Memorias Jaime CerdasLa otra vanguardia
Jaime Cerdas Mora
Capítulo noveno
La guerra civil del 48
En el 48, yo era diputado por la provincia de Limón. Allí hice campaña con nuestro viejo adversario Daniel Zeledón, y con la ayuda de Enrique Fonseca Chamier. Este era un hombre de gran inteligencia y habilidad, y un jugador de póker excepcional, como Paco Calderón. Una vez nos quedamos sin dinero en una gira, y él ganó varias partidas que nos permitieron terminarla. Colaboró mu cho con Luis Carballo para la redacción del Código Electoral, a pesar de que el calderonismo y la oposición habían abandonado la comisión, dejando a Luis solo con la redacción. Era afable y buen amigo. Daniel era nuestro eterno adversario en la zona, y era curioso verlo ahora a nuestro lado defendiendo la legislación social. Lo hizo leal y valientemente, y fue también un excelente amigo.
El Partido en pleno apoyaba a Luis en su trabajo de redacción del Código, y las bases estaban tan imbuidas de la importancia del asunto, que hasta figuraba en una de las canciones, con música de «Así se quiere en Jalisco», que recuerdo que decía así:
Yo soy hijo de esta tierra/
que se llama Costa Rica/
cuyo pueblo ha comenzado/
con afán a transformar/
Ya tenemos garantías/
y el seguro social/
si continuamos peleando/
el Código Electoral.
Como Jefe de la Oficina Legal de la Confederación, yo era miembro de su Comité Nacional. Siempre sostuve que debíamos darle preferencia a los sindicatos de las plantaciones, porque los sindicatos de trabajadores del Estado se plegaban a cualquier golpe. Tuve grandes discusiones con dos dirigentes, Rodolfo Guzmán y Víctor Cordero, este último, un zapatero muy bien preparado, a la sazón subsecretario general. Yo les decía que ellos encontraban muy cómodo estar «chineando» a los sindicatos de la Fábrica de Licores, de Obras Públicas, del Ferrocarril al Pacífico, pero que estos sindicatos en cuanto viniera una reacción, se volcaban. Una madrugada hablábamos de eso con el periodista Ventura Cordero, y yo les decía que toda acción trae su reacción, pero ellos contestaban:
-«No, no, a nosotros ya nadie nos apea».
Y la verdad es que sí nos apearon por una serie de errores que nosotros cometimos.
Creo que nuestro error principal en lo interno radicó en habernos casado con una práctica política ajena a nuestros principios, en defensa de la reforma social que tanto valorábamos. La dialéctica política de ser aliados, manteniendo la independencia, naufragó cuando deliberadamente impulsamos un caudillismo útil en el corto plazo, que producía dividendos electorales, pero fatal en el plazo largo por su costo en el plano político y en el histórico. Las masas terminaron por creer que las reformas les venían de arriba, y que no eran fruto de su propia siembra y cosecha. El caudillismo también impidió un liderazgo auténtico, capaz de enfrentar la adversidad sobre la base de principios y de objetivos democráticos avanzados, yendo más allá de la simple cuestión del retorno al poder.
Tácticamente, el error comenzó al embarcarnos en las mismas prácticas electorales espurias de nuestros adversarios, verdaderos catedráticos en fraudes y manipulaciones. Nuestra participación en las elecciones de 1944 la explicamos-y así fue- por la necesidad de defender el Código y la reforma social, amenazados por la restauración autoritaria que simbolizaba León Cortés. Pero en realidad no se justificaba nuestro apoyo a la violación de la libertad electoral del pueblo. Que nuestra preocupación era legítima, lo corrobora el hecho, reconocido años más tarde por él, de que el propio Padre Núñez, por las mismas razones, votó por Teodoro Picado. Pero el nuestro fue un error gravísimo y clave, que no debimos cometer, porque nosotros sabíamos, como víctimas que lo habíamos sufrido en carne propia, el potencial de protesta que levanta la manipulación electoral.
Cuando se nos reclama el haber formado parte de «los 27», siempre se omite que los diputados vanguardistas no firmamos ese compromiso, ni ningún otro que se antepusiera a las facultades que otorgaba la Constitución de 1871, entonces vigente. Esto no lo hacíamos por cálculos malintencionados, sino por una cuestión de principios legales, que se explicaba por nuestra formación de abogados. ¿Cómo podía un simple acuerdo de partidos modificar la Constitución y cambiar – restringiéndolas o renunciando a ellas- facultades y competencias que la Carta otorgaba al Congreso Constitucional? En ese momento se trataba de resultados electorales; pero mañana podía tratarse de restricciones antidemocráticas o contrarias al movimiento sindical y popular.
El cuento de «los 27» pasa como arma política y de propaganda. Pero el reclamo, en verdad, sólo cabe hacerlo a quienes firmaron el compromiso. Pero jamás a quienes no lo firmamos. Entre ellos yo.
El hecho de haber entregado el Registro Electoral a la oposición, después de la Huelga de Brazos Caídos, permitió una manipulación electoral que nosotros calificamos de fraude, paradójicamente realizada desde la oposición al gobierno. Es simbólico, en ese sentido, que el Director del Registro Electoral. Benjamín Odio, se fuera para La Lucha primero, fuera luego Ministro de la Junta de Gobierno, y encarnizado persecutor después del fin de la Guerra Civil. Esto muestra que en materia electoral, no sólo en 1948, sino varios años después (como ocurrió con el jeep de las cédulas perdidas en los años cl cuenta), nuestro país, en materia electoral, más que un país d escuelas, era una escuela de fraudes electorales.
Hoy todos quieren ser santos, pero los hechos están nll y exigen un examen detallado. Una cosa eran los muchachos del Centro para el estudio de los Problemas Nacionales, otra diferente eran Figueres y sus amigos del Pacto del Caribe, q no vinieron a entregarle el poder a Otilio Ulate sino a realizar un proyecto revolucionario regional; otra diferente eran Ulate y su grupo íntimo, que aceptaban ciertos desarrollos sociales, pero exigiendo una restauración republicana; y otra muy distinta eran aquellos que lo que querían era una restauración pura y simple de la república plutocrática. Algo similar pasaba en el gobierno. Por eso las sobresimplificaciones que se han hecho son tranquilizadoras y hasta reconfortantes, pero no explican los mecanismos que para 1948 se habían puesto en marcha en Costa Rica, en Centro América y en el mundo.
Lo cierto es que yo mismo descubrí el fraude electoral, porque cuando vinieron las elecciones que se anularon, (estaba entonces en el Congreso), me habían nombrado delegado ante el Registro Electoral y realicé unas investigaciones, en las que el fraude parecía muy bien hecho. Como suponíamos que era de noche que se hacían las maniobras, pasaba la noche allí. Pero no dábamos con la clave. Una madrugada me encontraba hablando con Jorge Mandas Chacón, amigo mío, y pasó el jefe de los fiscales de los ulatistas, con un periódico en la bolsa de la jacket. Como una broma inocente, le quité el periódico, y lo guardé, y en ese momento me dice:
-«Jaime, cuánto tenés vos de estar trasnochando?», y le digo yo:
«Como un mes».
-«Pues yo ya llevo seis», me respondió, y se marchó. Le digo yo a Mandas:
«¡Qué tipo más mentiroso, qué va a estar trabajando seis meses en esto!».
Y me dice Mandas:
-«No, sí es cierto, ese pobre hace rato que está haciendo un trabajo en el Padrón Electoral».
Regresé a mi casa, y me puse a ver el periódico que le había quitado, y voy encontrando que estaban señaladas varias directivas del calderonismo en Nicoya y en otros lugares con unas señas rojas horizontales, otras con una X, otras con una llamada hacia arriba, y otras hacia abajo, y me pregunté qué sería eso.
Al día siguiente pasé por la Confederación, le conté a Guzmán, y me fui a ver los tarjeteros, y todos los nombres que estaban señalados, de Nicoya, no aparecían inscritos allí. Los
únicos correctos eran los que estaban horizontales. Planteé el problema en el Partido, y se nombró una comisión, encabezada por Luis Carballo y Osvaldo Rodríguez, para que hicieran el estudio de toda la República. Así se pudo comprobar que lo que se había hecho era quitar a esas gentes del lugar en que vivían, y trasladarlos, por ejemplo, a Limón, lo que hacía que n pudieran votar.
