de los tiempos modernos, en un gran país, pero como lo insinúa un autor colombiano, nosotros no podríamos en ningún momento hacer un trasplante de aquellos métodos constitucionales a nuestro medio, porque nuestra historia y nuestro sistema de vida en general, son muy diferentes al de la gran Nación Norteamericana, y porque nuestro espíritu latino, nuestro temperamento difícil seguramente no admitiría que pudiesen hacerse las reformas necesarias al margen de la letra constitucional, y de intentarse, el edificio político no se contentaría con crujir y retorcerse, si no que probablemente se derrumbaría, haciéndonos víctimas de un prurito tonto de vestirnos con prendas que no nos pueden convenir. Para que se vea algo más sobre los problemas de las reformas invisibles o de los crujidos y retorcimientos del edificio político norteamericano cuando ellas se llevan a cabo, y para que se vea con claridad cómo nuestros países no podrán triunfar siguiendo el ejemplo de la gran Nación del Norte, recordaremos brevemente la historia de la Corte Suprema de Justicia frente al problema de la constitucionalidad y de la inconstitucionalidad de las leyes. Entre 1890 y 1937, 228 leyes estatales fueron invalidadas por la Corte con el argumento de que ellas privaban a las “personas” -frecuentemente corporaciones- de su propiedad “sin el debido proceso de la ley”, tal como lo mandaba la famosa Enmienda XIV de la Constitución. Ya para 1900 se había hecho claramente aparente que la Corte representaba un reducto conservador para la defensa de los intereses de la propiedad privada amenazados, ya fuese por la legislación federal o la estatal de orden progresista. En 1905 la Corte declaró inconstitucional una ley del Estado de Nueva York que limitaba las horas de trabajo en las panaderías a 10 al día, y 60 a la semana, alegando que se violaba la socorrida Enmienda XIV, al despojar a los trabajadores de su libertad de contratar. Pero en esa oportunidad, el Magistrado Holmes, que siempre se caracterizó por su espíritu liberal y abierto, dejó estampada en su voto salvado una opinión que yo deseo hacer resaltar ante esta Asamblea, porque ella encierra, a mi juicio, una gran verdad, y justifica el procedimiento de la Comisión Redactora de presentar aquí un proyecto flexible y no rígido, abierto a todas las tendencias y no cerrado por un espíritu sectario. Dijo Holmes: “Una Constitución no se supone que deba englobar una particular teoría económica, ya sea paternalista... o de LAISSEZ FAIRE. Una Constitución se hace para un pueblo con puntos de vista fundamentalmente diferentes, y el accidente de que encontremos ciertas opiniones naturales o familiares, o novedosas e incluso chocantes, no debería interferir en nuestros juicios acerca de si las leyes que contienen esas opiniones contradicen o no la Constitución de los Estados Unidos”. ¡Qué sabia y liberal enseñanza! “Una Constitución se hace para un pueblo con puntos de vista fundamentalmente diferentes”. Pero siguiendo con nuestra historia, diremos que la Corte se liberalizó algo en materia de horas máximas, mas no en cuanto a salarios mínimos ni a contratos colectivos. Sin embargo, cuando su espíritu conservador había de chocar con la realidad y las necesidades y las aspiraciones nacionales había de ser en 1934 y los años siguientes; porque fue hasta ese año en que las leyes dictadas por Roosevelt sobre la base de su NEW DEAL llegaron a su seno. En 1935 se declaró inconstitucional un capítulo de la Ley de Recuperación Nacional, y la Ley de Pensiones de los Ferrocarriles, la Ley sobre Hipotecas Rurales y el procedimiento de la N.R.A. Esto último fue muy grave para la Administración que tenía fundadas esperanzas en la agencia de recuperación nacional que tal resolución venía a liquidar. En 1936 fueron declaradas inconstitucionales la Ley de Ajuste Agrícola, la Ley de Conservación del Carbón Bituminoso, la Ley de Quiebras y la Ley de Salarios Mínimos del Estado de Nueva York. El absurdo de la posición de la Corte se marcó en el hecho de que rechazase legislación federal progresista con el argumento de que ella violaba los poderes de los Estados, y al mismo tiempo rechazase leyes de los Estados sobre las mismas materias y con iguales tendencias, con el argumento de que violaban la Enmienda XIV. “El más lógico remedio, dicen Barck and Blake en su obra “Desde Mil Novecientos”, era una reforma constitucional que afirmara en forma inequívoca que el Congreso Federal y los Estados tenían poderes para hacer frente a los problemas económicos del siglo XX”, pero tal cosa era políticamente imposible, porque según lo sabemos todos, la reforma constitucional en los Estados Unidos requiere el voto de las dos terceras partes del Congreso y la aprobación de las tres cuartas partes de los Estados; y en la época que historiamos estaba muy fresco el hecho de que la Enmienda Constitucional sobre Trabajo de los Niños aprobada por el Congreso en 1924, a esas alturas, 12 años después, todavía necesitaba del voto de 8 Estados para alcanzar los 36 necesarios para convertirse en Enmienda propiamente tal. Otro camino era el de dar una ley exigiendo cierto número mínimo de votos de Magistrados para declarar la inconstitucionalidad de las leyes, pero semejante ley hubiera sido a su vez tachada de inconstitucional por la Corte. Al fin, en 1937, el Presidente envió al Congreso un mensaje sobre Reorganización Judicial en el que, invocando el exceso de trabajo de los tribunales y el retraso a que ello daba lugar, proponía que cuando un Juez o Magistrado cumpliese 70 años, después de haber fungido por más de diez en la judicatura, y no se retirase dentro de los seis meses siguientes, el Presidente podría nombrar un nuevo Juez o un nuevo Magistrado, según el caso. En ningún caso podrían hacerse más de cincuenta nombramientos con base en dicha ley, ni tampoco podría la Corte llegar a estar integrada por más de quince Magistrados. Como en ese momento, seis de los nueve Magistrados de la Corte, tenían setenta años, el resultado de la ley, caso de pasar, hubiera sido la de permitirle al Presidente hacer, en forma inmediata, seis nombramientos. Entonces Roosevelt fue acusado de querer hacerse una Corte a su medida, y el hecho de que al enviar su ley, hubiese presentado motivos ajenos al verdadero problema que procuraba resolver con ello, le valió el que fuese tachado de maquiavélico, y aunque posteriormente, en una alocución radial presentó el problema en su verdadera perspectiva, ya era tarde: se había generalizado una pésima impresión. Los conservadores gritaban que Roosevelt, en su afán de poder, pretendía dominar la Corte y liquidar la Constitución; muchos Diputados amigos de la Administración, disgustados