Parte III
Contenidos
Habíamos tomado ya nuestros puestos: unos a babor, otros a estribor y en la popa; todos contenplábamos la naturaleza que nos circundaba. Fallas, con un pie en la regaba, miraba, desde la proa, hacia el infinito. A su lado, Eduardo Mora, que por aquella época, siendo todavía un jovenzuelo, dirigía el Partido en la Zona Bananera del Sur, conversaba con un grupo de compañeros. Fue Mariano Cerna Gaitán (Masaya), quien, volviéndose, gritó a Fallas:
—;En qué pensás, Calufa?
—Pienso en el día maravilloso en que los trabajadores conquisten definitivamente el mundo —dijo Fallas enfrentándose al grupo.
—¿Conquistar el mundo? —dijo Masaya, meditando.
—Sí compañeros —aclaró Calufa—; no hay empresa, por grande y dura que parezca, que la clase trabajadora no pueda acometer y vencer, Organizados y unidos, todos los trabajadores son poderosos, invencibles y capaces de conquistar el mundo…
Los linieros estirábamos el pescuezo tratando de captar las palabras de Fallas. En tanto, la nave caminaba velozmente. Era necesario ganar tiempo para desembarcar en Dominical con buena marea, a fin de reanudar la marcha a pie, esta vez hasta la capital.
Navegábamos serenamente: íbamos a favor del movimiento de las aguas y la casi pleamar estancaba todas las corrientes.
Ya cerca de la «boca», se oyó el rugido de la «barra». Divisamos la «humazón» formada por el agua al cortarse con el viento en las empinadas olas. La campana volvió a llamar. Era la voz de mando del piloto pidiendo más fuerza. La máquina aceleró. Todos buscamos cómo protegernos: nadie ignoraba que la «barra» es brava, por quieta que esté, y que echársele encima significa mucho peligro.
Fallas, como siempre, atento a todo, ya emitía órdenes precisas de seguridad. Daba vueltas por la cubierta y situaba a la gente. Las cuatro mujeres en el lugar de menos peligro. Luego, se apostó cerca de la cabina del piloto.
Nos sacudió el encuentro de la nave con las olas. Se oía la campana del piloto sonando con insistencia; ya reclamaba aumento, ya disminución de la fuerza. Y es que la entrada a la «barra» hay que saberla sortear; de lo contrario, resulta muy fácil ir a dar al fondo con todo y barca. Por fin empezamos a surcar olas debilitadas. Pero entonces vinieron los momentos más emocionantes:
«¡A cruzar el lomo de los tres últimos machos de agua de la «barra»! Se trataba, por supuesto, de la parte más peligrosa.
«Viene… viene el primero». Nos levantó por la proa, arrojó enormes escupitajos y la lancha se precipitó al abismo desde la misma cresta de la ola. Todo traqueteó a nuestro alrededor. Estábamos listos para el segundo «macho» de la «barra». Había que embestir de frente. «Adentro Capi», gritamos todos. Y la embarcación le entró al segundo. Volvimos a salir. Mojados, nerviosos, pero contentos. Y vino el tercero. Aquí la nave fue cruzada con hábil maniobra del piloto, de modo que cayó desde lo alto como resbaladita, sin mayor estrépito, ya mar adentro.
Nos dispusimos a buscar la Playa de Dominical. Un ligero cabeceo de proa a popa; el mar se aparecía sereno y reluciente, como vestido de fiesta. Allá se veía Dominical. ¡A toda marcha!
Poco después, estuvimos fondeados cerca de una pequeña punta rocallosa. Otra vez Fallas, moviéndose de un lado para otro, ahora organizando el desembarco con el capitán. Bajaron los botes al agua. Se dio la orden de que primero descendieran las mujeres. «Mucho cuidado con la Chepa», dijo algún liniero. La Chepa pesaba como 250 libras. Todos nos preparábamos con gran rapidez para ocupar los botes; unos se tiraron a nado.
—No se tiren, compañeros —gritaba Calufa. Pero no le hacían caso.
Ya en tierra, Fallas reprendió a los compañeros que se habían lanzado a nadar.
—Hombre —protestaron ellos—, vos hablas de que los trabajadores vamos a conquistar el mundo entero, ¿por qué no podemos cruzar a nado esta lengüita de mar?
Comprobado que no faltaba nadie en la playa, nos organizamos para preparar el café y un «gallo». Luego continuaríamos hacia San Isidro de El General, con rumbo a San José.
En Playa Dominical no sólo comimos unos gallos, sino que cenamos y dormimos, porque había que esperar a los compañeros que venían de Quepos en otra lancha. En dos estañones se hizo la comida. Fallas era el jefe y daba órdenes y gritos, pero no resultó buen distribuidor y, por fin, en medio de carajeadas, hijueputazos y «puyas», nos abalanzamos sobre los estañones. Uno de todos perdió el equilibrio y regó un montón de comida: aquella deliciosa sopa de verduras, carne y arroz. Por eso, entre varios, resolvimos darle un golpe de estado a Fallas y nombrar en su lugar a Eduardo Mora; a partir de entonces, hubo un perfecto orden de filas, con jefes de cinco en cinco, y sólo se le daba de comer a quien tenía disciplina. Todos la procuramos.
Los compañeros de Quepos llegaron a Playa Dominical durante la noche y, para que desembarcaran, quemamos unas llantas viejas que había botado una empresa extranjera en los tiempos de la segunda guerra mundial. El incendio de las llantas, colocadas en semicírculo, dio luz al desembarco y también sirvió para impedir la invasión de millones de bichos que, de otra manera, nos habrían alzado en peso.