Después de que se terminó el estudio, se convocó a una reunión en la que Luis Carballo explicó cómo era que operaba el fraude. Hubo una discusión muy interesante. Creo que la reunión fue en el local de la radioemisora del Partido, «Ecos del 56», que quedaba en San Pedro, casi al frente de la sucursal del Banco Anglo, con Arturo Montero Vega como Secretario de Actas. Todos estuvimos de acuerdo en que lo que procedía era declarar la nulidad de las elecciones. Al principio, Manuel Mora señaló dos opciones: o denunciar el fraude y aceptarlo, o anular las elecciones. Se ha dicho que Manuel no votó en esa reunión. pero eso no es cierto. Todos votamos. Hubo la duda, y es cierto que Manuel dudó, pero todos votamos. Algunos se quedaron callados, pero todos votamos. Entonces hicimos la denuncia del fraude. Sí recuerdo que, ya terminada la reunión, Manuel (que había discutido fuerte con Luis), dijo:
-«Que sea Carballo el que presente el caso».
Luis, sonriendo, se volvió, nos miró a Manuel y a mí, y dijo:
«Claro que sí, Manuel. Yo lo hago. Pero esto es responsabilidad de todos».
En la sesión de anulación de las elecciones en el Congreso, la gente estuvo muy lista a llenar las barras, que eran muy pequeñas. En ese tiempo no se transmitían por radio las sesiones. La prensa escrita era la que informaba al público lo que pasaba. En esa oportunidad ni yo mismo pude oír lo que dijo Carballo, porque hacían un terrible escándalo que le ahogaba la voz. Tratábamos de calmar a la gente, pero había grupos d ambos bandos que no dejaban oír a sus adversarios. A la hora de votar, hubo 27 votos a favor, entre ellos el de Francisco Rodríguez, que fue Magistrado después, y el de Luis Calvo Gómez, que era de la oposición, pero a quien yo convencí de la magnitud del fraude. Digo todo esto, porque no es cierto que las elecciones se anularon en una forma arbitraria.
Sin embargo, hablando con toda franqueza debo decir que pienso que el fraude que se organizó en el 48 fue una reacción a la forma en que se realizaron las elecciones que llevaron a Teodoro a la presidencia, y a la inseguridad inevitable en el proceso eleccionario. Cuando vinieron esas elecciones, León Cortés nos mandó a decir que nos gustara o no, la oposición estaba dispuesta a recurrir a todos los medios para ganar las elecciones, y había anunciado-la derogatoria de la legislación social. Entonces fue cuando nosotros organizamos una forma de fraude, que tuvo como base los votos a computar, que se quitaron después de la llamada huelga de brazos caídos. Los llamados «votos a computar» era que una persona que estaba inscrita en Barranca podía votar en otro lado, probando con la cédula que estaba inscrita. Se mandaba allá a otras gentes, y como no había fotografía en las cédulas, ni en el padrón, votaban a nombre de otros, con documentación falsa.
Anular las elecciones de 1948 fue un grave error político e histórico. Político, porque habíamos sacado seis diputados, y quedábamos tres más a quienes nos faltaban dos años, por ser las elecciones de diputados de medio período. Habríamos tenido como nueve diputados, y hubiera sido una fracción muy buena, pero nosotros cometimos el error de no tomar en cuenta las fuerzas internacionales, y por otra parte, minimizamos la fuerza de Figueres. Recuerdo que Fallas una vez dijo:
«No, no, a ese carajo lo hacemos mierda».
Y uno creyendo que la cosa era así… De verdad metimos los escarpines.
Fue también un error histórico, porque la búsqueda de un sufragio limpio y confiable era una tarea que nosotros defendíamos, ya que habíamos sido las víctimas principales de la escuela de fraude que era el país. Pero también porque esa era una tarea inmediata y urgente en el estadio de desarrollo de nuestra democracia burguesa. No valoramos bien el significado de esa democracia, y pagamos muy caro el error. Probablemente hasta más caro que otros, a quienes en realidad ni les importaba el avance democrático, ni creían en él, interesados solo en lograr poder y granjerías.
En general hubo, pues, un conjunto de fallas imperdonables de parte de toda la Dirección del Partido en aquella oportunidad. Unas de táctica y otras de estrategia. Pero fundamentalmente de comprensión del momento histórico nacional e internacional que vivíamos.
Internacionalmente el cambio que se había producido era de 180°; pues de la colaboración con la Unión Soviética se había pasado a una guerra fría que fatalmente marcaba toda la política mundial y regional. Del clima de alianza contra el Eje, que en buena medida había permitido nuestra propia alianza con el gobierno y la Iglesia, se había pasado al clima de preguerra y d guerra psicológica, que buscaba sin distinciones de ningún naturaleza el aislamiento y el exterminio de socialistas, comunistas y todo tipo de «rosados». Era claro, para quien tuviera el pulso de los acontecimientos mundiales, que había llegado, al menos en América Latina, un período de retirada estratégica y de protección de las conquistas alcanzadas. Jamás podíamos pasar a una etapa de ofensiva, que en las condiciones prevalecientes sólo podía garantizar la intervención extranjera en nuestro país. Pero hicimos exactamente lo contrario de lo que debíamos.
Todo esto hacía que nosotros, que sí teníamos para el país una estrategia de más largo alcance, que buscaba transformar democráticamente nuestro estado y la sociedad, nos viéramos ante el hecho rotundo de que las condiciones internacionales no nos permitían avanzar y cuidado si no, aún más, mantenernos apenas en lo alcanzado. Pero inexplicablemente nos olvidamos de eso. Vimos sólo lo interno. Calufa se aceleró y, como decía Manuel, se puso botas y ya eso era un mal presagio. Había cierto triunfalismo entre nosotros porque se sabía que las masas nos apoyaban y era posible librar combates victoriosos, si contábamos con recursos para hacerlo. La vaina fue que los recursos no! fueron negados, tanto por el gobierno, como por el Departamento de Estado que boicoteaba nuestros esfuerzos por con seguir en el exterior armas y parque; y aún por nuestros amigos, que como en el caso de algunos en Guatemala más bien ayudaban a Figueres, o en el de México se veían imposibilitados de vencer la oposición norteamericana.
Por eso siempre consideré un error las críticas que Luis Carlos Prestes lanzó contra Manuel y el Partido por el arreglo final que tuvo la guerra. Su crítica era formulada desde afuera y sin tener en cuenta ni las características de Costa Rica ni el contexto internacional. Este, sobre todo, condenaba la acción nuestra a no tener éxito, si no en la lucha interna sí frente a una intervención. Recuerdo que bajo la batuta de Arnoldo el Partido agachó la cabeza y aceptó casi literalmente la crítica injusta y aventurera de Prestes. Yo me opuse, pero solo no pude lograr gran cosa. No fue sino hasta que Fallas conoció el documento e hizo una crisis, que se le corrigieron algunos aspectos a la autocrítica; pero ésta siguió siendo, en lo esencial, injusta, porque no refutó debidamente las acusaciones de Prestes. De haberse seguido el criterio de éste, y de algunos que pretendieron posteriormente exigir que se peleara hasta el final, el daño a la democracia costarricense y a las conquistas de nuestro pueblo habría sido inconmensurable. Habríamos sido un buen ejemplo del intervencionismo norteamericano en América Central para explotarse en el exterior; pero a qué costo para nosotros los ticos. Otra cosa era la cuestión de la forma de arreglar el asunto y encontrarle una salida, así como de las garantías que el movimiento obrero requería. Pero en esencia, independientemente de la cuestión de la batalla interna que en la guerra civil librábamos básicamente los comunistas, la paradoja era evidente: no es que estábamos condenados a una derrota; es que no podíamos hacernos con la victoria.
Estoy seguro de que si no hubiéramos tenido el convencimiento de que se había hecho el fraude, ni Manuel, ni Carballo, ni yo hubiéramos estado dispuestos a anular las elecciones, porque los tres éramos abogados, y habíamos cogido siempre la profesión con mucha seriedad. Más adelante, conversando, en compañía de Rodolfo mi hijo, con Jorge Mandas Chacón en la Soda La Perla, le decía que qué mala suerte la mía haberme robado el periódico, porque sin eso, al no haber tenido asidero legal, no se nos hubiera metido el anular las lecciones. Posiblemente la revolución se habría pospuesto.
