Un hombre que todo lo teníay que todo lo dio por la patria
Eugenio Rodríguez Vega
Tuvo que caer mucho Costa Rica para que un hombre como Carlos Luis Valverde fuera asesinado. Tuvo que caer mucho nuestra patria para que un hombre como él, que fue todo corazón y toda voluntad, cayera asesinado por balas mercenarias.
Hace diez años, un hecho como el asesinato de Carlos Luis Valverde hubiera sido cosa de pesadilla. Hace dos meses no, porque vivíamos una pesadilla en toda su negra intensidad.
Podrán pasar muchas cosas en Costa Rica, para bien o para mal de esta pobre patria que vivió días tan negros por culpa de sus malos hijos. El paso del tiempo definirá concretamente la suerte de Costa Rica, y el destino glorioso o desgraciado de los costarricenses. Pero siempre se recordará como un crimen negrísimo, como una horrenda infamia, el asesinato cobarde de Carlos Luis Valverde.
Los hombres de gobierno que permitieron eso, los jefes políticos que con su ambición desenfrenada llevaron a sus sirvientes a un crimen tan horrible, cargarán por siempre, a través de los años, la maldición severa del pueblo costarricense. Porque hombres como Carlos Luis Valverde no son fruto de temporada, sino que se dan solo a largos intervalos, precisamente cuando el país los necesita. Y no tiene perdón asesinar a esos hombres, que son guías seguros para indicar el rumbo.
Cuando hombres así caen asesinados, tiene que revolverse la colectividad en un alarido de furia, para arrancar de cuajo un sistema que hace posibles semejantes injusticias. Si el resentimiento y la maldad se ceban en víctimas gloriosas, el pueblo se ve ante el dilema ineludible de luchar hasta la muerte por defender sus derechos, o de resignarse pacientemente a permitir el asesinato de los hombres que nacieron con vocación de directores. Y esta fue la trágica situación de nosotros, costarricenses de buena cepa que nunca pudimos esperar tanta maldad ni tanta infamia.
Este asesinato no tiene nombre, y conmovió a Costa Rica con la fuerza primaria de las grandes catástrofes.
Carlos Luis Valverde fue hombre de una sola pieza. Ciudadano de un solo rumbo. Profesional de una sola actitud. Con él no valían las componendas, las medias tintas, los actos descoloridos. Iba rectamente a sus propósitos, con la segura conciencia de estar en lo cierto y en lo justo. Por eso no admitió nunca que se dudara de sus buenas intenciones ni de su honradez inmaculada.
Cuando alguien ponía en entredicho su probidad de hombre, su rectitud de ciudadano, su justicia de profesional, Carlos Luis Valverde se erguía con furia en defensa de sus actitudes, y fustigaba apasionadamente, con pasión y sin miedo.
Y tenía razón en no admitir que nadie dudara de su corazón generoso ni de su conducta diamantina. Porque su personalidad de acero podía resistir todas las inmundicias sin que una sola fibra de su ser se doblegara complaciente. Todo se estrellaba contra su serena razón de hombre irreductiblemente honesto.
Así murió: valientemente. No huyendo del peligro, sino buscándolo para ayudar a la salvación de su patria infortunada. Nadie lo vio nunca esquivando responsabilidades; ni en busca de los puestos de comodidad; ni a la caza de posiciones de relumbrón. Estuvo hasta el final en la trinchera, y en la trinchera murió tratando de conseguir para los costarricenses una patria decente. No cayó por llevar dinero a sus bolsillos, ni para asegurarse puestos de comando: murió heroicamente por su país, empeñado en una santa causa de limpieza nacional. Por eso yo digo, parodiando al poeta peruano, que Carlos Luis Valverde es un muerto inmortal.
