La revolución inconclusa, 27 años después
Alberto Martén
Artículo publicado originalmente en el periódico La Nación del 28 de setiembre de 1975.
LA EFEMÉRIDE DEL ODIO
Cuando en la noche de un 13 de febrero, Francia sintió los dolores de su quinto alumbramiento, ambos esposos rogamos a los hados que no naciera el hijo de nuestro amor en la efeméride del odio. El cielo nos oyó y nació Federico en la madrugada del 14, día de San Valentín, fiesta de los enamorados.
Nuestra preocupación tenía su fundamento. El 13 de febrero es la fecha siniestra de la política costarricense. El recordarlo no debe servir, empero, para atizarlos rescoldos del odio que el tiempo va extinguiendo, sino para prevenir —como la calavera en la botella de veneno— a los desaforados contra las consecuencias de sus criminales atropellos. Los costarricenses, sin olvidar él agravio, no debemos escalfar nuestras almas en la poción ardiente del rencor, sino refrescarlas con el pensamiento de que a la noche lúgubre del 13, hito de horror, sigue la aurora del 14 de febrero, festival del amor, de la reconciliación y la fecundidad.
Miguel Acuña en su controvertido libro «El 48» se olvidó del 13 de febrero. De otros olvidos mayores adolece también la obra, en muchos aspectos excelente, pero sobrecargada de una pasión adversa a los revolucionarios. Considero la publicación lectura útil para los estudiosos de la historia patria por los dramáticos sucesos que el autor relata y documenta, si bien con la advertencia de que ahí no está toda la verdad ni sólo la verdad. Trataré de llenar algunos de los vacíos más notables, rectificar gravísimos errores y denunciar ciertas injusticias; pero reconociendo el laudable esfuerzo del joven historiador por recoger información auténtica, su preocupación por la objetividad y su valentía al calificar crímenes y desafueros, aunque en tono quizá grandilocuente.
El 13 de febrero es el pivote trágico de los acontecimientos del 48, que no fueron una revolución venida de Guatemala —afirmación inconsistente de Miguel Acuña—, ni un pronunciamiento contra Teodoro Picado, ganador en las urnas de la elección presidencial —otra afirmación falaz de Acuña—, ni un programa de reestructuración económica y social redactado en Venezuela- por ideólogos marxistas —tercera de las inciertas premisas mayores de Acuña.
El 48 es el epicentro de un sacudimiento nacional provocado, en una época de gravísimas tensiones internacionales y divisiones intestinas, por las actuaciones del doctor Rafael Angel Calderón Guardia y sus secuaces, que convirtieron en mezcla, explosiva, por la adición de un caldo infernal de represiones y abominaciones, el manantial de consecuencias críticas de la mayor guerra mundial en la historia de los hombres, y la mayor reforma social en la historia de los costarricenses. José Figueres Ferrer fue el héroe nacional que polarizó las rebeldías cívicas del pueblo ultrajado pero aún no domesticado, en un articulado movimiento revolucionario; el patriota que supo conseguir armas y oficiales en los santuarios rebeldes del Caribe; y el comandante en Jefe que llevó al ejército de liberación a la victoria. Tan alejado de la verdad, empero, es la afirmación del profesor Acuña de que Figueres fue nombrado en Guatemala comandante de una legión de mercenarios, que habrían de asolar todo el Caribe, como la versión de algunos paniaguados de que el 48 fue un alzamiento de Figueres y un grupo de amigos para reformar el país conforme a sus convicciones e intereses, personales. La verdad es que el país entero hervía de indignación por haber Calderón Guardia «pisoteado con pies de monstruo la urna electoral», amén de sus bribonerías hacendarías; que un dirigente civil, Otilio Ulate, había inflamado con discursos y proclamas la conciencia nacional, y que la sangre de mártires cívicos había abonado el espíritu revolucionario. En tales circunstancias Figueres supo deslizar sus hombres de armas sobre la cresta de esa ola, con patriotismo y pericia inigualables, hasta las playas de la victoria. Ni las mismas armas reforzadas con nuevos aportes, ni los mismos capitanes extranjeros que las empuñaron junto a nosotros, pudieron repetir la hazaña en otros pueblos sojuzgados por tiranos crueles y envilecidos por décadas de dictadura.