«Pero, Jaime, -me respondió Jorge-, si esto era una escuela de fraudes y chanchullos». Y como consolándome, agregó: «Yo creo que esta revolución no la paraba nadie».
Tal vez tenía razón, porque creo que la guerra civil se hubiera venido de cualquier modo. En todo caso, tengo la impresión de que Ulate habría ganado en comicios limpios. Sin embargo, que cayeron en la tentación de manipular el proceso electoral, por el control que tenían en el Registro, definitivamente sí lo hicieron. Quizás los más jóvenes, los del Centro, de veras creían en el sufragio. Pero los otros, los viejos, no. ¡Hasta Figueres, al llegar a Cartago, dijo que él no venía a entregar el poder a ¡políticos viejos y gastados!
Ahora, hay que recalcar que el dictamen que preparó Luis Carballo estaba tan completo, y era tan clara la maniobra, que lo «perdieron» de los archivos del Congreso. Nunca apareció.
Cuando vino la revolución, la figura de Teodoro era muy débil. Sin embargo, él tuvo gestos de lealtad hacia nosotros, aunque dentro de sus limitaciones. En aquellas difíciles circunstancias, en que René Picado, el Ministro de Guerra, que era el hermano de Teodoro, ni siquiera estaba en Costa Rica, la situación para las fuerzas de gobierno era cada día más difícil. Aprovechamos el congreso de la CETAL para que fuera yo a México. Llevé como muestra de la intervención extranjera una caja de madera, de armas guatemaltecas, y denunciamos eso, y la intervención norteamericana, por una visita que el Embajador de Estados Unidos había hecho a la Hacienda La Lucha. La delegación guatemalteca quiso justificar el asunto, diciendo que según su Constitución, no era el Presidente el que disponía de las armas, sino el Comandante del Ejército, que era Jacobo Arbenz.
Yo llevaba la recomendación del Partido de ponerme en contacto con Vicente Lombardo Toledano, Secretario General de la CETAL, para tratar de conseguir allí armas para nuestro gobierno, con el gobierno de México, y ayuda técnica con milicianos españoles que estaban domiciliados en ese país. Tuve con ellos tres reuniones, y estaban dispuestos a venirse para Costa Rica, pero todo el asunto terminó mal, como veremos.
Cuando llegué a México, el Presidente Alemán andaba cn una gira por el Norte del país, y me tocó hablar con Rogelio de la Selva, que era un nicaragüense naturalizado mexicano, Secretario personal del presidente. El contacto mío era con él y con Carlos Jinesta. Me pasaba del hotel a la Casa de Los Pinos, y de allí a la Embajada.
El día en que teníamos que ir con dos milicianos a recoger las primeras armas, a la salida de la Embajada compré un periódico Excelsior en el que aparecía una foto de Calixto Madrigal con uniforme militar, dando declaraciones en las que decía que él era el enviado especial del Presidente de Costa Rica, y que tenía dinero suficiente para «mordidas». Fui donde Jinesta y le conté, y salimos para la Casa Latina a hablar con Calixto. Cuando éste se pasó de tragos, lo sacarnos en un carro, lo llevarnos a un sanatorio y lo dejarnos allí. En la noche, cuando llegó el General Imán, nos dijo:
«Nosotros estamos tratando de ayudar al Gobierno de Costa Rica a espaldas del Departamento de Estado, pero no tenemos la culpa de que haya indiscreciones», y el trato no se hizo.
Jinesta casi lloraba. Nos fuimos adonde Lombardo a ver qué se podía hacer. Nos dijo que la situación estaba muy mal, pero que no nos desalentáramos, sino que nos fuéramos a Costa Rica, y regresáramos con una carta personal de Teodoro Picado para el Presidente Alemán.
Sin embargo, algo se había hecho. Yo había conversado en México con un delegado sindical guatemalteco, quien, sorprendido por lo que le explicaba, prometió hacérselo saber a Arbenz. Creí entonces que eso no serviría para nada; pero no fue así. Años más tarde supe que Figueres tuvo problemas para mantener el flujo de armas por cierta reticencia inesperada del Coronel guatemalteco. Me pregunto si fue mi gestión, a través de ese dirigente, la que originó la interferencia. En todo caso, era tan grande el aislamiento internacional en que nos encontrábamos, que ni siquiera teníamos relaciones con los dirigentes del Partido guatemalteco.
Por lo pronto, debíamos traer la carta de Teodoro al Presidente Alemán. Regresé a Costa Rica. Manuel y yo redactamos la carta, y Teodoro la firmó. Mientras arreglábamos el nuevo viaje, hubo una explosión en la Planta de Las Ventanas, y me mandaron a mí con otra gente del Partido a investigar. Vimos dónde estaba la pólvora y la dinamita, y la metimos entre la pared, tapada con cemento, y dejamos una gente armada montando guardia. La antevíspera del viaje me mandaron a sacar la pólvora, para trasladarla a un túnel que había en el Aeropuerto de La Sabana. Para desgracia, me tocó ir en compañía de Aureo Morales, un portorriqueño que había sido Jefe de la Fuerza Pública en tiempos de León Cortés, y que en las manifestaciones del 1º de mayo muchas veces nos había echado encima los caballos. Este hombre, después de la nueva legislación siguió con Teodoro, y parecía muy allegado a nosotros. Yo no lo conocía realmente, pero cuando llegamos allá lo vi como era. Aureo apostó a Ignacio de La Cruz, padre de Vladimir de la Cruz, y a Francisco Fairén, con buenos rifles, a la entrada de la planta, y mandó al Jefe de la Planta, un señor de apellido Thompson, a buscar su cédula de identidad. Luego les dio a los centinelas la consigna de que cuando lo vieran aparecer por la cuestilla, lo tiraran. Los mu chachos, que apenas tendrían diecisiete o dieciocho años, todos desconcertados, lo iban a tirar, obedeciendo sus instrucciones. Cuando me di cuenta de eso, cogí el revólver, se lo puse en el pecho a Aureo. y le dije:
«Con nosotros, asesinatos no. A este hombre lo cogemos preso y lo llevamos a la Penitenciaría y allí veremos en justicia qué responsabilidad le cabe. Pero delante mío un crimen, primero muerto».
«A ustedes se los va a llevar puta, por leguleyos», respondió Aureo, yéndose al carro. Ya allí, me dijo:
«Esta es la segunda vez que nos enfrentamos, Jaime, porque no se me olvida lo del viejo Gerardo Guzmán, que me lo sacaste igual. La tercera será entre los dos», y se fue.
La tercera sería con Calufa, que lo mandó amarrado desde Puerto Cortés hasta San José, por asesino. En la capital otros, no nosotros, lo pusieron en libertad.
Aquella vez le salvé la vida a Thompson, y evité que aquellos jóvenes hicieran una locura. Tiempo después hablé con De la Cruz y recordarnos la salvada que se dieron con ml
intervención.
Más tarde supe otras cosas de aquel Aureo Morales. Había matado a «Cariaco» y a «Mantequilla», dos antisociales de la Zona Sur, y los había echado en el Térraba, con piedras. El tipo era un horrible asesino, que hasta molió a un infante con trapiche. Cuando este individuo vio la cosa fea, se fue al Aeropuerto, y a punta de pistola forzó a un aviador a llevárselo a Managua, de allí a Santo Domingo y luego a Puerto Rico. Tengo entendido que murió más tarde en los Estados Unidos.
Después de ese episodio con Morales volvimos a México, Fernando Chaves Malina y yo, para tratar de conseguir nitroglicerina, y otras armas, ya que lo que teníamos eran rifles viejos de un solo tiro, algo desastroso; (se decía que le habían vendido las armas buenas a Somoza). Nosotros queríamos armas, y milicianos, porque necesitábamos gente que supiera de eso, para que nos enseñaran, y poder defender al gobierno.
Este segundo viaje fue igual de frustrante. El Presidente Alemán tampoco aparecía, y nosotros estábamos en una situación económica desesperada. Las comunicaciones con Costa Rica eran nulas. Aunque usábamos claves, nada llegaba a su destino, y no teníamos idea de lo que pasaba en nuestro país. Cuando finalmente logramos hablar con Alemán, nos manifestó que el gobierno de Costa Rica parecía empeñado en que México no pudiera ayudarle. Nos enseñó un cable en que el Embajador de México en Costa Rica pedía autorización para servir de mediador en un arreglo diplomático que se efectuaría en la Embajada de México, entre las fuerzas en lucha.
