“El 48”… ¿Es el 48?
Alberto F. Cañas
Nota introductoria
Alberto Cañas y la revisión crítica de “El 48”
En 1975, el escritor, periodista y político costarricense Alberto Cañas Escalante publicó en su columna “En voz alta” del periódico Excélsior una serie de artículos dedicados a analizar y cuestionar el libro “El 48”, del profesor Miguel Acuña Rodríguez.
El libro de Acuña, aparecido ese mismo año, pretendía ofrecer una reconstrucción documental de la guerra civil de 1948 y de los acontecimientos políticos que la precedieron. Sin embargo, desde su publicación generó controversia: aunque se basaba en abundante correspondencia y testimonios de la época, fue percibido por muchos —entre ellos Cañas— como una lectura marcadamente parcial y orientada a reivindicar la versión calderonista de los hechos.
Cañas, quien había vivido el 48 desde el campo figuerista, respondió con una crítica severa, tan razonada como irónica, que desmontaba errores, exageraciones y omisiones del texto de Acuña.
A lo largo de varias entregas, analizó no solo las deficiencias de método y estructura del libro, sino también las interpretaciones políticas que lo sustentaban. Su propósito declarado no era polémico, sino historiográfico: contribuir a que “la historia no quedara deformada”.
Estas columnas —publicadas entre julio y agosto de 1975— son hoy un documento de extraordinario valor para comprender cómo se libró la batalla por la memoria del 48 en los años posteriores, cuando las heridas aún no terminaban de cerrarse.
Más allá de la crítica puntual a un libro, revelan la lucidez de Cañas como lector y su compromiso con la verdad histórica, entendida no como dogma sino como búsqueda.
La presente edición rescata, corrige y unifica los textos originales, respetando su lenguaje y estilo periodístico. Con ello se busca ofrecer a los lectores del siglo XXI una ventana a aquel debate, en el que todavía resonaban las pasiones de la posguerra, pero también se gestaba una reflexión más madura sobre los orígenes de la Segunda República.
Carlos Revilla Maroto
Editor elespiritudel48.org
La revisión y arreglo del OCR de los recortes de periódico de las columnas, fue hecha con IA. Las columnas fueron tomadas de la versión escaneada en el repositorio SIDBI de la UCR. La ilustración fue generada con ChatGPT.
El 48”… ¿Es el 48?
El 48 — ese punto de partida, ese punto de llegada, esa culminación, esa “cosa” que llamamos el 48 — no es un hecho aislado ni aislable.
Fue una consecuencia, quizás de hechos políticos discernibles, puede que de corrientes históricas encontradas que, en un instante preciso, hicieron cortocircuito y estallaron en tragedia, ideas y pasiones, movimientos subconscientes, visiones generacionales, convicciones hondas, situaciones huidizas, males sociales, declinaciones y apogeos. Fue, en todo caso, un encuentro de hombres; que es decir, de seres imperfectos, con virtudes y vicios, pasiones e ideales; ciegos instrumentos de la historia algunos, deliberados actores trágicos otros.
Un encuentro político en la superficie. Una lucha social cuyos participantes muchas veces no comprendimos. Un rompimiento, una renovación, una sangría. Algo, en fin, que se apoderó como un demonio del espíritu de un pueblo, y cuyos testigos, actores o protagonistas tenemos el doble deber de olvidar y recordar, de cauterizar y tener presente.
Como toda confrontación verdaderamente heroica —en el sentido griego del héroe— implicó derrotas y euforias, realizaciones vitales y miserias, fracasos y grandezas. Destruyó —se lo propusieran o no sus gestores— un mundo, una sociedad y una manera de vivir. Una manera de vivir que, en todo caso, estaba ya desgarrada, cuarteada y destruida.
Se alzó una generación, en cierto modo poseída de la idea de que iba a defender lo que ya estaba agonizante, y terminó —porque esa fue su ciega misión histórica— por darle el golpe de gracia.
Los que en esos sucesos estuvimos envueltos —y no hablo de un hecho armado de cuarenta días, sino de una larga lucha de muchos años, de seis, de ocho, puede que de más— no podemos prescindir de ellos, y no porque formen parte de nuestra sencilla biografía, sino porque, habiendo sido el resultado de nuestra vida interior, los llevamos dentro, los llevaremos siempre, cualquiera hubiese sido el bando en que estuvimos, como un momento estelar de nuestra vida y de la vida de Costa Rica. A plena conciencia, sin necesidad de esperar el fallo de la historia.
Se escribió mucho y se ha seguido escribiendo, pensando y discutiendo sobre esa etapa histórica. Después de los años, ya es posible —al menos me ha sido posible a mí, y me ufano de que así sea— conversar sobre ella con los adversarios de entonces y, por lo menos en un terreno generacional, intercambiar comprensiones, explicar la razón de nuestros hechos ante aquellos con quienes habíamos interrumpido el diálogo colegial o juvenil. Y, comenzando a saber, comenzar a entender.
Ahora es posible que unos y otros nos preguntemos, con perspectiva de años, si tuvimos razón en lo que hicimos. Y la respuesta —desde cada bando— es que sí. Cada uno encuentra, en el panorama general, excusa o razón para sus propios errores o para los errores de su partido. Errores, faltas, violaciones o crímenes. ¿Dónde no hubo equivocaciones y dónde no hubo crímenes?
Yo dejé —de esto hace veinte años— testimonio personal de aquello en un libro. Un libro que no será, conforme pasen los años, la historia “objetiva” que los pedantes pretenden y nunca alcanzan. Es, dije, testimonio; y, según se le juzgue y lea, será jactancia o confesión. Pero no es mentira. Es verdad. Es mi verdad: la verdad de mis amigos, de mis compañeros, de mis hermanos y mía propia. Y cada uno de los que participaron en las agitaciones y violencias de entonces tiene la suya.
No hay una absoluta verdad histórica. Y si se llegare algún día a establecerla, no será un promedio o síntesis, sino una suma de verdades contradictorias: verdad del que mata y verdad del que muere, verdad del que dice sí y verdad del que dice no.
Un profesor llamado Miguel Acuña me visita y me pregunta si he leído el libro que acaba de publicar y que se titula El 48; le respondo que todavía no, y que me propongo leerlo. Me asegura la intención objetiva con que lo ha escrito y me pide mi opinión.
Lo he leído, y le voy a dar esa opinión que me ha solicitado: como crítico literario, le diría que su libro es detestable por mal escrito, desordenado y descuidado en construcción, investigación y lenguaje. Pero no estamos hablando de literatura, sino de otra cosa. Y desde el ángulo de esa otra cosa, mi opinión se reduce a lo mismo: el libro es deplorable.
