Figueres: lo bueno, lo malo, lo lindo
Alfonso Chase
La celebración del centenario del nacimiento de don José Figueres Ferrer ha estado marcada por intermitencias. Se ha tratado de mirarlo desde diferentes ópticas.
La primera de ellas centrada en su anecdotario, que es rico, divertido y abarca múltiples sucesos, la mayoría vistos por sus amigos, o por aquellos que dicen serlo, para ampararse a su paraguas.
Se ha escrito mucho sobre diferentes aspectos de su biografía. Su propia visión de los hechos, realizada a tres manos, no le satisfizo mucho, pero es la que más se acerca a la realidad de lo que hizo, o dejó de hacer.
De sus sueños y realidades y al imperativo histórico de saber que era dueño de su destino, crecido siempre en soledad, desde que era adolescente.
Lo excelente es que transformó al país. Eso fue futuro y todos sabemos. Casi desde niños, porque somos hijos de la Segunda República, término que para algunos suene retórico, pero de eficaz significado para partir la historia.
Aún dentro de esa visión de cambio estuvo casi en solitario, ayudado por algunos fieles amigos que lo sostuvieron siempre, en las buenas y las malas.
Abolió un estilo centenario de hacer política y siempre tuvo la idea de que el revolucionar sólo podía hacerse por la fuerza de las armas, aún cuatro años antes de los sucesos de 1948, cuando se dijo, y cumplió el lema de: vamos a fundar la Segunda República.
Todo lo anterior, que es bueno, y por lo cual se le recuerda como el líder del siglo XX, procedió de una mente excepcional en un momento singular de nuestra historia.
Como se había forjado por medio de lecturas y trabajo concreto, sus digresiones y pensamientos estaban enraizados en la realidad, con una visión de futuro que él denominó sus quimeras, sueños o propósitos, teniendo la extraordinaria virtud de que, siendo terco, supo cambiar según las circunstancias y los signos de los tiempos.
No fue un pensador que se quedó detenido en los hechos coyunturales sino que, con base a sus ideas del neo capitalismo, entendió que el siglo pasado era el de las grandes transformaciones sociales, en el mundo y en Costa Rica, y empujó la noria con sus propias manos e hizo las transformaciones necesarias para poner a la hora exacta su reloj personal, que terminó siendo el de la colectividad.
Su amor por el campo nos hizo creer que era campesino cuando solo fue un trabajador de las ideas y hablaba un lenguaje en donde se concretaban el intelectual lúcido y el dejo labriego de la población rural.
Austero, severo, divertido, ocurrente, mal hablado, no siempre, la dignidad de su lenguaje se transformó en discursos, artículos, socráticas conversaciones, relatos, memorias y a veces hasta diatribas.
Como procedía de los clásicos, antiguos y modernos, se expresa por escrito de manera galana, concreta y era algo así como un poeta que hablaba en prosa, cuando se inspiraba en temas que eran de su particular agrado.
Figueres se convirtió en un sobreviviente de todo para dar inicio a las grandes transformaciones del país, sabiendo que su pensamiento nunca iba a ser mayoritario, aún ahora, y que sus enemigos iban a ser siempre los rescoldos plutocráticos de la Primera República y los intereses agro exportadores que le miraron con recelo y que auspiciaron el sostén económico de las campañas en su contra.
Si no hubiera abolido el ejército, el lo decía, lo habrían tumbado al instante los militares criollos, aliados a las dictaduras latinoamericanas. Y por eso la lucha de sus enemigos estuvo centrada en darle forma al proceso de la Restauración Oligárquica, cumplida paso a paso a partir de 1958.
No siendo hombre de grandes odios, o rencores, sus enemigos se reagrupaban cada vez que podían, para darle la estocada final al proceso por él iniciado, cosa que les costó mucho pero al fin lo hicieron, en los últimos 30 años, ante el pasmo de los liberacionistas históricos, ya diezmados.
Su segunda presidencia constitucional no tuvo los valores de excelencia de la primera y, menos aún, la de los meses del Gobierno en facto. Antes se había dado la eliminación de Rodrigo Facio, como posible presidente del país, sin duda el hombre más notable de su tiempo, puente de inteligencia entre la Primera y la Segunda República y mucho conciencia activa de las transformaciones de la revolución de 1948.
En esta segunda presidencia estuvo más solitario que en la primera. La oligarquía, ahora metida en el Partido Liberación Nacional, por su propia estrategia y conveniencia, y creyendo dominarla al darle un lugar, acabó comiéndose el mandado, como el lo había hecho en su primera experiencia política concreta. El tiempo, siempre, indetenible, cobró su deuda y el Figueres de los años 70 sólo fue una pálida sombra de lo que antes había sido, en parte como el lo insinúa en sus escritos: por las circunstancias históricas. En esta época tuvo la hermosa experiencia de reconciliarse con todo, aún consigo mismo, pero sin encontrar esa calma activa del eremita filosófico, allá en La Lucha sin Fin, especie de sitio mítico que construyó con sus propias manos.
La Fórmula Mágica, esa propuesta política, ilusoria y egomaníaca, fue un gesto perdido cuando ya las riendas del Partido Liberación Nacional habían escapado de sus manos y pasado a más ágiles cerebros, en un tiempo en que el movimiento se había convertido en maquinaria electoral.
Los cuestionamientos éticos a su conducta política deben analizarse y no ocultarse como si fueran lunares molestos. Siempre necesitó de apoyo económico para sobrevivir, no en ostentosas maneras o dispendiosos estilos, sino para invertir en política, en la prensa, en las ayudas a sus amigos, en su propia capacidad para seguir activo en el impulso de su idea de país.
Eso lo llevó a compromisos nefastos, que empañaron su trayectoria y que no han sido analizados, de manera clara, en las repercusiones futuras de la imagen de la clase dirigente en Costa Rica.
En un país tan pequeño todos nos conocemos y sabemos hasta casi las más íntimas conductas. Por eso a don José Figueres pareciera que se le ha perdonado todo. Y es justo el hacerlo.
En la balanza pesa más lo bueno que sus errores o falencias. Los cortesanos siguen mirándolo impoluto y nos dan la idea de un frágil viejecito a lo Tolstoi. Yo prefiero recordarlo en sus conversaciones.
Leyendo Le Monde, burlándose, mañosamente, de las citas del presidente Mao, admirando con nosotros el genio de Fellini en La Dolce Vita, reposando los escritos de Viktor Frankl, de Erik Fromm: El miedo a la libertad, todos esos libros regalados por Luis Burstin, su médico, y un poco el Rasputín de sus peores momentos, al irse los años 70, cuando la Segunda República ya se había hecho historia.
Publicado originalmente en La Prensa Libre
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