EL PRIMER GOLPE
No soy historiador, ni siquiera escritor académico; tan solo un hombre que expresa su opinión. Mi falta de pericia literaria tiene la compensación para el lector de que no tendrá que descifrar galimatías pedantescos de lenguaje, tan abundantes entre escritores profesionales. No intentó, guárdeme Dios, captar en un ensayo de muy pocas páginas, la vasta y compleja experiencia vital de los costarricenses a través de treinta y cinco años de agitada historia; a pesar de que me tocó vivirla en los finales de mi juventud y los principios de mi madurez, cuando el temperamento es más tranquilo y la conciencia más lúcida. Tan sólo me propongo aportar el testimonio de mis apreciaciones subjetivas y actuaciones personales, como complemento y rectificación a veces, de las citas que me hace Miguel Acuña en «El 48». Si muchos otros lo hicieren —ya algunos lo han hecho— tendrían los costarricenses, especialmente la generación posterior a los sucesos relatados, un cuadro de referencias mucho más confiable. Si el libro de Acuña logra motivar a protagonistas calificados de la epopeya de la que él narra tan sólo unos episodios, a escribir con veracidad y nobles propósitos su propia versión, deberemos exaltar su iniciativa, cualquiera que sea el juicio que su libro en sí merezca.
Yo desde mis años dé estudiante me había interesado por la política; había participado en ella a niveles muy elementales, y como tanto otro costarricense veía en las campañas un deporte cívico muy estimulante en el que se lograban triunfos y satisfacciones tanto espirituales como materiales y se sufría de vez en cuando una zancadilla o una patada de los malos jugadores, igual que en el fútbol. Como me tocó actuar en la tercera campaña de don Ricardo Jiménez y la primera de don León Cortés, sabía por experiencia que la política es un juego sucio. Viví; los agitados días del Bellavistazo, primero bajo las órdenes de Memé Yglesias en El Molino, frente a la Fábrica de Licores, y finalmente muy cerca del propio don Cleto en el Cuartel de Artillería, desde el cual los artilleros Sibaja y Fernández Peralta, con un 75 de montaña, para el que la araucaria del Bellavista ofrecía un blanco perfecto, aterrorizaron a los alzados, que ya desesperaban de lograr nada por las armas y habían estado enviando emisarios de paz. Bastaron 14 disparos para que flamearan las banderas blancas de la rendición. Estaba cansado de oír denuncias de marrullerías y fraudes, y me sabía de memoria las frases cínicas atribuidas al candidato Manuel Castro Quesada de que debían tomarse precauciones por si a algún vagabundo se le ocurría leer algún día la Memoria de Hacienda, y de que en política lo único inmoral es perder. Sí indudablemente la política era un juego sucio e implacable. Regía entonces en todo su vigor el «spoils system«, importado de los Estados Unidos, de donde ya se ve que no sólo copiamos la Constitución. El partido vencedor, sin limitaciones de servicio civil o prestaciones de trabajo, despedía a los empleados públicos adversos e instalaba en sus puestos, sin mucha ceremonia, a sus propios partidarios. Empero si la política era sucia, no era abiertamente criminal. El gobernante cuando hacía uso de las armas, sólo las empleaba para mantener el orden público. El fraude, la violencia estaba en los partidos, no en el gobierno o los representantes de la ley. Muy lejos y olvidados estaban los días de Pelico Tinoco, para no hablar sino de este siglo.
El primer golpe, el zarpazo brutal que me hizo comprender que todo había cambiado, fue el arresto de Pepe Figueres, interrumpiendo un discurso que pronunció en 1942 y que patrocinábamos Chico Orlich y yo. Su incomunicación sin orden judicial, y su destierro en violación de las garantías individuales, abrieron un nuevo capitulo en la historia política de Costa Rica, e iniciaron la era que culminó en el 48 y de la cual todavía vivimos el epílogo. Dos fechas trágicas contiene ese periodo: 13 de febrero de 1944, 12 de marzo de 1948. La primera explica la segunda.
LA BÚSQUEDA DE ARMAS
Aunque no tan violenta y apasionada como en otras latitudes, la poética en Costa Rica no ha sido un idilio de pastores. Mas de una vez un ciudadano llevado de una exaltación justa o errada trató de levantar el país en armas y se precipitó a encabezar una revolución que no llegó a nacer. Figueres que conocía las desventuras militares del general Volio y la inmolación heroica de Rogelio Fernández Güell, no quiso correr la misma suerte. En el ambiente caldeado por la persecución de ciudadanos que hacía subir día a día la temperatura revolucionaria de país, conservó la cabeza fresca, y desde México donde discurría su exilio, se dedicó a buscar armas con que derribar la tiranía. No las había en Costa Rica donde ni siquiera el gobierno estaba medianamente provisto de armamento. Era preciso encontrarlas en el exterior. Figueres probó primero a adquirirlas en México empresa en la que yo mismo le ayudé. Así se logró, pero el cargamento fue descubierto y requisado. Finalmente las consiguió con el general Rodríguez. En esas negociaciones no intervine yo. Rodríguez suplió las armas y algunos oficiales que las conocían bien y servirían de entrenadores de los revolucionarios ticos. Guatemala brindó facilidades para el puente aéreo que abrieron los capitanes Núñez y Escalante. El mando siempre estuvo en Costa Rica. Figueres no fue nombrado sino reconocido por los extranjeros como jefe de la revolución y comandante supremo de las tropas. Ellos se plegaron a nuestros designios y a nuestra autoridad. El general Ramírez, entonces teniente coronel, fue nombrado jefe del estado mayor, subordinado en todo momento a los mandatos de Figueres. Si Figueres hubiese muerto en la batalla de San Cristóbal, ya Ramírez me había reconocido a mí como comandante en jefe. El mando supremo siempre fue tico, idealista, desinteresado, patriota, Ramírez y sus hombres vinieron a Costa Rica, también por ideales revolucionarios, para pelear por la libertad de un pueblo, como peleó Byron por los griegos y LaFayette por los americanos.