«Si somos mediadores, ¿cómo vamos a darles armas?
Así que no cuenten con nada», nos dijo Alemán.
Nos tuvimos que regresar.
Creíamos que el avión no hacía escala en Managua.
Cuando sobrevolábamos Nicaragua, le dije a Chaves que qué lástima que no pasáramos sobre la Isla del Maíz, porque Lombardo me había contado que allí tenían preso a Armando Amador, un revolucionario que había estado en Costa Rica en un congreso. Cuando nos dimos cuenta, el avión estaba aterrizando en el Aeropuerto de Las Mercedes, y no más bajar, nos llamaron para ser interrogados. Un tipo nos preguntó:
«¿Es cierto que Uds. están interesados por la suerte de Armando Amador?».
Le respondí:
«Es que nos dijeron que lo tienen preso en la Isla del Maíz», y me dice:
-«Sí, allí es donde mandamos a todos los comunistas.
Pero Uds. no están aquí detenidos, es por una cosa de precaución. Uds. son vanguardistas, verdad?».
Al contestarle que sí, nos dice:
-«Bueno, vanguardista y comunista es lo mismo. Denle ahora las gracias al Dr. Picado, porque nosotros ya íbamos para Costa Rica a acabar con ese cáncer, porque el vanguardismo es un comunismo vergonzante».
Ahí nos dejaron hasta las doce de la noche, que nos montaron en un «yipón», y nos trasladaron al Hotel Roosevelt, en el que había muchos costarricenses, y estaba lleno. Luego nos dejaron en un hotelito pequeño, a un costado del mercado, y dormimos allí. En la mañana tuvimos ánimo para tomar un coche e irnos a conocer el Lago de Nicaragua, pero nos alcanzó un jeep para decirnos que no teníamos autorización para salir, y que no nos mandaban para El Hormiguero porque íbamos de
paso.
En Managua nos encontramos por suerte a Ricardo
Fernández Peralta, que había sido mi profesor, que estaba con Melis Peralta, que era el Gerente de la Caja del Seguro Social, y ellos nos dieron alguna información. Ricardo nos dijo:
«Uds. sí pueden volver a Costa Rica, porque Manuel Mora se hizo un nudo con Figueres. Habló con él en Ochomogo, y se vendió».
Le manifesté que no creía jamás que Manuel se hubiera vendido, que posiblemente lo que había pasado era que él había pedido algunas garantías para el movimiento. Melis me dijo que de acuerdo con el Pacto lo que iban a garantizar era la organización sindical, y que no habría persecución. También nos informaron que el Ministro de Guerra del Gobierno Provisional era Miguel Brenes, quien había sido Ministro de Trabajo y era amigo nuestro, y que el Presidente era Santos León Herrera.
Ese mismo día regresamos a San José. En el mismo aeropuerto nos encontramos a un señor de apellido Rawson, que trabajaba con Felipe J. Alvarado y Cía., y nos dice:
«Idiotas, ¿para qué se vinieron? A esto se lo llevó puta». Rápidamente tomamos un carro. Dejé a Chaves en su casa, y me fui para la Confederación, que quedaba donde ahora es el Instituto Nacional de Seguros. No encontré a ningún dirigente, de manera que salí para la casa de Carmen Lyra, qu€ estaba donde es ahora FINSA. Allí encontré a Eduardo Mora Valverde, quien junto con Alvaro Montero Vega había peleado valientemente en el peor frente de batalla. Me dijo que lo que había habido era un Pacto, y que el único compromiso era que nos quedáramos en la casa. Mi respuesta fue:
«Ese pacto, hecho ante el Cuerpo Diplomático, es un plato de babas. Por algo el Cuerpo Diplomático es el único cuerpo que no tiene cuerpo … Lo que es a nosotros nos van a agarrar y vamos a ser el pato de la festa». Me contestó:
-» No, no, es que vos sos un pesimista».
Al llegar a mi casa, me encontré conque no había nadie, las puertas estaban arrancadas, y los muebles despedazados. Me fui adonde mi suegra tratando de averiguar dónde estaba mi familia, y ella me contó que todos estaban adonde un cuñado mío en Quebrada de Río Azul. En la casa de mi suegra dejé guardada una pequeña pistola, y todas mis pertenencias. Cuando me dirigía hacia Río Azul, con Adán Guevara, nos cogieron presos, y nos llevaron donde ahora está la Primera Compañía de la Guardia Civil. Estaba allí a cargo un hermano de Fernando Lara, que me preguntó qué andaba haciendo. Como Ricardo Fernández me había dicho quién era el Ministro de Guerra, se me ocurrió decirle a Lara que había telefoneado a Miguel desde el Aeropuerto, y que me había dicho que sin armas yo podía irme para la casa, y que eso era lo que estaba haciendo cuando me habían detenido. Lara telefoneó a Miguel, y él le dijo que sí era cierto, y mandó un vehículo para que nos llevara a la casa. Lara, sin embargo, en vez de darnos salvoconducto, dio orden a un tipo armado que nos acompañara hasta allá. Eso fue un miércoles, y allí estuve en la casa hasta el domingo. Ese día, mientras leía el periódico rodearon la casa y me tomaron preso, metiéndome en un camión. Me sacaron de la casa, y un hombre con el martillo de su revólver montado, y el dedo en el gatillo, apuntaba a pocos centímetros de mi cabeza durante todo el camino de la casa a la cárcel. A ese hombre yo le había ganado un juicio por prestaciones, y le había ayudado a conseguir una parcela. Ahora era parte de la gran legión de los volcados, que supuestamente hasta habían peleado en las montañas.
De camino detuvieron también a Manuel Moscoa, a Enrique Mora hijo y a Tasso. Nos llevaron a la Detención, y por cierto que al llegar vi allí a Mario Echandi, quien me saludó con respeto y no sin cierta congoja.
Mientras, a mi hermano Gonzalo lo sacaron de su casa en Desamparados y lo llevaron a culatazos durante todo el trayecto de su casa a la Jefatura de Policía. Su columna jamás se repuso de la golpiza. A Fernando Chaves Malina cuando abrió la puerta de su casa le quebraron de un culatazo los dientes. Y a Gonzalo Moraga lo salvó un milagro, porque el «Loco» Montero, que luego se suicidaría, le descargó dos magazines de ametralladora frente a la casa donde vivía, allá por la Escuela Ricardo Jiménez. Fueron aproximadamente quince días en la cárcel, treinta y tres hombres en un solo calabozo. Los calabozos eran más o menos grandes, y tenían un cuartillo al fondo, pero éramos demasiados y la situación era muy incómoda. No nos dejaban salir para nada, y costaba que dieran permiso hasta para ir al servicio
sanitario.
Se vino un período de persecución, pacto o no pacto, que fue muy difícil. La Junta suspendía las Garantías. Nos dejaban salir de la cárcel, y luego nos volvían a apresar. Yo acostumbraba acostarme vestido, porque ya sabía que a cualquier hora se les ocurría tomarnos presos. Pasábamos más rato adentro de la cárcel que afuera.
Sin embargo, aún con la Dirección del Partido presa, seguía saliendo nuestro periódico «Trabajo». Mandaron a traer un polígrafo que teníamos en Puntarenas, y con eso se imprimía. Para sacar de la cárcel los materiales que preparábamos, a una camarada que era muy linda se le dio la consigna de que le coqueteara al Comandante, y así lo hizo. Ella le pedía hablar con Fallas, con quien supuestamente tenía relaciones, y él le daba el permiso con la esperanza de conquistarla. Fallas le entregaba el material que habíamos preparado, y ella le daba los periódicos listos. Así podíamos enviar nuestros escritos, y circular el periódico en la Peni.
Pronto se comenzó a marcar una división entre los calderonistas presos y nosotros porque hasta en la cárcel, el Partido apoyaba las cosas buenas de la Junta, y la consigna de los calderonistas era oponerse por completo a todo lo que ella hiciera. Nosotros, por ejemplo, apoyamos desde un principio la nacionalización bancaria. Por más que les explicábamos, ello no entendían la cosa, y lo tomaban a nivel personal. Nuestra posición era que para tener autoridad de combatir a la Junta sus medidas negativas, se le debía apoyar en lo que hiciera bien. Los calderonistas que se convencieron de esto, pasaron a se1 militantes del Partido, allí mismo, en la cárcel.