Voy a seguir escribiendo, para dar razón de mi dicho.
Silencios y omisiones
Aunque el propósito manifiesto del profesor Miguel Acuña al escribir su libro fue contar la historia de la Guerra Civil del 48, comprendió que ello no podía hacerse a secas, sin explicar o explicarse las causas y orígenes del suceso. En lo que a estas causas y orígenes se refiere, lo mismo que en cuanto al suceso mismo, el libro de Acuña llega a las siguientes conclusiones (o, más exactamente, parte de las siguientes premisas):
La oposición a los gobiernos del Dr. Calderón Guardia y don Teodoro Picado fue fomentada por los alemanes, y tuvo como causa la promulgación de las leyes sociales.
Los sucesos políticos del 48, dada la participación de extranjeros en ellos, equivalen a una invasión foránea del territorio nacional.
No sé cuántos de los muchos costarricenses que hubieron presenciado aquellos años viven todavía —militaran en el bando en que militaran—, pero pocos suscribirían las afirmaciones del libro.
Lo primero que observará cualquiera que posea una regular memoria es que la oposición se inició y se manifestó en el Diario de Costa Rica, periódico que había sostenido enérgicamente la causa de la República Española y combatido fuertemente al nazismo y al fascismo; mientras que el diario gobiernista lo era La Tribuna, que durante los años 36 a 39 se había distinguido por su defensa encendida del general Franco y del franquismo. El libro de Acuña no hace mención de esto, o no lo sabe, y obliga al lector a imaginar una alianza de Otilio Ulate con los nazis. Pero es que el libro de Acuña está construido sobre silencios, según se verá.
Una de las maneras que este libro encuentra para sustentar su aserto de que la oposición se formó a raíz de la expulsión de alemanes y la reforma social es pasar como sobre ascuas por las elecciones de diputados de 1942. La sorpresa que todo el mundo se llevó entonces cuando un par de jóvenes totalmente desconocidos se hicieron elegir por San José con la simple enunciación de su cortesismo; el hecho similar ocurrido en Alajuela; la apreciación de esos hechos a la luz del destino que en años anteriores habían tenido candidaturas semejantes, no encuentran cabida en este libro. Y hay un silencio absoluto (obsérvese el juego de silencios) sobre lo que sucedió en Guanacaste, donde al Dr. Francisco Vargas Vargas —cuya popularidad y liderazgo provincial eran arrolladores— simplemente no se le permitió salir electo, mediante trucos y fraudes cuya puntual relación puede cualquiera leer en el Diario de Costa Rica de aquel entonces. Al señor Acuña no le preocupa establecer si hubo fraudes, o que los hubiera.
Él se limita a los resultados numéricos oficiales. Pero no los consigna en su libro, acaso porque esos resultados marcaron —aun después de los fraudes, aunque estos no se hubiesen producido— un considerable descenso en la votación del partido de gobierno, y basta compararlos con los resultados de avalancha de 1940, que el libro, naturalmente, sí consigna.
Ocultando que en febrero de 1942 —antes de la expulsión de los alemanes y antes de la reforma social— el gobierno estaba ya muy debilitado, es como este libro se propone convencer al lector. Y despreocupándose de que un líder provincial del calibre del Dr. Vargas Vargas no pudiese reelegirse en 1942 (cosa que a cualquier historiador curioso le hubiese puesto, por lo menos, a averiguar), comienza la tarea de insinuar que los fraudes electorales de que se acusó al gobierno en esas elecciones y en las de 1944 a lo mejor no se produjeron, con lo cual cree reforzar su tesis de que la oposición de entonces no tuvo razón.
Lo de que la Guerra Civil del 48 fue una invasión foránea voy a dejarlo para después, tratando de ser un poco más ordenado que el señor Acuña, cuyo desorden a veces parece calculado. Hoy solo quiero hablar de su sistema de silencios.
¿Creerá alguien, honradamente, que se puede escribir un libro aceptable o serio sobre esos años sin hacer una sola referencia al Centro para el Estudio de Problemas Nacionales? ¿Es concebible un libro sobre esa época en el cual no se mencione a Rodrigo Facio? Y es que, como la presencia de ese grupo juvenil y de su líder desvirtúan totalmente la premisa de que la oposición fue reaccionaria y antirreforma social, simplemente se guarda silencio sobre ella.
El libro de Acuña no entiende que es imposible comprender la Revolución del 48 si no se estudia la campaña electoral de 1943. El intento de reformar la Ley de Elecciones para entregar a los diputados el recuento de votos —intento frustrado por los estudiantes y las mujeres el 15 de mayo de ese año—; el decomiso de ediciones del Diario de Costa Rica que fueron lanzadas al mar; la destrucción física de la radioemisora Titania (única que se había resistido a la presión gubernamental y concedía espacios de propaganda al partido opositor); la actuación de las brigadas de choque impidiendo las reuniones de la oposición; la disolución a tiros de la manifestación cortesista del 6 de febrero de 1944, con asalto y destrucción simultáneos de las oficinas centrales del partido… De nada de eso habla este libro que se titula El 48. Eso, simplemente, no ocurrió. Con lo cual el autor del libro, muy orondo, “le baja el piso”, por decirlo así, al movimiento opositor.
La técnica de los silencios está tan visible y tan torpemente empleada en este libro, que en la página 87 el autor comete una inefable ingenuidad: se ha puesto a consignar lo que, a su juicio, son tres hechos ciertos sobre las elecciones de 1944:
El gobierno inclinó la balanza.
Hubo irregularidades el día de las elecciones (sobre estos dos puntos elabora un poquito, pero sin darles mayor importancia).
La existencia de las brigadas de choque.
Pero al llegar a este tercer punto guarda silencio, traslada la acción de su libro a 1947, y relata los primeros encuentros a puñetazos y arma contundente suscitados en marzo de ese año, que fueron la respuesta de la oposición a las agresiones del 43, y que en alguna forma pusieron en fuga a las brigadas del 43.
Guardando silencio el libro sobre la conducta de los grupos gobiernistas de matones armados a todo lo largo de la campaña entre Cortés y Picado, el lector desprevenido quedará —espera el señor Acuña— convencido de que la pelea callejera comenzó en 1947, en el momento en que la oposición se armó de garrotes.
Así se escribe la historia. Mejor dicho: así no se escribe la historia.
La historia es una serie de hechos, no una colección de silencios y omisiones.
Y me faltan por señalar más silencios, que comentaré luego.
