“Pillique” Guerra

“Pillique” Guerra

“Pillique” Guerra

Testimonio tomado de “El Caudillo en su Lucha” de Miguel Salguero

Don Manuel Enrique Guerra Velásquez, Pillique, es uno de los pioneros de la aviación costarricense. Durante más de 50 años su conocimiento y valor para conducir desde las más primitivas naves aéreas en campos de aterrizaje mal diseñados, con instrumentos rudimentarios, hasta las máquinas modernas, incluyendo helicópteros, le ha prestado innumerables servicios al país. Amigo desde el año 1946 del Patriarca, cuando aún no era siquiera el Jefe, Pillique vivió innumerables episodios al lado de nuestro personaje. Por contener datos sobre cómo se logró llevar a cabo la revolución del año 48, vamos a transcribir la siguiente conversación con este as de la aviación costarricense:

«Yo conocí al Patriarca año y medio antes de la Revolución de 1948. Una mañana alguien me locó la ventana de una casita donde yo vivía. Salí y me encontré con dos personas: Don Fernando Valverde y el futuro caudillo. Me pidieron que nos reuniéramos al día siguiente en la oficina de Alberto Martén, en el antiguo Pasaje Dent. El asunto consistía en plantearme la traída de unas armas que, cuando estuvo exiliado en México, había comprado el Caudillo; necesitaban que las trajera desde México. Se las había comprado a Rosendo Argüello, quien era el intermediario. Entonces me fui para México, donde entré en contacto con Argüello, pero no pudimos localizar el lote de armas, sencillamente porque no existía, ya que quien las había vendido era parte del Ejército Mexicano; los mismos militares las habían vendido, por lo consiguiente no las iban a dejar salir. Solo nos quedaba tratar de recuperar el dinero. Una noche después de andar escondido muchas horas para llegar a un almacén donde decían que estaban las armas, pusieron una granada de mano en un poste telefónico y estalló el transformador. ¿Quién diablos se iba a esperar más? Nos fuimos para el hotel y me regresé a San José».

Les conté la historia a los jefes y entonces dijeron: «Bueno, se perdió, se perdió y nada podemos hacer. Ahora, a tratar de conseguir otras armas». Entonces ya empezamos a planear verdaderamente la revolución. El Jefe había hecho contacto con los exiliados de Santo Domingo, República Dominicana, para que le prestaran un equipo grande de armamento, propiedad del enemigo del gobernante dominicano, Trujillo, el General don Juan Rodríguez. El lote de armas consistía en una gran cantidad de rifles argentinos del tipo máuser, excelentes, algunas ametralladoras y, al final, los guatemaltecos -porque las armas estaban en Guatemala-nos regalaron hasta unos cañoncitos. El Jefe del Ejército de Guatemala era el Coronel Arana.

El día que mataron al doctor Carlos Luis Valverde, subimos a La Lucha. Adelante iban Frank Marshall, Tuta Cortés, Edgar Cardona, dos abogados, Conejo y Hernández -solo me acuerdo de los apellidos- y yo. Como a las cinco de la tarde nos enteramos de la muerte del doctor Valverde.

Empezamos entonces a planear la toma de San Isidro de El General para poder copar los aviones comerciales de Taca -cuatro en total- de manera que pudiéramos traer las armas de Guatemala.

Pero pensamos en lo difícil que era tener solo un campo de aterrizaje y un solo tipo de avión.

Si fallaba la toma de las aeronaves, fallaba la Revolución. Quedamos entonces en el acuerdo de que yo me iría a Miami a traer un avión que yo tenía en el aeropuerto de esa ciudad, un Douglas. Ese avión me lo prestó un socio mío en TAN, Transportes Aéreos Nacionales (que yo había fundado muchos años antes). Me fui escondido en el comportamiento de equipaje de un avión de Taca, gracias a los pilotos que eran amigos y compañeros míos.

Me sacaron hasta El Salvador; de allí volé a Miami sin ningún problema.

El Coronel Shelton, mi socio, magnífica persona, expiloto de la Segunda Guerra Mundial, me entregó el C47. Volé directamente a Guatemala, solo, porque no conseguí a nadie que viniera conmigo. Recuerdo una anécdota. Un ingeniero de apellido Rosa, que trabajaba con Shelton, me llevó en la mañana un desayuno, el cual coloqué a la entrada del avión a la par de la puerta, cerré ésta y me fui a tomar el mando del avión; se me olvidó el desayuno. Ya en el aire quise desayunar, pero el piloto automático estaba malo y no podía moverme del asiento; así es que nada de café, de desayuno.