No se diga entonces jamás como comentara Teodoro Picado con sus amigos que «los costarricenses somos incapaces de hacer una revolución» ni se añada como Miguel Acuña que «la Revolución vendrá de fuera».
EMPIEZA LA REVOLUCIÓN
Otilio Ulate tenía toda razón para temer de que por grande que pudiera ser su triunfo electoral, las mismas fuerzas que le robaron la presidencia a León Cortés en el 44, tratarían de cerrarle el paso en el 48. Por eso, al mismo tiempo que gestionaba actívamente garantías legales que, no escatimaba, justo es reconocerlo, don Teodoro Picado, mantenía contacto con Figueres y los grupos que estaban preparando una defensa armada de las elecciones. Las relaciones no eran muy estrechas. Diferencias profundas de temperamento, convicciones ideológicas, y escrúpulos morales, mantenían separados a muchos dirigentes que sólo unían su repudio al régimen que nos gobernaba y su inquebrantable decisión de no permitir un segundo 13 de febrero. Dentro de cada grupo, llamémoslo revolucionario, había a su vez disensiones y rivalidades inherentes a la naturaleza, humana. Yo era íntimo amigo de José Figueres y sin embargo tenía con él frecuentemente diferencias de opinión, por lo que no me participaba muchas actuaciones con las que sabía que no estaría acuerdo. Así si bien mi bufete del Pasaje Dent, donde también tenía Figueres su oficina, fue mucho tiempo el centro de las actividades prerrevolucionarias, el arreglo o pacto con el general Rodríguez y otros dirigentes centroamericanos, para suministro de las armas me fue desconocido, así pomo los detalles del Plan Maíz para la toma de San Isidro de El General. Puede decirse que en esos días de fines de febrero yo estaba algo distanciado de Pepe Figueres. No fue sino el primero de marzo, cuando los 27 diputados anularon la elección de Otilio Ulate que decidí reunirme con él en La Lucha, ya en plan de guerra, pero sin saber exactamente qué planes militares se pensaba desarrollar.
En traje de campaña, con una 45 que había traído yo mismo de México, y una provisión de cargadores, esperaba la noche para escurrirme entre los matorrales del Parque Bolívar que quedaba no muy lejos de mi casa, evitando los retenes del puente del río Torres, con que el gobierno tenía cerrada la salida de San José a los revolucionarios. Pensaba seguir a campo traviesa hasta La Lucha, pues ya todas las carreteras estaban custodiadas. No lo permitió la llegada de Chico Orlich, a eso de las cuatro de la tarde, quien me invitó a unirme a él para abrir el frente norte, a donde había de llegar próximamente don Otilio Ulate. Me despedí de Francia quien se portó con la estoicidad de una madre romana y se quedó al cuidado de nuestros cuatro hijos.
Ocho días estuve en La Paz, cerca de San Ramón, ayudándole a Chico a organizar su pequeño ejército, de milicianos, y esperando la llegada de don Otilio. Entonces hube de salir hacía la capital, en busca de dinero y una estación de radio. Despachada mi misión, llegó a mi casa Alex Murray con un recado urgente de Figueres que me llamaba a La Lucha. Hacia allá me fui en un jeep que salió del beneficio de café de los Ortuño en Desamparados.
Fernando iba conmigo. Era el día 12 de febrero. Al acercarme al beneficio Santa Elena oí una explosión lejana. Se me dijo: ya volaron la Panamericana, empezó la revolución.
¿DÓNDE ESTABA DON OTILIO ULATE?
No quiero cansar al lector con una relación pormenorizada de los detalles de la llegada a La Lucha del primer cargamento de armas custodiadas por Miguel Angel Ramírez y el grupo de oficiales que lo acompañaban. Sobre ese tema he escrito en otras oportunidades y no estoy ahora interesado en reseñar episodios o incidencias de la revolución, sino en relatar fehacientemente, como testigo presencial, algunos hechos y circunstancias claves del gran drama que vivió Costa Rica a partir del exilio de José Figueres y que culminó en el alzamiento del insigne proscrito, constituido a su retorno a la patria en abanderado de la rebeldía del pueblo costarricense. Como en el libro que ahora comento y en muchas publicaciones partidistas se suele presentar a los miembros de la Junta Fundadora de la Segunda República como un grupo de aventureros o ambiciosos que le robaron, al menos por un tiempo, su presidencia a don Otilio Ulate y convirtieron al Dr. Calderón Guardia y a don Teodoro picado en mártires, es bueno destacar, sin sombra de eufemismos, los hechos cumbres en cine participaron esos hombres y que justificaron ante la conciencia de la generación contemporánea y justificarán eternamente ante el juicio de las generaciones futuras, las acciones de armas, la legislación excepcional y las reformas institucionales que dejaron como huella de su paso por la historia los revolucionarios del 48.