Las posiciones opuestas que un libro ignora
Solo había aparecido el primero de estos artículos, en el cual expuse algunas generalidades que me interesaba consignar, y anuncié que, en mi opinión, el libro titulado El 48 es deplorable, prometiendo elaborar sobre ello analizándolo, cuando recibí del autor de la obra el siguiente telegrama:
“Si mi libro no fuera deplorable para un crítico de su calidad, y si no fuera detestable para aquellos con quienes usted está deplorablemente comprometido, tendría motivos para preocuparme.” — Miguel Acuña.”
Lo cual quiere decir que, para no preocuparse —y he de suponer que el señor Acuña no es amigo de buscarse masoquísticamente preocupaciones—, cuando me buscó para que expusiera mi opinión sobre su obra, lo hizo con el deseo de que yo dijese que era deplorable.
He reflexionado sobre ese telegrama y he llegado a la conclusión de que, con darlo a conocer, queda hecho el análisis del libro. Y es que un autor que se enoja, no ante la crítica, sino ante el anuncio de la crítica, ya saben ustedes, sin leerlo, por dónde va a tirar y qué tipo de actitudes le gustan en los gobiernos.
El libro de que vengo hablando es —queda dicho— un libro de silencios profundos, de omisiones deliberadas, de extrañas lagunas; dedicados los silencios, las omisiones y las lagunas a sustentar una de las dos posiciones en disputa durante la década de 1940, y a disminuir la otra.
Debería escribirse un libro, un libro serio y solvente, organizado y de buena prosa, que expusiera bravamente el punto de vista de los calderonistas sobre los sucesos de aquellos años. Un libro que rebatiera las toneladas de literatura favorable al otro bando que se han impreso tanto aquí como en los Estados Unidos y en Europa.
Pero tendrá que ser un libro valiente y franco. Como francas han sido las conversaciones que yo he podido tener con gentes que entonces estuvieron en trinchera distinta.
“Nosotros estábamos convencidos —me ha dicho un amigo, y daré su nombre si él me autoriza— de que si don León Cortés o luego don Otilio Ulate tomaban el poder, las leyes sociales se vendrían al suelo. Por eso recurrimos a lo que recurrimos. Pensamos, en 1944, que una elección fraudulenta más —y muchas habíamos tenido— pesaba menos en la balanza que la conservación de una legislación revolucionaria y trascendental que debíamos cuidar por recién nacida.”
Eso explica —pero a mis ojos no justifica, qué le vamos a hacer— lo ocurrido el 13 de febrero de 1944. Y a los que estábamos en la oposición, nos ayuda a entender.
Yo respeto la posición de quien se lo juega todo por defender algo en que cree, aunque no me sienta capaz de asumir o defender una posición parecida. Cuestión de principios, si uno quiere parecer idealista; cuestión de prioridades, si se quiere formular las ideas con frialdad.
Pero negar que las elecciones presidenciales de 1944 fueron “volcadas”, es ahora pueril.
“Ahora yo comprendo —me ha dicho otro amigo, prominente calderonista también de entonces, cuyo nombre daré a su vez si él me autoriza— que el Centro para el Estudio de Problemas Nacionales tenía razón cuando insistía en que la legislación social debía haber estado precedida de un ‘contenido económico’, como dijeron, o sea de un fortalecimiento de la producción.”
A este amigo le contesté que yo, ahora, creo que tenía razón el Gobierno de Calderón Guardia y no el Centro, y que la legislación social había que promulgarla sin esperar las condiciones óptimas que los centristas de entonces echábamos de menos o reclamábamos.
Ahora me pregunto: si el calderonismo de 1944 hubiese podido prever que aquello terminaría en una revolución, ¿habría hecho lo que hizo? Prefiero creer que no.
Lo que sucedió —pienso ahora— es que, dígase lo que se diga, en el Gobierno de 1940 había una especie de continuidad con lo anterior; el rigor liberal y democrático venía cuarteándose lentamente desde 1932, en medio de la pasividad pública. Y no supieron los gobernantes de entonces leer que, ya antes de 1940, se estaba forjando en liceos y facultades universitarias, entre profesionales y gente joven, entre periodistas (encabezados por Ulate) y hombres públicos (encabezados por Moreno Cañas, Clorito Picado, García Monge y Brenes Mesén), un movimiento de inconformidad, de protesta y de cambio, para el cual los aciertos institucionales de Calderón Guardia no eran otra cosa que una inyección que intentaba prolongarle la vida a un estado político de cosas que cada año empeoraba.
Y que el fraude de 1944 (más fuerte, más trascendental, ante un país más maduro que los de 1923, 1934 y 1938) iba a ser la gota —o el chorro— que derramara el vaso. O sea: que el 13 de febrero de 1944 fue, para ellos, un episodio más en las impunes prepotencias de lo que Ulate llamaba “la oligarquía civil”, mientras que para la generación que luego se llamó del 48 —que fue, en última instancia, la que protagonizó la guerra— fue la herida más honda de toda su para entonces breve existencia.
Después de 30 años, eso lo podemos ver todos. Pero el profesor don Miguel Acuña no lo ha visto.
Después de 30 años, estas cosas comienzan a ser objeto de pacífico y racional diálogo. Ojalá que el libro del profesor Acuña, y la reacción indignada que ha producido en muchos, no lo interrumpa.
No he terminado.
La oposición reaccionaria y mas silencios
Para grandes sectores del calderonismo era casi seguro, en 1944 y en 1948, que si don León Cortés o, después, don Otilio Ulate llegaban a la Presidencia de la República, la legislación social dictada durante el gobierno de Calderón Guardia sería derogada, anulada o suspendida. Y este pensamiento explica —declaro yo aquí— la conducta de ese partido por entonces, aunque a mi entender no la justifica.
Que el temor era infundado lo demuestran veintisiete años de historia. Todos los sectores que componían la oposición de entonces han pasado por el gobierno, y ninguno ha intentado siquiera tocar esa legislación. No obstante, el libro El 48 del profesor Miguel Acuña insiste, a estas alturas, en sostener que la oposición a los gobiernos de Calderón Guardia y de Picado (aparte de la influencia alemana) estuvo influida, si no es que dominada, por la aversión a las leyes sociales.
Si eso fuera cierto, a partir de 1948 esas leyes habrían sido modificadas, suavizadas o derogadas. Pero, muy por el contrario, han sido más bien fortalecidas. Ahora bien: si la tesis del profesor Acuña fuera cierta, siquiera en parte, y hubiesen existido en la oposición, concretamente en la de 1947, fuerzas decididas a acabar con los progresos que en materia laboral había conseguido el régimen, entonces no se justifica que se arme tan grande alharaca por el hecho de que la revolución triunfante no hiciera entrega inmediata del poder a don Otilio Ulate; porque al hacerla, implícitamente se estaría cobrando a la revolución que no pusiera el gobierno en manos de los que él reputa enemigos de la legislación social, legislación de la que se muestra al menos tan partidario como yo.
