13 de febrero de 1944
«Cuando en la noche del 13 de febrero, Francia sintió los dolores de su quinto alumbramiento, ambos esposos rogamos a los hados que no naciera el hijo de nuestro amor en la efeméride del odio. El cielo nos oyó y nació Federico en la madrugada del 14, día de San Valentín, fiesta de los enamorados.
Nuestra preocupación tenía su fundamento. El 13 de febrero es la fecha siniestra de la política costarricense. El recordatorio no debe servir, empero, para atizar los rescoldos del odio que el tiempo va extinguiendo, sino para prevenir –como la calavera en la botella de veneno– a los desaforados contra las consecuencias de sus criminales atropellos. Los costarricenses, sin olvidar el agravio, no debemos escalfar nuestras almas en la noción ardiente del rencor, sino refrescarlas con el pensamiento de que la noche lúgubre del 13, hito de horror, sigue la aurora del 14 de febrero, festival del amor, de la reconciliación y la fecundidad«.
Alberto Martén Chavarría
Llano Grande
Por Luis Manuel Villanueva
El pueblo de Llano Grande es, al norte, el más distante de la ciudad de Cartago. Por la carretera pavimentada hay que zigzaguear los cerros casi hasta las propias faldas del coloso Irazú. El pueblo, propiamente, está situado en un lugar que ni es llano ni es grande. Es «llano» por la sinceridad y buena fe de sus moradores y «grande» por su civismo. El nombre, es, pues, una derivación profética de sus antepasados, de aquellos que entraron de primeros a voltear la montaña y a sembrar los prados. Tiene, aproximadamente, unas cien casitas diseminadas a lo largo de la calle principal en un trecho de unas seiscientas varas. Cuenta con una magnífica plaza, con una pequeña pero bonita escuela y la iglesita es de sencilla y humilde construcción. La iglesita es un símbolo, porque allí, a la altura del poblado, pareciera que el cielo se uniera a la tierra por el angosto lazo blanco de una nube y, quien entra al lugar de los héroes, lo hace ya con la cabeza descubierta porque el cielo azul es allí como la cúpula de una gran iglesia en donde dos cosas se veneran: La imagen de Dios y el Alma de la Patria.
El exagente de policia
En el gobierno del doctor Calderón Guardia ocupó la Agencia de Policía Abilio Aguilar, pero el pueblo de Llano Grande nada tiene que resentir de las actuaciones de Abilio porque siempre fue correcto. Es moreno, grueso, alto. Diríase un roble joven al pie de la montaña. Franco, resuelto, tal es su carácter. Su voz, a veces entrepausada, trasluce la indignación vivida en las aciagas horas de ese día. Quizás por su ira a veces calla… Y continúa a poco su interesante narración. Cuando ésta termina hay como un rodar de maldiciones entre los presentes absortos y hay también el silencio que caracteriza la escena, como un ligero recordar de las caras criminalescas que detentaron, serenamente, sin escrúpulos, las libertades públicas. Y allí, donde cayeron exánimes Alberto Guzmán y Mercedes Rivera, allí nos hablan de lo mismo Rafael Quirós, Rafael Carvajal, Tista Sanabria, Lito Monge, Germán Barquero y Virginia Chacón. La tarde es clara. El sitio sagrado. A pesar de todo lo que se rememora, se habla con mesura y respeto. Ya hemos dicho que pareciera estarse dentro de una gran iglesia, en donde todo es solemnidad y respeto.
El fatidico 13
Madrugadora por costumbre la gente, a las seis de la mañana estaba de pie. La mesa electoral organizada ya no sin incidencias anteriores en cuanto a la integración de la directiva. Procedióse a la recepción de votos, sin sospechar de los planes fraudulentos que el enemigo político había preparado. Existía entre todos los ciudadanos del lugar, por imperativo de la lógica, un gran optimismo por la victoria del Partido Demócrata, con todo y que se presumía que algún «forro» habían de infiltrar. Pensar en una cosa extraordinaria no estuvo al alcance de nadie. Las primeras horas de la mañana transcurrieron normalmente. Los sufragantes se apretujaban frente a la escuela deseosos de depositar su voto, para luego retirarse tranquilamente a sus casas.
