Jugué mejor que mi adversario
Por Miguel Angel Ramírez Alcántara
LA BATALLA DEL GENERAL MIGUEL ANGEL RAMIREZ ALCANTARA. De los combates de San Isidro del General en aquellos días de la Semana Santa de 1948, el entonces Coronel y más tarde General Miguel Angel Ramírez Alcántara, dominicano de oficio, luchador por la libertad, dio el siguiente testimonio.
LA BATALLA DE SAN ISIDRO DE EL GENERAL. En el curso de la guerra, se libraron batallas de gran importancia por la intensidad, duración y poder destructivo sobre el enemigo, tales como las de El Empalme, El Tejar, etc. pero ninguna de ellas presenta las características especiales que presentó la Batalla de San Isidro de El General. En ella se estaba jugando la suerte, en primer lugar, del único terminal aéreo de abastecimiento de materiales de guerra para poder continuar las operaciones militares, y segundo, era la retaguardia del Frente Norte, y si se perdía San Isidro, se le dejaba abierta al enemigo una arteria de comunicaciones rápidas desde el Pacífico, hasta llegar a El Empalme y a Santa María de Dota, puntos pivotales del Frente Norte (este Norte es con relación a la ubicación de San Isidro, pues el llamado oficialmente Frente Norte, fue el que operó en la zona de San Carlos y Río Cuarto y en La Paz). Por consiguiente, nuestras fuerzas, que sostenían al Frente Norte, se hubieran visto cogidas entre las poderosas puntas de lanzas de las fuerzas del Sur, que venían al mando de un general bravo y aguerrido, y, las ya concentradas y enfrentadas por el Gobierno en el Frente Norte.
Por otra parte, en la mayoría de las batallas de importancia que se libraron en el curso de la guerra, nuestras tropas combatientes tenían suficiente cantidad de reservas de hombres con qué auxiliar a nuestras unidades empeñadas en combate. Pero esto no ocurría en San Isidro de El General. Yo defendía la plaza con seis pelotones de dieciocho hombres cada uno, y de tres a cuatro jefes y media docena de civiles asignados temporalmente a mi unidad. En una palabra, contaba con un efectivo de 118 a 120 hombres, para combatir a un enemigo de 150 a 180 hombres, guiados por jefes y oficiales de bastante capacidad e iniciativa, pues se trataba nada menos que del General Tijerino, el Diputado y líder comunista Carlos Luis Fallas, y el líder socialista Juan Leyva Leyva, y, según pudimos constatar en el curso de la batalla y después de terminada ésta, combatimos casi sin descanso, como leones acorralados pues Tijerino y sus hordas nos quitaron casi la mitad del pueblo, en la primera fase de la batalla, desde las 5:30 de la mañana del lunes, hasta la 1:30 de la tarde aproximadamente, del martes, habiendo recibido únicamente un pelotón de 18 hombres que llegó el lunes como a las 5:30 de la tarde, al mando del valiente Oficial Domingo García, trayendo como segundo al Teniente Acuña. Con esos refuerzos no completaba ni siquiera mi fuerza inicial de 120 hombres, pues ya para la hora en que llegó este pelotón, había perdido casi la cuarta parte de mis efectivos, entre bajas y perdidos en el campo de batalla y otros que habían abandonado sus puestos, como ocurrió con un teniente a quien le dí la misión de aguantar con su pelotón de 18 hombres, a toda costa, un punto clave en la carretera, que eran nuestra única vía de escape en caso de que sufriéramos una derrota.
Este teniente, en el momento crucial de la batalla, cuando llegaron 3 aviones enemigos, abandonó su puesto y por consiguiente, nos dejó a merced del enemigo si este hubiera logrado sus repetidos intentos de avanzar por nuestro flanco izquierdo, para cortar la carretera y embotellarnos en la parte del pueblo que ocupábamos. Pero, afortunadamente logramos rechazarlo con el fuego de nuestras ametralladoras de sitio emplazadas en mi puesto de mando, desde donde controlábamos un arco de círculo abierto, de casi 60 grados que comprendía la totalidad de la línea enemiga.
SAN ISIDRO FUE ESPECIAL. De modo que por eso digo que la Batalla de San Isidro de El General presentó características especiales, que no presentó ninguna de las batallas de importancia que libraron nuestras unidades de combate.
En ella se combatió con la espalda a la pared, como se suele decir, aislados, a unos 60 kilómetros de nuestro cuartel general que en esta fecha se empeñaba en consolidar el Frente Norte, que era atacado en el sector de El Empalme, hasta tres veces al día y no estaba por ello, en condiciones de auxiliarme con la rapidez y la urgencia que requería mi situación, frente a un enemigo valiente, aguerrido y con grandes habilidades e iniciativa en los movimientos tácticos, como lo demuestra el hecho de que con un golpe de audacia se nos había metido en la mitad del pueblo, y sin pérdida de tiempo ocupó objetivos dominantes y emplazó francotiradores en varias azoteas y árboles frondosos, que hacía absolutamente imposible toda clase de contaataques desde nuestra línea de resistencia.