La represión fue dura, y hubo un momento en que el Partido pudo prácticamente haber quedado descabezado. Eso ocurrió en el momento de la invasión de la Cruz, en diciembre de 1948, como diré.
Durante varios años tuve la oficina en los altos de donde hoy es el Cine Rex, al lado de las de Francisco y Walter Ross, y de Amadeo Johanning. Nunca dejé de litigar, ni siquiera cuando estuve en la Confederación o en la cárcel. En la Confederación, porque fui su abogado; y en la cárcel, porque no dejé de defender a mis compañeros y de litigar en beneficio de la organización obrera y del Partido.
El Padre Núñez pidió a los tribunales de trabajo, después de la guerra civil, la ilegalidad de la CTCR. Lo hizo desde su Ministerio de Trabajo, en abierta violación de sus compromisos escritos y morales. El buscaba salvar su cara de dirigente sindical, y no quería aparecer directamente pidiendo la disolución de la otra central obrera. El pretexto fue que la dirigencia nuestra había participado en política, y que eso estaba prohibido por el Código. Sin embargo, el propio Presbítero Núñez era capellán del Ejército de Figueres, y el más connotado dirigente de la Rerum Novarum. Evidentemente, la ilegalidad de la CTCR fue solamente una persecución más de la Junta.
Pues bien, Luis Carballo y yo defendimos a la CTCR. aunque sobre mí recayó el mayor peso. En aquellas condiciones tan adversas, por lo menos logramos una anulación de lo actuado por la Sala de Casación. Eran tiempos de guerra fría, y de derrota, y eso no lo compensaban ni el derecho ni la justicia laboral. No obstante, la conciencia democrática y legalista de nuestro pueblo hizo limitada y difícil la arremetida de que éramos víctimas.
También me tocó defender a más de un acusado ante los Tribunales de Sanciones Inmediatas. Con orgullo puedo decir que ni un solo crimen o latrocinio pudo comprobarse en aquellos deleznables tribunales especiales, contra algún miembro del Partido. Hurgaron en nuestras vidas, aunque en nuestros patrimonios no pudieron, porque no teníamos; y nada encontraron de qué condenarnos. Para vergüenza de la Junta de Gobierno y de quienes se prestaron a ser jueces de esos tribunales políticos, al que sí condenaron fue a Fallas, por el supuesto robo de unas gallinas. Lo encerraron un año y en cierto momento, una noche de tragos, lo flagelaron en uno de los patio de la Peni, bajo la protesta de otros dirigentes figueristas. El director de La Nación, don Sergio Carballo, hombre de gran inteligencia y excelente pluma, publicó en primera página de su periódico su protesta e indignación por la cobardía que significaba condenar a Calufa por un robo de gallinas, a pesar de las diferencias ideológicas y políticas que le separaban de él. Había gente decente entre nuestros adversarios. Le mandaron ofrecer un indulto. Fallas se opuso a solicitarlo, porque eso significaba pedir perdón por algo que no había hecho. Entonces le dieron el indulto sin que lo hubiera pedido. Así fue nuestra conducta de clara y consecuente, aunque, repito, no exenta de
errores.
Por eso mismo no estuve nunca de acuerdo con tribunales populares o revolucionarios, ya fueran rusos, cubanos, guerrilleros o nicaragüenses. No bastaba ponerse un nombre para cambiar la esencia de un acto de venganza, arbitrariedad e injusticia. Eso me valió que me criticaran diciendo que estaba influido por la ideología burguesa. Pero al igual que cuando en el Partido se robaron la carta de Rodolfo para mí, y adulteraron su contenido, mi protesta era en defensa de una conquista de la civilización humana, más allá de las clases. Abandonarla daba paso inevitable a fechorías, crímenes y atentados de toda clase· contra el derecho ciudadano a un juicio imparcial y justo.
Cada vez que pasaba por donde había estado mi vieja oficina, recordaba a don Francisco Ross. Don Paco era un hombre bajito, de ojos claros, con una fuerte personalidad, muy inteligente y muy buen abogado. Fue Primer Designado en un de las administraciones de Don Cleto, y Magistrado en la Corte· Suprema de Justicia. A pesar de mi manera de pensar, tan diferente a la suya, siempre fue respetuoso de mis ideas, cortés y sincero. Su hijo Walter hizo una excelente amistad conml40 a pesar también de nuestras diferencias políticas e ideológicas.
Una vez llegó don Paco a preguntarme cómo se hacía un juicio de cuantía mínima. Yo, sorprendido, le pregunté si se burlaba de mí, un estudiante de leyes, haciéndome él la consulta. Me miró fijamente, y en un tono firme pero paternal me dijo:
-«Mire, don Jaime, le pregunto esto porque ignoro ciertos detalles que supongo que usted conoce. Sólo los tontos no preguntan. Hay que tener siempre la humildad y el valor de reconocer que no se sabe, y preguntar a quien sí tiene el conocimiento de que uno carece».
-«Perdone, don Paco», le respondí, «pero creí que no era posible, dado su prestigio como profesional y hombre público, que yo, apenas pasante de abogado, supiera algo que usted ignorara en este campo. Tiene usted razón en lo que dice, y coincido en que sólo los tontos no preguntan».
Nuestra amistad se fortaleció todavía más, y llegó a su punto más elevado cuando despedí a un hombre que hacía mandados para varios colegas, por chismoso, cucharilla y adulador. Creyó que adulándome, llevándome chismes, y sacudiéndome las solapas se ganaría mi voluntad. No sabía que yo participaba en política no sólo por el deseo sincero de progreso y justicia social, sino porque me repugnaban ciertas prácticas políticas usuales, entre ellas el brochismo. No me gustaron los brochas en Casa Presidencial en tiempos del Doctor, ni tampoco los que encontré en Moscú en torno a la figura ascendente de Jruschov.
Al enterarse don Paco del despido, en vez de molestarse se solidarizó conmigo. Me visitó y me dijo:
«Hizo bien, don Jaime. Siempre detrás de un servil y de un adulador, hay un alma de traidor».
Jamás lo olvidé, y epidérmicamente sentí siempre repugnancia por ese tipo humano.
Por cierto que la persona que despedí envió a su mujer a abogar por él. No se pagaban entonces prestaciones, ni vacaciones, ni nada. Yo le di el monto que le correspondía y un poco más, por cierto quedándome esa vez sin un cinco en la bolsa, porque siempre he sido partidario de que las prestaciones deben ser derecho adquirido del trabajador. A la señora le expliqué por qué lo había despedido y por qué no lo aceptaba de nuevo.
El tiempo pasó; vino la reforma social y siguió la guerra civil. Un buen día me encontré con el mismo hombre y su mujer frente a la Catedral. Se detuvieron, y me temí un incidente. Pero 110 fue así. Más bien me dieron las gracias por la lección que había recibido el esposo.
«Gracias, don Jaime. Yo quería conservar mi puesto y ser valorado bien, y creí que esa era la mejor forma de lograrlo. Usted me demostró que estaba en un grave error. Viera qué lindo sentí cuando salí adelante después, sin perder ni mi dignidad de trabajador, ni mi orgullo de hombre».
Nos abrazamos y seguí mi camino, pensando para mis adentros:
«Este no era un traidor. Era una víctima de la injusticia social que ponía su destino en manos de hombres débiles, que por vanidad o tontería -que en realidad vienen a ser la misma cosa- premiaban una conducta que tarde o temprano se volvería contra ellos».
Estoy convencido de que la vanidad es el ridículo de los tontos o la tontería de los hombres inteligentes. Por eso eduqué a mis hijos vacunándolos contra la adulación y el servilismo, aunque tuvieran que pagar un precio elevado por la defensa de su dignidad, y por no agacharse ante el poder, ni del estado, ni del dinero, ni de la sociedad. Solo así podrían defender sus convicciones, ser ellos mismos, y nadar contra la corriente si lo necesitaban. En eso tuve, por dicha, más que pie de apoyo, una
abanderada en mi esposa.