Voy ahora con otro de los curiosos silencios, o extrañas omisiones, que contiene el libro de marras, tendientes en su totalidad a dar fuerza a las argumentaciones del autor, las cuales, sin esas omisiones, la perderían.
En la página 119 ridiculiza el señor Acuña el temor que los ciudadanos tuvieron en febrero y marzo de 1948 a una posible hegemonía comunista. Y para demostrar que tal temor no tenía razón de ser, y que la fuerza del comunismo era mínima, nos recalca que en la elección del 8 de febrero de 1948 los comunistas obtuvieron sólo 736 votos. Lo que el señor Acuña oculta o calla es que en esa elección los comunistas no participaron con candidato presidencial propio, y que los 736 votos los obtuvieron en aquellos cantones donde habían presentado papeleta municipal. El verdadero recuento de votos del Partido Comunista habría que hacerlo sobre la elección diputadil de 1946, última en que participaron autónomamente antes de su proscripción; y en 1946 llegaron a 15.000 votos, sobre un padrón de aproximadamente 100.000 ciudadanos. Estos datos están omitidos por el profesor Acuña, con lo cual se impide una justa apreciación de los sucesos. Claro que el lector acucioso y con memoria puede regresar a la página 75 del libro, donde sí se les reconoce a los comunistas un 15% de los votos. Pero, ¿tendrá el autor del libro una razón para estimar que en seis años los comunistas habían perdido más de 14.000 partidarios? ¿O simplemente quiere enredar a sus lectores haciéndoles creer que era un partido que no llegaba a 800 personas? El lector avisado responderá la pregunta.
He venido hablando largamente de los silencios, las omisiones y las lagunas que “El 48” contiene. Ahora agrego que, además, tiene errores y contradicciones estrepitosas. Pero de ellas me ocuparé luego.
Se echa de menos el viento
No se puede escribir válidamente la historia si no se tiene la capacidad de levantar, ante el lector, un panorama espiritual, un clima. La historia no está hecha de documentos, incisos y declaraciones, sino de vientos.
Por eso, el gran historiador es al mismo tiempo un gran artista. Por eso Bernal Díaz del Castillo y Edward Gibbon, Theodor Mommsen y Winston Churchill son grandes historiadores, y los dos últimos recibieron el Premio Nobel de Literatura.
Por eso, cuando leemos las obras de Stefan Zweig, nos vemos sumergidos de pronto en un mundo, y sentimos emocionalmente lo que ocurrió. Don Ricardo Fernández Guardia nos hace experimentar la pasión que culminó en Ochomogo, y Rafael Obregón Loría nos ha explicado la guerra del 56, más que en desplazamientos de tropas, en movimiento nacional.
Los que vivimos la década de 1940 lo hicimos dentro de un clima determinado. Los unos y los otros. Cada bando imbuido de una perspectiva, una visión y un vislumbre, y el país terminó viviendo un estado de ánimo cuya tónica terminó por ser el peligro.
Hay que comprender —o tratar de comprender con perspicacia y sentido del buceo— lo que deben haber sentido en julio de 1947 aquellos linieros mal abrigados que custodiaban las calles de San José entre las miradas de odio y desconfianza de la gente (Fabián Dobles lo intentó con honestidad en Los leños vivientes, que no es el mejor de sus libros). Hay que comprender —o tratar de comprender con perspicacia y sentido del buceo— lo que deben haber sentido los ulatistas, achicopalados y humillados, que no se atrevían ya a salir de sus casas, cuando recibieron por la radio la noticia del ataque a la casa del Dr. Carlos Luis Valverde.
El 48 hay que entenderlo emocionalmente, como lo vivieron quienes lo vivieron: la incertidumbre, el temor, el coraje que se saca no se sabe de dónde, el desconcierto y el desorden.
Los campesinos corriendo despavoridos por la calle 4 rumbo al norte el 6 de febrero de 1944 con las balas siguiéndoles, o despojados de sus machetes por la policía herediana el 17 de octubre de 1943. Los habitantes de Llano Grande consternados ante el espectáculo inaudito de tres cadáveres sobre el polvo el 13 de febrero de 1944. La noche lúgubre (como me la han contado amigos calderonistas) en que las gentes del gobierno recibieron el cadáver del coronel Rigoberto Pacheco. Estas cosas tienen, para sus testigos o protagonistas, valor de microcosmos: en esas experiencias se resumen mundos y vientos. La actitud ante ellas, en el momento preciso, si la logra interpretar, es lo que le da al historiador las claves, las verdaderas claves, que le permiten luego entender —y explicar— el relato de un funcionario, el pormenor de un ir y venir, el sentido de una conversación o de una decisión.
De los que en estos días han estado escribiendo sobre el tema, quien mejor ha captado el sentido histórico, nacional y emocional de lo que ocurrió, y le ha dado la importancia que tiene, ha sido Enrique Benavides, quien anduvo entonces en bando contrario al mío, pero que mira las cosas con perspectiva y vuelo, como procede; y desentrañando la emoción básica, el estado de ánimo colectivo, ha entendido el significado que —en escala nacional de tiempo y espacio— tuvieron y tienen las dos tesis que se enfrentaron.
El libro titulado “El 48” prefiere recurrir al silencio. A callar, ignorar o silenciar ciertos hechos. Las campañas electorales de 1943 y 1947 se desarrollaron dentro de un clima espantoso de violencia verbal, que ojalá la República no vuelva a presenciar con toda su fuerza desmoralizadora, pero que contribuyó a crear el ambiente desesperado que estalló en la violencia definitiva e irreversible de la guerra.
El profesor Acuña, en su libro, no capta esto; y si lo captó, lo hizo a un lado. Se limitó a reproducir algunas frases encendidas de la campaña anticalderonista del ulatismo de 1947, pero guardando silencio (¡ah, ese libro de incontables silencios, de deliberadas omisiones!) sobre las otras, previas violencias verbales. Es penoso ser costarricense y saber las cosas que a don León Cortés le dijeron desde las tiendas del gobierno en 1943. Es penoso ser costarricense y saber las cosas que a don Otilio Ulate le dijeron desde las tiendas del gobierno en 1947. Y no diga el autor del libro que las cosas “eran siempre así”, porque entonces no podrá explicar la razón por la cual en su libro consignó solo ciertas cosas que le dijeron al Dr. Calderón Guardia.