La Batalla del Tejar, en Cartago, que fue la más intensa y sangrienta y la que costó al enemigo mayores pérdidas de hombres y materiales, se libró en las cercanías de la ciudad en donde teníamos cuatrocientos o quinientos hombres de reserva, para reforzar las unidades empeñadas en tan sangrienta batalla. Algo similar ocurrió en El Empalme, pero no en San Isidro de El General.
Por otra parte, en la Batalla de San Isidro de El General, se emplearon las reglas y tácticas de combate inherentes a las grandes batallas: se definen claramente las distintas fases del combate, se emplearon movimientos de avance, de flanqueo y de infiltración, se lucha cuerpo a cuerpo por capturar nuevas posiciones protegidas por las fuerzas de asalto enemigas, por tres aviones que bombardean y ametrallan nuestra línea por más de una hora para romper nuestra resistencia. Se emplean movimientos envolventes de retaguardia, etc. Cada fase de la batalla es planeada y decidida cuidadosamente, pues no me podía permitir el lujo de hacer un movimiento en falso, porque esto podía costarme la pérdida de la batalla.
LOS HEROICOS MUCHACHOS COSTARRICENSES. Antes de entrar a describir las distintas fases de la batalla, quiero hacer un pequeño paréntesis, para hacer justicia con un elogio a los heroicos muchachos costarricenses, que combatieron en esta memorable ocasión y que comparten conmigo la responsabilidad, y la gloria de la defensa de San Isidro de El General. Para ellos y los valientes que cayeron abatidos por las balas enemigas en ese día, van estas memorias. No puedo dejar de mencionar de una manera especial por los méritos contraídos por ellos en esta acción de guerra, a don Fernando Valverde Vega, entonces delegado político y desde ese momento Jefe militar, a los Tenientes Tuto Quirós, Edmond Woodbridge, Rodrigo Silesky y Edgar Sojo, castigado por el enemigo como ninguno otro, pues en la primera fase de la guerra le destruyeron totalmente su pelotón, teniendo que replegarse a las trincheras; al Capitán Guillermo Núñez y a otros oficiales y soldados cuyos nombres no recuerdo ahora, que pelearon como leones acorralados en las trincheras de la plaza de San Isidro de El General, rodeados por las hordas asaltantes de Tijerino, por espacio mucho mayor de veinticuatro horas. También quiero compartir con mis compañeros de armas, el entonces Capitán Francisco Morazán, mi ayudante y segundo en el mando de la columna -más tarde Mayor Comandante del Batallón San Isidro y Segundo Oficial Ejecutivo, de las fuerzas armadas del Ejército de Liberación Nacional de Costa Rica -quien planeó la batalla conjuntamente conmigo y jugó un papel importante en la primera fase de la batalla, pues fue su columna la que recibió el grueso de los asaltantes y logró salvar a la mayoría de sus hombres, hasta pudo colocarlos en un sitio estratégico y dominante, que contribuyó eficazmente a la estabilización de nuestra principal línea de resistencia. Por razones de estrategia, el jefe de la guarnición de San Isidro ordenó que se evacuara la plaza ante el peligro inminente de las hordas de Tijerino, que avanzaban sobre la ciudad arrollando a nuestras avanzadas que guarecía las vías de aproximación. Al saberse la noticia en nuestro cuartel general de Santa María de Dota, donde yo estaba, y dándome cuenta de lo que significaba para la revolución la pérdida de esta importante plaza, enseguida propuse al mando que me enviara con tropas a San Isidro, para defenderlo o recapturarlo si era que ya había caído en manos del enemigo, a lo cual accedieron, no sin antes sostener un largo debate, en el cual hacia yo resaltar lo que significaría para nosotros la pérdida de San Isidro. Inmediatamente, cuando el mando accedió, salí, al mando de una columna, el domingo por la mañana.
MI LLEGADA A SAN ISIDRO. Como a las cuatro y treinta o cinco de la mañana de ese mismo domingo, entraba mi columna a San Isidro, desplegada en forma de combate, en un movimiento de pinzas para el caso de que el enemigo se me hubiera adelantado, y, me esperara en el pueblo pero me sorprendí al ver que el enemigo no había entrado. Se encontraba, eso sí, muy cerca. Enseguida organicé una patrulla de exploración, y personalmente practiqué un reconocimiento para establecer la posición del enemigo, así como la formación y cantidad de tropas con que contaba.
SEGUNDA FASE. A las cinco de la mañana y a marchas forzadas, Morazán parte de la plaza para ocupar el objetivo que se le habia asignado. Pasa el puente de La Martin y dobla allí a la derecha; toma el camino de Pavones a toda prisa, pero se encuentra con un grupo de enemigos, cuando apenas había caminado un kilómetro y medio. El movimiento del enemigo, que se desplazaba rápidamente de su posición original, hizo que no fuera posible emboscarlos como queríamos.