Yo fui testigo amedrentado y estupefacto de los horrores del 6 y el 13 de febrero de 1944 y sufrí incontables violencias durante la campaña que los precedió. Acompañé con Chico Orlich a Pepe Figueres a la pequeña estación radioemisora de la Calle de Zapote a pronunciar su famoso discurso de julio del 44: presencié su detención: agité y luché por obtener su libertad; lo vi partir al exilio, correspondí con él durante sus años de destierro; preparé su retorno triunfal y anduve hombro a hombro con él en sus actividades prerrevolucionarias. Sé de lo que hablo porque fui protagonista o testigo. Reconociendo a Rafael Angel Calderón Guardia como el estadista reformador social de Costa Rica, autor de una obra sin paralelo en ese campo, merecedor de un monumento a la luz del sol en un sitio esclarecido de la capital, y no bajo una pirámide sepulcral; aceptando toda esa credencial de gloria y también la innata bondad de su corazón, afirmo, no obstante, que por obcecación, fanatismo o malos consejos, atropello a los sufragantes, falsificó las emociones, aterrorizó a hombres y mujeres con hampones como el siniestro Tavío, y, máximo de sus errores, desterró a un ciudadano que habría de regresar a derribarlo y oscurecer su gloria de estadista con la suya de libertador.
Pero sigamos con Otilio Ulate; porque algunos alegan que si bien la acción revolucionaria de Figueres y sus compañeros de armas estuvo bien dirigida contra Calderón Guardia y su débil a látere don Teodoro Pecado, empero la no entrega inmediata del poder a don Otilio constituyó una traición a los principios de la revolución. Fácil y conmovedor resulta para más de un emboscado que rehuyó el combate, ya fuera por falta de convicciones revolucionarias o por temor de lastimarse, venir después a pontificar sobre qué debimos hacer con el poder y las armas los soldados que blandimos las armas por rescatar el poder.
Don Otilio se había comprometido a sumarse a los revolucionarios en el frente norte. No llegó. No peleó. Es más, renunció a la presidencia para evitar derramamiento de sangre. Propuso uno y más candidatos que se hicieran cargo del poder. Proposición cándida, pues el poder estaba en la boca de los cañones, y para hacerse de él no bastaban ternuras y renunciamientos. La presidencia de don Otilio era un cheque sin fondos, porque si bien el electorado lo había girado correctamente, el banco que debía cubrirlo, el gobierno, había, quebrado. No quiero ni pensar qué habría sucedido al honor nacional si, aceptando alguna de esas ignominiosas transacciones, hubiéramos entregado las armas. No era la presidencia de don Otilio lo que estaba en juego, era la Presidencia de la República. Si el proceso electoral no había de ser respetado como un acto solemne y sacrosanto, cuyo resultado no podía ser negociado ni transado ni vendido, como un negocio mercantil, sino rescatado con sangre, entonces la República era una casa de contratación, el voto una mercancía.
Teníamos que seguir peleando hasta alcanzar la victoria por las armas, erradicar todo vestigio del poder espurio que había mancillado las urnas. Lo que vendría después de la victoria, estaba por verse. Yo, personalmente, pensé que la presidencia había quedado vacante y que debía llamarse a nuevas elecciones. Empero, no hice cuestión de estado, y aceptando que podía estar equivocado, tuve por bueno el pacto con Otilio para entregarle el poder a los dieciocho meses.
