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Corina

Corina Rodríguez López

Corina

El 8 de noviembre de 1982, falleció en San José, Corina Rodríguez López. Destacada ramonense que luchó toda su vida contra la injusticia social y en especial por los derechos de las mujeres. A pesar de haber militado en bando político contrario a don Pepe, ambos como defensores de causas semejantes mantuvieron una cariñosa amistad. Esto se refleja en el artículo publicado por el expresidente con motivo del deceso de doña Corina.

José Figueres Ferrer

En extraordinario silencio, a los 87 años de edad, enfermó, murió y fue sepultada en San Ramón, una extraordinaria mujer: La profesora doña Corina Rodríguez López. Pocos le decían doña. Pocos conocían su segundo apellido, López, ni su apellido de casada. Aun su primer apellido, Rodríguez, con el cual libró sus luchas de juventud, pareció irse olvidando con los años y con la fama. Ya casi todos decíamos simplemente Corina.

En la Inglaterra de principio de siglo la hubieran llamado sufragista: luchadora por el sufragio femenino. En el Washington del macartismo le habrían dicho comunista. En la Costa Rica que culminó con la guerra civil de 1948, se le dijo mariachi. En la memoria de quienes tuvimos la suerte de convivir con ella tantas décadas en el mismo mundo, y la pena de ser combatidos por ella, queriéndola, será siempre la que siempre fue: una gran disconforme, una gran disidente, una gran reformadora.

Austera, desinteresada, fiel, combatía siempre fielmente, sin odio. Para ella no había mas que un enemigo: la injusticia. La injusticia como ella la veía, pero siempre la injusticia. Varias veces me tocó a mí, como comandante y como presidente, sacarla de la cárcel. Igual que a Emilia Prieto. Igual que a Carmen Lira. Estas sufragistas insignes, siempre van a parar a la cárcel o al exilio. Son como los niños a quienes se castiga con amor. Por eso resultan simpáticas algunas anécdotas de sus vidas. Por eso quiero contar varias de Corina que hacen reír, respetuosamente, aun en la pena de su muerte.

El Dr. Zumbado era un médico famoso de su tiempo, amigo y colega de mi padre, con más años que Corina. Lleno de prendas personales, su única pena era su devoción a Santo Tomás. Era «tomista». Un día en San José, siendo él un viejito y yo un niño, supimos por distintas vías que habría una conferencia de Corina Rodríguez, la predicadora ramonense, sobre la igualdad de derechos entre el hombre y la mujer. El doctor llegó bien pasadito, y ocupó un asiento al final de la sala. «En resumen» terminó diciendo la conferencista en voz muy alta, «se ha llegado a afirmar con razón que entre el hombre y la mujer no hay más que una pequeña diferencia». Los aplausos despertaron al viejito, que solo había oído en la penumbra las últimas palabras. Se limpió los ojos y, como entonces se acostumbraba redondear los discursos políticos «echando un buen viva», se puso medio de pie, levantó la mano derecha y gritó ¡viva,… , viva la pequeña diferencia!

Durante la guerra de Liberación Nacional de Costa Rica, cuando escuchábamos por radio las arengas encendidas de Corina llamando a filas en favor del gobierno que combatíamos, pensábamos: ¡qué lástima que esta condenada no esté con nosotros! Yo me acordaba de otras arengas anteriores: las de la Pasionaria, en la primera guerra fratricida de que tengo memoria, la Guerra Civil Española. Sólo que en aquella ocasión yo estaba del lado de la insigne arengadora, y ahora estaba en contra de la otra. Todo esto tuve oportunidad después, en mi larga vida, de contárselo a Corina. Hasta la palabra «condenada», haciéndola reír.

Diez o más años de pasada la guerra en Costa Rica, cuando todavía no habíamos hecho las paces Corina y yo, nos encontramos en la fiesta de un matrimonio. Yo la vi primero, sentada a una mesa de espaldas a mí. Instintivamente la abracé por los hombros. Ella dio vuelta, sonrió también por instinto, pero inmediatamente cambió, y me dijo: «¡vos sos un tirano!». Yo le sostuve la vista con calma y le contesté: «¿y a vos no te da vergüenza tener por enamorado a un tirano?». Era inteligente. Entendió bien la broma, y ya no pudo contener más la sonrisa. Pero siguió hablando como para decirme algo que había deseado mucho tiempo expresarme sin tener la oportunidad: «Te debo las gracias, Pepe. Recién pasada la guerra, nombraste como primer gerente del INVU al joven Rodrigo Carazo Odio. Te buscó él para informarte que, sin conocimiento tuyo, me había adjudicado a mí una de las primeras casitas «sociales» que se construyeron. ¡Precisamente a Corina, la super enemiga de la guerra! Y que vos le contestaste: «Me da usted una gran alegría. Conozco la situación de esa loquita!». Desde entonces, Pepe, esta loquita ha tenido por primera vez casa propia.»

Para una mujer común, toda esta relación podría tener algo de humillante. Pero no para Corina. Ella se sentía merecedora de mucho, y lo era. Hasta de una casita del INVU, que pagaría con ₡30 mensuales, tomados de su humilde sueldo de maestra.

Adiós, Corinita linda. Siempre original, te fuiste de sorpresa. De niños fuimos contemporáneos en San Ramón, aunque me llevabas más de una década en edad. Era la época de oro de aquella gran minicultura aislada que floreció en San Ramón antes de la carretera y el radio, cuando los estudiantes de segunda enseñanza leían en vacaciones a Emilio Zolá. Eran las postrimerías de Lisímaco Chavarría, la juventud de Eliseo Gamboa, y la madurez de los maestros filósofos, Federico Salas y Nautilio Acosta. De todos aprendí a querer a Brenes Mesén y a Omar Dengo. De ti, Corina, aprendí a respetar a los disconformes. A los amigos de la utopía, a los que pasan todas las penas de la vida, por aspirar a un mundo mejor.

Tomado de la Prensa Libre del miércoles 17 de noviembre de 1982.

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