Se entabla el combate, y viendo Morazán que era inútil toda defensa en un campo poco protegido, y además que ya la vanguardia del enemigo venía flanqueando el camino, por el lado Sur para caer sobre el puente, ordena la retirada para replegarse al puente de La Martin, e impedir el paso del enemigo por él. Pero cuando quiso llegar al puente, ya la vanguardia enemiga se le había adelantado y comenzaba a ocuparlo. Entonces, para no ser cogido entre la vanguardia y el grueso del grupo enemigo, tuvo que cruzar el río un poco más abajo del puente (hacia el Sur), replegándose por el sector comprendido entre el puente y el campo de aterrizaje, hasta llegar a las trincheras del parque. Allí deja una parte de la gente y él sale con otra parte con rumbo al Noroeste del Parque a ocupar el cerrito de los Manzanos, situado como a un kilómetro en la Carretera Interamericana, en dirección a Boquete y División. También el Capitán Mario Rodríguez, con ocho hombres, que formaba parte de la columna de Morazán, venía con rumbo al Oeste a ocupar otro punto dominante de la carretera. La idea de ambos comandantes coincidió con la idea y decisión que yo también había tomado hacia pocos minutos, como se verá enseguida.
MORAZAN NECESITA AUXILIO. Salí del parque, con mi columna, en dos vehículos. Tomé la Carretera Interamericana en la parte que va a Dominical. Antes de pasar el puente mencionado anteriormente sobre esa carretera, dejamos los vehículos y crucé rápidamente hacia el Sureste para situarme en el lugar que me había asignado. Pero mientras cruzabamos por este sector, oímos el fuego concentrado del enemigo y de Morazán que ya hacía unos diez minutos que habían establecido contacto. Ya por la mitad del trayecto que debíamos cruzar, me dí perfecta cuenta que Morazán se estaba batiendo sólo con el enemigo, y que por más que mi columna avanzara no llegaría a tiempo para coger al enemigo por la retaguardia Mi juicio fue correcto, según lo pude constatar media hora después. Entonces decidí retroceder rápidamente por el mismo camino que había avanzado. Debía tomar los vehículos y a toda marcha llegar otra vez al pueblo, para reforzar los pelotones que había dejado, y venir en auxilio de Morazán, pues sabía que no estaba en condiciones de detener al enemigo.
Cuando ya venía entrando a la orilla del pueblo, y en el momento en que nos apeábamos de los vehículos, frente al Cementerio, por la parte Oeste, de San Isidro, se presentó el Capitán Mario Rodríguez, que venía replegándose con sus ocho hombres con el deliberado propósito de ocupar el cementerio, y tratar de parar, desde allí, a sus perseguidores que venían a corta distancia.
Reunido con el Capitán Mario Rodríguez y sus ocho hombres, en seguida entablamos combate con la columna enemiga que venía persiguiendo, y posiblemente con la misma idea de tomar el cementerio y cortarnos la carretera.
A LAS TRINCHERAS. En tanto, los dos pelotones que se habían quedado ocupando el pueblo, al darse cuenta de que las tropas enemigas estaban ya a las puertas, ocuparon las trincheras del Parque y desde allí se batían con denuedo y valor, haciendo repetidos esfuerzos por rechazar los constantes asaltos de las fuerzas de Tijerino, quienes llegaron a fuego y sangre hasta situarse en varios puntos dominantes que circundaban el parque, en donde estaban emplazadas las trincheras. También ocuparon una parte de la Iglesia, situada al Este del Parque, la comandancia, que se llamaba la Casa de Kentucky, situada diagonalmente opuesta a la esquina Suroeste del Parque, tal y como yo lo había previsto al tomar la decisión de no esperar al enemigo embotellados en el pueblo.
LOS HEROES DE LA TRINCHERA. Tengo que consignar en estas líneas que el heroísmo de los oficiales y soldados que defendían estas trincheras, rebasó toda la temeridad, la constancia y el sacrificio, por lo cual todos ellos son acreedores a una mención especial por sus méritos de guerra contraídos en esta heroica defensa. Se combatía a menos de treinta yardas y sólo con granadas de mano se podía mantener al enemigo a cierta distancia. Hubo casos, según me refirieron algunos testigos oculares, en que los soldados asaltantes llegaban hasta el borde de la trinchera, machete en mano, como lobos sedientos de sangre, sólo para caer abatidos por el fuego de mis muchachos que se batían con la espalda en la pared. Allí se combatió alternativamente por espacio de treinta horas, sin que los asaltantes lograran desalojar a nuestros hombres, ni los nuestros controlar al enemigo.
Como se verá enseguida, cuando mis hombres ocuparon las trincheras aún no había yo entrado en acción, pues me encontraba un poco retirado del nuevo escenario de batalla. Pero media hora después, supe de la precaria situación en que habían quedado rodeados por los varios puntos que ocupó el enemigo. Yo sabía todo esto, pero en esta primera fase de la batalla, no podía hacer nada por ellos, pues hubiera sido fatal que me hubiera metido al pueblo y a las mismas trincheras con ellos.
De modo que, además de darme cuenta de que estaba jugando con la suerte de la revolución, en esta batalla también me daba perfecta cuenta que mis compañeros de armas estaban encerrados, como tigres heridos, en las trincheras del Parque. Pero yo tenía que consolidar primero mis líneas para luego venir en ayuda de ellos y la idea de que fueran a pensar que los había dejado abandonados a su propia suerte, me enardecía y me daba fuerza y un poder sobrehumano, para terminar pronto y venir a salvarlos.
Desde esta posición batimos al enemigo y lo obligamos a retroceder después de haberle hecho algunas bajas.