porque el asunto no les hubiese sido consultado previamente, también reaccionaron en contra y encontraron la oportunidad para mostrar su independencia frente a la Casa Blanca. Además, la propia Corte, ofendida por la referencia a la edad y la lentitud en el trabajo de sus miembros, se aglutinó y se mostró indignada. La situación hacía crisis. ¿Qué hubiera pasado en alguno de nuestros países latinoamericanos ante situación de tal índole? No queremos imaginárnoslo siquiera, pero en los Estados Unidos la cosa se resolvió muy racionalmente, gracias al enorme peso de institucionalidad de que aquel país goza: Robert Jackson, quien siempre había figurado en la fracción de centro de la Corte, y con frecuencia inclinando la balanza del lado conservador, procedió a votar por esos días a favor de la constitucionalidad de la Ley de Salarios Mínimos de Washington, cambiando así su opinión de un año atrás frente a una ley igual del Estado de Nueva York. Y luego, el Presidente Hughes, recientemente fallecido, también abandonó el ala conservadora y se incorporó con Jackson a la progresista, haciendo así posible que fuera declarada la constitucionalidad de la Ley de Relaciones de Trabajo, de la Ley de Seguridad Social, y de varias leyes estatales sobre seguro de desocupación. Roosevelt atribuyó el cambio de frente a la sagacidad o al patriotismo de estos dos hombres superiores que así evitaron cambios fundamentales en la organización de la Corte y, a la vez, una situación crítica e irreconciliable entre los poderes supremos de la Nación. También obraron en el cambio de frente, y hay que reconocerles entonces a Jackson y a Hughes sagacidad política, comprensión frente a las aspiraciones populares y un espíritu abierto al nuevo momento histórico del mundo, las elecciones de 1936, que significaron un tremendo apoyo popular para el NEW DEAL, y la serie de huelgas pasivas a lo largo de la industria, que demostraron la absoluta necesidad de legislación económica y social avanzada.
La ley de Roosevelt no fue nunca discutida, pero el Presidente pudo nombrar en los siguientes cuatro años, al retirarse varios de ellos, no seis sino siete Magistrados. Pregunto una vez más: ¿podría uno de nuestros países, países latinos, pasionales, irracionales tan a menudo, haber salido en semejante forma de una crisis de esa magnitud si hubiera estado viviendo bajo la organización constitucional de los Estados Unidos? Mejor es que dejemos a un lado un ejemplo tan poco indicado y tan poco convincente, y que estudiemos nuestros problemas con nuestros elementos y puntos de vista. El ejemplo argentino, también traído a colación en esta Asamblea, ya he expresado mi opinión: es un ejemplo muy bueno en la forma, pero muy malo en el fondo, y por eso tampoco puede servirnos para orientar nuestra actividad presente. En cuanto al ejemplo colombiano, que se nos presenta como otro caso de reforma parcial a la Constitución, tengo que decir lo siguiente: el cambio político realizado en Colombia en 1930 fue un cambio de índole pacífica: el Partido Conservador, derrotado en las urnas, le entregó el poder voluntariamente al Partido Liberal. Allí no hubo revolución, allí no hubo derrumbamiento de un régimen jurídico. Dentro de tal normalidad la Constitución de 1886 no fue derogada, no tenía por qué serlo, y lo natural pareció, dentro de esa misma normalidad institucional, ir a ciertas reformas parciales de la antigua carta en vigencia. Lo que tendrían que demostrarnos quienes se empeñan en condenar lo que denominan la reforma total de la Constitución implicada en nuestro proyecto, es que después de un movimiento auténticamente revolucionario, de esos que conmueven hasta los cimientos de un país, de esos que abren las puertas a una nueva vida institucional, país alguno ha procedido a dejar en vigencia, o a restablecer, la antigua Carta liquidada y ha procedido a hacerle unas cuantas reformas de detalle. ¿No nos enseña eso el caso europeo, donde hemos visto a sus más significados países continentales después de cada ocupación enemiga o de cada movimiento revolucionario propiamente dicho?
Es muy posible aunque no puede asegurarse que si el régimen caído en abril del año pasado, hubiera entregado el poder a don Otilio Ulate por las buenas, no se hubiera planteado la reforma total a la Constitución y nos hubiéramos limitado a simples reformas parciales; pero la revolución, que conmovió los más firmes cimientos de las instituciones nacionales, dió la magna oportunidad de exponer en su integridad los ideales del pueblo costarricense que durante muchos años permanecieron en silencio y dio el impulso irresistible para que así se hiciese; y es natural explicarse el motivo de la reforma total planteada. Yo no creo que haya país, que después de haber tenido la misma oportunidad nuestra, y de haber sufrido una revolución que destruyó todo el régimen jurídico anterior, haya revivido su Constitución antigua, con pequeñas reformas parciales. Tenemos una gran experiencia en los países europeos de origen latino, que cada vez que han sufrido algún movimiento revolucionario, han procedido a darse nuevas cartas políticas. Pero, más aún: se puede citar, por el contrario, el caso de países que, sin haber sufrido una conmoción política profunda, una revolución o cosa parecida, han procedido a realizar reformas totales en sus cartas políticas, y de ello tenemos un ejemplo magnífico, magnífico por tratarse de una nación de las más civilizadas, racionales y cultas de la América Latina: el del Uruguay. La Banda Oriental o República Oriental del Uruguay se organizó como Nación independiente con la Constitución de 1830; vio en el siglo XIX la lucha entre Colorados y Blancos, muchas veces armada y después de la guerra civil de 1870-72 introdujo la novedad política de concederles puestos directivos en el Gobierno a representantes de la oposición. A resultas de esta experiencia se va en 1918 a una reforma que produce la Constitución de esa fecha, la cual busca institucionalizar la despersonalización del poder Ejecutivo; de acuerdo con el sistema adoptado, el Presidente nombra los Ministros de Relaciones Exteriores, Gobierno y Guerra, pero a los restantes: Hacienda, Obras Públicas, Educación, Industria, Beneficencia e Higiene, así como a los directores de los monopolios estatales, los nomina el llamado Consejo de Administración, formado por nueve individuos nombrados por seis años que se renuevan por tercios cada dos, y en el cual tiene representación permanente la Oposición. También se introduce entonces el artículo sobre Entes Autónomos, que tanta importancia ha tenido en la economía y el desarrollo constitucional del Uruguay. Viene una etapa de incertidumbre política