Don Pepe de cara a los jóvenes

Don Pepe de cara a los jóvenes

Jorge Urbina

Jorge Urbina

Con el transcurrir de los años entiendo mejor y valoro más la particular relación que mantuvo don Pepe con nosotros, los jóvenes de entonces.

Me refiero a quienes vivimos nuestra juventud en los años sesenta y setenta. Nosotros, que fuimos testigos en primera fila de la revolución cubana, de la primavera de Praga, de la matanza de Tlatelolco, del París del 68 y de la fiera resistencia a la guerra de Viet Nam. Nosotros que admirábamos por igual al Che Guevara y a Alexander Dubcec, a Muhamed Ali y a Ho Chi Min, a Salvador Allende y a Jean Paul Sartre, a Simone de Beauvoir y a Joan Baez. Nosotros, en fin, los heraldos de un mundo que quería superar las dicotomías absolutas, una generación que quería ir más allá del negro y el blanco, que quería marchar con el negro y con el blanco, los precursores de este mundo diverso, tolerante y respetuoso en que quisiéramos vivir.

Hoy sé, con absoluta certeza, que don Pepe estaba de nuestro lado, que nos entendía mejor que la inmensa mayoría de sus contemporáneos, que sabía que nos tocaría vivir tiempos que él, ni siquiera en sueños podría visitar. Pero no por ello su relación con nosotros estaba exenta de sobresaltos y desencuentros porque sabía bien que por mucho que cambiaran los tiempos, siempre cambiaría poco la naturaleza humana y que por mucho que cambiara el mundo, mucho menos cambiaría la forma en que se relacionan las personas.

Entre la «trompada» que le dio a Pablo Azofeifa, hijo de don Isac, y la amistad y estímulo que le brindó a Oscar Arias, hubo infinidad de contactos con los jóvenes, signados siempre por su vocación de maestro, por la comprensión sincera de nuestra condición de jóvenes y por un respeto poco común, respeto entre iguales.

De todas mis vivencias con él, atesoro dos que hablan de esas cualidades.

La primera tiene lugar en una Asamblea de la Juventud Liberacionista en la Catalina. Aún no rompían los vientos electorales para las elecciones de 1970, pero ya todos escudriñábamos el horizonte en busca del candidato que nos señalara el rumbo. Los más intelectuales soñaban con la candidatura de de don Alfonso Carro, abogado, catedrático y político de fuste. Los más impacientes pensaban en Daniel Oduber, intelectual y hombre de gobierno de ideas claras. Ninguno pensaba en don Pepe quien había dejado su segundo gobierno hacía ya diez años, puesto que el primero había sido la junta que gobernó después de la revolución del 48. Don Pepe era, para nosotros el símbolo viviente de todo lo que significaba Liberación Nacional.

Uno por uno llegaron los tres a dirigirse al grupo de jóvenes. Don Alfonso cedió al catedrático y su discurso fue más bien una conferencia universitaria, teórica y aburrida lección de teoría del estado. Quedamos abatidos al tomar conciencia de que no daba el peso para la justa que se avecinaba. Daniel Oduber hizo un gran discurso que nos puso al borde del delirio. Quedamos todos en espera de su más pequeña señal para tomar el camino de las montañas y hacer la más costarricense de todas las revoluciones. Por fin llegó don Pepe y lejos de entregarnos las vivencias que tanto necesitábamos, martilló sobre la importancia del empresario, recapituló el pensamiento de Joseph Schumpeter e hizo el elogio de Henry Ford, arquetipo del organizador de la producción que tan necesario era para lograr el desarrollo económico. Nosotros, que queríamos que nos hablaran de la liberación de los trabajadores, sufrimos mucho aquella tarde. Todo terminó con gran tensión y pocos aplausos. Quién sabe por qué azar salí detrás de don Pepe y de Luis Alberto Monge, por aquelíos días Secretario General del Partido. Y entonces alcancé a oir un corto diálogo que ha resonado por mucho tiempo en mis oídos y que me ayudó a entender el significado y la intención de las palabras de don Pepe. «Esto no era lo que habíamos convenido» le dijo Luis Alberto. Sin pensarlo mucho, replicó don Pepe «usted sabe que yo a los jóvenes no les puedo mentir». Caminamos unos pasos más en silencio. El viento silbaba entre los cipreses de Birrí.

Cuatro o cinco años después, daba yo mis primeras lecciones en la Universidad. Una tarde, al salir de clase topé con algunos compañeros de la izquierda universitaria quienes me contaron que en el centro de San José había una manifestación en respaldo de los trabajadores bananeros y que había apedreado la sede de la United Fruit. Fue más lo que tardamos en llegar al centro que lo que le tomó a unos aprendices de gorila criollo apresarnos a todos y conducirnos a una celda en la Segunda Compañía. Cuando entrábamos alcancé a ver al Ministro de Cultura, Beto Cañas y al de Planificación, Oscar Arias. Más cercano al primero alcancé a pedirle que avisara a mi padre del arresto. Sin saberlo yo, era prisionero político de rango superior, porque de ciento noventa y seis detenidos solo los cuatro que llegamos tarde a la pedrea estábamos a la orden de Seguridad Nacional.

Fue la casualidad la que hizo que Cañas topara con mi padre al entrar a la Casa Presidencial, donde había acudido por algún motivo ajeno a la situación. Cumplió el Ministro con el encargo y, cuando papá entró a hablar con el Presidente, solidario lo conminó a que me escuchara. Esa feliz circunstancia me transformó de prisionero político en interlocutor del Consejo de Gobierno reunido para analizar la crisis que habían provocado los manifestantes. Comparecí ante el Presidente y sus ministros y antes de que pudiera decir algo, fue el mismo don Pepe quien decidió darme una clase de literatura política. Citaba a Marx, a Lenin y a Trotsky mientras me decía que poco tenía que aprender del pensamiento revolucionario al tiempo que reiteraba que poco tenían que ver con nuestra realidad nacional. Estaba visto que para don Pepe, el desafío era intelectual, el enfrentamiento era de ideas. No así para su Ministro de Seguridad, Fernando Valverde Vega, quien nos acusaba de ser parte de un plan estratégico para tomar la ciudad de San José. Cuando por fin me llegó el turno, me contenté con decirle a don Pepe que ni Marx ni Lenin estaban en juego, que su ministro deliraba y que nuestro único delito era manifestar solidaridad con los trabajadores costarricenses y repudio hacia la frutera extranjera. Se le iluminó el rostro y ordenó, para contrariedad de Valverde Vega y de los aprendices de gorilas, que nos fueran liberando de dos en dos. Esa noche, todos dormimos en casa y la ciudad también durmió tranquila.

Quince años después, en su casa de Ochomogo el viejo gozaba cuando le recordé que yo había sido preso político de su gobierno y la forma como se había resuelto el embrollo. Me dijo que seguro lo había tomado de buen humor y que debí haber pasado la noche en «la chirola». ¡Cómo no pensar hoy que don Pepe siempre estuvo de nuestro lado!

Abogado, politólogo y analista.

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