SE ORGANIZA EL COMBATE. Sin pérdida de tiempo ocupé con mis columnas y los hombres del Capitán Mario Rondríguez Rodríguez, una línea a lo largo de la carretera, como un kilómetro. Esta línea comenzaba en una casita situada 200 metros al Sur del Cementerio, y luego la torre en donde están emplazados cuatro tanques de agua; le seguía un lugar de la compañía Mills, en donde había algunos tractores abandonados y por último el cerrito de los Manzanos, que dominaba la salida del pueblo hacia el Norte de la Carretera Interamericana que viene para División.
La disposición en que colocamos a los hombres fue la siguiente: en el extremo Sur de la línea, en la casita, emplacé al Capitán Benjamín Odio y al Teniente Roberto Fernández Durán con ocho hombres que cubrían como doscientos metros; seguía el Capitán Rodríguez con ocho hombres cubriendo el Cementerio, le seguía el Teniente Juan Arrea con seis hombres, cubriendo el espacio comprendido entre el Cementerio y el plantel de la Mills, le seguía la torre de los tanques de agua que la ocupamos con tres hombres con una ametralladora de sitio, pesada, una Mendoza y un fusil; le seguía el Teniente Valdeperas, con tres hombres, cubríendo el solar de los tractores, y por último otro teniente con su pelotón que ocupaba el cerrito de los Manzanos. Mientras emplazaba a la gente en esta línea, íbamos combatiendo, pues el enemigo avanzaba frontalmente contra ella.
Ya para las diez de la mañana, llegaron tres aviones enemigos que tiran un saco a las tropas de Tijerino, lo que inmediatamente interpreté como un mensaje. Cuando esto sucedía, se encontraba conmigo en la torre, el Teniente Arrea quien me pidió permiso para ir a buscar dicho mensaje. A lo que me opuse rotundamente, pues de seguro los francotiradores lo matarían antes de alcanzar el saco con el mensaje. Sin embargo adelanté mi juicio. Ese mensaje quería decir lo siguiente:
«Atacaremos la torre con fuego de ametralladoras y bombas hasta rendirla, atacando ustedes a lo largo de toda la línea. Manden tropas a capturar y limpiar el campo de aterrizaje para que nuestros aviones puedan bajar«.
COMBATE DESDE LA TORRE. Yo estaba en lo cierto en la interpretación, pues enseguida comienzan los aviones a atacar la torre con fuego concéntrico de ametralladoras y bombas. Comienzan dos avances de la infantería enemiga a lo largo de toda la línea, aullando como lobos. Llenan un camión con tropas y van al campo de aterrizaje y comienzan una vez allí a disparar y a despejar el campo de los obstáculos que los nuestros habían colocado y comienzan los francotiradores con su fuego mortífero sobre la torre y otros puntos salientes de nuestra línea.
Pero no había poder humano que nos hiciera retroceder ni una pulgada. La intensidad de la batalla iba «in crescendo» minuto a minuto.
Mandé a llamar al Teniente Juan Arrea para que viniera a la torre con otra ametralladora Mendoza. Con ésta, eran tres ametralladoras emplazadas en dicha torre. El Sargento Rodrigo Quesada le asistió al Teniente Juan Arrea una Mendoza y el Teniente Elías Vicente, la otra. De vez en cuando, yo ayudaba a uno de estos últimos y en otras ocasiones usaba mi rifle de precisión.
Por espacio de cuarenta minutos sufrimos el ataque concentrado de los aviones, ametrallando y bombardeando la torre y puntos salientes.
Nuestras ametralladoras no paraban un minuto. Atendíamos a los aviones con las dos Mendoza, y con la ametralladora de sitio batíamos alternativamente a las olas de infantería y a la tropa que llegó en camión al campo de aterrizaje que por cuatro veces repitió la misma maniobra, y a otra columna que por tres ocasiones salió del aserradero, para capturar el cerrito de Los Manzanos, pero que las tres veces fue rechazado por nuestro fuego concentrado de ametralladoras desde la torre, que era a la vez mi puesto de mando. Las tropas enemigas eran valientes y resueltas, e hicieron sobrehumanos esfuerzos por romper nuestras líneas y flanquearnos.
Pero yo permanecía impertérrito en aquella torre de mando impartiendo órdenes que eran ejecutadas con rapidez y precisión, por mis muchachos que ya para esa época estaban completamente identificados, en cuerpo y espíritu conmigo y a quienes electrizaba con mi voz de mando.
En el curso de la batalla y en los momentos más críticos, desde la torre de mando yo enviaba al Doctor Gómez Robelo, quien servía de agente de enlace a lo largo de la línea con instrucciones precisas para todos los oficiales y soldados de que pagaría con su vida quien diera la espalda al enemigo. También el doctor transmitió la consigna de que mis ametralladoras, que para entonces ya controlaban al enemigo podían virarse y ultimar a aquellos que abandonasen su puesto de honor. El doctor de regreso de cada una de sus misiones traía siempre la misma respuesta: los muchachos están en su puesto y dicen que morirán al lado suyo antes de ceder una pulgada al enemigo. Por repetidas ocasiones mandé a hacer saber a la tropa que la suerte de la revolución costarricense estaba en juego, y apelaba a su patriotismo con el objeto de tocar su orgullo y su sentimiento del honor. Los muchachos me respondieron con dignidad y decoro.
