El triunfo de la Revolución del 48

Tomado del libro de Joaquín Garro “Veinte años de historia chica (notas para una historia política costarricense”

Veinte años

CAPITULO I

EL TRIUNFO DE LA REVOLUCION DEL 48

La campaña política de los años 47 y 48 dividió a los costarricenses en dos bandos, cuyas consecuencias fueron dl rencor, la intolerancia y la hostilidad de la mayoría de los ciudadanos. Con el lastre que suponía la violencia em­pleada en las últimas campañas desde el año 1944, la pre­sente no podía transcurrir en calma. EI empeño del Go­bierno en lograr el triunfo de su candidato, el doctor Ra­fael Angel Calderón Guardia, era ya una amenaza para la tranquilidad y paz nacionales. Confiado el partido ofi­cial el Republicano Nacional- en que con los «votos a computar» obtendría un margen amplio sobre el Par­tido Unión Nacional, lucía seguro e insolente con su po­sible triunfo en los comicios del’ 8 de febrero de 1948. Ce­lebradas las elecciones, el escrutinio dio 54.931 votos a Otilio Ulate, candidato del Partido Unión Nacional y 44.438 votos al Dr. Rafael Angel Calderón Guardia, candidato del Partido Republicano Nacional. Como éste no se avino a la derrota, se apresuró a presentar al Congreso Constitucional (hoy Asamblea Legislativa) demanda de, nulidad de aque­llas elecciones (1). El Congreso, compuesto en su mayoría por adictos al candidato derrotado, se allanó a las exigen­cias del Republicano Nacional y resolvió favorablemente aquella gestión.

La decisión del Congreso cancelaba la posibilidad de un arreglo pacífico a la campaña política que había culmi­nado en las elecciones ganadas por el Unión Nacional. Convencido de que no había otra salida, José Figueres se alzó n armas con 77 hombres en las montañas del sur; salió de su finca La Lucha y tomó posiciones en La Sierra, envió hombres a San Isidro y se hizo fuerte en toda la zona.

La Revolución del año 1948, cuyo origen inmediato fue la declaratoria de nulidad ele las elecciones de ese año, no puede, en todo caso, explicarse sólo con base en ese hecho; fue además el resultado de un proceso de frustración popu­lar gestado a lo largo de varios años, pero que se había agravado en los últimos ocho. Las causas de mayor proyec­ción histórica, si bien no afloraban a la superficie del mar político, se encontraban a poca profundidad. Si el Congreso no hubiera cometido la torpeza de anular la elección de Otilio Ulate, es muy probable que también habría surgido la guerra civil: al menos al cabo de un tiempo. El triunfo del doctor Calderón Guardia resultaba una afrenta para quie­nes creían en la decencia administrativa y una amenaza para los capitalistas, que veían en él al amigo de los comu­nistas y al autor del Código de Trabajo.

La Revolución del 48 no fue sólo el alzamiento en ar­mas de un puñado de hombres, sino también un estado colectivo de una gran mayoría ele la población. En aquella época existía la decisión de un amplio sector del pueblo de cambiar no sólo los cuadros gobernantes sino además el afán de transformar el estilo político del país (2). Había un hartazgo producido por una falsa democracia; los ciudadanos se consideraban estafados cívicamente por causa del abuso de confianza de los gobernantes de turno, e incluso por los mismos políticos de la oposición. El pueblo estaba resuelto a afrontar cualesquiera riesgos con tal que la situación imperante cambiase. No obstante, no todos los dirigentes, enemigos del Gobierno, se situaron a la altura de los hechos a raíz de la revolución: muchos; de ellos, a la hora señalada, defraudaron a las masas y propiciaron una transacción con quienes, en aquellos momentos lo que pre­tendían era la supervivencia política del régimen. Mientras los miembros del comité del partido político opositor al Go­bierno se entendían con éste y capitulaban tristemente, los grupos revolucionarios hacían contactos con fuentes ex­tranjeras para lograr la venida de suficiente equipo bélico y dar la gran batalla popular. En los momentos en que los caporales políticos de uno y otro bando concertaban tre­guas para repartirse el botín, los revolucionarios llevaban a cabo sus operaciones militares y daban comienzo a la Re­volución del año 48.