Dentro del recinto electoral actuaban como miembros de la mesa las siguientes personas: presidente: Bernabé Chacón, picadista; vicepresidente: Ismael González Méndez, cortesista; Secretario: Jorge Monge Fernández, cortesista: Fiscales: un tal Agüero, comunista y Adalberto Brenes, cortesista; suplentes: José Mercedes Guzmán Ortíz, cortesista; Rogelio Barquero Obando, picadista, y Manuel Vargas, picadista.
Las votaciones, decíamos, se efectuaban con normalidad, pero a las once en punto de la mañana llegaba un camión al pueblo con gente rara, que produjo intranquilidad en el pueblo. Eran «camaradas» en su mayor parte que andaban votando de pueblo en pueblo con cédulas falsas. Abilio Aguilar, que estaba a la entrada de la escuela se preguntó qué razones podrían existir para que llegaran a votar allí personas desconocidas en el pueblo. Pero la persona que jefeaba esa gente se acercó a Abilio y le manifestó terminantemente que si él no les permitía votar sería apresado inmediatamente. «No, no lo permitiré y para que usted me lleve preso tiene que traer una orden de la Gobernación», replicó Abilio. «¡Aquí está!», dijo sacando una tarjeta. Abilio la examinó reconociendo que era una tarjeta de fiscal, volvió a replicar: «¡Con esto ni votarán aquí ni me llevaran preso…!» Mientras tanto la gente, se había aglomerado compactamente en presencia de aquella escena. Había indignación general. De pronto, Jesús Arias, un hijo del lugar porque allí estaba afincado desde hace muchos años, se colocó frente al jefe de aquella pandilla y ante la espectación general lo retó: «Yo sé a lo que vienen ustedes. A jugar con este pueblo sencillo, a tirar hipócritamente las cartas falsas. ¿Quiere que nos retiremos largo y revólver en mano nos tiremos frente a frente, como hombres?» «No, -dijo eludiendo el reto- yo no he venido aquí a matar a nadie».
Los camaradas volvieron a ocupar el camión y puesto este en marcha desapareció prontamente.
Había transcurrido más o menos una hora cuando otro camión llegó abriéndose paso a toques de «clauson». Eran en su mayor parte individuos armados de rifles y crucetas. El Mayor que los jefeaba bajó y dirigiéndose al grupo que estaba frente a la escuela gritó: «¿Quién es aquí el Agente de Policía?» Abilio Aguilar, irguiéndose gallardamente y golpéandose el pecho contestó: «Yo soy el Agente de Policía.» El Mayor, rifle en mano y en actitud amenazadora se dirigió hacia donde estaba Abilio y le dijo: «Tiene que darse preso y entregar las armas…»
El pueblo gritó, enfurecido, como a una sola voz: «No las entregue, nosotros lo apoyamos…» Abilio manifestó con serenidad que si traían una orden de la Gobernación él entregaba las armas y se daría preso. El Mayor continuaba en actitud amenazadora, pero hubo un instante oportuno en el que Abilio pudo llevarse la mano a la cintura y sacar el revólver. «Me entrego si trae una orden escrita, lo he dicho, y si quiere, puede disparar». El Mayor dio vuelta, conversó con sus subalternos y sin decir nada más subieron al camión y emprendieron la marcha hacia Cartago. El pueblo se había quedado en zozobra y en grupos comentaban lo sucedido.