Tal vez lo que ocurre es que el profesor Miguel Acuña es piadoso, y procura que los costarricenses de hoy no se enteren de aquellas campañas vergonzosas de injurias, que se metieron con la vida familiar, con la vida privada y con la intimidad misma de los candidatos de oposición. La oposición también dio rienda suelta a la violencia verbal, y aquello fue un mal diálogo. Es mentira que —como lo insinúa este libro que se titula El 48— el bando gobiernista se limitara a exponer programas mientras la oposición contestaba con insultos. Es mentira. Simplemente, es mentira. El libro, al cargar toda la culpa de la violencia verbal a uno de los bandos, guardando silencio (¡siempre silencio!) sobre los golpes bajos del otro, es desleal en el relato.
Contradicciones y algunos errores tomados al azar
Además de las numerosas omisiones, silencios y lagunas que le he apuntado al libro El 48 del profesor Miguel Acuña, le es posible a cualquier lector cuidadoso encontrar en él numerosos errores, exageraciones y contradicciones de esas que no espera uno hallar en un libro que pretende ser serio y que en serio lo tomen.
Las contradicciones, a veces, se las puede explicar uno como parte del afán del autor de sustentar las hipótesis de las cuales partió. Pero en otros casos, tal cosa no es posible.
En la página 87 se emite la peregrina opinión de que, si los campesinos votaron por León Cortés en febrero de 1944, ello se debió a que los patronos emprendieron un despido masivo, y que el error del gobierno fue decretar la vigencia del Código de Trabajo para enero de 1944, con lo cual los despidos estaban muy recientes.
Pero en la página 77 el autor ha dicho la verdad: que el Código de Trabajo entró a regir el 15 de setiembre de 1943, y no en enero de 1944; con lo cual, si hubo despidos masivos (cosa que el señor Acuña ni demuestra ni documenta), ya para las elecciones habrían cicatrizado.
Pero hay otra contradicción todavía más regocijante: en la página 125 se relata que monseñor Sanabria, junto con don Ernesto Martén y el doctor Fernando Pinto, trataron de comunicarse con los revolucionarios (en misión de transacción, cabe agregar).
Pero el relato que el doctor Pinto hizo de esa misión, como miembro de la Asamblea Constituyente, lo convierte don Miguel Acuña, once páginas después —o sea, en la número 136— en un relato de excombatiente que “botó las armas” ante la traición. Con llamarle en una página “doctor Fernando Pinto” y en la otra “señor Pinto Echeverría, también excombatiente”, cree el autor del libro que los lectores no se van a dar cuenta de la falsificación.
Si esto no está hecho de mala fe —y estoy perfectamente dispuesto a creerlo— entonces indica un gran descuido en la investigación y en la confección del libro, cosa perfectamente imperdonable también. Y ese descuido está patente en numerosas ocasiones, como se verá.
En la página 64, le atribuye a la administración Calderón Guardia la creación del Patronato Nacional de la Infancia, que había sido establecido por don Cleto González Víquez en 1931.
En la página 95, dice que don Manuel Eduardo Cañas-Herrero fue un “paracaidista en el ejército de los Estados Unidos, destacado en Japón durante los años más duros de la guerra”. (Destacado posiblemente como espía, quintacolumnista o agente secreto, porque —hasta donde se sabe— durante los años más duros de la guerra no hubo paracaidistas norteamericanos destacados en Japón).
En la página 111, afirma que la Huelga de Brazos Caídos no se debió “a una vapuleada que recibe (posiblemente quiso decir reciben) don Alfredo Volio y su hijo el sábado 19 de julio de 1947”.
(La vapuleada fue el domingo 20, y no la recibieron ni don Alfredo Volio ni su hijo, sino el actual ministro de Educación Pública, licenciado don Fernando Volio Jiménez).
En la página 133, tratando de disminuir la gravedad de la anulación de la elección de don Otilio Ulate por el Congreso, cita como antecedente lo que paso a copiar:
“En 1932 don Ricardo obtiene la mayoría relativa, no absoluta. Según la Constitución debe irse a una segunda elección, pero por el ‘Bellavistazo’ que da su opositor el señor Castro Quesada, el Congreso no convoca a segundas elecciones, sino que las anula y nombra a don Ricardo como primer designado.”
El profesor Acuña conoce la historia de 1932, por lo menos tan mal como la de 1940-1948. El Congreso de 1932 no anuló elección alguna. Había que convocar una segunda entre los señores Jiménez y Castro Quesada.
Pero el señor Castro Quesada, a raíz de su intento armado, renunció a su postulación. Y considerando el Congreso que no era posible convocar a nuevas elecciones en semejantes circunstancias, procedió a nombrar designados a la Presidencia. Hubo, pues, una renuncia, y no hubo ninguna anulación. El libro El 48 está equivocado: su autor no investigó bien.
En la página 226, al licenciado don Raúl Gurdián Rojas se le llama Raúl Gurdián Montealegre. En la página 238, y en otras, a José María Tercero (militar centroamericano que vino a pelear con los revolucionarios) se le llama José María III, lo cual puede ser una coquetería tipográfica del señor Acuña, pero carece de seriedad (como casi todo).
En la página 241, se afirma que, después de capturada esa ciudad por los revolucionarios, “corre el licor en Cartago”; la verdad es que, nombrado gobernador civil de esa ciudad don Alfredo Volio (el mismo a quien Acuña vapulea), su primera disposición fue destruir todas las botellas de licor que había en el comercio, y el licor corrió, sí, pero por los caños, y durante un corto rato. (¡Con qué exquisita voluptuosidad trata el señor Acuña de dar la impresión de que Cartago fue una orgía!).
A partir de la página 308, se dedica este libro a hablar con fruición de un eje Guatemala–San José–Caracas, simplemente porque a su autor se le ocurre. Porque, si hubiera preguntado, sabría que no hubo nunca contacto entre los revolucionarios costarricenses y la Junta de Gobierno venezolana o su sucesor Rómulo Gallegos.
Imagina a Rómulo Betancourt tramando la revolución de Costa Rica con Figueres. No sabe —y deja en su libro constando su ignorancia— que Figueres y Betancourt se conocieron en La Habana en abril de 1950.
Esto me consta, porque yo fui quien los presentó. Yo había conocido a Rómulo en Nueva York en abril de 1949, en casa del embajador de Chile, Hernán Santa Cruz, donde me dijo: “Hasta que por fin logro conocer a alguien del nuevo gobierno de Costa Rica.” Esa noche, Santa Cruz y yo pedimos instrucciones a nuestros gobiernos —que nos las dieron— de presentar a las Naciones Unidas una instancia en favor de los presos políticos de Venezuela, y esa noche nació mi amistad con Rómulo Betancourt, que me honra y no varía desde hace 26 años.
En la página 316 dice que la Junta de Gobierno pensó cambiar la bandera de Costa Rica.
Mejor termino aquí por hoy.