Mi añoranza de aquella oficina de abogado con don Paco Ross, que le había dejado a Guido Morales, expresidente del Tribunal de Probidad, tenía razones inmediatas y urgentes. Con la guerra civil las oficinas de la CTCR habían sido saqueadas; mis pertenencias y hasta mi protocolo habían desaparecido, y éste descansaba en el escritorio de un ministro, que lo retenía con el único afán de perjudicarme. Yo visitaba a menudo su oficina, preguntando por el importante documento, y recibía siempre respuestas negativas. Una secretaria, disgustada por lo que se me hacía, optó por visitarme y contarme que su jefe lo tenía oculto en la segunda gaveta al lado derecho de su escritorio. Llegué una última vez, y pregunté como de costumbre. Mientras recibía de respuesta la repetida mentira, me coloqué lo más cerca posible de la gaveta donde estaba guardado. Sin chistar, la abrí y tomé el protocolo. El ministro me dijo:
«Fírmeme un recibo». Le respondí:
-«¿,Recibo de cuál protocolo, si Usted me ha dicho que Jamás lo había visto? ¡Firmárselo sería llamarlo a un tiempo mentiroso y ladrón!»
Ya tenía protocolo. Pero no tenía local, máquina de escribir, ni nada más. Para vivir, mi mujer había vendido la colección de Gacetas. La de leyes y decretos, y la mayoría de mis libros, habían sido quemados por quienes me tomaron preso en Guadalupe. No me quedó más remedio que atender casos en un poyo del Parque Central. Algún amigo, secretario o notificador, pero muy especialmente Hugo Porter, me prestaba su máquina de escribir para mis escritos, seguro de que el asunto jamás llegaría a ese tribunal. Si no, hacía los escritos a mano.
Por eso veía mi vieja oficina como galán frustrado a la hermosa novia que fue y ya no. Olinda, mientras tanto, había ido donde los detectives a poner la denuncia por la pérdida de la máquina de escribir que habían sacado de casa, junto con la plancha y algún dinero, al comenzar los registros. Una muchacha que trabajaba por la casa le había dicho que su novio era detective, y le había contado que a veces aparecían los objetos robados, y había que reclamarlos. Olinda iba todas las semanas a ver qué había pasado, hasta que un día la llamaron a reconocer una máquina Remington vieja que nadie había reconocido ni reclamado. Dice ella que no más entrar vio que era la nuestra, felicitó a los detectives, y se la trajo. Yo no estuve nunca muy convencido de que fuera esa la que teníamos en casa; pero ella, hasta hoy, con una amplia sonrisa, sostiene que está segura de que esa era una de las que nos habían sacado en esas noches de registro de aquel año.
Ya tenía protocolo y máquina. Olinda sacó un premio de chances con el número diez, y pudimos recuperar, en una casa de préstamos por el Paso de la Vaca, mi escritorio. Todavía no teníamos local.
Un día de ese mismo mes de diciembre pasé a la oficina de los Ross, y Walter me dijo que se alegraba de verme, porque había tenido que ir a arreglar un asunto con los detectives, y que en el Ministerio de Guerra oyó a Edgar Cardona decir que tenían que aprovechar ese momento de la invasión para mandar a la mierda a los cabecillas comunistas.
«Te lo digo, para que tomés medidas», me dijo Walter.
Del mismo teléfono de los Ross llamé a Arnoldo Ferreto, pero no estaba. Al fin conseguí a Luis Carballo, y le dije que les avisara a los que pudiera, pero me dijo que él no se iba, que hicieran con él lo que les diera la gana. De ahí me fui para mi casa, a entregarle a mi esposa los ₡35 que había recogido en el Parque de pequeños asuntos que me liquidaron, y a ver qué hacía. Al llegar me encontré con mi hijo Carlos, y él me llevó a esconderme a casa de unos parientes de mi mujer. Al llegar, hubo tan mala suerte que no aparecían las llaves, y a la par de la casa quedaba la Pulpería La Azteca, que era de la esposa del Secretario del Tribunal de Sanciones Inmediatas que había instituido la Junta. Apenas la mujer me vio, dijo:
«Ese es Jaime Cerdas, hay que llevárselo». Cuando Carlos se metió a defenderme, dice:
«A éste yo lo vi también con un rifle», y nos agarraron a los dos.
Cuando llegamos a la cárcel, me encontré a Adolfo Braña, a Ferrete y a Luis Carballo. Casi toda la plana mayor. Como a las doce de la noche llegó Carlos Luis Fallas, muy extrañado de que lo habían agarrado y no lo habían dejado en la cárcel de Alajuela, sino que se lo habían traído para la capital. Entonces les relaté que los había estado llamando para contarles lo que me había dicho Walter. Fallas dijo que lo que teníamos que hacer era no permitir que ninguno fuera sacado de la cárcel, pero como a las
doce y media me dijo Fallas:
-«¿,No ves? Llamaron a Cupertino Cruz, y ese carajo se fue. ¿Ahora qué hacemos?». Y les digo:
-«Bueno, si ya se fue, vámonos nosotros también. Ya que hicimos la pelota, hagámosla redonda, porque no vamos a dejar
que lo maten».
Salimos, y al llegar yo al puesto de Guardia ya estaban Braña, Fallas y Ferrete sentados, y nos sentaron a Luis y a mí también. Cupertino Cruz, que no era del Partido, sino calderonista, le preguntó a Fallas que para qué estaríamos allí, que » nos irían a matar, y estaba todo asustado. De pronto entró una ambulancia, y nos metieron en ella, esposados de dos en dos nos llevaron a Cuesta de Núñez. Al llegar allí, uno de los guardias le dijo a Fallas:
«¡Qué vaina, Fallas, yo creo que los van a joder!»
Nos quitaron la plata, la faja y la camisa. Solo nos dejaron el pantalón, y a cada uno le iban preguntando el nombre, y lo anotaban en un cuaderno. Si era casado, le preguntaban el nombre de la esposa, el nombre de los hijos y la dirección.
Después nos metieron en un calabozo, y Cupertino todo asustado dijo:
«Ya vienen por nosotros», y Braña le contesta:
«Todavía no vienen, no ve que tiene que ser en la madrugada?»
Nos acostamos como pudimos y cuando oigo que le dice Braña a Cupertino:
«¿Qué estás haciendo agachado?», y responde:
-«Aquí estoy, pidiéndole a esa p …. Virgen de los Angeles, a ver si nos salva».
«¿Le estás pidiendo que te salve y la tratás así, cómo te va a salvar?»
En medio de la tensión, la religiosidad avergonzada de Cupertino nos hizo reír. Todos los que estábamos en capilla ardiente estábamos dispuestos a morir por una causa, que reíamos justa y heroica; pensábamos en los miles de camaradas que en todo el mundo habían dado su sangre por la revolución, y puedo decir que no teníamos miedo.
Estuvimos allí casi hasta las doce del día, y en eso llegó Quilín Granados a preguntarnos cómo estábamos, que era una barbaridad que nos hubieran metido allí, con todo embarrialado y sucio. Mandó a barrer, nos preguntó que si teníamos dinero, pero nos lo habían quitado, y envió a traer emparedados y nos elijo que nosotros habíamos sido llevados allí para una diligencia t:special, pero que ahora iba a tener que volvernos a mandar a la Penitenciaría. Lo curioso es que efectivamente nos montó en un camión de esos de carga, y nos llevó a la Peni. Cuando llegamos estaba toda la gente gritando que nos habían matado, que eran unos asesinos. Cuando nos vieron dijeron:
-‘Ya se salvaron», y todos nos recibieron muy bien.
Lo que había sucedido lo supe después. Mi hijo Carlos, gran jugador de fútbol, había encontrado a un compañero de quipo que era guarda en la Penitenciaría. Las diferencias políticas no habían mellado la amistad, y más bien nos servía para tener acceso al mundo externo. Fue con él con quien Carlos mandó a Olinda el aviso de que nos habían sacado para matarnos, sugiriendo de una vez, muy inteligentemente, la acción a seguir. El, mientras tanto, pondría a los presos a protestar a gritos en la Peni, sin parar. Pero ella debía hacer otra cosa muy delicada. Mi mujer de inmediato la puso en práctica. Con mi hijo menor, Rodolfo, se fue en busca de su sobrino, el Presbítero Alexis Zamora Cruz, a quien cariñosamente llamaban «Padre Lelo». Este era un sacerdote de una inteligencia y cultura superiores, mezcladas con una vocación mística y una humildad tan excepcionales como sorprendentes. Quizás era por eso que a pesar de su juventud ya era confesor de Monseñor Sanabria, y lo sería después de otros arzobispos. El fue, para mi esposa y mi pequeño hijo, la puerta de entrada adonde el Arzobispo, aquella fría noche de diciembre de 1948. Olinda me ha contado la escena muchas veces. Monseñor los recibió, y enterado de lo que ocurría, hizo primero dos llamadas: una al Nuncio, y otra a Otilio Ulate. Luego llamó a Figueres. Este era siempre difícil de localizar, y Alexis tuvo que hacer varios intentos, a diversos teléfonos que le daban. Mientras, Monseñor ofreció a mi esposa que tomara un té o una copita de cordial. Ella no aceptó, y entonces él, sirviéndose una copa de cognac para sí, en tono de broma le dijo:
«Es bueno, de vez en cuando y con medida, tomarse una copita. ¿Usted sabe que los hombres que no fuman y no beben suelen ser peligrosos? Piense en Hitler», le dijo sentándose en su silla.