Cuando llegué a Guatemala -hay que recordar que yo salí hacia Miami en plena Revolución- me encontré con que los aviones para el transporte de las armas, los cuales habían hecho ya varios vuelos entre Guatemala y San Isidro de El General, estaban detenidos por presiones del Embajador de Costa Rica, Enrique Fonseca se llamaba el diplomático; además, hubo presiones del Gobierno de Estados Unidos. La Revolución no avanzaba. Hablé con el coronel Arana y me dijo: «Revolución que no avanza, que se estanca, es revolución muerta. Así es que nosotros no vamos a meter más la mano en este asunto». «Bueno -le respondí- yo vengo aquí con un avión desconocido, que no tiene ni matricula, nada. Este aparato no tiene que ver con el conflicto. Además, yo soy costarricense, estoy libre de sospechas».

Debo agregar que las tripulaciones de los aviones capturados fueron trasladadas a un aeropuerto llamado Toptum, un aeropuerto militar en plena selva, sin comunicación por tierra. Estaban detenidos Otto Escalante, Vanolli, Toco Zamora y otros. El oficial que manejaba el asunto, cuando le pedí ayuda para tener copiloto, me respondió: «Bueno, vamos a hacer un vuelito. Llévese a un oficial para que saque a esa gente y se le lleve». El asunto no era tanto llegar al aeropuerto, sino que los pilotos me reconocieran y no creyeran que era una trampa de algún gobierno enemigo: Venezuela, República Dominicana, Nicaragua. Pero todos me reconocieron. Inmediatamente me dieron las tripulaciones; todos se vinieron conmigo y nos llenaron el avión de armas. El lunes siguiente nos liberaron los tres aviones, que estaban en La Aurora, el aeropuerto internacional de Guatemala. Nosotros utilizábamos Cipresales, un aeropuerto pequeño, que usaban para entrenamiento en aviones pequeños. Está alejado de la ciudad, pero en una posición muy incómoda para despegar, puesto que había una fábrica de cemento pegada al campo de aterrizaje, el cual estaba cercano a un volcán. Nosotros salíamos de noche, volando con instrumentos, sin ver nada. Despegábamos a las dos o tres de la madrugada, pero nunca tuvimos problemas.

Ya en Costa Rica se habían acabado las municiones y se estaban necesitando los vuelos para reabastecer a las tropas. Por cierto que este armamento no lo vendió el general don Juan Rodríguez, lo prestó, con la promesa de que se le devolviera después de la revolución, cosa que se llevó a cabo: se le devolvió con algo más; así había sido el trato. Por otra parte, el gobierno de Guatemala nos dio su aporte, a través del Coronel Arana y del presidente Juan José Arévalo. Por cierto que nunca usaron estas armas contra el dictador Trujillo.

Entre las cosas que nos dieron los guatemaltecos estaban siete cañoncitos y bombas de aviación de las cuales el Macho Núñez (don Guillermo) puso dos en la Casa Presidencial de San José.

Estos bombardeos se hacían en la forma más empírica que pueda imaginarse. Al salir del aeropuerto abríamos la puerta y la dejábamos así; el piloto daba la orden. Cuando bajaba la mano, el que estaba en la puerta con la bomba ya armada la lanzaba. Un sistema, repito, empírico pero que funcionaba. En Altamira, en San Carlos (donde había un aeropuerto) a nosotros nos bombardearon fuertemente. Esta operación se hizo para trasladar a la gente de don Francisco Orlich a San Isidro, ya que este aeropuerto y la ciudad se iban a abandonar. Una tropa entrenada se dejaba en Altamira, de donde partiríamos al mismo tiempo que se emprendía la toma de la ciudad de Cartago, a capturar la ciudad de Limón. Creo que esta fue la primera operación militar aerotransportada de Latinoamérica. Éramos setenta; cada avión llevaba treinta y cinco soldados. Macho Núñez llevaba un avión; yo, el otro.

Pero en Altamira nos bombardearon. Claro que nosotros contestamos el fuego y ellos bombardeaban desde muy alto; sin embargo, nosotros derribamos un avión, que cayó por Zarcero. El único atraso serio de la operación fue que yo, la víspera de volar a Limón, me fui a un avión a poner el radio un rato, para que no se descargaran las baterías. Cuando encendí el radio me dijeron desde Santa María de Dota, el cuartel general del ejército revolucionario: «Magnolia y Clavel veinticuatro horas después». O sea que nosotros llegamos digamos un día viernes, el sábado tomaríamos la ciudad de Limón antes que Cartago y entonces se hubiera dejado la espalda desprotegida, por medio del ferrocarril.

Este fue el motivo por el cual el sábado nos dieron una bombardeada terrible. Descubrieron que estábamos parqueados en Altamira. El avión que nosotros derribamos iba piloteado por un norteamericano de apellido Wilson, piloto de Taca, el único que estaba con ellos y que perteneciera a dicha compañía. Nosotros no teníamos ninguna seguridad en cuanto al aeropuerto de Limón, es más, creíamos que iba a tener obstáculos y que estaría bastante protegido; pero los del Gobierno jamás se imaginaron que nosotros estábamos planeando tomar la ciudad de Limón por vía aérea; el aeropuerto, por lo tanto, estaba completamente desprotegido.