Carlos Luis no era hombre de palmaditas. No era de esos que abrazan hasta el cansancio, mientras preparan el puñal traidor. Carlos Luis decía lo que pensaba, con franqueza ruda, directa y sin dobleces. Si pretendía algo, lo decía con la viril dignidad que siempre puso en sus actos. Era hombre de camino recto, y estoy seguro de que lo que más le dolió fue haber muerto en la encrucijada, por traidoras manos de gentes importadas. Admiraba a los valientes, porque él mismo era valiente, con una segura valentía que le permitió morir de pie, mientras desde la calle tronaban las ametralladoras. Llegó con razones donde los asesinos, y estos le contestaron con metralla. Suponía en los otros la misma dignidad de que estaba lleno.
Ni zalamero ni hipócrita, tenía un lenguaje directo que todos entendían. Tomaba resoluciones concretas, definidas, claras, con sentido común y rectitud a toda prueba. Nunca acudió a la intriga, ni a los rumores, ni a los chismes bajos. Cuando necesitaba defenderse, acudía él mismo a la defensa. Y con valentía, con entusiasmo y con nobleza, salía a resguardar sus actos con toda la fuerza de que era capaz. Nunca se le vio cobarde, acechando en la oscuridad para dar el zarpazo.
Carlos Luis Valverde tenía el pudor de su honradez. Aceptaba reparos a su carácter, a su habilidad o a su política. Pero no admitía, bajo ningún concepto, que nadie dudara de su pulcritud profesional, de su rectitud de hombre, de su honestidad de ciudadano. Cuando se tocaba este punto, saltaba de su asiento con violencia y no admitía reparos de ninguna clase. Y hacía bien. Porque era dueño de una gran fortaleza moral, que siempre lo mantuvo dentro de los moldes de la más estricta honradez. Nadie en Costa Rica puede echar una sombra sobre su vida.
Este país necesita muchos hombres como él, de incorruptible voluntad, de gesto severo y honestidad intransigente. Los hombres de palmaditas nos llenaron hasta el abismo.
Lo tuvo todo para vivir una vida tranquila: éxito profesional, felicidad en su hogar modelo, respeto de sus conciudadanos. Otros, con tener lo que él tuvo, se hubieran quedado disfrutando de los bienes, del éxito, de la amistad, sin preocuparse mucho ni poco de la suerte del país. Otros hubieran actuado así, pero no Carlos Luis Valverde.
Quería vivir en un país decente, con garantías no solo para él sino para todos sus compatriotas. No necesitaba nada para vivir en paz, en la vida burguesa que otros, en su lugar, hubieran vivido. Pero él sentía, solidariamente con sus compatriotas, el gran dolor de una patria deshecha y pisoteada; se hubiera avergonzado de permanecer tranquilo cuando sus compatriotas conocían la intranquilidad, la desconfianza y el temor. Por eso tomó, desde un principio, su puesto de luchador, arriesgando la felicidad hogareña, el éxito profesional y los halagos de la amistad. Y se mantuvo en la lucha hasta el último momento, en que cayó abatido por balas mercenarias de sargentones pagados. Todo lo arriesgó y todo lo perdió. Él, que no fue mezquino para nada, demostró con su muerte que estaba dispuesto a darlo todo: y todo lo dio por la salvación de Costa Rica, con la inmaculada honestidad con que actuó siempre.
Costa Rica tenía una deuda con Carlos Luis Valverde, y la pagó a corto plazo. Estoy seguro de que él no quería otro pago que vernos combatir —como combatimos— en una guerra santa que nos trajo la liberación. Guarden los costarricenses el recuerdo limpio de Carlos Luis Valverde, y descansen en paz sus restos bajo el cielo inmaculado de la Segunda República.
Ante la muerte del Dr. Valverde Vega
Murió de pie, luchando, porque era
incapaz de vivir arrodillado,
y ante el horrendo crimen consumado
se llena de dolor la Patria entera.
En cada pecho se apretuja un ¡muera!
al mercenario déspota importado,
y ante el ínclito mártir ha jurado
venganza inexorable y justiciera.
Cuántas vidas salvaste generoso
adalid de la Ciencia y gran patricio
que la tuya ofrendaste valeroso.
Hoy les grita la Patria que te llora
airada ante su cruento sacrificio:
¡temblad, tiranos… se os acerca la hora!
Emilio Villalobos V.
San José, 4 de marzo de 1948.




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