De la mano por los senderos de la patria
Alberto Martén*
Fue en el Colegio Seminario, situado entonces detrás de la Catedral de San José, donde conocí a Pepe Figueres en el año 1922. No había cumplido yo trece años y, después de ocho vividos en Europa, recién regresaba a Costa Rica, la patria exótica y lejana de la que apenas conservaba vagos y confusos recuerdos de la primera infancia. Fue un descubrimiento de costumbres, paisaje; personalidades, como el que experimenta el explorador de tierra extraña, pero matizado emocionalmente por una sensación indescriptible de retorno al regazo materno, de adentramiento en las raíces ancestrales.
Entre las aludidas personalidades novedosas, una muy singular fue José María Figueres Ferrer. Dos años compartí con él las mismas aulas, recreos y lecciones del Colegio Seminario, la más prestigiosa institución de estudios secundarios de la capital y, sin embargo, para mí un penoso anticlímax con mi liceo de París.
Era Pepe sólo dos años y medio mayor que yo; pero a los trece años ese lapso es casi un abismo generacional. Por tal motivo, aunque mi condiscípulo, no fue Figueres para mí un amigo en el sentido de compañero y confidente en esa difícil edad en que el niño se va transformando en adolescente. Pepe era ya un hombrecito. ¡Y qué hombrecito inquieto!
De su vida en esa época sólo tengo recuerdos esporádicos. Fui un testigo distante. Empero, no tanto que no me diera cuenta de su espíritu de contradicción y rebeldía. Alguna vez le oí decir que en Cartago él y su amigo el cartaginés Juan de Dios Trejos —a quien Pepe admiraba, aparte de su mentalidad, por su gran estatura y fuerza física— si la gente caminaba así, ellos caminaban asá, y señalaba con la mano direcciones contrapuestas. No era muy aplicado en el estudio de las materias escolares. Le interesaba más explorar por su cuenta la tecnología. Así se construyó su transmisor inalámbrico y se comunicaba casi diariamente con su otro radioaficonado amigo Luis H. Andrés. Ya a tan temprana edad mostraba Figueres su tendencia temperamental a dirigir gente. Así fue como al finalizar nuestros estudios redactó un acta de separación en que los ocho compañeros nos comprometíamos a reunimos de nuevo a los diez años. Indiscreto sería decir por qué tal propósito no se llevó a cabo.
Aclimatábame apenas al ambiente subdesarrollado y tropical de Costa Rica, y ya el destino me llevaba el año 24 a Nueva York, donde después de unos cortos meses que pasó en Boston y le dejaron huella, Pepe Figueres volvió a reencontrarse conmigo. La brecha generacional entre nosotros se había casi cerrado pero ahora nos separaban la vocación y las condiciones materiales de existencia. Yo vivía en familia y fui desarrollando una mística religiosa muy intensa. Figueres vivía en apartamentos de soltero que generalmente compartía con Chico Orlich u otros no menos descreídos y mundanos que él. De su vida íntima prácticamente nada supe, aparte de que se negaba a estudiar una carrera, a lo que su padre lo instaba vehementemente. Recuerdo eso sí con apreciación sincera el respeto que siempre mostró por mis convicciones religiosas que no compartía. Y también una cierta valoración admirativa amistosamente matizada de su parte por mis facultades intelectuales, originada quizá por la facilidad con que en el Colegio Seminario lo desplacé del primer puesto de la clase. Poca hazaña, en realidad, tomando en cuenta mi formación escolar europea.
Fue de regreso a Costa Rica a mediados del año 1928, cuando advino nuestro gran acercamiento. Ingresado yo al Seminario Mayor a estudiar el sacerdocio, vestía sotana y con ella puesta emprendí el primer día de vacaciones de medio año viaje a caballo con Pepe Figueres a San Cristóbal Sur, donde el futuro caudillo incubaba su «Lucha sin fin». Con la sotana en la alforja, y despejado súbitamente mi espíritu de su obsesión mística, volví al día siguiente a emprender mi nueva vida secular. Figueres fue el testigo solitario de mi transformación, ocurrida sin una palabra o insinuación de su parte, pero, me imagino, que con gran regocijo de su alma. Se inició entonces nuestra íntima amistad. Fui su compañero de anhelos filosóficos y afanes revolucionarios, su abogado, y su confidente, hasta el grado de considerarme, como lo reveló en Palabras Gastadas, su amigo indispensable en las tareas culturales. Yo diría que especialmente las de tipo especulativo en las que discutíamos en «socráticas vigilias» sobre todas las cuestiones humanas y divinas.
Mucho nos acercaba, mucho también nos dividía. A pesar de nuestras discrepancias, y tal vez por ellas mismas, nos hermanaba un afecto profundo. Lo vi crecer y ensancharse como empresario, amigo de maniobras sorpresivas y de golpes de efecto. Mitad soñador y Quijote, mitad comerciante y capitán de industria, despreciaba el lujo y las comodidades personales, pero emulaba a los grandes empresarios y, falto de capital propio, ideaba audaces combinaciones financieras y, para extender sus negocios, hinchaba las velas de sus empresas con el vendaval del crédito, que a más de una hizo naufragar. Abarcaba a menudo más de lo que podía apretar. Era pésimo administrador, pero insigne cautivador de afectos y lealtades personales. Muy juntos y distantes a la vez recorrimos nuestros caminos convergentes y a menudo divergente. Llenarían muchos libros los episodios, las anécdotas, los triunfos y los contratiempos, las noblezas y las mezquindades de nuestra marcha de la mano por los senderos de la historia patria.
Sólo me queda decir que fue tan grande la amistad y tan hondo el cariño que nos unieron antes de que nos distanciara la política, que aun palpitan con emoción fraternal inextinguible esos afectos en lo hondo de mi corazón.
* Segundo Comandante del Ejército de Liberación Nacional. Ministro de Economía, Hacienda y Comercio en la Junta de Gobierno 1948-1949.
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