Fue un ataque sorpresa, que valió muchísimo; porque si hubiera habido tropas cuidando el campo, nos habrían hecho un daño tremendo.

Nosotros aterrizamos muy corto, de este a oeste, a menos de medio campo paramos para bajar a la gente y que avanzara hacia la ciudad, ¿por qué? Porque dentro del avión no se puede disparar. El único que estaba cuidando el aeropuerto fue un soldado negro, quien donde nos vio tiró el rifle y salió huyendo por las lagunas; calculamos que jamás podríamos alcanzarlo. La tropa, formada en dos columnas, una por la playa y la otra por la parte izquierda, avanzó sin problema. Una de las columnas iba al mando de Benjamín Pisa; no recuerdo quién mandaba la otra.

La toma fue fácil. De parte nuestra solamente murió el joven Rolando Aguirre, a quien se honró poniéndole su nombre al cantón cuya cabecera es Quepos. De parte del Gobierno, no recuerdo. En tres o cuatro horas habíamos tomado la ciudad; es más, cuando entramos al cuartel nos dijeron que desde varias horas antes estaban con las banderas blancas en alto, pero nosotros no podíamos verlas por razones de posición en el terreno. Recuerdo una anécdota:

En el segundo piso del edificio de la Aduana estaban los comunistas y el Resguardo Fiscal. Posiblemente solo tenían escopetas de armas porque lo que escuchábamos eran unos bombazos como si se tratara de una cacería de venados. Había un hombre muy panzón, y claro, le iban a dar por la barriga. Yo le gritaba que se metiera para no hacerle daño; como no hizo caso, le hice un tiro tratando de darle a la escopeta, y acerté. Entonces sí salió huyendo, quién sabe por dónde, porque cuando entramos todos habían desaparecido. Fue, repito, una operación muy fácil.

En diciembre de ese mismo año del 48, la gente de Calderón Guardia intentó entrar por la población fronteriza con Nicaragua, La Cruz. Nosotros habíamos traído un avión de guerra, un P-38, de los Estados Unidos muy viejo, con el cual ametrallábamos para asustar al enemigo; era lo más que podíamos hacer. Luego bombardeábamos con un B-18, ayudados por una mira que fabricó Alvaro Facio. En esta ocasión hubo un ametrallamiento en el centro de La Cruz que dio en unos estañones de canfín o gasolina, los cuales incendiaron el negocio de don Félix Pedro Martínez.

Luego vino la otra invasión, la de 1955, la cual fue bastante seria. La Organización de Estados Americanos (OEA) nos dio cuatro aviones a precio simbólico para enfrentarnos a la invasión. Nos dieron un stock de repuestos enormes. Los aviones estaban en poder de la Guardia Nacional de Estado Unidos. Llegaron al entonces Aeropuerto El Coco, que no estaba terminado. Allí aterrizaron los gringos que los traían a las dos de la tarde, nos dieron un librito pequeñito para que viéramos lo que era el avión, no había instructor. Es decir, nos dieron un folleto, nos dijeron estos son los mandos, esto y esto es para tal cosa y ya está. Quince o veinte minutos de instrucción, al día siguiente a las seis de la mañana y… ¡váyanse!

Hicimos unos cuantos aterrizajes y luego llegaron el Caudillo y don Fernando Valverde y nos dijeron: «Carguen el parque y váyanse a la frontera, porque es urgente». Teníamos varias ametralladoras calibre cincuenta y una cámara que fotografiaba, mejor dicho, que filmaba cuando disparábamos.

A las diez de la mañana ya estábamos volando bala.

La tropa que estaba en Puercos, cerca de Santa Rosa, nos pedía que le limpiáramos la carretera de tanquetas; lo hicimos, lo mismo que otros lugares. Hay algo interesante: Nosotros no matábamos la gente, disparábamos a los lados y luego les dábamos tiempo de huir.

Después sí acabamos con el equipo. Por cierto que una vez iba un trailer muy grande destapado, que llevaba, por lo menos, unos 100 revolucionarios, en cuenta al doctor Abel Pacheco, que es primo mío. ¡Viera qué curioso! Nos saludaban; yo le hablé a Johnny para que no ametrallara.

Ellos sabían que éramos enemigos, pero se la estaban jugando con los saludos. Yo veía a un hombre alto parado en el camión o trailer que me hacía señas, después Abel Pacheco me contó que era él. De ahí en adelante los convoyamos, no les disparamos repito, porque habría sido una matazón terrible. Ya se había tomado el aeropuerto de La Cruz, El Amo; yo llevé a Frank Marshall y su gente. Otra cosa: cerca de La Cruz cayó un avión carguero, que después averiguamos, porque tenía una matrícula tapada, era de Venezuela. El Gobierno de Pérez Jiménez se lo había regalado a los revolucionarios. Ese avión lo derribaron las fuerzas terrestres, no nosotros porque no lo vimos.