Ya a la Una del día los aviones se habían retirado. Nuestras ametralladoras, enrojecidas por el contínuo fuego y nuestros fusiles, habían logrado estabilizar nuestra línea de combate y obligaban al enemigo a mantenerse escondido y a la defensiva.
Habíamos logrado paralizar la iniciativa del enemigo, y como una fiera herida, se encontraba acorralado. Sólo el tiro de gracia hacía falta para ultimarlo. Sin embargo, esto último se nos hacía casi imposible. Quedaban los francotiradores emplazados en puntos dominantes y era fatal para nosotros salir de nuestras posiciones para lanzar un contra-ataque. Por otra parte, no contábamos con tropas suficientes para contra-atacar. En vista de las condiciones en que nos encontrábamos preferí esperar por algunas horas para darle un pequeño descanso a la tropa y dar oportunidad a la llegada de los refuerzos que en el momento crucial de la batalla había pedido con el Sargento Piquín Fernández quien en jeep había atravesado las líneas enemigas a toda velocidad no sin recibir antes el impacto de numerosos proyectiles enemigos en su vehículo.
De la una a las cinco y media de la tarde, el fuego había disminuido en intensidad y alternativamente, ráfagas de ametralladoras y descargas de fusilería indicaban la posición de enemigos. Nosotros contestábamos el fuego en forma vigorosa.
LLEGAN REFUERZOS. A las cinco y media de la tarde el Sargento Bermúdez, quien servía de enlace, llego corriendo a la torre para informar que había llegado al cerrito de Los Manzanos un pelotón de refuerzos al mando del Teniente Domingo García. Inmediatamente le mande orden de que viniera a la torre para conferencia. Deseaba además, felicitarlo por el concurso que, desde ese momento, nos iba a prestar. Vino García a la torre, le expliqué nuestra situación y le ordene volverse al cerrito, con instrucciones de cavar trincheras y hacer parapetos para pasar la noche en la más rígida vigilancia, pues temía que el enemigo se nos infiltrara desde el aserradero hasta la carretera. Este punto había estado abierto al enemigo desde que el teniente encargado de protegerlo lo había abandonado en los momentos que los aviones nos atacaron. También dije a García que contra-atacaríamos en las primeras horas de la madrugada protegidos por la oscuridad y que esperábamos todavía nuevos refuerzos.
Una piña y una taza de café habían sido todo nuestro alimento en las doce horas de batalla. Sin embargo, los muchachos mantenían el espíritu alto y la fe absoluta en el triunfo final. En estas condiciones nos preparamos para pasar la noche; todos en sus puestos, ejerciendo la más estricta vigilancia, pues se temía que el enemigo, protegido por las sombras de la noche, se infiltrara en nuestro campo. Toda la tropa se abstenía de fumar para no delatar su presencia. Así esperamos hasta las once de la noche la venida de los ansiados refuerzos que no llegaron. Nuestras ametralladoras y nuestros fusileros perforaban el negro horizonte en busca del enemigo y no perdonaban ni siquiera una hoja seca que volara en el espacio.
Al ver que no llegaban los refuerzos, mandé a citar a todos los oficiales a la torre, para conferenciar con ellos, y fijar la hora y la manera en que nuestro contra-ataque debía ser lanzado todo lo cual quedó aclarado y listo para la «hora cero».
En este momento la situación militar de nuestras tropas era la siguiente: una linea de defensa extendida de norte a sur, desde el cerrito de Los Manzanos hasta una casita cercana al cementerio, aproximadamente de un kilómetro de longitud, extendida al oeste del pueblo, y protegida por unos 36 o 40 hombres.
Un bolsón formado en el centro de la plaza por los dos pelotones de reserva y aparte del grupo de Morazán, todos atrincherados en la plaza. Este bolsón estaba constituido por 40 o 50 hombres.
CONTRAATAQUE. La hora para comenzar el contraataque fue fijada para las tres de la madrugada. Durante la conferencia con mis oficiales en la torre y a oscuras, hablando a sotto voces les hice una revisión completa de nuestra situación militar. Les hice una comparación objetiva del arte de la guerra y el juego de ajedrez, demostrándoles que en el juego de ajedrez una ficha mal movida, podía perder el juego y que lo mismo acontecía en el arte de la guerra. Les hice ver una vez más que nuestra situación era crítica, a pesar que manteníamos al enemigo a distancia. Que no podíamos darnos el lujo de permitir que el enemigo tomara la iniciativa, porque este muy bien podría reagruparse y contraatacar en la madrugada. Pero nosotros nos adelantamos y llegada la hora cero comenzamos el contraataque.
Nuestro contraataque se efectuó de la manera siguiente: comencé por formar las columnas con las cuales debiamos lanzar el contraataque. Le pregunté al Capitán Benjamín Odio.
¿Cuántos hombres tiene usted, Capitán?
-Tengo ocho hombres-, respondió.
-Bueno, pues deme seis y quédese aguantando su posición con dos hombres.
Lo mismo le pregunte al Capitán Mario Rodríguez; también me contestó que tenía ocho hombres y le dije que me diera seis hombres y que dejara dos en su posición, y así sucesivamente le fui quitando a cada puesto los hombres y dejándole solamente dos para que aguantara la posición.