y al fin se produce el golpe de Estado en 1933, dirigido especialmente contra el sistema colegiado del Poder Ejecutivo y contra el régimen de los Entes Autónomos. La Asamblea Constituyente de 1934, sin que el país hubiera sufrido una revolución o cambio profundo en su vida institucional, procede a dotar al país de una Constitución nueva, moderna, reformista, de acuerdo con el momento histórico. “El Estatuto de 1934, es en el orden técnico, dicen los ilustres Profesores Couture y Barbagelata, de la Universidad de Montevideo, un texto abierto a todas las inquietudes del Derecho Constitucional de su tiempo. El Constituyente trabajó teniendo a su vista los textos más recientes y más innovadores de las constituciones de la post-guerra: México, Cuba, Nicaragua, Bolivia, Chile (dentro de los países americanos); España, Polonia, Checoslovaquia, Austria (dentro de los europeos)”. Y expresan los mismos catedráticos su opinión sobre las reformas sucesivas sufridas por la Carta Magna de su patria así: “La confrontación de un texto del primer tercio del siglo IX, de otro del primer tercio del siglo XX, y de otro del tercer tercio de este último, es en realidad elocuente. Cada uno de esos textos tuvo una filosofía política. Pero a través de todos ellos, el hombre y su derecho han sido la meta del texto constitucional. La protección de la condición humana a través de los derechos del trabajo, de la propiedad y de las relaciones entre el Poder Público y la libertad individual, constituyen las principales directivas de esa marcha. El país no ha torcido su rumbo... Cada Constitución ha venido a ser, así una superposición sobre la anterior. No hay rupturas entre una y otra, lo conquistado se consolida y se perfecciona técnicamente. Y si alguna vez la perfección técnica no satisface nuestras actuales exigencias, debemos reconocer que en ningún momento tales deficiencias han llegado a torcer la vieja y saludable filosofía de la primera Constitución. Es que el destino de un pueblo no se hace escribiendo un texto: se hace viviéndolo, respetándolo, admitiéndolo de buena fe como común entendimiento para hacer a los hombres más dignos y felices”.
Este párrafo, es quizá la mejor justificación y defensa que podemos traer aquí para la labor de la Comisión Redactora. Porque según lo he tratado de explicar yo, y lo han hecho ya otros compañeros, nuestro proyecto sólo es una superposición, sobre el texto del 71. Así pues, el examen, de la historia de otros países del continente, no produce un argumento definitivo, en cuanto a la manera de reformar las constituciones. No hay en esto normas fijas; es la realidad social de cada país, la que se impone; es su historia; los anhelos de su pueblo. Pero si se persiste en darnos ejemplos, debemos recordar una y otra vez el de la República del Uruguay, que nos dice cómo una nación ordenada y civilizada de América, sin padecer una revolución, sin verse conmovida por movimientos políticos determinantes, procedió en años recientes a promulgar una nueva Constitución, abierta a todo lo moderno, tomando como base los textos más nuevos de América y Europa, aunque claro, conservando la base fundamental de sus constituciones anteriores.
Se ha abierto paso a esta Asamblea, el argumento de que las fallas de un régimen, no hay que atribuirlas a los textos constitucionales, sino únicamente a los hombres. Yo digo que ello es cierto, pero no en forma absoluta; porque si lo fuera, entonces lo que habría que hacer sería abandonar todo intento de mejorar las leyes y las instituciones, y confiar en que sean los mejores hombres los que vengan a regir los destinos del país. Se sostiene, concretamente, que las faltas del régimen anterior, no fueron de la Constitución del 71, sino de los hombres que, estando en el poder, no supieron regir al país, de acuerdo con la ética y la responsabilidad y ello es en gran parte cierto, pero yo creo que es también absurdo despojar de toda influencia a las instituciones, porque ello sería una invitación al anarquismo, porque algo pueden las normas para detener a los hombres y fuera de eso, mucho pueden las normas en el sentido de crear hábitos y actitudes entre los hombres. Tal vez el efecto normativo de las leyes se hace más evidente, por lo menos tratándose de las leyes fundamentales de las constituciones, por su sentido educativo como por su sentido represivo. Se dice que las fallas no fueron de la Constitución del 71, sino de los hombres que las violaron, y ello es obvio en tanto en cuanto, la acción corresponde a la voluntad humana: que con buenos hombres el país vivió bien, y con malos, vivió mal, en ambos casos bajo lo preceptos de la Constitución de 1871. Es cierto. ¿Pero cuál debe ser la conclusión? ¿La absoluta de que las leyes no importan y que es ocioso discutir nuevas constituciones, y lo más prudente es retirarnos a nuestras casas, confiando en que de ahora en adelante hombres buenos serán los que manejen la cosa pública? No, las conclusiones, a mi juicio, han de ser éstas: que la Constitución Política no ha contado hasta ahora en Costa Rica como fuerza rectora real y efectiva, sino que ha sido cosa secundaria; que ha faltado hasta ahora plena conciencia constitucional; que ha predominado el personalismo; y que si se tratara de narrar la historia de nuestra democracia, habría que hacerlo en términos sociales o psicológicos, pero en todo caso extra-constitucionales. Por lo tanto, lo que urge es reparar esa falla peligrosa de nuestra realidad nacional y promulgar una Constitución que fuerce en el país la existencia de una fuerte conciencia constitucional, limitando y racionalizando al personalismo ambiente, institucionalizando la acción pública, procurando terminar con la politiquería. La Constitución de 1871 sirvió para que el personalismo natural del costarricense se desenvolviera y predominara sobre todo, o por lo menos no sirvió para ponerle coto. La Constitución del 71 permitió la existencia de un Ejecutivo hipertrofiado y omni-decisivo, con mando sobre los empleados públicos, las finanzas, los Ministros, el Congreso, el proceso electoral, la Corte, las Municipalidades, los Designados a la Presidencia, etc., La influencia oficial se hizo determinante, el clima politiquero, permanente; se fue formando una fauna de políticos profesionales que expulsaron de la escena nacional a los verdaderos valores. Todo esto fue un proceso largo, que se fue acentuando poco a poco hasta llegar a Calderón. Porque debe recordarse esto: Calderón no tomó el poder por la fuerza: llegó a él por arte de la politiquería y del personalismo político, con el voto de 93.000 costarricenses, también cogidos por el veneno de la ausencia de institucionalización en el país.