Los de Quepos desembarcaron en medio de vivas al Partido, vítores patrióticos y gran alegría. La playa estaba hermosamente iluminada por las llamaradas. Todos nos podíamos ver el rostro perfectamente. Desde el torbellino humano, formado por los linieros, se alzaban agitadas las manos saludando a Fallas y a Eduardo Mora; los viejos conocidos se les tiraban encima para abrazarlos. Fue, en uno de esos instantes, cuando Fallas, muy conmovido, le dijo a Mora:
—¿No te recuerda esto aquellas históricas marchas de los esclavos que luchaban para liberarse del estado esclavista romano?
—Indudablemente —contestó Eduardo—, los costarricenses tendremos que realizar muchas marchas más para defender nuestras libertades y sacudirnos el dominio de los monopolios de los Estados Unidos…
El intercambio de impresiones entre los dos camaradas fue interrumpido, desde luego, por el movimiento de los linieros. Todos teníamos algo que contar acerca del éxito de la marcha de la columna.
Finalmente, platicando y caminando, nos acercamos al lugarcito de la playa que esa noche nos serviría de lecho. Pasada la emoción revolucionaria del momento del desembarco de los nuevos compañeros y, ya arrodajados en la pura arena, nos fuimos reconociendo mejor los amigos y compañeros de trabajo: en la columna de Quepos venía gente de las fincas de «Parrita», de la de «Damas» y del «Ramal de Naranjo»: Pedro, Talí, Isaac, Justo y otros antiguos linieros.
Chistes y anécdotas se sucedían uno tras otro. Nadie quería que darse sin participar en esa noche de regocijo y camaradería. Fallas y Eduardo, cerca uno del otro, escuchaban atentos. A veces son reían, otras se carcajeaban, según el caso.
Poco a poco, los mil y pico de hombres nos fuimos acomodando para dormir: cada uno en el lugar de la playa que mejor le pareció, sin alejarse más allá de la parte iluminada. Organizamos la vigilancia. Felizmente, las llantas nos dieron muy buen rendimiento. Puede decirse que pasamos una noche tranquila y que el poco tiempo que dormimos lo hicimos profundamente.
A las dos de la mañana salimos de las Playas de Dominical hacia San Isidro. El clarín, Solano, nos despertó lanzando al aire los acordes de la última estrofa del Himno del Partido.
Inmediatamente, todo el mundo estuvo de pie y nos organizamos en grupos según la finca; nombramos a los responsables de cada conjunto y emprendimos la marcha. Llenos de entusiasmo, nuestro himno iba cobrando fuerza en todas las voces:
«Con Vanguardia, con Vanguardia con Vanguardia Popular
están los hombres que quieren forjar una patria feliz de verdad.
Nada importa lo que pase; nuestros nervios templados son al fuego.
Vamos a hacer una Patria mejor donde no haya miseria y dolor.
Cada golpe una victoria; avanzamos con el vigor del pueblo.
Ni un paso atrás ¡Adelante a luchar por Vanguardia Popular!
¡Adelante, camaradas!
¡Adelante los héroes del trabajo!
Ni un paso atrás. Adelante a luchar con Vanguardia Popular!»
Eduardo Mora, Solano y otros linieros avanzaban a la cabeza de la columna. Mora cargaba una mochila con pastillas, yodo, gasas, etc., por si llegaba a ser necesario.
A la retaguardia de la columna venían Fallas, Juan José Ceregatti y otros dirigentes del Partido y de la Federación de Trabajadores Bananeros en la Zona Bananera.
Habíamos acampado bastante retirados del Río Barú, lo cual dificultaba el aprovisionamiento de agua; en consecuencia, nos vimos obligados a usar la que traíamos en garrafones solamente para cocinar. El problema creado por la escasez fue resuelto cuando unos cuantos hombres subieron a los palos de pipas y bajaron una buena cantidad. Obtuvimos entonces bastante agua potable y deliciosa… Tomábamos agua de pipa y charlábamos. En eso Fallas dijo: «Es bueno que los muchachos aprendan a distinguir los toques de la corneta». Todos aprobamos la idea.
En seguida no más, Solano, que era el «corneta» oficial de la columna, ejecutó los toques. Con gran maestría adaptó esta llamada: «¡Adelante, camaradas! ¡Adelante los héroes del trabajo! ¡Ni un paso atrás. Adelante a luchar, con Vanguardia Popular!» (La última estrofa de nuestro himno). Cerca del mediodía, bajo el sol ardiente, esa llamada daba aliento a los rezagados, los hacía avanzar, y a los que iban a la cabeza los empujaba más hacia adelante.
Antes del amanecer, mientras hervía agua para chorrear el café, estuvimos practicando las llamadas de corneta. Hasta la «Internacional» la ejecutó Solano: ¡Qué buen cornetilla!
Empezamos la caminata muy temprano y a paso rápido para «lograr la fresca». Como a las tres de la mañana, estábamos cruzando el Río Barú, dejamos la pequeña planura paralela al cauce y comenzamos a subir por el costado de la cordillera, de donde viene el camino. Varios compañeros habían tropezado dando de bruces en el agua, al atravesar el río; por eso venían empapados.
Las mujeres marchaban a la pura retaguardia, como medida de precaución. Eran cinco: «La Chepa Pollo» (Josefa Pérez), Obdulia Pizarro, esposa de Guillermo Carvajal; la «Chita», hermana de los marimberos de Puerto Cortés; una a quien lamamos «La Chiquilla» y otra compañera de finca 5.
En el momento de salir la primera brigada alguien dijo: «Tengan cuidado, no se olviden que en los recodos del camino se pueden encontrar al tigre».
—¡Aja! Déjenmelo a mí para voltearle el cuero al revés a ese jodido —dijo el nica Justo López («Chancho e’ monte»), y todos reíamos con su fanfarronada.
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