De esta manera formé un pequeño grupo o columna de 20 hombres que puse al mando del Capitán Mario Rodríguez, llevando como segundo al Teniente Roberto Fernández Durán. La misión de esta pequeña columna era suicida y así lo hice saber a los dos oficiales, que de una manera serena y varonil aceptaron esa comisión.
Los muchachos respondían magistralmente a mis órdenes y el espíritu de sacrificio con que aceptaron esta misión auguraba buen éxito en la ejecución del plan que me proponía desarrollar.
Esta pequeña columna debía salir del cementerio a las tres de la mañana, atravesar la carretera, e internarse en unos charrales que se extendian hacia el este en el sector comprendido entre la carretera y el campo de aterrizaje, para infiltrarse, arrastrándose en unos charrales para no ser advertidos por los francotiradores que se habían quedado ocupando los árboles frondosos vecinos a dicho sector. Debían avanzar con la mayor precaución hasta llegar a situarse detrás del patio de la Comandancia (la llamada Casa Kentucky que estaba ocupada por el enemigo desde el lunes por la mañana). Después que llegaron al borde del patio, detrás de un platanal que había, debían esperar allí acostados de barriga hasta el amanecer. Cuando ello ocurriera debían de abrir de improviso un fuego nutrido de ametralladoras de pecho, fusiles y granadas de mano, y avanzar rápidamente de ahí, hasta llegar a apoderarse de la Comandancia atacando a sus ocupantes por la retaguardia y por sorpresa. Una vez que ocuparan la Comandancia a fuego y sangre, debían atravesar la calle, diagonalmente hasta caer en las trincheras en donde estaban nuestros compañeros, ya para ese momento exhaustos y hambrientos. Les dí una bandera azul para que me hicieran una señal convenida al momento de cruzar la calle, para no hacerles fuego, pues nuestras ametralladoras en la torre no perdonaban a ninguna persona que atravesara la calle en cualquier dirección que fuera.
La columna de los oficiales Mario Rodríguez y Roberto Fernández, reforzada por algunos compañeros que salieron de las trincheras, entabló duelo a muerte con las tropas enemigas que asediaban ese sector de la plaza. Según me refirió el Capitán Rodríguez en su parte oficial, en la primera parte de ese contra-ataque a las posiciones enemigas, vecinas al parque y la iglesia, fueron ellos rechazados por el enemigo, por haber llegado, en el momento preciso del contra-ataque un avión contrario que ametralló y bombardeó en forma tan intensa, que se hizo imposible todo avance; en segundo lugar porque el enemigo era más numeroso, y en tercer lugar por las tropas de Tijerino que contaban con una ametralladora sobre la iglesia, por el lado Norte y otra en el puesto de mando de Tijerino, al Este.
Mientras esto sucedía, ya mi columna venía contra-atacando el flanco izquierdo. El Capitán Rodríguez desde su nuevo puesto de mando, envía un agente de enlace a la torre, dándome su posición e indicándome que se proponía lanzar un nuevo contra-ataque contra las posiciones de Tijerino, y que para tal efecto debíamos apoyarlos con fuego de nuestras ametralladoras de sitios desde la torre, para darle oportunidad de coordinar su ataque.
Nos indicaba además el sector que debíamos batir con las ametralladoras de sitio, todo lo cual hicimos en perfecta sincronización.
Lanza la columna de Rodríguez y Fernández su contra-ataque y comienza a desalojar al enemigo de las posiciones en que había estado fijo. Volvamos ahora atrás para seguir el movimiento de la columna, que por el flanco izquierdo, contra-atacó.
Esta columna la formaba el pelotón del Teniente Domingo García, quien llevaba como segundos a los Oficiales Acuña y Juan Bautista Gamboa. La misión que se les asignó fue la siguiente: en perfecta sincronización con la columna del Capitán Rodríguez, debían salir del Cerrito de Los Manzanos a las tres de la madrugada, para efectuar un movimiento de flanqueo, describiendo un arco de círculo,para lo cual debían internarse en el bosque hasta caer a un punto fuerte más al Norte de la línea enemiga. Les advertí que debían internarse bien adentro del bosque para no ser vistos y lograr el éxito de la misión.
La columna salió del Cerrito de Los Manzanos a las tres de la madrugada como lo expliqué más arriba. La misión era flanquear al enemigo hasta situarse a su retaguardia y atacarlo por sorpresa, pero el oficial encargado de ejecutar la misión no cumplió mis instrucciones y fue advertido por el enemigo, por haber avanzado por la orilla del bosque en vez de internarse como se le había ordenado. Al darse cuenta el enemigo que esta columna venía avanzando, la recibió con un fuego tremendo de ametralladoras y fusilería, desde el aserradero y una zanja situada en las cercanías del edificio del Teatro El General, lo que obligó a la columna de Domingo García a replegarse a su punto de partida original. Desde la torre observé que venían batiéndose en retirada e inmediatamente me dispuse a venir en auxilio de ellos; me acompañaron el Teniente Elías Vicente con una ametralladora Mendoza y un fusilero de apellido Elizondo. Mientras tanto dejé al Teniente Quesada y al Teniente Arrea en mi puesto de mando en la torre, con sus dos ametralladoras y con instrucciones de transmitirnos cualquier mensaje que recibieran de los otros compañeros.