Un gran corazón, fue el lema calderonista, y con ese lema pueril y peligroso se enseñoreó en el poder. Cuando un pueblo elige Presidente a un hombre sin ideas, sin récord de estadista, sin planes, cuando lo elige sólo porque se le reconoce que “es muy bueno”, algo debe andar mal en ese país; algo debe estar descompuesto; alguna falla grave debe estar carcomiendo la estructura de la nacionalidad. Pues bien, a mi juicio, esa falla que hizo posible, como remate, que Calderón, alcanzara el poder sin tener ningún mérito ni ningún título para ello, la ahondó, la agravó, la hizo posible en el campo de las instituciones, la Constitución de 1871. Entiéndaseme bien: no estoy afirmando que ella produjo el personalismo; el personalismo es una floración costarricense y quien estudie nuestra historia se dará cuenta de cuán arraigado está en el espíritu nacional. No; lo que digo es que el texto del 71 le abrió amplios caminos al personalismo, le abrió los caminos de la política y del Estado, e hizo posible el fenómeno que llamaré el “presidencialismo”, sea la hipertrofia del Ejecutivo, el crecimiento desmesurado de las facultades y de la interferencia del Presidente en todo para todo. Conste que tampoco estoy propugnando minusvalorar la importancia del Presidente para nuestros países latinoamericanos; en estos países un Presidente fuerte y con autoridad es una necesidad; pero de eso a un Presidente “presidencialista” estilo Presidente Constitución 1871 hay una gran distancia. Ustedes, señores Diputados, comprenden bien qué es lo que quiero decir. Por tanto, en mi opinión, es necesario establecer una armazón jurídica nueva que, en lo posible, subvierta la posición política hasta ahora existente, ponga a los hombres bajo las instituciones, haga más conscientes a los ciudadanos, más racional la acción política, más concreta y menos formal la intervención del pueblo en la cosa pública. Veremos más adelante como nuestro proyecto ofrece una contestación a esos problemas y una solución a esas fallas. ¿Que él no es perfecto, que habrá mucho que arreglarle? Es claro, y para eso estamos aquí, para oír las sugerencias de todos ustedes, y para acoger las modificaciones interesantes que propongan. Pero no desechemos el proyecto como base de discusión, porque él ha sido planeado en todos sus detalles, como una fórmula contra el personalismo politiquero y el presidencialismo, y dentro de su esqueleto, cambiando lo que haya que cambiar, podría estructurarse el país en forma mucho más conveniente a como lo hace la Carta del 71.
Y entro ahora al examen general del proyecto de 1949, como se le viene llamando. Primero al examen formal del mismo, al aspecto de su estructura y ordenamiento. Se le ha tachado de tener muchos artículos. Mala tacha. Tacha pueril. El propio Licenciado don Luis Demetrio Tinoco, haciéndola, ha llegado a esta conclusión que leo de uno de sus artículos periodísticos. “Ya se ve que el estudio del Derecho Constitucional Comparado no permite precisar la extensión que debe tener una Carta Fundamental y ni siquiera las materias a que ella debe limitarse”. En efecto, las Constituciones en vigencia en Uruguay, Cuba y Nicaragua tienen mayor número de artículos que nuestro proyecto, y no son pocos los textos americanos que pasan de los doscientos y de los doscientos cincuenta artículos. A más de ello, el problema aritmético o cuantitativo del proyecto se arreglaría muy fácilmente, si la tacha fuera en realidad importante, fusionando dos o más artículos en uno solo. Digo esto porque recuerdo el caso de la Constitución mexicana, que no tiene un número muy elevado de artículos, pero que tiene algunos que podrían descomponerse, sin exageración en cuarenta o cincuenta del tamaño de los artículos del proyecto. Por ejemplo, el artículo 27, relativo a la propiedad, en que se tratan al detalle todos los aspectos del problema agrario y ejidal de México. Pero cité al Licenciado Tinoco, y deseo leer otro párrafo de sus columnas, aquel en que enjuicia nuestro proyecto como un todo. Dice el Licenciado Tinoco: “Antes he de manifestar, conforme a la sana regla de derecho parlamentario que pide primero un pronunciamiento sobre la totalidad del proyecto que luego ha de ser discutido en detalle, que el formulado por la Comisión Redactora que acaba de perder a uno de sus más destacados miembros, tiene que satisfacer, sin perjuicio de las críticas y salvedades que se le hagan, a quienes hemos venido exponiendo año tras año, en la cátedra y en la prensa, la necesidad de incorporar en nuestra Carta Magna una serie de disposiciones que han hallado acogida en el proyecto actual y que contribuirán sin duda alguna a corregir defectos de nuestro sistema perfeccionando las instituciones patrias”. Lo leo porque me interesa dejar claro que nuestro proyecto no es un proyecto sectario o partidarista, o dictado por vencedores, sino que también rima con lo que el país necesita y pide que hasta los más dirigentes o amigos del régimen caído, como el señor Tinoco, se pronuncian por él y reconocen en el mismo, tesis ya de largo discutidas y admitidas como necesarias para la Constitución del país. También en el aspecto formal se le hace al proyecto el reparo de ser reglamentista o detallista, de incorporar demasiadas materias. A ello debo responder dando las razones que nos movieron a incurrir en el pecado, si pecado puede llamársele. En primer lugar, el costarricense de 1949 tiene desconfianza del Gobierno, del Gobierno como entidad, y ello es natural consecuencia de los ocho años últimos en que los Gobiernos de Calderón y de Picado echaron mano a todo para estrujar al pueblo y desconocerle sus derechos. La Comisión Redactora tuvo a toda hora presente la imagen de Calderón, el hombre que pudo ejercer la dictadura por ocho años conservando la apariencia de la legalidad; y la Comisión quiso entonces para emplear una frase popular, “cerrar portillos”, no dejar ningún resquicio por el cual pudiera colarse el abuso, la corruptela, la leguleyada. Eso en el aspecto político, que en los aspectos económicos, social y cultural, lo que la Comisión hizo fue seguir la tendencia moderna a incluir en la Constituciones todo lo que la comunidad respectiva le interese asegurar como cosa fundamental. A este respecto deseo recordar esta frase del Profesor Oscar Frerking Salas sobre la última Constitución boliviana. Dice: “Fue la Convención de 1939 la que se atrevió a dar un paso ciertamente fundamental, al introducir modificaciones sustanciales en la Carta Política del país, recogiendo el nuevo sentido que se había venido plasmando muy particularmente en el orden económico y social, con extensión a la órbita de la familia y del campesino. Ha sido, con seguridad, la primera modificación de importancia social que ha experimentado nuestra Carta desde la iniciación de la vida republicana, y que, aunque discutida en varios o muchos de sus alcances, no