EL GOBIERNO DE LA JUNTA
La situación de un ejército invasor que conquista, un país extranjero es muy distinta de la de un ejército de liberación que en una guerra civil vence a las huestes contrarias. El conquistador no necesita pactar con nadie y suele acallar toda resistencia a sangre y fuego. El general victorioso de un movimiento revolucionario debe apaciguar los ánimos, procurar la reconciliación de los hermanos divididos; pero dando al mismo tiempo garantías de que no se repetirán los desmanes que provocaron, el conflicto. Por eso fue necesario pactar con el presidente Picado para evitar una carnicería, y pactar con don Otilio Ulate para prevenir agitaciones postrevolucionarias. Nada o muy poco tuve que decir en cuanto al texto de ambos documentos, pero los di por buenos, y en lo que a mí tocara procuré siempre cumplirlos. Más fuerte que pactos y papeles es siempre la realidad, y son las circunstancias las que conforman nuestros actos, más que nuestras opiniones o deseos. A la realidad de una elección ganada en las urnas y perdida en el Congreso por don Otilio Ulate, siguió otra realidad no menos imponente, la de una guerra civil que movilizó a millares de costarricenses, no todos con iguales sentimientos y designios. La actitud vacilante primero y luego francamente hostil de don Otilio para los combatientes que con toda razón esperaban verlo entre sus filas, no dejó de afectar las convicciones de muchos ciudadanos. No sólo por sentar a don Otilio en la Presidencia de la República empuñó más de uno las armas; también lo hicimos por castigar crímenes y evitar con medidas ejemplares que se repitieran. Al entrar don Otilio en componendas, no sólo perdía la presidencia sino que aseguraba la impunidad de muchos criminales y favorecía la repetición en el futuro de nuevas tropelías. Si a pesar de don Otilio, el ejército de liberación entró victorioso a la capital, ya no podía una presidencia inmediata del señor Ulate resolver una serie de problemas que se habían creado con motivo de la lucha armada. Por ese motivo, era justo, era razonable, era patriótico, que los revolucionarios gobernaran por un periodo prudencial.
Como no éramos ni invasores ni caníbales, no tuvimos los que empuñamos las armas inconveniente alguno en firmar pactos más o menos condescendientes con los derrotados y con el caudillo civil que no quiso pelear, por motivos seguramente muy nobles y dignos para su conciencia. Incluso hicimos la comedia de aceptar por unos ocho días la presidencia nominal de don Santos León Herrera, para dorar un poco la salida del gobierno de don Teodoro Picado, hombre débil pero no perverso.
Y así nació la Junta Fundadora de la Segunda República, por fuerza de las circunstancias, y no por designios inconfesables de Figueres, sus aliados o sus compañeros. El grupo era ciertamente heterogéneo y carecía de una disciplina ideológica o de partido. Pepe Figueres no ha sido nunca hombre de disciplinas rigurosas. Lleva en el alma la nostalgia permanente de un anarquismo ideal. Nunca lo vi gozar con más fruición y reír más a sus anchas que en la corrida de toros de Plaza González Víquez a la que alguna vez asistimos juntos y que era el desorden personificado. A pesar de todo, observaba Pepe, el toro sale, recorre la plaza, la gente huye o torea, los sabaneros capeándose borrachos, enlazan al toro, y éste vuelve al coso; hay uno que otro golpeado pero la gente goza y al final todo se ha desenvuelto sin imposiciones.
La Junta, es bien sabido, gobernaba por decreto. No había comisiones que estudiaran proyectos de ley, ni mucho menos publicación de proposiciones o dictámenes. Cada Ministerio, abrumado de problemas y de peticiones, estudiaba lo mejor que permitían las circunstancias apremiantes cada asunto, preparaba el decreto y lo sometía al conocimiento de la Junta donde no había oradores aficionados a oírse a sí mismos, ni se perdía el tiempo en polémicas. Si la propuesta del colega era razonable y bien fundamentada, pasaba sin tropiezo. Este sistema, naturalmente, se prestaba a errores e improvisaciones, pero el idealismo y la buena voluntad que nos animaba a todos suplió a menudo con ventaja los trámites parlamentarios. Algunos decretos, ahora en frío, a veintisiete años de lejanía que a veces me parecen un siglo, puede sorprender y aún repugnar, pero bajo la presión tremenda del momento, fueron adecuados a las circunstancias, bien intencionados y más bien moderados que excesivos. Por tales motivos merecieron la confirmación de la Constituyente, integrada por representantes de todos los partidos.
LOS MODELOS IDEOLÓGICOS DE LA JUNTA
La diversidad intelectual y psicológica de los miembros de la Junta, que apunté anteriormente, y la ausencia de una disciplina o una tutela autoritaria debida tanto al temperamento peculiar de José Figueres como a la independencia de criterio de algunos de sus ministros, no permitieron que los decretos y actuaciones del Gobierno tuvieran una uniformidad ideológica y siguieran un patrón reconocido. El caudal de decretos, acuerdos y resoluciones del periodo de la Junta era un río de muchos afluentes. Resulta totalmente inexacta y tendenciosa la afirmación de Acuña de que la linea ideológica y el programa administrativo de la Junta fueron redactados en Venezuela. Yo personalmente con Betancourt sólo había tenido choques ideológicos en nuestros años de estudiantes y no mantenía con él amistad ni correspondencia. Es posible que Rómulo al igual que otros estadistas caribeños influyeran con sus ideas reformadoras en las convicciones de Figueres, pero puedo afirmar que durante los meses que tuve a mi cargo las carteras de Economía y Hacienda, no seguí directrices ideológicas de nadie, y mi gestión tuvo quizá un carácter excesivamente personal. Ya he explicado en múltiples publicaciones la gestación de los dos magnos decretos de la Junta, el impuesto del 10 por ciento al capital y la nacionalización bancaria, y no es propósito de este artículo volver sobre ella. No, no hubo influencia directa, ni patrones extranjeros, ni mandato alguno ajeno a la voluntad y criterio de los miembros de la Junta, que enderezara o torciera el rumbo de sus actuaciones. Los modelos antiguos o contemporáneos, cercanos o distantes, que a través de lecturas o referencias nos inspiraron, son tema que cada miembro de la Junta debe explicar si le place, y si realmente existieron tales fuentes de inspiración. Sí recuerdo claramente que Figueres insistió más de una vez en que la impunidad engendra la reincidencia y —esto lo agrego yo— que así como en buena tesis teológica el único pecado que no tiene perdón es el pecado contra el Espíritu Santo (falta de arrepentimiento), así también en buena tesis democrática el único pecado que no tiene perdón es el atentado permanente contra la urna electoral.