Avancé rápidamente al encuentro de García, y una vez que establecimos contacto y al preguntarle yo qué le pasaba, me contestó que: «el enemigo estaba muy duro y tiene poder de fuego muy grande». Entonces le repliqué que eso sucedía por no haber cumplido mis instrucciones, pues de haberse internado en el bosque se habría evitado el duro ataque de los contrarios. Inmediatamente les dije que me siguieran y avanzamos ligero, internándonos en el bosque. Describimos un arco, en movimiento de flanqueo, hasta situarnos a unas cincuenta varas de la retaguardia contraria que estaba situada en el aserradero. Lo atacamos violentamente con ametralladoras de pecho y granadas de mano y en dos minutos lo habíamos desalojado de sus posiciones después de haberle hecho seis bajas.
Ya para esta etapa de la batalla estaba casi cerrada la pinza con Rodríguez, y su columna que ocupaban el flanco derecho. Sin embargo el enemigo todavía hacía una resistencia obstinada y desesperada, y se replegaba hacia las barrancas del río, no sin antes incendiar las casas que ocupaban, para proteger sus retirada y librarse del fuego mortífero que les hacía la columna de Mario Rodríguez por el costado derecho.
Una vez que hube capturado el aserradero, me adelanté unas veinticinco varas, gateando, hasta alcanzar las barrancas del río, para hacer una observación de las nuevas líneas enemigas. Desde mi puesto de observación pude advertir, cerca de allí, al asustadizo enemigo. En ese momento me desesperé al ver que teníamos al enemigo casi en nuestras manos y, sin embargo, no podíamos darle el tiro de gracia, ya que aún era más numeroso que nosotros, estaba parapetado en las barranca del río y contaba con máquinas que habían emplazado apenas ocuparon sus nuevas posiciones. En ese momento pensé que se nos iba el triunfo de las manos, y rápidamente tomé una decisión, tal vez la más arriesgada que haya tomado en mi vida: consistía en cruzar el río rápidamente, sin ser advertidos por el enemigo, internarme en el bosque y situarme a las espaldas de la tropa de Tijerino, para romperles la columna vertebral. Con la rapidez del relámpago crucé el río con quince hombres, mientras dejaba a García con cuatro y una ametralladora de pecho para protegernos, mientras cruzábamos el río.
Una vez que lo cruzamos, me interné en el bosque y avancé rápidamente hasta situarme a la retaguardia de las tropas enemigas sin ser advertido. Desde allí, les lanzamos un contra-ataque de fuego concentrado, luchando a treinta varas de distancia con el enemigo, empleando granadas de mano y fuego de ametralladoras, hasta sacarlos de las barrancas del río y obligándolos a huir río abajo, en franca derrota y desmoralizados. Era un «sálvese quien pueda…»
Ya en la fase final y mientras los perseguía, me salieron al encuentro dos bravos franco-tiradores con quienes sostuve un duelo por espacio de diez minutos. Posiblemente estaban destinados a cubrir la huída de sus compañeros, y cumplieron con su misión hasta la muerte, pues ambos mordieron el polvo.
LA CORNETA DESPAVORIDA. Se escuchaba el angustioso llamado de una corneta. Era el clarín que transmitía entre el enemigo la consigna de huir. No se oían ya los aullidos de lobo con que, las tropas de Tijerino acompañaban sus ataques, ni los atronadores vivas a Calderón Guardia, a la Guardia Nacional y al comunismo.
Jadeantes hombres despavoridos corrían hacia las montañas buscando la salvación.
Mientras hacía mi asalto por el bosque y por la retaguardia de las tropas enemigas, oía con intermitencia el tableteo de la ametralladora del Teniente Domingo García, a quien había dejado con cuatro hombres cubriéndome la retaguardia cuando tomé la decisión de cruzar el río. Me guiaba por su fuego y así estaba seguro de que podría avanzar en internarme lo más posible en la espalda de los adversarios en la seguridad de que García no me iba a flanquear. García permaneció, impertérrito en su puesto, hasta que yo terminé mi misión, contribuyendo eficazmente al triunfo de esta última fase de la batalla.
EL MAYOR DOMINGO GARCIA. Los méritos contraídos por el Oficial Domingo García en todas las acciones de guerra en que tomó parte durante la campaña de Liberación Nacional, lo llevaron a obtener el grado de Mayor del Ejército de Liberación Nacional de Costa Rica, siendo uno de los oficiales más valerosos, serenos y disciplinados que hayan servido bajo mi mando.