por eso ha dejado de surtir efectivos resultados. Con la incorporación de un extenso capítulo o sección relativo al Régimen Social, casi sin precedentes en nuestra historia constitucional, lo mismo que sobre el régimen económico y financiero, aunque en este aspecto ha sido menos novedosa, amén del régimen familiar y del campesinado, e inclusive de un régimen cultural, se ha demostrado también la evidencia de ese proceso que algunos han denominado constitucionalismo social, que hace de las cartas políticas de los Estados modernos, ya no meros documentos de esa estricta índole y de valor muy general, sino actos de expreso y concreto sentimiento colectivo sobre los problemas que en forma más inmediata y próxima afectan la sensibilidad y el interés públicos”. Eso es lo que nosotros hemos hecho: seguir la corriente del constitucionalismo social que, en todo caso, no es sino la expresión de las Constituciones de un nuevo tipo de Estado, el Estado que se interesa por los problemas generales del ciudadano y no sólo por su problema político frente al Gobierno. En los Estados Unidos, el “constitucionalismo social” se halla en las resoluciones de la Carta Suprema de Justicia abierta y renovada, que admiten nuevas y nuevas leyes de mejoramiento económico y social para el hombre medio. En nuestros países, que no emplean ni pueden emplear el sistema interpretativo para reformar y ampliar la Constitución, hay que incorporar dentro de ella toda esa palpitación del mundo moderno. Refuerzo lo dicho con la siguiente cita del Profesor Cesarino Junior, de la Universidad de São Paulo, sobre la Constitución del Brasil de 1946: “La Constitución Federal, promulgada por la Asamblea Nacional Constituyente el dieciocho de setiembre de 1946, representa la característica de... no ser una Constitución meramente política, donde sólo se establece la estructura del Estado y se definen los derechos y garantías individuales, sino de tener en cuenta el imperativo del siglo, que es la consideración, en igualdad de condiciones, por los documentos constitucionales, de los problemas políticos, sociales y económicos”. Creo que con esto, y con el ejemplo de todas las Constituciones emitidas últimamente en América y Europa, algunas de las cuales pongo a la disposición de los señores Diputados que deseen consultarlas, el argumento del reglamentismo, del exceso de materia, se cae por su propio peso. El Diputado señor Esquivel se permitió reprocharle al proyecto, también en el campo de su forma el que adolecía de falta de método, pues que en algunos casos remitía a la ley la forma en que una institución o un principio debía ser organizado, en tanto que en otros descendía a todos los detalles del caso, excluyendo casi totalmente el trabajo de la ley. Yo debo decir que el señor Esquivel se equivoca en su juicio, y se equivoca porque si se estudia con detenimiento el proyecto se notará que, lejos de proceder sin método, él procede rigurosa, metódicamente, al dejar a la ley ciertas reglamentaciones en algunos casos, y al reservarse la propia Constitución esas reglamentaciones en otros casos. Lo primero lo hace cuando el asunto tiene importancia relativa o secundaria; lo segundo cuando se trata de organismos, principios o instituciones que por su importancia, el proyecto no desea permitir la posibilidad de que la ley venga a desnaturalizarlos o adulterarlos al momento de proceder a su reglamentación, y para evitarlo, el proyecto, directamente, desciende a precisar los detalles dentro de los cuales ha de trabajar la ley, cerrando así el camino para que los Congresos movidos por razones políticas de la hora, socaven los principios fundamentales de la Constitución. [Nota: el Representante Facio se refiere a la numeración de la propuesta de la Comisión Redactora, cuya numeración difiere del Proyecto remitido por la Junta] Nótese en efecto, como el proyecto, mientras deja a la ley la reglamentación de principios de orden secundario, no se los deja en los siguientes casos, por cuya importancia no es necesario desear: artículo 36, casos de restricción a la libertad personal. ¿Cómo dejar que la ley determine esos casos? Artículo 41, casos de retroactividad de la ley. ¿Cómo permitir que los Congresos vengan a decidir materia tan delicada y expuesta a peligros? Artículo 67, facultades del Estado en ejercicio de su dominio eminente sobre todas las cosas existentes en el territorio de la República. En esta materia, muchas Constituciones refieren el asunto a la ley; hablan de que se impondrá limitaciones a la propiedad, por ejemplo, de acuerdo con la ley. Nosotros creímos que eso era muy riesgoso, y preferimos cometer el pecado de reglamentismo, si es que es un pecado, antes que dejar abierta la puerta para leyes casuísticas y oportunistas que podrían atentar contra la propiedad privada. Artículo 69, regulación de los bienes del Estado; artículo 83, fines de la educación nacional; artículo 98, derechos del trabajador. En este punto concreto, dijo el señor Esquivel que esos derechos debían ser para un Código de Trabajo. No lo creo yo así, porque, ¿si el Congreso decide negar esos derechos en el Código de Trabajo, o no dar Código de Trabajo alguno?. Quizás en esto, más que en cualquier otro caso, era imprescindible descender al detalle. Artículo 120, principios que deben regir el sufragio. No vale la pena argumentar sobre la necesidad de esa explicación. Artículo 131, funciones del Tribunal de Elecciones. ¿Podría dejarse esas funciones al buen juicio del Congresos dominados por partidos interesados directamente en unas elecciones próximas? Artículo 139, casos de restricción a la suspensión de los derechos constitucionales; artículo 162, funciones específicas de la Corte en cuanto a funcionarios de los otros poderes; artículo 223, casos de incapacidad para ejercer la Presidencia o las Vicepresidencias; artículo 262, principios del servicio civil. Demuestro, así, que es errada la crítica del Licenciado Esquivel. También sobre la forma de la Constitución, se sirvió el Diputado Profesor González Flores citarnos a un autor norteamericano que señala cuáles deben ser las condiciones de toda carta política. Ellas son: claridad, comprensión, brevedad, flexibilidad, de carácter didáctico, adecuación a las necesidades nacionales. Al respecto he de decir que nuestro proyecto tiene, en general, esas condiciones. Es claro o, por lo menos, más clara que la Carta del 71, que peca en no pocos casos de vaga o de confusa, es comprensiva, ya que comprende cuanto a Costa Rica le interesa asegurar Constitucionalmente; es flexible, y lo he de demostrar concretamente más adelante, señalando que el proyecto abre el campo para diversas tendencias y filosofías de gobierno: es didáctica o, por lo menos, lo es más que la Carta del 71, ya que contiene mejor ordenadas y clasificadas sus materias; y es adecuada a las necesidades nacionales y porque lo