ARREPINTÁMONOS, PUES
No me propuse escribir tan largo articulo —y tan aburrido dirán muchos— para comentar o rectificar un libro que habla de hechos ocurridos hace ya casi tres décadas. Eso puede haber sido una intención secundaria. El móvil verdadero de remover rescoldos, que aunque sepultados por el tiempo y el olvido, al menor soplo de la curiosidad o de la crítica, reviven con una vehemencia extraordinaria, es obtener de los crímenes el arrepentimiento, de los errores la rectificación, de las incomprensiones la inteligencia de los rencores el olvido, y de las heridas y sufrimientos de las jornadas del pasado una depuración espiritual y una lección y un bálsamo para las jornadas del porvenir.
La revolución del 48, en las mentes de sus más insignes conductores, se propuso realizar esos ideales. No lo logró: la revolución está inconclusa. El tiempo, empero, no se ha agotado y los caminos que llevan a las cumbres permanecen abiertos. Recorrámoslos, pero no como enemigos para sembrarlos nuevamente de ratoneras mortales. Hagamos la paz, démonos las manos. La tarea es inmensa, colosal, titánica; porque no se trata solamente de extinguir rescoldos de pasiones encendidas en los ocho años y los dieciocho meses, sino de enderezar una montaña de desaciertos posteriores acumulados durante veinticinco años de acción política cautiva de la división original que ha escindido la unidad necesaria de un pueblo abrumado por problemas de dimensiones inconmensurables que sólo un propósito común patriótico de todos los costarricenses puede atacar con éxito.
¿CUÁLES SON LOS PROBLEMAS?
El primer problema de los costarricenses es creer que todos sus problemas son dé índole política y que, por consiguiente, para resolverlo basta con ganar las elecciones. Para los partidarios del gobierno, la solución está en uno a varios periodos más en el poder; para la oposición el remedio consiste en derrotar al oficialismo en el próximo torneo electoral, y no dejarlo volver al gobierno en muchos años. Esta actitud, además de ser consecuencia de la natural inclinación del tico, como buen latino, hacia la política, es una errónea apreciación filosófica del fenómeno del poder social.
El gobierno, materialización administrativa del poder social, como toda fuerza virtual, requiere para realizarse un poder equivalente, irreductible y de signo contrario, por necesidades de esencia ontológica, derivadas del hecho de que la realidad —o al menos el cerebro (conciencia) que la analiza— es dual. Olvidándonos de esa dualidad característica de todo poder (fuerza) en el universo en que vivimos, que según el campo que observamos lleva nombres diferentes —acción y reacción; polo positivo y negativo; amor y odio; debe y haber; tallo y raíz—, los hombres hemos creado el Estado como único poder social, y modernamente (cada época tiene sus aberraciones típicas) le hemos encomendado la misión de proveer a todas las necesidades materiales y espirituales del ser humano. De ahí el crecimiento desorbitado del aparato administrativo del estado y sus instituciones, con su secuela de calamidades publicas; burocracia parasitaria, inflación incontrolable, corrupción administrativa, para no citar sino las joyas de la corona.
La delusión con que la mente humana disfraza de verdades sus errores para soñar que acierta cuando está fallando, hizo que dividiéramos el gobierno en tres poderes que pronto serán cuatro (con el electoral) y llegarán a la docena, ocultando el hecho de que no son poderes diferentes e irreductibles; sino divisiones convencionales de un mismo poder. A pesar del imponente revestimiento jurídico y retórico que lo cobija, este procedimiento como medida ríe contención es un error tan burdo como pensar que puede detenerse la marcha de un vehículo empujando, desde adentro, la carrocería hacia atrás.