El mismo candidato victorioso hizo circular una carta en la cual desautorizaba la revolución de José Figueres (3). Al actuar de esa manera parecía indicar que trataba de compartir el poder político con los enemigos que durante la campaña él había atacado desde su propio periódico. Re­signados los dirigentes de la oposición a no disfrutar de la totalidad de las prebendas del Gobierno, escogieron el ca­mino de la transacción, de la componenda y del «palanga­neo» claudicante. Pero desafortunadamente para ellos ya era tarde: una voluntad y una decisión habían surgido a, lo ancho y a Jo largo de los paralelos y meridianos nacio­nales. El grupo radical que formaba parte de la oposición marginado políticamente por los capitostes del Partido Unión Nacional- estaba en armas en las llanuras de San Carlos y en las montañas del sur de Cartago; era dueño de la plaza de San Isidro de El General y estaba atrincherado en El Empalme y en San Cristóbal, y tenía su cuartel ge­neral en Santa María de Dota.

El movimiento encabezado por José Figueres se llama­ba Revolución -con mayúscula- y había logrado consoli­darse. Lo que en un principio había parecido una vulgar montonera y una aventura guerrillera cuando más, adqui­rió el tamaño de algo estable, denso y Heno de contenido ideológico; no pretendía solamente hacer respetar la elección de Otilio Ulate, sino también darle un impulso nuevo a nuestro panorama político, administrativo e ideológico. Las proclamas emitidas desde el Cuartel General en Santa María de Dota así lo revelaban; ellas enunciaban lineamientos vigorosos y valientes que expresaban los aspectos positivos de aquella Revolución.

En aquel momento, José Figueres encarnaba la aspiración e inquietud políticas que venían del año 1942; su nombre llenaba de esperanza a los hombres que desde aquel entonces propugnaban un cambio en nuestra política. Fi­gueres, con el apoyo del pueblo, pudo vencer en la montaña; en los primeros días del mes de abril de 1948 abandonaba las posiciones del sur y tomaba las ciudades de Limón y Cartago. Después de combatir en San Cristóbal, Santa Ele­a, La Sierra, El Empalme, San Isidro, El Tejar, Tarbaca y Ochomogo, el Ejército de Liberación era dueño de la mi­tad del país, y Figueres se preparaba para el asalto definitivo sobre San José.

Con el grueso del ejército revolucionario en Cartago, que desde el 12 de abril de aquel año se había convertido en la capital de la llamada Segunda República, Figueres ora asediado no por las tropas del Gobierno, sino por los políticos del Partido Unión Nacional; éstos se le acercaron v le susurraron al oído que una vez derrotado el Gobierno, no le entregara el Poder a don Otilio Ulate. Le aconsejaban a Figueres olvidarse de las elecciones y de quien ostentaba la condición de Presidente electo.

Mientras todo eso sucedía en las filas revolucionarias, el Presidente de la República, don Teodoro Picado, no había cesado de buscar el apoyo del Gobierno de Ni­caragua. A la sazón ya contaba con los refuerzos que Somoza le había enviado. Como los comunistas apoyaban al gobierno del señor Picado, el de Nicaragua y el de los Estados Unidos de América habían ideado un plan aceptado por aquél: apoyar militarmente a Picado para que éste lograse la derrota de Figueres y deshacerse de la in­fluencia comunista. Estados Unidos de América y Nica­ragua, por razonas comprensibles deseaban el fracaso de la Revolución, pero sobre todo la influencia roja en Costa Rica; para ambos gobiernos, tan peligroso era el movimiento figuerista como la hegemonía del comunismo en un país de Latinoamérica en los precisos momentos en que se iniciaba la guerra fría. El jefe del Partido Van guardia Popular (comunista) que conocía los vericuetos de la pequeña y alta política de ese entonces se refiere a estos hechos en la forma siguiente: “…Somoza y el Em­bajador yanki propusieron un plan concreto de acción que puede resumirse así: se facilitaría a Figueres el avance hacia San José y cuando estuviera peleando en la pe­riferia, el Gobierno se trasladaría a Liberia y dejaría a San José en manos de los vanguardistas. San José sería declarada ciudad abierta. Entonces entraría la Guardia Nacional (nicaragüense, aclara el autor) a aplastar a co­munistas y figueristas. El pretexto sería que los comunis­tas de Costa Rica se habían apoderado del país y que toda Centroamérica estaba en peligro. Con este plan, según lo supe después, estuvieron de acuerdo algunos militares y políticos de influencia” (4).