«Si», repuso mi mujer, «Figueres tampoco fuma ni bebe».
-«Tranquila, hija mía, todo saldrá bien», le contestó.
Al fin localizaron a Figueres. Monseñor le habló, cuenta mi esposa, con una voz firme, suave y fría a un tiempo, en la que se notaba gran determinación. Finalmente, el tono se hizo menos tenso y dramático, y Monseñor colgó. Dirigiéndose a Olinda y a Alexis, les dijo:
-«Si Dios nos da tiempo, todo saldrá bien».
Dios le dio tiempo a Monseñor, porque nosotros no salvamos, Pero no-se lo dio a los compañeros Federico Picado, Octavio Sáenz, Tobías Vaglio y Lucío Ibarra, que criminalmente fueron asesinados pocos días después, ese mismo diciembre, en el Codo del Diablo, a sangre fría y esposados. Su muerte la justificó Figueres, en una vergonzosa publicación, en noviembre de 1958, indigna de él, diciendo que «dura lex, sed lex». Pero esa era la ley de los asesinos y de los cobardes, que hasta asesinaron a un Sotomayor y a un Aguilar, vinculados, respectivamente, al ulatismo y al figuerismo, con quienes lo que tenían eran conflictos puramente personales.
Años más tarde, cuando Figueres estaba en tratos con nosotros para la campaña de 1970, yo saqué este tema, mientras tomábamos una taza de café en La Lucha, Luis Burstin, Figueres y yo. Mi reclamo no era que hubieran querido fusilarnos. Después de todo, estábamos en lo que estábamos, y era un riesgo que asumíamos en el mismo momento de declararnos comunistas. Pero que luego del crimen Figueres hubiese justificado la muerte de gentes como Federico Picado, me parecía y me parece una complicidad imperdonable. Cuando le reclamé, me miró, pero no con su mirada pícara y astuta de siempre. Más bien, quizás, con una profunda tristeza. Se paró de la mesa y se fue a la orilla de la ventana, frente a una noche llena de neblina.
-«Errores, don Jaime, errores. Yo sé que los causa esa condenada manera que tengo de entender la amistad».
Yo iba a decir algo. El Dr. Burstin, con un gesto, me pidió que me callara, y regresamos a San José. Fue la última vez que lo vi en privado. La siguiente fue cuando dio por terminado el arreglo con el Partido, y nos dijo que él sabía que Vanguardia estaba penetrado por la CIA al más alto nivel. Ese día Figueres pidió expresamente que yo estuviera presente y por eso fui, no obstante que en ese momento mi conflicto con el Partido estaba a punto de romper para siempre mis cuarenta años de militancia política.
Comentábamos una vez Luis Carballo y yo que después de aquella noche en que nos iban a fusilar, estábamos viviendo ya de feria, porque posiblemente si no hubiera sido por la intervención de Monseñor Sanabria, estaríamos hace rato volando espalda, como Federico Picado, Tobías Vaglio y otros mártires. Para bien o para mal, seguimos dando qué hacer por mucho tiempo más.
Después de eso sufrimos una detención bastante prolongada. En ese tiempo estaban también presos en la Penitenciaría, junto con nosotros, el General Volio, el Lic. Enrique Guier, y otros, todos hombres muy dignos y valientes. Una vez presentamos un escrito, denunciando que tenían emplazadas unas ametralladoras apuntando hacia el patio donde estábamos, y llegó una delegación a investigar, presidida por Gerardo Guzmán, entonces Presidente de la Corte, a quien pistola en mano había arrancado yo de manos de Aureo Morales. Se hizo el extrañado, y se arrimó a Enrique Guier a ofrecerle el favor de pasarlo a la sección de Preferencia. Enrique, con justa y contenida cólera, le dijo:
«No, señor, mientras siga detenido, permanezco en este lugar. No quiero preferencias de ninguna especie. O mi casa y mi libertad, o aquí al lado de estos presos».
Cuando Guzmán se quiso disculpar, le replicó Guier:
«No, cada uno de nosotros ocupa en este momento el puesto que le corresponde. Usted le sirve a esa tiranía, y yo quedo mejor de prisionero».
En Preferencia no había luz, y entonces sacaban a los detenidos a asolearse. Una vez pasó un grupo cerca de nosotros, e iba entre ellos Rafael Ortiz, que estaba muy nervioso. Conversé con él y le dije que no les diera gusto de que lo vieran nervioso, y me respondió que aquello era humillante. Y yo le digo:
«No. Es humillante si lo tienen a uno aquí por un delito, pero si lo tienen por razones políticas, no es humillante. Y usted debería estar más tranquilo, su familia está económicamente bien, no como la mía, que debe estar pasando hambre. No les dé gusto, hombre. Demuestre serenidad».
Nosotros tratábamos de demostrar que no teníamos motivo para estar tristes ni angustiados, y nos dedicábamos a adoctrinar a la gente, organizarla, y a elevar el ánimo de los presos: Hay gente que es valiente para pelear, y hasta para morir, pero que no aguanta estar presa. La cosa dentro de un cárcel no es nada fácil.
Entre los presos estaba un señor que había sido suegro de don Ricardo Jiménez, padre de la segunda esposa de don Ricardo. Un día llegó Domingo García y andaba con el codo sucio, y él corrió a limpiárselo. A mí me picó la lengua, y le dije:
En un caso, un amigo querido; en otro, un adversario feroz. En los dos, un encuentro más allá de nuestras voluntades y esperanzas. Como si la vida quisiera subrayarnos que el destino del hombre es uno, y que este es, y sigue siendo, un pequeño pueblo de hermanos.
Aún después de salir de la cárcel, las persecuciones continuaron, y nosotros vivíamos en una inseguridad absoluta, porque la Junta en la noche decretaba la suspensión de garantías, y al día siguiente agarraban a la gente, de manera que todo el tiempo era entrar y salir de la Peni. Para trabajar, era muy difícil, porque a nada se le podía dar continuidad. Sin embargo. el Partido siguió funcionando. Nos reuníamos regularmente la Comisión Política en la casa de Arnoldo Ferreto allá en Aranjuez. Por cierto que desde esa época comencé a notar una situación molesta completamente nueva en el Partido. Como Arnoldo era funcionario del Partido, y él junto con Alvaro Montero Vega eran quienes tenían que ejecutar los acuerdos de la Dirección, empezó a haber un predominio del criterio de Arnoldo. Lo grave es que como Arnoldo siempre ha creído que él es el único que tiene la verdad marxista (Luis Carballo decía que a él le daba la impresión de que Ferreto tenía la verdad marxista en una gaveta, ¡como si el marxismo fuera un recetario!), en las reuniones las tesis de Arnoldo se obedecían casi ciegamente. Si en alguna reunión en que Arnoldo estaba ausente se tomaba alguna decisión contraria a su criterio, entonces no se ejecutaba, hasta que no tuviera el visto bueno de Arnoldo. Yo les decía:
-«Entonces, ¿para qué nos reunimos, si solo interesa lo que dice Arnoldo? ¿Y si mataran a Arnoldo?», y contestaban:
-«Ah, bueno, si lo mataran, entonces sí, pero mientras exista Aroldo no».
Es que él tenía el sistema de criticar a la gente drásticamente, señalando siempre desviaciones de izquierda o de derecha si no coincidían con su opinión. El estaba siempre en el centro, dividiendo a su modo, como Moisés, las aguas del Mar Rojo, con la verdad en la mano. Era un Stalin al que por dicha la revolución no le dio alas.