es, no es breve- única condición de las señaladas por el tratadista norteamericano que el proyecto no contiene- ya que la brevedad puede ser condición para cartas constitucionales de países que, como los Estados Unidos, para los cuales escribe el tratadista citado, tienen el régimen interpretativo, el sistema de las reformas invisibles, pero no para países como el nuestro, de tradición latina, romanistas, en que la letra lo es todo, o casi todo, y en los que, en consecuencia, el tamaño del texto debe serlo tanto cuanto convenga para dejar dicho todo lo que debe decirse en una Constitución. Creo, así haber defendido los ataques que se le han hecho al proyecto del 49 en su aspecto de forma. Y vamos ahora al aspecto de fondo. Tanto el dictamen de mayoría que recomienda desecharlo como base de discusión, como columnas publicadas por varios de los señores Diputados, se empeñan en afirmar que el proyecto contiene “teorías extremistas”, “ensayismos”, “transformaciones violentas”, “injertos exóticos”, “principios no experimentados”, “teorías que aun son ensayos”, y demás cosas por el estilo, con lo que se pretende darle un carácter fantasioso, teórico, radical al proyecto. Sin embargo, ni el dictamen de mayoría ni los señores Diputados que lo han acuerpado aquí o en la prensa, han hecho lo que lógicamente han debido hacer: señalar concretamente cuáles son los exotismos, los ensayismos o los extremismos; fundamentar su dicho condenatorio. No lo han hecho, se han ceñido a imponer su tacha recriminatoria sin darse el trabajo de justificarla con casos concretos, con ejemplos específicos. De modo que mi labor ahora tiene que ser, no la de reaccionar contra tal caso concreto acusado, sino contra una acusación no fundamentada, y por eso trataré de hacer una presentación y una defensa generales, por materias, del proyecto, procurando complacer a algunos compañeros que, medio en serio y medio en broma, me han mandado decir que por favor no repita una vez más lo que ya han dicho los compañeros que ya han hablado en favor de la Carta del 49. Indudablemente, la mayor innovación que contiene nuestro proyecto es la que introduce o trata de introducir la institucionalización en el país, como una reacción saludable, y muchas veces demandada por la República, contra el personalismo, la politiquería, el presidencialismo y la hipertrofia del Ejecutivo a los que ya me referí antes como vicios hechos posibles o estimulados por la Carta de 1871. El proyecto busca poner a las instituciones de primeras, y al temperamento personal de segundo; y para ello acude a una serie de expedientes ninguno de los cuales implica extremismo o violencia o exotismos, sino todos y cada uno de ellos. Ideas que se han discutido en el país, y que, a nuestro juicio corresponden a una necesidad nacional evidente. Voy a ir señalando algunos de los artículos que buscan establecer la institucionalización.
En primer lugar, el sétimo, que la establece como principio al decir que “el Gobierno de la República es popular, representativo, alternativo, responsable, institucional y sujeto a la primacía de la ley”. Luego el artículo 122, que establece el pago de la deuda política por el Estado a favor de todos los partidos militantes, y prohíbe el cobro de la misma mediante deducciones en los sueldos de los empleados públicos. Con esto se consigue, no sólo terminar con la corruptela que pone al servidor público al arbitrio del partido victorioso, sino también dotar de medios materiales a todos los partidos, al menos en parte, para que concurran al torneo electoral. Esta es una tendencia de la democracia moderna: no sólo declarar los derechos, sino posibilitar su ejercicio en forma material. Institucionalizar el pago de la deuda política como una obligación para con todos los partidos, es un gran paso adelante en el camino de terminar con los abusos de nuestra politiquería tradicional. Al respecto recuerdo que el Licenciado Eladio Trejos, como miembro de la fracción parlamentaria de la oposición, propuso en años recientes una ley inspirada en parecidos propósitos.
Artículos 127 a 134, que crean el Tribunal Supremo de Elecciones y le confían, con autoridad y dignidad suficientes, todo lo relativo al proceso electoral, sacándolo de las manos del Presidente de la República. Cuando se habla de lo revolucionario de nuestro proyecto, sin explicar por qué, pienso que no hay nada más revolucionario en él, pero por otro lado nada en que el país entero pueda estar tan de acuerdo después de lo que pasó en este recinto el primero de marzo de 1948, que los artículos 131, incisos 9) y 11) y 132 del proyecto que dejan a cargo del Tribunal Electoral no sólo el escrutinio de los sufragios, sino “la declaratoria definida de la elección de los funcionarios”, Presidente, Vicepresidentes, Diputados y Munícipes, y que declaran que “las resoluciones del Tribunal Supremo de Elecciones no tienen ningún recurso”. Al menos yo, no conozco ninguna Constitución americana o europea donde se disponga tal caso, e incluso en aquellos casos en que se crea un Tribunal Electoral, siempre se deja en manos del Congreso, como era entre nosotros al tenor de la Carta de 1871, la declaratoria definitiva de las elecciones populares. Yo sé que nuestra solución no es ortodoxa, que no se conforma con la doctrina clásica en cuanto a relación de los Poderes Públicos y en cuanto a juzgamientos de las elecciones por algún cuerpo derivado a su vez de elecciones; pero yo estoy seguro que hemos interpretado bien las aspiraciones nacionales cuando hemos innovado en la forma dicha, y puesto la resolución de los procesos electorales en manos de un augusto tribunal superior que juzga en única instancia de ellos. Cuando estudiábamos estos puntos en la Comisión Redactora, alguien decía que, qué pasaría si el Tribunal fallaba mal, por pasión, por partidarismo, no teniendo sus resoluciones recurso alguno, y la respuesta era la de que en ese caso habría que hacer una nueva revolución. Pero, más en serio pensábamos que no se corre ese peligro, pues el Tribunal, por su origen, su organización y sus finalidades, no tendrá nunca la tentación ni tampoco los medios materiales para forzar un fallo injusto o permitir un fraude electoral. Yo creo que la solución es buena, en alto grado institucionalizadora. Quitándole al Presidente el proceso electoral de sus manos, reducimos en mucho el personalismo politiquero y el presidencialismo; y por otro lado, le dejamos al Presidente mucho tiempo libre para gobernar, para gobernar en el exacto sentido de la palabra. Cuando se discutía en la Comisión si el plazo presidencial debía ser de cuatro o de seis años, yo justifiqué mi voto favorable al período cuatrienal, diciendo que ya sin el proceso electoral entre sus manos, el Presidente ganaría tal vez el 75% del tiempo con que hasta ahora efectivamente ha contado para resolver los grandes problemas del Estado.