En cuanto a mis relaciones con el Caudillo, estas fueron excelentes después de la Revolución, y puedo decir que era un hombre muy preocupado por sus amigos; inclusive yo tuve una operación cuando era Viceministro de Seguridad Pública y me fui a operar a Estados Unidos. Tres o cuatro veces por semana me llamaba personalmente para averiguar cómo estaba. En el hospital se asustaban: «Lo llama el Presidente de Costa Rica». En una ocasión me dijo: «Manuel Enrique, cuando salgas de esa vaina te vamos a casar con Marina Volio». «¿Y eso, para qué?». «Idiay para tener una Marina de Guerra». Recordemos que mi apellido es Guerra.

Hacía cualquier cosa por los que pelearon junto a él en el 48. No importaba lo que pasara, porque siempre ponía la cara. Su concepto de la amistad era realmente increíble, algo único.

Yo llevaba en muchas ocasiones al Caudillo a La Lucha, en un helicóptero del Gobierno. La salida desde el Bajo de La Lucha en helicóptero era demasiado estrecha, muy peligrosa, porque había árboles muy grandes. A mí me preocupaba especialmente por tratarse de la vida del Presidente. Un día llegamos y me dijo que fuéramos a almorzar. «Vaya usted, ahorita llego». Me conseguí una motosierra, llamé a uno de los expertos en el manejo de esta herramienta y le señalé seis pinos de los que más estorbaban la salida, eran enormes. Lo hice porque me tenían loco a la hora de despegar. Bien, cuando almorzamos y ya nos disponíamos a salir vio los pinos cortados -yo no le había dicho nada-; entonces se puso bravísimo, como pocas veces lo había visto. «¡Ay Dios mío! ¡Quince años para verlos como estaban y en tres minutos los botaste! ¡Qué barbaridad!». Bueno, pero la seguridad estaba ante cualquier otra consideración.

Yo fui su piloto todo el tiempo, especialmente durante sus campañas políticas.

Lo llevaba y traía a todas partes. Como él siempre llegaba tarde a todas las reuniones, yo tenía que estar llamándolo: «Vámonos ya, que va a oscurecer, vámonos ya». En Guanacaste, por ejemplo, no había seguridad para aterrizar en ninguna parte. En una reunión en Liberia le enseñaba mi reloj y él seguía hablando. Cuando vi que la luz estaba bajando mucho y que iba a ser peligroso, tomé el avión y me fui a esperarlo a Santa Cruz. Llegó bravísimo. «Nada, yo no puedo jugar con su vida. Si dura por tierra una hora o más, muy bien, pero llega sano».

Algunos dicen que no usaba malas palabras. No era cierto. Las que usamos los ticos se las sabía todas y las usaba. Otra cosa. Por ejemplo, tenía la idea de hacer un puente cerca de la boca del Tempisque. Fue al primero que le oí la idea. Varias veces me pidió que lo llevara en helicóptero a inspeccionar el sitio. Inclusive llevamos ingenieros. El tenía el concepto de usar una montañita que está cerca de la boca del río para hacer un relleno por el sitio que parecía adecuado. Nunca se lo financiaron, porque era un proyecto muy caro. Y es que siempre pensaba veinte o treinta años adelante.

El Caudillo tenía sus amigos y en ellos confiaba ciento por ciento, pero a los que consideraba que no eran muy amigos, ni los mencionaba. En más de una ocasión, y por precaución, tuvimos que tomar medidas porque se decían que iban a atentar contra la vida del Caudillo. Nos llegaba mucha información cuando estaba de Viceministro de la Presidencia y tenía el recargo de la Oficina de Seguridad. Llegaban rumores o bolas, y teníamos que protegerlo. Especialmente porque los más encarnizados enemigos eran Trujillo de República Dominicana, Batista de Cuba y especialmente Somoza de Nicaragua. En una ocasión se dijo que Somoza lo invitó a encontrarse los dos en la frontera, la contestación fue: «Díganle a Somoza que con qué calibre quiere que sea el encuentro, si con tiro grueso o delgado». Otra vez lo retó directamente Somoza y le contestó: Como está más loco que una cabra suelta en un repollar, el duelo puede ser sobre un submarino…».

Tuvimos algunas discusiones, como es lógico entre dos personas de carácter independiente, pero nunca hubo nada grave. Él fue absolutamente sincero y cuando decía sí era sí; no era que después cambiaba de opinión. Era muy terco, muy terco; el problema es que casi siempre tenía la razón.

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