En números, la falacia del poder del Estado-providencia se manifiesta por el hecho de que a don León Cortés le sobraba con treinta millones al año para gobernar a Costa Rica, y no lo hizo tan mal, mientras a don Daniel Oduber no le alcanza con tres mil millones. El territorio es el mismo, la población se ha triplicado, si acaso, y la moneda sólo ha perdido parte de su valor. El coeficiente de aumento del presupuesto público es inmensamente mayor que el crecimiento de la economía nacional. Si los datos recogidos por mis estudiante, de desarrollo económico en la Universidad Nacional no están muy equivocados, los presupuestos consolidados del gobierno central y las instituciones autónomas se están acercado al 50 por ciento del producto bruto nacional. Esto es sencillamente catastrófico. Lo que falta saber es si se trata de una catástrofe provocada intencionalmente —riesgo político calculado— para fines de reconstrucción ulterior sobre nuevas bases socialistas, o si como me inclino a creer, lo que sucede es que las fuerzas desatadas que se pensó serían manejables, se han vuelto incontrolables.
No hace demasiado tiempo opinaba don José Figueres que el presupuesto público debía aumentarse hasta un 20 por ciento del producto bruto nacional —estábamos en el 18 pin ciento— para lograr un desarrollo económico mas acelerado. Se preveía un posible 25 por ciento como un limite no sobrepasable. ¿Qué pensará del nuevo presupuesto? También don Pepe miraba con condescendencia las huelgas ilegales, y lo mismo pensó que un pago de prestaciones indebidas a los empleados de la Northern, cargables a la cuenta de los ingleses, no nos afectaría mayor cosa. ¿Seguirá pensando igual ante la marea creciente de huelgas ilegales, ante la epidemia de cobro de prestaciones sin despido por simple cambio de patrón? Indudablemente la manga ancha en materia de presupuestos públicos, de otorgamiento de créditos, de concesiones laborales, factores estimulantes en determinadas situaciones de recesión o estancamiento, como política – permanente puede convertirse en una droga. Un país drogado de emisiones inorgánicas es como un hombre drogado de estupefacientes. La cocaína, como el dinero fácil, levanta el espíritu unas horas, pero a la larga mata. No, indudablemente la Revolución está inconclusa. No basta convertir al gobierno de policía barato en administrador caro; no basta arrebatar la banca a las oligarquías capitalistas; no basta pasar del sistema tributario más benigno al más oneroso de todo Centro América. Todas esas medidas amplificadoras del sector público, podrían ser bastiones de un nuevo orden social, si se las compensa fortaleciendo el sector privado en forma congruente y proporcional. No, la Segunda República no ha sido fundada y la Revolución está inconclusa. ¿Pueden los revolucionarios —podemos, rectifico— llevar a cabo la tarea, reestructurar la economía nacional, restablecer la concordia, crear el nuevo orden social? ¿Podrían hacerlo los contrarios, si ganaban los próximos comicios? Solos, definitivamente no. Por medios políticos, definitivamente no. A través del Estado, definitivamente no. Con instituciones autónomas de educación y ayuda al pobre, definitivamente no. Socializando el país, definitivamente no. Solamente un esfuerzo nacional, apolítico, filosófico, científico y antiburocrático puede evitar la uruguayización de Costa Rica, o la entronización del partido único (mexicanización), que son las dos tendencias más funestas que conducen al país hacia el abismo.
LA CORRUPCIÓN
«Sabemos que el poder corrompe», dijo Trollope, novelista inglés. El Barón de Acton, amigo de Gladstone y estadista inglés —de Inglaterra nos viene toda sabiduría política— agrega; «El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente». Esas citas que ya son lugares comunes le vienen como anillo al dedo a la situación de Costa Rica. La burocracia ha crecido de tal modo y ha adquirido tal poder que ya, la corrupción es incontrolable y contagiosa. Nada se mueve sin propina —sí sigue la mexicanización pronto diremos «sin mordida»—, en las esferas bajas (Registro Público, Aduanas, etc.). En las altas, hablar de propinas resulta denigrante. A esos niveles, se especula, se monopoliza, se regimenta, se legisla. Es la danza de los millones. Cada dirigente político se convierte en una institución autónoma, con esfera de acción propia en el esfuerzo colectivo por domesticar, gravar, silenciar y arruinar al empresario, grande o pequeño, no alineado —tal vez más exacto decir no adherido (al presupuesto)—. La burocracia se agiganta cada día y sangra más al debilitado productor nacional. Ya absorbe, dije antes, casi el 50 por ciento de la renta nacional. Cuando se a-cabe la renta, cuando se arruine el productor, quebrarán todos, burócratas y contribuyentes. El país estará maduro para la tiranía de izquierda o de derecha. No habrá nacido la Segunda República y habrá muerto la Primera.