Artículo 143, recurso de amparo. Al ampliar en esa forma el recurso de hábeas corpus, a la vez que ampliamos en la forma notable la posibilidad de defensa del individuo frente a los abusos del poder público, reducimos en la misma proporción las posibilidades que el temperamento y el personalismo decidan las cosas políticas en Costa Rica. Lo mismo digo del artículo 145, que establece el juicio contencioso-administrativo “para revisar los actos, resoluciones, órdenes, disposiciones emanadas del Poder Ejecutivo, de las municipalidades o de las instituciones autónomas, en ejercicio de sus funciones o con pretexto de ejercerlas”. Esto sí que es una amenaza contra el funcionario atrabiliario, contra el pequeño dictador que a menudo se desarrollan en ciertos burócratas.
Artículo 157, inamovilidad de los Magistrados. Lo suficiente han dicho ya mis compañeros de tesis en este recinto sobre la conquista que eso significa, para volver yo sobre el punto. Artículo 162, pone en manos de la Corte Suprema de Justicia las resoluciones hasta ahora en manos del Congreso, son responsabilidades, renuncias, etc., de los altos funcionarios de los otros poderes. Se elimina así la inspiración política en esas resoluciones, al permitir que las ejerza el tribunal máximo de la República.
Artículo 166, no reelección de Diputados. Esta es una aspiración nacional, porque bien sabemos lo que han hecho y cómo se han reelecto algunos señores que han pasado veinte años o veinticuatro años sentados en el Congreso; porque creemos que así se destruyen las clientelas electorales y, en gran parte, el servilismo del Diputado frente al Presidente de la República. Artículo 186, posibilidad de tumbar a los Ministros por un voto de censura, limitado y condicionado desde luego tanto en cuanto al tiempo como en cuanto a los motivos, de la Asamblea Legislativa. Es un injerto de parlamentarismo en nuestro régimen, que sigue siendo presidencialista. Esta Asamblea dirá a su hora si le parece bueno o no ensayar el sistema; lo cierto es que con él se podría conseguir deshacerse de muchos Ministros que se divorcian de la opinión pública, y que se amparan a la amistad o a la debilidad del Presidente de la República, que muchas veces no sabe ni como deshacerse de ellos.
Artículos 200 a 214, sobre régimen presupuestario y de contraloría general financiera. Si esto pasa, esto significaría quitarle al Presidente o, mejor dicho, racionalizar la actuación financiera del Ejecutivo. No se trata de nada nuevo: desde 1924 teníamos ya en la Carta del 71, el mal llamado Centro de Control, pero ahora incorporamos la tesis de contralor del presupuesto y de las finanzas públicas en forma integral a la Constitución. A propósito he de afirmar que, contrariamente a lo dicho aquí por el Licenciado Jiménez Ortiz, la Comisión sí se basó para confeccionar estos capítulos, tanto en el reporte del señor Ketich, el técnico americano traído aquí por Calderón, como en el ante-proyecto elaborado por altos funcionarios del Banco Nacional de Costa Rica y abogados especializados en la materia, y finalmente en las propias leyes orgánicas de Presupuesto Nº 199 de 6 de setiembre de 1945, y Orgánica del Centro de Control Nº 200 de la misma fecha, que entiendo fueron emitidas con base en el reporte de los señores ex-Ministros de Hacienda de la República, reporte que sí es cierto no tuvimos a la vista. Si captamos la cosa mal o bien, lo dirá esta Asamblea; nosotros, lo digo una vez más, no pretendemos haber hecho una obra perfecta ni mucho menos, pero tampoco podemos admitir se nos diga que hemos procedido inconsultamente.
Artículo 218, Vicepresidentes de elección popular. Las ventajas institucionalizadoras de este sistema sobre nuestro politiquero, familiar y desprestigiado sistema de Designados a la Presidencia de la República, creo que es cosa que no necesita ser argumentada.
Artículos 246 a 248, Consejo de Gobierno. Pero Consejo de Gobierno con facultades reales, con responsabilidades propias, para racionalizar aún más la acción del Presidente de la República.
Artículos 241 a 244, responsabilidades concretas, completas, delineadas, del Presidente, los Ministros y el Consejo de Gobierno.
Artículos 266 a 272, sobre Servicio Civil. Este es el remate de todo lo dicho. Si el funcionario, de carne de elecciones, pasa a ser un técnico bien garantizado, si se termina con el sistema politiquero de las recomendaciones y las presiones, cuánto habrá ganado en eficiencia la Administración, y cuántas dificultades se habrá quitado de encima el Presidente. Con esto, el Presidente ganará otro buen porcentaje de tiempo y de tranquilidad para dedicarse a hacer gobierno, gobierno de verdad.