Temas y variaciones
La forma cuidadosa y sistemática con que el libro El 48, del profesor Miguel Acuña, oculta ciertos hechos, calla ciertas realidades, omite el inventario de ciertas violencias y minimiza la importancia de ciertas arbitrariedades, tiende, a mi juicio, a buscar la aquiescencia del lector para la afirmación descomunal y apodíctica que el autor hace en la página 350 de ese volumen, a saber: que la división de la familia costarricense, con carácter de desgarramiento, se produjo en los dieciocho meses de la Junta de Gobierno.
O sea, que el 7 de mayo de 1948 la familia costarricense no estaba dividida. Según Acuña, para entonces no había lazos familiares suspendidos, ni amistades segadas, ni odios exacerbados, ni sobrevivientes en busca de represalia. El país vivía tranquilo.
Al fin y al cabo, los muertos de Llano Grande —¿no es verdad?— habían sido solo tres. Y el de Sabanilla de Alajuela, Timoleón Morera (de quien en este libro no se habla), solamente uno. ¡Cuestión de números nada más!
Al fin y al cabo, los tanques que desfilaron disparando sobre los transeúntes de la Avenida Central la mañana del 22 de julio de 1947 no mataron más que a… ¿a cuántos? Ni siquiera a una docena de ciudadanos inocentes. (Claro, este suceso no aparece en el libro).
Y es que el pueblo de Costa Rica, por supuesto, es muy aguantador. El propio don Miguel Acuña lo dice muy clara y paladinamente en la página 90 de su obra: “Nada hubiera sucedido si a Picado no se le ocurre suprimir la cincha que arde pero no mata.”
El señor Acuña está convencido de que el pueblo de Costa Rica aguanta toda la cincha que le pongan.
(Lo curioso es que la frase anterior la consigna al hablar de los sucesos de Llano Grande, que no ocurrieron durante el gobierno de Picado; pero la confusión y el desorden del libro son tales, que lapsus de ese tamaño puede haber más de doscientos).
En realidad, hay que admirar la técnica que despliega este libro para variar la dimensión de las cosas, en un sentido o en otro. Veamos ejemplos:
Cuando don León Cortés hizo en 1939 una declaración de neutralidad política, eso fue interpretado (p. 42) como un deseo de opacar la candidatura del Dr. Calderón Guardia.
Cuando la policía dio cinchazos (p. 45) “en el tercio superior de la espalda del diputado Francisco Urbina” (¡qué alarde de conocimientos anatómicos!), esto fue porque alguien quiso hacer méritos ante el Presidente. (Pero se queda uno preguntando: ¿es que el profesor Acuña cree de verdad que teníamos un Presidente ante el cual se hacían méritos en esa forma? Y si no era así, ¿qué castigo recibió el culpable?).
La amistad del régimen 40-48 con Somoza (que culminó con un expresidente de Costa Rica sirviéndole de secretario) se reduce, según este libro (p. 59), a que el Dr. Calderón Guardia se hizo retratar en traje de baño con Su Majestad Tacho I.
Entre las grandes obras del régimen figuran (p. 66) el Instituto Interamericano de Ciencias Agrícolas (cuya sede solicitó para Costa Rica don Ricardo Castro Beeche como embajador de don León Cortés, y se le concedió al país durante la administración del Dr. Calderón Guardia), las Juntas Rurales de Crédito (obra de don Julio Peña en el Banco Nacional en 1937), y —esto sí, porque es la más grande decisión gubernamental que vieran los siglos pasados o esperen ver los venideros— el establecimiento del Día de las Américas, que, para consuelo y respiro de todos, el libro reconoce, en la misma página 66, que allí quedó, después de la revolución, intocado, institucionalizado, incólume, como parte de la obra que (copio): “iniciara el Doctor para caminar al ritmo de los tiempos, conforme lo exigían los organismos internacionales.”
¿De manera que a Costa Rica le exigían cosas los organismos internacionales? ¿Desde cuándo? ¿Cuáles organismos, si puede saberse?
Ahora resulta que todo lo que realizó en el campo institucional el Gobierno del Doctor Calderón Guardia —que es importantísimo y no queda en Costa Rica mezquino que lo niegue, porque lo estamos viviendo y disfrutando— no fue inspiración suya ni de sus ministros, sino exigencia de los organismos internacionales.
¡Por eso decía yo arriba, que hay que admirar la técnica que se emplea en este libro para variar las cosas en un sentido o en otro!
Apuntaré otras de estas variaciones mañana.
Otras variaciones y piruetas
Me temo que los lectores (si los tengo, si me quedan) puedan comenzar a fatigarse con esta retahíla de artículos que he escrito sobre el libro El 48 del profesor Miguel Acuña. Pero quien los haya seguido hasta aquí comprenderá que su lectura suscita una serie de temas, comentarios e inconformidades muy grandes, por sus omisiones deliberadas, por sus tergiversaciones, por ese constante “pasar por alto” que lo caracteriza.
En la página 117, habla ese libro del “trámite lento que por entonces tenían las reformas a la Constitución”. ¿Por qué ese “por entonces”? ¿Se quiere insinuar que para los gobernantes anteriores a 1949 era más difícil reformar la Constitución que para los posteriores? Pues yerra el tiro, porque el trámite sigue siendo el mismo.
Hay en la página 123 una apreciación que merece glosa. Se habla del incumplimiento que el Secretario de Seguridad Pública de febrero de 1948 hizo del pacto que comprometía al gobierno a entregar los cuarteles al candidato triunfante.
Conviene, para el lector joven, explicar el concepto: entregar los cuarteles significaba poner a cargo de ellos a los comandantes que el nuevo gobierno proponía.
Dice el señor Acuña lo siguiente:
“Los señores diputados del Partido Republicano advirtieron al Secretario de Seguridad de la inconstitucionalidad de lo que se había pactado. Para la fracción calderonista las fuerzas armadas no podían ser entregadas antes del 8 de mayo. Esta era la tesis de los 27 diputados que posteriormente anularon las elecciones. Es una tesis correcta.”
El señor Acuña, como es de suponer, no explica por qué considera que era correcta la tesis, ni se preocupa de decir cuál de los artículos de la Constitución de entonces sería violado de cumplirse el pacto.
La verdad es que siempre, de toda la vida, cuando venía un cambio de gobierno, el presidente saliente procedía a “entregar los cuarteles” al entrante con anticipación, mucho antes del 8 de mayo.
Y la verdad es también que la Constitución de entonces establecía que todos los empleados públicos eran de libre nombramiento y remoción del Presidente de la República. Así, los presidentes anteriores, haciendo uso de semejante facultad discrecional, nombraban como comandantes de los cuarteles, desde antes de salir, a los candidatos que les proponía el presidente electo.