Pocos minutos antes de la una de la tarde se abrió paso otro camión con individuos debidamente armados al mando del Jefe del Resguardo. Cuando todos hubieron descendido, aquel gritó: «¡fuego al aire…!», pero la gente lejos de intimidarse, creyó llegado el momento de su defensa personal y arremetió contra los militares con las armas primitivas que la naturaleza puso al alcance del hombre: palos y piedras. Había que echar a aquella gente criminal fuera de los linderos de Llano Grande, fue la resolución inquebrantable del pueblo. El Cabo Robles que en ese momento intentaba disparar su arma, fue derribado al suelo de un formidable golpe en la cabeza. Las granadas que usaban los campesinos pegaban acertadamente en el blanco y los militares retrocedían cada vez más. Las balas del gobierno silbaban cerca. Unos militares estaban situados detrás de la escuela y desde esos lugares hacían fuego. El pueblo compactamente se desbordaba con ímpetu sobre el enemigo agresor. Una bala hirió a Abilio en la mano derecha. Rafael Quirós estaba herido y en el ardor de la lucha lo había pasado inadvertido hasta que alguien le dijo que viera como tenía la camisa cubierta de sangre. Mujeres y niños juntaban piedras en sus delantales o en sus sombreros y las ponían a disposición de los hombres. La anciana Lucía Meza al ver que un muchacho iba a poner pies en polvorosa, lo amenazó diciéndole: «¡Si te vas, te mato..!», obligándolo así a seguir en la lucha. Virginia Chacón estaba también entre esa pléyade de mujeres resueltas, fiel exponente de las mujeres del 15 de mayo. Rosada, pequeña, menudita como las flores de rosa campesina. Está a la par de los hombres, allá, adelante, lanzándole piedras a los agresores para que no volvieran nunca a ultrajar la dignidad de los hombres de Llano Grande.
Cuando cayó el primer herido que fue Mercedes Rivera, Virginia estaba cerca y presurosa corrió hacia él. Por un momento creyó que era su padre, estaba desfigurado, y no logró reconocerlo, pero el caso era urgente, había que hacerle frente a aquella turba de malechores. El nombre de su padre lo tenía clavado en el corazón -¿sería su padre?- y esta pertinaz idea la hizo devolverse y reconocer lo que era ya un cadáver. Tenía los ojos nublados e improvisando una plegaria a la Virgen se acercó y pudo reconocer que no se trataba de su padre. Corrió entonces a reforzar y darle vigor a la gente y pudo ver que entre los hombres luchaban también, mano a mano, Claudia Quirós y Elodia Carvajal. Las tres mujeres estaban allí jugándose la misma suerte por un ideal común: ¡La Libertad!
En aquel torbellino de hombres que se defendían y que atacaban, surgió un terceto de hombres del pueblo que iban a la vanguardia de todos, empeñados en sacar a los detentadores del sufragio electoral.
Este grupo lo integraban Germán Barquero, Israel Aguilar (hermano de Abilio) y Alberto Guzmán. Cuando estos tres hombres estaban casi sobre el jefe militar, a quien intentaban desarmar, éste, que iba corriendo, se detuvo, apuntó el rifle y disparó. Guzmán cayó sin vida. La bala le había penetrado en la cabeza haciendo una terrible explosión. Rafael Quirós, que también se encontraba repeliendo el ultraje, resultó herido en un brazo. Elí Monge y Juan Bautista Sanabria también cayeron heridos gravemente. Y en la tarde cubierta de nubes y de humo de pólvora los sicarios desocuparon nuevamente Llano Grande. La refriega había terminado. Pero cuando en las mesas de votaciones de todo el país el candidato Picado «obtenía resonantes triunfos», en Llano Grande se izaba junto a la bandera de la Patria, el estandarte de la libertad y el resultado de las elecciones allí era el siguiente: picadistas: 15; cortesistas: 183.
Libro La Infame dictadura y la gesta cívica de un pueblo campesino
El libro trata de las elecciones nacionales de febrero de 1944 y los hechos de Llano Grande Cartago, que se convirtieron en antecedente directo de los acontecimientos bélicos de 1948, pues esas votaciones fueron totalmente fraudulentas y se irrespetaron las más sagradas convicciones democráticas y pacifistas de los costarricenses.