El plan no se llevó a cabo en todos sus extremos. pero la Guardia Nacional sí penetró en territorio costarricen­se; los mismos comunistas, con motivo de esa invasión con­sentida por Picado, exhortaban por la radio a los costarri­censes y al mismo ejército revolucionario para que se en­frentaran a las tropas nicaragüenses a defender la soberanía nacional (5).

Pronto el gobierno del señor Picado dio muestras de querer terminar la guerra; surgieron varias :fórmulas, entre ellas la de que Teodoro Picado y los tres Designados a la Presidencia de la República (vicepresi­dentes, diríamos hoy) presentaran al Congreso la renuncia de sus cargos (6); esta proposición no fue aceptada y en cambio el señor Picado, para disimular su rendición ante “fuerzas incontrastables” que le habían hecho “perder aquella partida” (7), según el decir del mismo señor Picado; optó por renunciar y llamar al ejercicio de la Presidencia al Tercer Designado, don Santos León Herrera. La rendición del gobierno de don Teodoro Picado supuso varios días de conversaciones y dio por resultado él Pacto de la Embajada de México. Aunque Figueres lucía victorioso, su posición política no era firme: había una decisión internacional de obligarlo, una vez en San José, a entregar el Poder al señor Ulate.

Al darle el mando al señor Santos León Herrera se pretendía guardar ciertas apariencias de normalidad constitucional, concediéndole un aspecto de transición pacífica al cambio violento que se estaba efectuando. Este subterfu­gio jurídico, sin embargo, no tenía la virtud de mitigar el verdadero sentido y la realidad de los hechos; el orden constitucional que el señor Picado se esforzaba en mante­ner en los momentos de su caída no podría durar más allá del 8 de mayo: a partir de esa fecha no habría ya un Presidente constitucional, ni mucho menos una Constitución que regulara las funciones del nuevo gobierno. La panto­mima de resignar’ la Presidencia de la República en el Tercer Designado era un acto de falsa constitucionalidad, hipócrita y antijurídico; era -si se nos permite la expres­ión constitucionalizar un movimiento armado, y aceptar que una revolución puede, dentro de la Constitución, deponer al titular del Poder Ejecutivo. La Revolución del 48 no debió aceptar que el Presidente renunciara al Poder en favor del Tercer Designado; ella estaba en condiciones -y tenía suficiente fuerza- de rechazar aquella farsa. Al capitular el gobierno del señor Picado, sin regencias san­tosleonescas, Figueres debió haber tomado el Poder direc­tamente y no asumir el cargo de Secretario de Seguridad Pública, que aunque le daba el mando directo, tenía que avenirse, al menos durante unos días, a servir a un Go­bierno pseudoconstitucional. Figueres tuvo que explicar aquella actitud porque al pueblo le parecía raro que una tercera persona, extraña en el proceso político y militar, apareciera como Presidente: «Cartago, Cuartel General, 22 de abril de 1948. El Comandante en Jefe del Ejército de Liberación declara: 1°)-Nuestro Ejército permitió que se organizara un gobierno provisorio para pocos días, a soli­citud del Honorable Cuerpo Diplomático, para evitar una toma sangrienta de San José, por la fuerza. 2°)—La pren­sa del país no ha estado bien informada y ha pintado una situación de ambigüedad que no existe. 3°)—La misma or­ganización que alcanzó la victoria asumirá en brevo el mando total del país, y garantizará a los ciudadanos una rápida reorganización nacional y el establecimiento de la normalidad. 4°)—Luego se empezará a poner en ejecución los grandes planes constructivos de la Segunda República. (f) José Figueres, Comandante en Jefe«. (8).

Vistas las cosas con criterio sereno y perspectiva leja­na, resulta inexplicable que la Revolución fuese tan com­placiente si tenía en sus manos las armas, el triunfo mili­tar y la legitimidad para asumir el Poder directamente. Aceptar que era necesario un período de transición en el orden político frente a una realidad violenta, surgida a causa de la misma Revolución, es contradictorio. ¿Qué cla­se de transición podría haber en un período de quince días con un gobierno como el de don Santos León Herrera ­más que provisional, inestable, fugaz y carente de autori­dad, que no contaba, por otra parte, con la obediencia de los soldados revolucionarios? En estos casos la transición era un caos, un desorden y una anarquía.