Y don Teodoro Picado perfectamente pudo —constitucional y moralmente— poner los cuarteles en manos de la gente que le indicara don Otilio Ulate, tal y como lo habían hecho todos sus antecesores y conforme la Constitución se lo autorizaba.
El libro se limita a decir que la tesis de los diputados era correcta. No dice en qué se basa. Pero ni constitucional ni históricamente lo fue.
El adjetivo “correcta” a lo mejor es tan arbitrario como el de “brillante” que en la página 273 le endilga a la participación de Sevilla Sacasa en la Conferencia de Bogotá, la cual, según me lo han contado a mí testigos presenciales (que han de ser otros de los que se lo contaron al autor del libro), fue bastante pobre y titubeante. Pero esa es cuestión de apreciación, y no vale la pena insistir en ello.
Todo cuanto he escrito hasta aquí se refiere a lo que el libro consigna sobre los procesos políticos que culminaron en la Revolución del 48.
Pero el verdadero tema del libro —el título lo anuncia— es la revolución misma. De manera que me queda tela por cortar.
Historia militar
Habrá que ser un historiador militar con conocimientos de estrategia para justipreciar lo que dice el profesor Miguel Acuña en su libro El 48 sobre las acciones bélicas de entonces. Yo confieso no tener los conocimientos sobre la materia que poseen los señores Acuña y Rechnitz, en alguna forma coautores de lo que se ha publicado. Solo sé lo que me contaron y lo poco que vi.
Y lo que me contaron, me han contado y me siguen contando los que en ello anduvieron a fondo (entre ellos el propio “invasor” general Ramírez) es coincidente y me permite tener una visión global del asunto. Visión que, ay, no coincide con la del señor Acuña. Entre otras razones, porque la de éste está destinada a hacernos creer tres cosas, a saber:
Que fueron los voluntarios extranjeros los que pelearon y ganaron la guerra (en la página 328 se dice que Ramírez y Rivas ganaron —probablemente solos, como en las películas de vaqueros— la batalla de El Tejar).
Que el único suceso digno de tomarse en cuenta fue la batalla de El Empalme, y el batallón que en ella participó el único que peleó de veras, careciendo de importancia la batalla de San Isidro y el batallón que lleva su nombre, la toma de Limón y la Legión Caribe que la llevó a cabo. (No debemos olvidar que el heroico batallón de El Empalme es el que ha tenido la desventura de producir más disidentes, y también del que han salido más veteranos con rumbo a tiendas políticas diferentes a la que reúne a la mayoría de la gente de la revolución. He aquí una circunstancia para sopesar).
Que las operaciones de preparativo de un ataque a San José en que participó el señor Rechnitz una vez que cayó Cartago constituyen la verdadera epopeya.
Repito que hay gentes mucho más autorizadas que yo para analizar la versión que el libro da sobre las operaciones militares.
Pero llama la atención el profundo y detallado análisis que el profesor Acuña dedica a lo que podríamos llamar, sin pelos en la lengua, atrocidades de guerra. Toda guerra trae excesos, abusos y crímenes. Ningún ejército, en la historia de la humanidad, ha salido de una guerra limpio de excesos, latrocinios y atrocidades. Y lo que se llamó Ejército de Liberación Nacional, claro que tampoco. No lo formaban santos, sino hombres.
El libro se recrea en relatar las atrocidades, excesos y crímenes que pudieron haber cometido los combatientes de la revolución. Los relata, subraya, analiza, recalca y, por supuesto, condena. Todos tenemos que condenarlos.
Pero guarda al mismo tiempo un silencio profundo y sospechoso (por lo menos para mí, que tantos silencios le he notado al libro, es sospechoso) sobre las atrocidades que cometieron los del otro bando.
Puede haber dudas sobre si los fusilados de Quebradilla fueron guardias nacionales de Nicaragua, como se ha afirmado, o costarricenses, como se desprende del libro de Acuña. La nacionalidad no cambia la índole del hecho, pero —aun sin justificarlo— puede explicarlo, dentro de la emoción, la psicosis y el delirio; y este es uno de los muchos asuntos que valdría la pena dilucidar.
Pero sobre lo que no hay dudas de ninguna especie es sobre el caso de Nicolás Marín, prisionero de guerra torturado, mutilado y asesinado por gentes del gobierno, y cuyo nombre no aparece siquiera mencionado en las 388 páginas del libro. Silencio absoluto sobre él, y silencio absoluto también sobre la masacre de abril en la Avenida Central, cuando los tanques, jipones o lo que fuera, repitieron su hazaña del mes de julio y salieron a disparar a discreción, matando, entre otros, al señor Pinto, exiliado hondureño que atendía el departamento de libros de la Librería Lehmann.
Silencio también sobre el fusilamiento de los hermanos Infante y sobre otras depredaciones conocidas que llevó a cabo un militar llamado Áureo Morales.
Tres casos de fusilamiento —uno de ellos con tortura previa— y el ataque mortífero contra la población civil. Llevados a cabo, no por un ejército de guerrilleros, sino por las autoridades de la República. Pero a este libro no parece interesarle sino una parte de los sucesos. Es el libro de los grandes, de los inexplicables (¿inexplicables?) silencios.
El final de la guerra
La obsesión ineludible del que se ve envuelto en una guerra es terminarla.
Llega un momento en que los nobles y heroicos propósitos que la determinaron se pierden en la perspectiva inmediata, y lo único en que se piensa es en los muertos, en la destrucción y en el dolor.
El mundo respiró con alivio y entusiasmo cuando cayó la bomba atómica sobre Hiroshima, y solo pensó en la cantidad de vidas que se salvaban con la terminación sorpresiva de la guerra. Hubieron de pasar muchos años antes de que la humanidad comenzara a decir que Hiroshima había sido un crimen.
Entre las virtudes que tiene el libro El 48 del profesor Miguel Acuña, está que los capítulos que dedica a relatar las negociaciones que terminaron con la rendición del gobierno de Picado parecen escritos teniendo presente y comprendiendo esa situación espiritual. La guerra tenía que terminar, como fuera. Entonces se produjo ese profuso y contradictorio cambio de proposiciones y contrapropuestas, cartas y promesas. Los vencedores —que ya lo eran— se puede decir que accedían a todo con tal de que la pesadilla terminara.
El libro del profesor Acuña se extiende (y es la primera vez que alguien lo hace) sobre la muy publicada carta que el presbítero Benjamín Núñez —negociador de parte de los revolucionarios— entregó al licenciado Manuel Mora. Se puede decir —es tan fácil decirlo después de los años, en frío— que tenía una intención engañosa. Pero solo tenía la de salvar vidas.