Yo no hablo de oídas. En mi experiencia personal, he sufrido el zarpazo de la burocracia corrompida y tiránica. Los registradores mercantiles, amparados por el director del Registro, han decretado que yo no puedo cartular como notario, al rehusarme a pagar las propinas de ley —ellos dictan la ley— o a someterme a sus caprichos. La burocracia es todopoderosa; nadie puede con ella. No pudo la Asamblea Legislativa cuya ley para agilizar la inscripción de los documentos, eliminando los defectos falsos, es letra muerta; no pudo el Ministerio de Gobernación del que dos titulares han oído mis quejas y sólo han ofrecido mediar con los registradores; no pudo el Ministerio Público que de fiscal decidió convertirse en defensor de los delincuentes, cerrándole la puerta a la investigación, no sin reconocer que en el Registro impera la corrupción. Sus palabras textuales: «Existe, en el Registro Público, el sistema viciado, repudiable e ilícito de las propinas».
La burocracia corrompida, a su vez corrompe. Los registradores, de los que hay varios enjuiciados —la torta era demasiado grande hasta para la condescendencia del Ministerio Público—, han corrompido a los notarios. Es más fácil dar una propina y sacar rápidamente el documento, saltándose el turno y arreglando con notitas cualquier defecto real o ficticio, que tomar el camino largo y dispendioso del ocurso y esperar meses o años para lograr la inscripción. Quince veces tomé ese camino, ¿y de qué sirvió? La burocracia es más poderosa que la ley, que la ética profesional, que la justicia. Mis escrituras salieron todas con la cesárea del ocurso. Pero ante el dilema «propina o cesárea», prefiero dejar la cartulación. Y los más graves es que el caso de que un notario no pueda cartular honradamente,por extorsión de los registradores, con ser un delito, no tiene el glamor policíaco de un crimen de Colima o de la Traube, para ser por lo menos objeto de un comentario periodístico. Esto me recuerda el dicho frecuente de Figueres, antes de la Revolución: «Aquí no se arregla nada mientras no se arregle todo». Y cito a mi amigo, porque a él muy especialmente dirijo el llamamiento que a todos mis conciudadanos hago en el último capítulo de este artículo.
CONCLUYAMOS LA REVOLUCIÓN. FUNDEMOS LA SEGUNDA REPÚBLICA
Se ha repetido en todos los tonos que a la lucha armada del 48 fuimos todos, revolucionarios y gobiernistas, por defender ideales. Los insurgentes por restablecer el derecho electoral, la honestidad administrativa y la dignidad ciudadana; los mariachis —lo digo con respeto— por defender las garantías sociales. A los abusos del régimen depuesto debió corresponder por el balance inexorable de la historia, más de un abuso del régimen revolucionario. Valga lo uno por lo otro; pero no podemos seguir. Si los abusos nos dividieron, dejemos que nos unan los ideales. Hagamos una patria nueva.
El futuro orden social no podrá asentarse sobre los viejos privilegios oligárquicos ni tampoco sobre los nuevos monopolios burocráticos. La prepotencia del Estado como concepto unilateral del poder político debe balancearse con el poderío económico del pueblo, creándose así los dos polos ontológicos del poder social. Al gobierno central v las instituciones autónomas, concentraciones hoy incontrastables de poder, derivadas del sufragio universal, deben enfrentarse en balance dialéctico los grandes consorcios económicos hijos de la capitalización universal. Con ello no se debilita sino se robustece el poder político, se le da tierra, para usar un símil de tecnología eléctrica.
La crisis nacional no tiene solución política, tanto por razones filosóficas que he esbozado, como porque en las actuales circunstancias es prácticamente Imposible para la oposición enfrentarse con éxito a una máquina política que maneja un presupuesto anual de más de cinco mil millones de colones, con tendencia a crecer, creyendo ingenuamente en el respaldo de un pueblo domesticado, con tendencia a obedecer. Sólo, naturalmente, repitiendo la tragedia del 48, para lo que nunca falta un puñado de valientes, podría variarse el rumbo político, y todos debemos empeñarnos en encontrar una alternativa menos sangrienta.
Figueres afirmó recientemente que no he terminado mi obra y que el país espera que lo haga. El país espera de todos nosotros lo mismo. De Pepe, la Segunda República; de Daniel, la Capitalización Universal, prometida al país en su primera campaña; de José Joaquín Trejos, un patrón de austeridad y economía científica para la nación; de Mario Echandi, la fórmula salvadora de la unidad nacional. Esto en cuanto al mandatario y a los ex presidentes. De los otros miembros supervivientes de la Junta, para agotar la nómina de ex gobernantes, una contribución conmensurable a su capacidad y su experiencia. Por ejemplo del padre Núñez, la Universidad Necesaria. De todos los ciudadanos, prominentes o humildes, una entrega patriótica total a la pacificación de las almas, a la regeneración de las costumbres, y a la creación de un nuevo orden social que sirva de incentivo para el desarrollo de las más excelsas virtudes ciudadanas y propicie la grandeza humana del costarricense.
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