Si quisiésemos indagar en la psicología social el moti­vo de aquel comportamiento tendríamos que pensar en la manera de ser de nuestro pueblo: contemporizador, componedor y legalista, de cuyos defectos no podían sustraerse los hombres que bajaban de las montañas olorosos a pólvora, ungidos como héroes y untados de sangre. Ahora bien, si queremos encontrar una razón práctica, tenemos que verla en el afán de los jefes de la Revolución de evitar lo combates en las calles de San José, en donde los comu­nistas parecían ser los dueños de la situación. (Conviene aclarar al respecto que los miembros de Vanguardia Po­pular ni con la rendición de Picado querían deponer las armas: aunque no estaban en condiciones de hacerse carg­o del Poder, juzgaban que habían sido traicionados por el Gobierno y los personeros del Partido Republicano. «Yo subí al alto de Ochomogo – explica don Manuel Mora – a hablar con Figueres cuando ya don Teodoro Pi­cado había capitulado y en momentos en que el país estaba invadido por la Guardia Nacional de Somoza. Figueres se había negado a venir a la Embajada de México y yo decidí ir a buscarlo en su propio terreno. Le expliqué que el país se encontraba invadido bajo el pretexto de que los comunistas nos negábamos a aceptar la capitulación de Pi­cado. Le agregué que nuestro partido no se desarmaría hasta tanto él no nos firmara un pliego de garantías po­líticas sociales ya que las garantías de vidas y haciendas obtenidas por el Cuerpo Diplomático no nos bastaban. Figueres aceptó mis condiciones, las cuales, el día siguiente, fueron incorporadas al Pacto de la Embajada de Méxi­co» (9)).

Como don Santos León Herrera era Tercer Designa­do a la Presidencia de la República para el período constitucional que expiraba el 8 de mayo de 1948, su «regencia» duró hasta ese día. Los hombres de la Revolución se hicieron, entonces, cargo del Poder y se emitió el siguien­te decreto: «Junta Fundadora de la Segunda República.

N° 1. Artículo 1°—Constitúyase un Consejo de Gobierno Provisorio de la Nación, que ejercerá sus funciones con el nombre de Junta Fundadora de la Segunda República. Artículo 2°—Será Presidente de esta Junta don José Figueres Ferrer, y la integrarán además los señores Benjamín Odio, Ministro de Relaciones Exteriores y Culto; Gon­zalo Facio Segreda, Ministro de Justicia y Gracia; Fer­nando Valverde Vega, Ministro de Gobernación y Policía; Alberto Martén, Ministro de Economía, Hacienda y Co­mercio; Uladislao Gámez Solano, Ministro de Educación Pública; Francisco José Orlich Bolmarcich, Ministro de Obras Públicas, Bruce Masís Dibiasi, Ministro de Agri­cultura e Industrias; Raúl Blanco Cervantes, Ministro de Salubridad Pública; Presbítero Benjamín Núñez Vargas, Ministro de Trabajo y Previsión Social; Edgar Cardona, Ministro de Seguridad Pública; quedando por consiguiente organizado en tal forma el Gabinete del Gobierno. Ar­tículo 3°—La Junta Fundadora de la Segunda República asume los Poderes Legislativo y Ejecutivo del Estado. Da­do en la Casa Presidencia, San José, a los ocho días del mes de mayo de mil novecientos cuarenta y ocho«.