Sin embargo, hay que reconocerle a Ferreto su sinceridad y la consecuencia de sus actos con su modo de pensar. Fue siempre un hombre valiente, excepto para reconocer una verdad contraria a lo que él consideraba el interés del Partido. Inteligente y procaz, no se anduvo jamás por las ramas para insultar o denigrar a quien consideraba enemigo del Partido. Creo que fue cuando la invasión soviética a Checoeslovaquia cuando Manuel le sacó un chiste bastante elocuente. Me parece que fue Enrique Mora hijo el que dijo:
«¡Qué torta, Manuel! ¡Es capaz que empiezan a fusilar gente y Arnoldo está por allá!»
«No se preocupe, Enrique. Si hay fusilamientos, Arnoldo estaría entre los que fusilan», respondió Manuel pícaramente.
A Ferreto, sólo la Perestroika le resultó intragable e indigerible, porque antes de ese momento todo lo que hiciera la U.R.S.S era sinónimo de correcto, necesario y justo.
Como la gente no quería equivocarse, prefería plegarse a su criterio. Desgraciadamente, toda su influencia en el Partido siempre fue en ese sentido, y por eso ha sido amigo de rodearse de gente que le diga «amén», y no se le oponga. A quien le apoyaba, le daba el calificativo de marxista de primera, de persona disciplinada, de ser «un cuadrazo», y a quien se le oponía, de desviacionista. Eso hacía que todos sus seguidores actuaran como una persona que camina por el cordón del caño, para no caerse. Según veo, todavía es así, aunque ya nadie lo sigue. Uno de los problemas de la formación de Aroldo, es que él solo fue un corto tiempo maestro de escuela, y después ya pasó a ser funcionario del Partido. Nunca tuvo que trabajar para vivir del trabajo, y eso es malo. En una oportunidad tuvimos una discusión que retrata su carácter en pocas palabras. Yo le decía que la discusión no era para imponer las propias tesis, sino para hacer la luz, y me contestó:
«No. Yo las discusiones las hago para ganarlas.»
Eso lo dice todo. Era una persona con la que no se podía dialogar para encontrar la verdad. Y por eso, además, actuaba
con enorme grosería.
Es así que me viene a la memoria una anécdota con él muy reveladora. Recuerdo que Arnoldo peleaba mucho con Adolfo Herrera García, porque éste era un gran desordenado y, de vez en cuando, le gustaba la cucharada. De él sólo sacaba partido Manuel, por fidelidad al cual creo que terminó aguantándose muchas cosas del Partido. A «Fofa», como todos lo llamábamos, le gustaba pasar por la oficina y tomar café con nosotros. Muchas veces iban Rodolfo Guzmán o Calufa, y entonces la tertulia era extraordinaria. Una vez llegó «Fofa» muerto de risa, porque le había ganado una discusión a Ferreto de la manera más original. Según él, Arnoldo le había llegado a llamar la atención delante de un montón de gente, y esto lo había sacado de quicio. Sin poderse contener, le dijo:
«Arnoldo, ¡de verdad que tus defectos son sin nombre!» -«¿,Cómo podés decirme eso, «Fofa»? ¿,Sobre qué base me decís algo tan grave?», repuso airado Ferreto.
«Pues muy fácil, Arnoldo. Un hombre que no ve, es un ciego. Uno que no habla, es mudo. Otro que no camina bien, es renco. El que no oye, es sordo … »
«Bueno, Y qué tiene que ver eso conmigo?», interrumpió Ferreto.
-«Pues muy fácil: vos no tenés ni olfato ni tacto. ¿Cómo carajos se llama eso?», concluyó Herrera García.
Y se reía contándonos la historia y describiendo el desconcierto de Ferreto.
Por cierto, a propósito de esa actitud de ordeno y mando de Arnoldo, una vez que me encontré en el Aeropuerto a Paco Calderón, después del 48, nos saludamos, y sonriendo me dijo:
«Ydiay, Jaime, ¿siempre Arnoldo dándole órdenes a todo el mundo?»
Explico esto, para que se vea que desde entonces se comenzó a modelar un tipo de Dirección distinta, siempre con mi oposición, y a veces con la de Fallas, con la desventaja de que como Calufa vivía en Alajuela, faltaba a las reuniones, o llegaba tarde. Como, por razones de seguridad, las reuniones debían hacerse con mucha puntualidad, él prefería no llegar, y quedaba yo como el único que se le oponía a Arnoldo. En ese período de la persecución, y con esas características, se fue modelando la reestructuración del Partido.
Cuando se estableció la Asamblea Constituyente, la Junta perdió el derecho de estar suspendiendo las garantías, y se acabaron los decretos leyes. Entonces cesó la persecución, y pudimos intentar la reorganización del Partido, con la particularidad de que muchos dirigentes importantes fueron marginados, por el sectarismo de Arnoldo, arguyendo que como ellos habían logrado esconderse, y habían eludido la cárcel, no eran buenos revolucionarios, y se les puso en lista negra, por empeño de Ferreto. Uno de ellos era Manuel Solera, que había sido Secretario del Sindicato de la Construcción, y que después volvió a militar.
Después del 48, cuando se trató de reconstruir la organización sindical, se fundó la Central General de Trabajadores Costarricenses (CGTC), y le tocó esa tarea a Gonzalo Sierra Cantillo, que era panadero. Persona leal, abnegada, sacrificada, pero, desgraciadamente, no muy capaz y con muy poca instrucción. El se convirtió exactamente en un portavoz de las disposiciones de Arnoldo, de manera que a esa organización se le dio también un carácter demasiado sectario, y se le marcó un derrotero de gran estrechez. Tan es así, que prácticamente toda la Dirección de ese organismo estaba ocupada por militantes del Partido, cuando debieron haber integrado a muchos calderonistas y gente sin partido que querían participar.
En una oportunidad existió la posibilidad de desarrollar el movimiento obrero, organizando conflictos de carácter económico-social. Me pidieron que hiciera un informe sobre cómo se podía ir aglutinando a esa gente, y me pareció que esa era una manera. Pero un conflicto de esos no se puede hacer de buenas a primeras, ni en serie, sino después de estudiar muy bien cuáles son los problemas reales de los trabajadores, y si la solución es el conflicto, plantearlo. Pues les cogió la precisa el plantearlos en serie. Recuerdo que hicieron unos machotes, y que cuando pregunté cómo era que estaban haciendo esos conflictos, me respondieron que era una resolución con el visto bueno de Oscar Vargas (nombre de guerra de Ferreto). Les expresé que eso era un grave error, porque ellos estaba metiendo conflictos económico-sociales en contra de una serie de pequeños zapateros, incluso simpatizantes del Partido, que tenían su tallercito, y se llevaban bien con los empleados. Todo mi razonamiento no sirvió para nada, pero luego muchos militantes y simpatizantes del Partido se negaron a firmar los conflictos, porque sabían la situación real de sus patronos. Lo cierto que un muchacho de apellido Zúñiga, que había sido Secretario de Finanzas del Sindicato de Zapateros, fue expulsado del Partido por haberse negado a firmar. Ni siquiera quisieron oírlo, y él quería explicar, porque estaba convencido de que esa no era la forma de plantear las cosas. Muchos compañeros se alejaron, pero después yo le di una lista con sus nombres a Manuel Mora, y se les envió una carta pidiéndoles regresar. Algunos lo hicieron, pero otros dijeron que no se metían más en el movimiento mientras Arnoldo fuera el que tenía toda la influencia allí.
El Partido seguía, mientras tanto, intentando organizarse, no en condiciones de legalidad, pero por lo menos con cierta tranquilidad. Hasta celebramos un congreso, gracias a una conversación entre Fallas y Ulate y que tuvo como resultado que nos lo permitieran. Por cierto que ya Luis Carballo se había separado del Partido, y me comisionaron a mí para que lo invitara. Yo le prometí apoyar lo justo de sus tesis, sus objeciones a la línea del Partido, pero él contestó que esos males no se componían con congresos, y que aunque él no quería enfrentarse al Partido, se quedaba marginado y así siguió hasta su muerte.
p. p. 153-184, Memorias Jaime Cerdas, La otra vanguardia de Jaime Cerdas Mora




Comentarios Facebook