La Ceiba
En Sabanilla de Alajuela, la elección la había ganado Cortés, el traslado de la documentación electoral hacia la capital de la Provincia corría a cargo de un grupo de campesinos, venían estos tranquilamente por la calle, y de pronto en un cruce de caminos, en el que hay frente a la finca de la sucesión del Lic. Castro -contaba uno- fueron sorprendidos por los hombres armados del gobierno, quienes les intimaron para que les entregaran la documentación. Como los campesinos no la entregaron, un policía disparó desde un jeep, y mató a Timoleón Morera, que era quien portaba los papeles; Jenaro Carvajal, que le acompañaba, se abalanzó para recoger los documentos, y fue atacado con cachiporra que le dejó tendido; pero hubo otro del grupo que en la refriega subsiguiente, alzó los papeles y por entre cercos y potreros, saltando acequias y pasando por debajo de los alambres de púas, pudo llegar a las oficinas del cortesismo en Alajuela, y depositar en ellas el resultado de la votación.
Tomado de «Los Ocho Años»
de Alberto Cañas
El siguiente es el testimonio dado por el lic. Francisco Urbina González, sobre los acontecimientos de La Ceiba:
«Yo estaba en Alajuela cuando esa fatídica noche del 13 de febrero de 1944 llegó a buscarme, herido en una mano, Jenaro Carvajal y me contó lo que había sucedido. Me enfurecí y me fui con él a recoger la documentación electoral que habían escondido, la encontramos, me la eché al hombro y solo, absolutamente solo, siguiendo las señas que Jenarito me dio, llegué a donde estaba tirado, muerto, Timoleón Morera Soto. Furioso me dirigí al Cuartel de la ciudad en donde, en consideración a que yo era diputado y miembro de la Junta Cantonal Electoral, me dejaron entrar. Increpé al Comandante don Humberto Soto Guardia y a quienes estaban con él. Los llamé asesinos, cobardes, no sé cuántas cosas más y les pedí que fueran a recoger el cadáver de Timoleón, del héroe caído. Así lo hicieron, trasladándolo a la Morgue del Hospital San Rafael.
Al día siguiente presenté una acusación penal contra los integrantes del pelotón que asaltó a Timoleón y a sus compañeros y el Juez Penal, licenciado Máximo Acosta Soto los indició a todos abriendo causa penal en contra de ellos pero, entonces el doctor Calderón Guardia emitió el Decreto Ejecutivo no. 1 que dice:
Con el fin de hacer desaparecer toda consecuencia del proceso eleccionario último que pudiera mantener o provocar situaciones de discordia entre los ciudadanos y con fundamento en lo dispuesto por el artículo 102, inciso 20, de la Constitución Política y los artículos 154, 155 y 157 del Código Penal vigente, DECRETA:
Concédese amplia y general amnistía en favor de todos los procesados por hechos delictuosos cometidos con ocasión de las últimas elecciones verificadas en la República, siendo entendido que tal gracia no comprende el incumplimiento de la obligación de votar, el cual queda sujeto a las sanciones correspondientes.
Dado en la Casa Presidencial, San José, a los dieciséis días del mes de febrero de mil novecientos cuarenta y cuatro.
RAFAEL ANGEL CALDERON GUARDIA
EL SECRETARIO DE ESTADO EN EL DESPACHO DE GRACIA
ALBERTO ECHANDI
De inmediato preparé y presenté un recurso de inconstitucionalidad contra el decreto citado, alegando que estábamos en presencia de un asesinato puro y simple, que nada tenía que ver lo electoral pues cuando se produjo el hecho ya las votaciones habían pasado. Invoqué doctrina, a varios tratadistas entre los que recuerdo a Jiménez de Asúa, en fin que no dejé resquicio abierto y logré que por una votación de catorce votos contra tres, los Magistrados de la Corte Plena me dieran la razón declarando inconstitucional el decreto del doctor Calderón Guardia y así se logró encausar a los comprometidos en el asesinato de Timoleón Morera. En el pelotón que trató de despojar a los muchachos de la documentación electoral que transportaban, figuraban Emilio Araya y Eugenio Rojas Vargas, ambos miembros del Resguardo Fiscal.»
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