Si bien la Junta inició sus funciones con la acepta­ción popular, José Figueres había tenido desde antes serios problemas de carácter político con los amigos de Ulate. Esos señores propalaron el rumor de que aquél pretendía instaurar una dictadura militar indefinidamente. Tales políticos no se contentaron con ello, sino que además, por la prensa y radio, se dedicaron a desprestigiar el movi­miento armado aun antes de que sus dirigentes se hicie­ran cargo del Poder. El mismo Figueres recogió el rumor y en una declaración publicada en los periódicos del 24 de abril de aquel año dijo: «Lamentamos que ciertas dispo­siciones nuestras, impuestas por las circunstancias hayan creado la impresión entre ciertos ciudadanos de que pre­tendemos instaurar en Costa Rica una dictadura militar. Nada más ajeno al temperamento y a las inclinaciones de los hombres que inmerecidamente hemos dirigido el movimiento libertador«. Como no bastó esa declaración, se convino entonces en redactar un acuerdo que llegó a ser lo que se conoció como el Pacto Figueres-Ulate y lleva fecha del 1° de mayo 1948. Por medio de él se le notifi­có al país de que la Junta gobernaría por un período de dieciocho meses; asimismo, acordó convocar al pueblo a elecciones para el 8 de diciembre de ese año, a fin de es­coger representantes a una Asamblea Constituyente, cuya instalación se efectuaría el 15 de ese mismo mes, para redactar una nueva Constitución. El Pacto dijo también que la Junta reconocería y declararía valedera la elección del 8 de febrero en cuanto a la Presidencia de don Otilio Ulate (no se hizo referencia a la elección de diputados, verificada ese mismo día); además se convino en pedir a la Asamblea Constituyente que ratificara esa elección para que el señor Ulate ejerciera la Presidencia de la Re­pública, una vez terminado el período de la Junta (10). Hubo otros acuerdos, pero los medulares fueron esos.

CITAS

(1) Ver La Gaceta No. 50 del 29 de febrero de 1948 y el artículo 82 de la Constitución del 71.

(2) Sobre este tema ver Ideario Costarricense, Editorial Surco, No. 2, San José, Costa Rica, 1943; las publicaciones en el Diario de Costa Rica a partir del año 1944, del Centro para el Estudio de problemas Nacionales, la revista Surco de esa misma agrupación, y demás un trabajo del autor sin= publicarse denominado His­toria de la democracia costarricense.

(3) Al autor le contaron en cierta ocasión los hijos de don Claudio Cortés Castro que éste poseía la mencionada carta. Parece que el señor Cortés Castro no quería que fuese publicada. Su vo­luntad se ha cumplido: si en verdad ese documento estaba en sus manos, nunca ha salido a la luz pública.

(4) «Entretelones de la guerra civil» en Libertad del sábado 4 ele setiembre de 1965.

(5) Para ampliar detalles sobre estos hechos, ver la sumaria por traición a la patria que contra el señor Picado y otros se esta­bleció posteriormente y en especial, de: Enrique Guier: Defensa de los señores licenciado don Teodoro Picado y don Vicente Urcuyo. San José, Costa Rica, 1950.

(6) TEODORO PIOADO: El pacto de la Embajada de México. Su incuplimiento, Editorial Centroamericana, Managua, pág. 12

(7) El Pacto, ob., cit., pág. 5

(8) ARTURO CASTRO ESQUIVEL: José Figueres Ferrer. El hombree y su obra (ensayo de una biografía). Imprenta Tormo, Sn José, Costa Rica, 1955, pág. 128.

(9) Dos discursos en defensa de Vanguardia Popular, Ma­nuel Mora Valverde.
Folleto editado por el Partido Comunista, sin pie de imprenta ni guía editorial, en San José de Costa Rica, con motivo de- la campa­na electoral de 1961_1962, pág. 27.

(10) A propósito de ese Pacto. conviene citar las palabras de don Manuel Mora, transcritas en el periódico Libertad del 21 de agosto de 1965 que textualmente dicen:… «Le pregunté entonces por la situación del señor Figueres y le recordé que él (se refiere el señor Mora a don Teodoro Picado) me había dicho que tanto el Departamento de Estado como Somoza no lo aceptaban. Me respon­dió que ese mismo asunto había sido tratado por él con el Embajador de los Estados Unidos y con un personaje de la política norteame­ricana que estaba en el país y que ambos le habían dicho que a Figueres lo obligarían a entregarle el poder a Ulate en cuanto lle­gara a la capital: que ellos tampoco consentirían que Figueres go­bernara porque lo consideraban un instrumento do Arévalo (Juan José Arévalo -insisten en aclarar el autor- era a la sazón Presidente, do Guatemala y quien le había facilitado armas a Figueres por me­dio del Jefe de las fuerzas Armadas, Coronel Francisco J. Arana) y un peligro para la tranquilidad de sus aliados en Centroamérica» («Por qué subí a Ochomogo», en el periódico citado).

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