Yo estoy seguro de que el licenciado Mora lo entendió así.
No acierta mucho el profesor Acuña en su interpretación de otro documento muy conocido: aquel en que se propuso que el Congreso se reuniera, aceptara la renuncia de los tres designados a la Presidencia (don Francisco Calderón Guardia, don René Picado y don Santos León Herrera), y nombrara en su lugar a don José Figueres, don Alberto Martén y don Fernando Valverde.
Este documento hay que verlo también a la luz de lo que se necesitaba: acabar las hostilidades. No aceptaba la revolución que, si el presidente Picado se iba, el poder cayera en otras manos (calderonistas, comunistas, picadistas, lo que fuera) que no fueran las de los vencedores. Ya estaba tomada —el propio profesor Acuña lo reconoce así, y creo recordar que también el doctor Óscar Aguilar Bulgarelli en su libro— la decisión de formar una Junta de Gobierno.
Por esa razón, el nombramiento de designados que se pidió era por el resto del período legal, hasta el 8 de mayo de 1948, y ello por dos razones: porque el Congreso de entonces no tenía atribuciones para nombrar designados más allá de esa fecha, y porque, para tomar el gobierno y ejercerlo después del 8 de mayo, la revolución no necesitaba que la autorizara un Congreso en agonía.
Dice el libro que la proposición “rompería el orden constitucional”, y yerra: más bien pretendía (sin motivo alguno) prolongarlo unos días más.
Hay un aspecto que, a mí al menos, me ha preocupado con respecto a esa propuesta, y que nunca he visto que se haya discutido: ¿por qué se produjo esa propuesta? ¿Por qué, en última instancia, esa proposición fue transada y la revolución aceptó que el ingeniero León Herrera terminara el período constitucional? En dos platos: ¿por qué la revolución no tomó el poder como Junta el mismo día de abril, y propuso, prefirió o aceptó un interregno de quince días? ¿Por qué esperaron los revolucionarios al día 8 de mayo para asumir el poder de facto y no lo asumieron antes?
La respuesta a estas preguntas —y confieso que nunca se las he formulado ni al señor Figueres, ni al señor Martén, ni al señor Valverde— disipará todas las dudas y sospechas que desde hace años se viene pretendiendo hacer caer sobre la propuesta de que se les nombrara designados. Porque la verdad es que no necesitaban de ese nombramiento.
Con este artículo he iniciado el recuento de lo que veo como positivo y valioso en el libro del profesor Acuña, al que le he apuntado defectos, omisiones, tergiversaciones y errores durante diez días.
Mañana continuaré en esta tarea, más grata para mí.
Los árboles y el bosque
Hay algunos aspectos del libro “El 48” que constituyen aportes importantes al estudio que en el futuro hagan los historiadores sobre los sucesos de esa época, concretamente sobre las acciones militares.
Uno de los más trascendentales es el relato que hace don Mario Fernández Piza —hombre serio y entendido, que tenía a su cargo el Estado Mayor del gobierno de Picado— sobre las operaciones militares vistas desde el lado del gobierno. Es un relato sobrio y ponderado que hace mucha luz sobre la situación y que contiene datos que hasta el momento no se conocían; y fue un acierto del profesor Miguel Acuña el buscar ese testimonio insospechable.
Por otra parte, también tiene fuerza y convence el análisis que el libro hace de la versión —que mucho ha corrido— de que en abril de 1948 estaba en Panamá un contingente de infantes de marina listo a invadir y ocupar el territorio de Costa Rica. La conclusión a que llega, y parece lógica dados los buenos argumentos que esgrime, es que no hubo tal. Y que cuando don Teodoro Picado habló, en una carta muy conocida, de las “fuerzas incontrastables” que lo llevaban a la conclusión de que debía dejar el poder, no se refirió a una posible invasión norteamericana, sino a otras cosas.
No tiene el mismo poder persuasivo la argumentación que se ofrece para interpretar la invasión de la zona norte de Costa Rica por fuerzas nicaragüenses como una medida de política interna del general Somoza, tendiente a obtener el reconocimiento de los Estados Unidos. Si se desecha la hipótesis de que el general Somoza quiso prestar una ayuda más a un régimen amigo —al cual le había prestado tropas que se vieron en El Tejar—, teoría desechable porque Somoza fue inteligente y tiene que haberse dado cuenta de que la guerra estaba perdida; si se desecha, decía, esa hipótesis, solo nos queda otra: el avance de tropas nicaragüenses por territorio de Costa Rica tuvo el fin estratégico de detener allí cualquier intento que los revolucionarios hicieran de seguir derecho hacia el norte.
O sea: que cualquier intentona antisomocista de lo que para entonces llamaban “Legión Caribe” hubiera de pelearse, hasta donde fuese posible, en territorio costarricense.
Me autoriza a exponer esta hipótesis una rica y estimulante conversación de más de dos horas que tuve, en marzo de 1963, con el entonces presidente de Nicaragua, Luis Somoza, ante numerosos testigos, durante los festejos de la reunión de presidentes centroamericanos con Kennedy. En esa ocasión, cuando citamos la invasión o contrarrevolución de diciembre de 1948 —que el viejo Somoza propició—, escuché al presidente de Nicaragua decir estas palabras, asaz convincentes:
“Nosotros estábamos esperando en cualquier momento un golpe proveniente de Costa Rica. Aquello fue una cuestión de quién golpearía primero, y golpeamos primero nosotros.”
Una interpretación parecida dio de la segunda invasión, la de enero de 1955.
Si esto fue así —y no tengo, ni sé de nadie que tenga razones para no creerlo— queda explicada la violación del territorio costarricense en abril de 1948, que Rómulo Betancourt denunció ante la Conferencia de Bogotá.
Otro relato de interés que se encuentra en el libro es el del licenciado Máximo Picado, figura importante del régimen, que da una versión de ciertos hechos sumamente atendible y reveladora, sobre todo para quienes vimos esos acontecimientos desde el otro lado del espejo.
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Termino aquí. Repito que, aunque lo parezca, El 48 no es el libro que hace falta y que explique desde el lado calderonista los sucesos. Deficiencias de construcción, estructura y redacción le impiden serlo. El profesor Acuña se lanzó a recopilar cartas, documentos y papeles, a conversar con cuanta gente encontró a mano, pero a la hora de interpretar el cuantiosísimo material, falló.
Hay un viejo refrán que habla de aquellos a quienes los árboles no dejan ver el bosque. No es ese el caso del autor de este libro, sino distinto: se introdujo en el bosque y comenzó a ver árboles, árboles y más árboles; acaso se perdió entre ellos, pero al fin pudo salir del bosque. Y cuando salió, proclamó a los cuatro vientos que no había bosque.

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