Debo hacer mención especial de los valerosos soldados de su pelotón que cruzaron el río conmigo, camino a la muerte, sin vacilaciones y conscientes de su deber. Se distinguieron por su serenidad y disciplina el Segundo Teniente Juan Bautista Gamboa, el Sargento Badilla, los Cabos Rafael Angel Hernández Blanco, herido levemente en un brazo, Umaña y dos soldados más cuyos nombres no tengo a mano. Este grupo de cinco, conducidos por mi, que fue lo que me quedó de los 15 hombres, habíamos realizado el milagro de destrozar por la retaguardia a un enemigo diez veces mas numeroso que nosotros, y que se encontraba parapetado en los barrancos del río, atacábamos al enemigo con la rapidez con que ataca un tigre enfurecido, hasta disparar los últimos cartuchos de nuestros rifles. Cuando nos retiramos, ya rota la espina dorsal del enemigo, me quedaban a la mano mi pistola 45 con dos cargadores y una granada de mano que la conservé hasta la última hora, para suicidarme antes de caer en una emboscada enemiga. El resto de mis hombres venía detrás de mí con sus rifles vacíos, pero habíamos dejado un reguero de muertos y heridos, y al enemigo huyendo despavoridamente. Al término, como a las doce y treinta pasado meridiano, la más reñida de todas las batallas que se libraron durante la campaña de Liberación había concluido.
SAN ISIDRO LA CUNA. La historia de la guerra que fundó la Segunda República, recogerá algún día esta gloriosa gesta del pueblo de San isidro del General, que muy bien pudiera llamarse la cuna en donde nació la revolución.
San Isidro de El General fue el pueblo que más sufrió durante todo el curso de la guerra. Allí estuvieron como mudos testigos, los cráteres de las bombas lanzadas en más de diez misiones de bombardeo y las cenizas de las casas incendiadas por las fuerzas invasoras de Tijerino y de Leyva, para cubrir su retirada protegidos por las columnas de humo. El resto de las tropas de Tijerino y de Fallas emprendieron la retirada hacia Palmar, rumbo a Buenos Aires, dejando un rastro de sangre y fuego a su camino. Mientras esto sucedía, las patrullas que de antemano habíamos emboscado, para taponear los caminos que conducen a San Isidro, se encontraron con la maltrecha columna de Tijerino y en el cambio de disparos, murió el General, peleando de frente, con su ametralladora en la mano. Así terminó la vida de este valiente pero equivocado General.
Cuando ya se iba extinguiendo el fuego de la batalla en persecución del enemigo, llegó el Capitán Morazán con los refuerzos que le había ordenado ir a buscar en la primera fase de la batalla, cuando despaché al Sargento Piquín Fernández en un jeep, con instrucciones de que viera a Morazán y se fueran enseguida a Santa María a organizar una columna de refuerzos y yo me quedaba aguantando las posiciones. Morazán llegó con tres pelotones, trayendo además un tanque blindado y enseguida entraron en despliegue para reforzar nuestras posiciones, pera ya la batalla estaba llegando a su fin y sólo uno que otro disparo se oía a distancia con dirección al rumbo que llevaba el enemigo. Si estos refuerzos hubieran llegado una hora antes, posiblemente hubiéramos capturado a la mayor parte de nuestros adversarios. Todo esto indica, la eficiencia con que operaban nuestras fuerzas.
EL CADAVER DE TIJERINO. Los jefes de dos de las patrullas, el entonces Sargento Francisco Rojas y el Teniente Clemente Alpírez Garay, muerto este último en la última Batalla de San Isidro de El General, a mediados de abril de 1948, me trajeron el cadáver del General Tijerino, conjuntamente con treinta y dos prisioneros de guerra y una gran cantidad de materiales bélicos que les fueron ocupados en la precipitada fuga.
Después de llenar las formalidades de orden, designé al Capitán Morazán y al Presbítero Benjamín Núñez, para que enterraran al General Tijerino cristianamente y con todos los honores militares que correspondían a su grado, todo lo cual se hizo, enterrando también a un valeroso soldado nuestro que murió a consecuencia de las heridas que recibiera en el combate.
Tijerino había sido noble y caballeroso al tratar con decencia y consideración a nuestros compañeros de armas, Tenientes Fernando Ortuño y Carlos Mendieta, que habían caído prisioneros en su poder días antes de la Batalla de San Isidro, pero aún sin este crédito en su favor, me correspondió hacerle el último homenaje que se rinde a los bravos que como él habían caído en el campo de batalla frente a sus adversarios.
No cabe duda de que el General Tijerino era un gran soldado, que peleó con valor, con eficiencia y tenacidad, para capturar a San Isidro de El General, que era el punto clave de todo el frente Sur.
Estuvo casi a punto de lograr su objetivo, pero el coraje y la decisión de mis hombres y la técnica empleada en conducir la batalla, salvaron la revolución de una derrota que hubiera sido fatal para la causa libertadora. El General Tijerino malestimó nuestra capacidad táctica y nuestro poder de fuego y de organización, pues en lo más crítico dijo a nuestros compañeros de armas en su poder, que me daba una hora para que me rindiera. Lo mismo me mandó a decir con unos emisarios que se hicieron pasar por miembros de la Cruz Roja, pero que, reconocidos por nosotros como enemigos de la causa, los dejé detenidos, para que no fueran a dar nuestras posiciones y disposición de mis tropas. Ese error le costó la batalla a mi adversario, pues yo en ningún momento minimicé su capacidad y su gran iniciativa para el asalto. Por eso movía cada ficha con precisión y tacto, pues sabía que el que mejor jugara, ganaba esa batalla. Parece que yo jugué mejor que mi adversario.
Así concluye el testimonio de El General Miguel Angel Ramírez.
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