Artículos 260 a 267, sobre instituciones autónomas, llamadas a quitar de manos de la política diaria las funciones económicas serias del Estado, a independizarlas del ciclo político presidencialista, a garantizarles estabilidad y técnica, independencia y prestigio. Esto no es nada nuevo entre nosotros: tenemos ya la experiencia del Banco de Seguros, del Nacional, del Seguro Social, pero creímos conveniente afianzar y extender esos principios y llevarlos a la carta constitucional para que en el futuro se consolide esa tendencia y nada pueda atentar contra ella. Estas son, más o menos, las normas que tienden a buscar la institucionalización de nuestra República: discútaselas con razones y argumentos, pero no se diga de ninguna de ellas que es ensayismo, radicalismo, o fantasía, porque no se ha demostrado todavía que lo sean. Otro de los aspectos revolucionarios del proyecto, y al que sin embargo sus enemigos no se han referido, no obstante que implica también un cambio importante para nuestras instituciones, es lo que yo llamo el régimen de la legislación extraordinaria. Su origen es el problema del conflicto entre la democracia y la técnica, que debe resolverse de algún modo para que la democracia sea eficaz y para que la técnica no sofoque las libertades públicas. Más concretamente: mucho se ha pensado, aquí y fuera de aquí, en imponerle ciertas condiciones a la Asamblea Legislativa, para que, por razones políticas o bien actuando sin criterio en el ejercicio de sus atribuciones, no comprometan determinadas realizaciones técnicas, no interfieran en la solución de problemas especializados que no pueden ser objeto de discusión ni de resolución acertada en el seno de una Asamblea fundamental política. Se ha hablado de crear un Congreso Económico o un Senado Funcional, al lado del Congreso Político, el cual se encargaría de estudiar y resolver los problemas técnicos de la economía, el trabajo, la cultura, etc. Pero teórica y prácticamente se presentan a esa tesis una serie de problemas irresolubles: qué materias corresponden a uno, y otro cuerpo, cuál es el decisivo; puede rever uno lo que ha hecho el otro; y fundamentalmente, cómo se elegiría el Congreso Económico: por profesiones, actividades y funciones dándole igual representación al capital y al trabajo; por técnicos especialistas. Además, la experiencia alemana y francesa nos dice que éstos no trabajan bien, y si hemos visto trabajando bien las corporaciones en la Italia fascista, ha sido sencillamente porque en las dictaduras todo parece trabajar muy bien, porque lo que trabaja mal se esconde o se liquida. Desechada la idea de un Congreso gemelo encargado de cuestiones técnicas, la Comisión Redactora optó por el camino de dejar sólo, como representación popular, el tradicional Congreso Legislativo, pero ideó el régimen de la legislación extraordinaria como medio de imponerle a ese Congreso ciertas limitaciones en cuanto se trate de materias técnicas para cuya dirección existan organizados determinados organismos del Estado. La ley extraordinaria, según el artículo 199 del proyecto, es aquella que necesita ser aprobada por votación no menor de los dos tercios del total de los miembros de la Asamblea legislativa. Pues bien, en todos aquellos casos en que se presente a la Asamblea un proyecto de ley sobre materia encomendada a algún organismo especializado del Estado: bancos, universidad, contraloría, etc., debe procederse en la forma que lo dispone el artículo 265, que dice textualmente: “No podrá discutirse en la Asamblea Legislativa ningún proyecto de ley relativo a materias encomendadas a una institución autónoma, o que tengan relación directa con ellas, sin que la respectiva institución haya rendido un dictamen al respecto, y éste se haya leído en la Asamblea y publicado en el Diario Oficial. Para estos efectos, la Asamblea deberá enviar copia del proyecto a las instituciones de que se trate, y concederle no menos de ocho días de término para pronunciarse sobre él. Si el informe fuere favorable, así como si no se hubiere presentado ninguno al vencerse el término, la Asamblea podrá aprobar el proyecto por simple mayoría. Si el dictamen fuere negativo, se requerirá una ley extraordinaria para aprobar el proyecto”. Está claro el asunto: se les concede un mayor peso específico, como si dijéramos, a la opinión de los organismos especializados en la materia técnica de que se trate, que el concedido sobre la misma materia al Congreso, de tal modo que, a menos que la opinión del organismo respectivo sea favorable al proyecto de ley, éste no podrá convertirse en ley sino a condición de que dos tercios de los votos de los Diputados la hagan tal. La base del sistema es éste: se presume que la opinión del organismo especializado es la correcta; luego, ella ha de imponerse. Sin embargo, si la opinión es evidentemente equivocada o caprichosa, no faltarán la mayoría de dos terceras partes del Congreso necesaria para imponerse a ella y convertir en ley el proyecto desautorizado por el organismo. Con este sistema, maniobras políticas para atentar contra una institución del Estado se obstaculizan mucho. Se da un peso específico mayor a la opinión técnica, pero, en último término, es la representación popular la que se impone, si consigue el mínimo requerido para imponerse. La norma la vemos aplicada también a la Universidad de Costa Rica, artículo 94; al Tribunal Supremo de Elecciones, artículo 125, en este caso más por razones de seguridad política, aunque también por razones de orden técnico; a la Corte Suprema de Justicia, artículo 161: a la Contraloría General de la República, artículo 204 para el caso de creación de nuevos ingresos fiscales propuestos por los Diputados fuera del proyecto de Presupuesto enviado por el Ejecutivo; a la banca central, artículo 207, tratándose a la contratación de empréstitos; a la Junta de Servicio Civil, artículo 270; y en forma general, según lo hemos leído, a las instituciones autónomas del Estado, tratándose de todas las materias a ellas encomendadas. Y entro ahora al régimen de la propiedad, uno de los que más alarmas, sin ninguna justificación a mi juicio, ha producido en el ánimo de ciertos sectores conservadores del país y de la Asamblea. Al respecto, he de afirmar lo siguiente: en nuestro proyecto, como es natural en un proyecto hecho por costarricenses para costarricenses, la propiedad privada es la regla, las limitaciones o la eliminación de la misma, la excepción. Según el artículo 54, “la República reconoce y garantiza la propiedad privada”, con este agregado: “sin perjuicio del dominio eminente del Estado sobre todos los bienes existentes en el territorio nacional”. Sobre este agregado nada podría añadir a la brillante explicación hecha por el compañero Licenciado Volio Sancho, quien estoy seguro dejó en el ánimo de todos los señores Diputados la impresión justa de que lo del dominio eminente del Estado, lejos de ser algo que deba asustar, algo exótico, algo extremista, es un concepto aceptado por todos los países occidentales, incluyendo a los Estados Unidos, como necesario, teórica y prácticamente, para explicar y justificar ciertos actos necesarios en la vida de todo Gobierno, como por ejemplo, el cobro de impuestos, que no tendría base ninguna y sería una confiscación, un robo, si no entendiéramos todas las cosas como lo dice el proyecto, es decir, si no entendiéramos todos que el Estado, como organismo político de la comunidad, posee ciertos derechos potenciales, eminentes, sobre todos los bienes situados en el territorio de que se trate. Pero sería, quizás, peligroso el concepto, o más que peligroso, susceptible de ajustar, el concepto, si el artículo 67 [Nota: en este caso se refiere al Proyecto de la Junta] no viniera en forma concreta y expresa a decir cuáles son las facultades que de manera exclusiva, de manera exclusiva, óigase bien, tiene el Estado sobre la base de su dominio eminente sobre la propiedad privada.