Recuerdos de Eduardo Mora Valverde

Recuerdos de Eduardo Mora Valverde

Eduardo Mora Valverde
De su libro «70 años de Militancia Comunista»
Editorial Juricentro

La Columna Liniera

Regresé a la Zona Bananera del Pacífico Sur a continuar las tareas del Partido. El ambiente político nacional era muy tenso, especialmente en la capital. Se sentía ya la cercanía de muy duras y peligrosas jornadas. La oposición al Gobierno de Picado se armaba; se producían atentados terroristas. Realizando mi trabajo en esas apartadas regiones, se produjo, en el mes de julio, de 1947 la «Huelga de Brazos Caídos», o sea el boicot económico de la más poderosa burguesía; en agosto, el desfile de damas enlutadas. Para el 12 de octubre la Rerum Novarum, del Reverendo Benjamín Núñez, convocó, a una «gran manifestación» en las calles de San José; contaba con el respaldo financiero de las cámaras patronales.

En setiembre regresé a San José, en labores partidarias. Debido a una gira que realicé hasta Panamá, ida y vuelta a pie, a ratos debajo de la lluvia y a ratos bajo el inclemente sol tropical, durmiendo mal y comiendo peor, adquirí un resfriado, con aguda y persistente tos. Como ya lo había hecho otra vez, mi mamá me metió bajo las cobijas, junto con una palangana de agua hirviendo en la que introdujo unas hojas, y me puso a respirar fuerte. A la mañana siguiente me encontraba perfectamente. Mamá llamaba a ese tratamiento «sahumerio».

Al mediodia me reuní con Calufa y con don Paco Calderón Guardia; discutimos la posible ruta que debería seguir una columna de obreros bananeros y campesinos pobres de las regiones del Pacífico Sur, para participar en una movilización nacional, el mismo 12 de octubre, en respuesta a la convocada por el Padre Núñez.

Previmos algunas medidas de seguridad así como la ruta y los itinerarios. Primero recogeríamos a los trabajadores de las fincas de González Víquez, en la frontera con Panamá, y de último a los de Quepos y Parrita, que llegarían a Dominical. La entrada a San Isidro de El General y Cartago la haríamos juntos.

La entrada a San José, se calculó hacerla exactamente a las 10 de la manana del 12 de octubre. Me fui rápido a Puerto Cortés, esperé la llegada de Calufa, y comenzamos los preparativos, llenos de entusiasmo y preocupados por el cumplimiento de los plazos y por las dificultades económicas.

La Confederación General de Trabajadores de Costa Rica, CTCR, convocaba a la manifestación nacional, careciendo de los necesarios recursos económicos, e incluso no pudiendo contratar, en muchos casos, líneas de transporte de pasajeros; sus propietarios las habían puesto al servicio exclusivo de la Rerum Novarum.

Era emocionante ver la actitud de los obreros bananeros. Al pasar la cabeza de la columna por las fincas de la United Fruit Co., algunos tal vez indecisos hasta ese momento, tiraban a un lado las mangueras de riego del caldo bordelés o las herramientas de trabajo, y se metían en sus filas. Vi a muchos campesinos salir del rancho, amarrándose apresuradamente los pantalones, e incorporándose a la manifestación.

Larga era la columna integrada por mil hombres dispuestos al mayor sacrificio. Pocos sobreviven hoy. Muchos murieron en la Guerra Civil. Otros por la edad. Los demás siguen de pie. Cuando me encontraba preso en Honduras, en 1951, como lo narrare después, me encontré al más joven de todos, a «Catracho», sirviendo en la cárcel de Nacaóme. Llegó a mi celda, me abrazó como hermano y me sirvió, arriesgando su trabajo y tal vez algo más.

Recuerdo una madrugada cuando subíamos la cuesta de Tinamaste. Vimos salir de unos potreros a dos o tres obreros de la columna con varios tragos entre pecho y espalda. ¿Cómo encontraron al abastecedor en aquellas desconocidas montañas? Fue algo inexplicable sólo atribuible al simple instinto u olfato de los compañeros bananeros, tan brutalmente explotados, sin diversiones y acostumbrados a tomarse sus tragos el día de descanso.

La subida de la cuesta, antes de llegar a San Isidro de El General, fue espantosa. Algunos trabajadores se desplomaban, rendidos. Yo estaba joven, y además tenía alguna experiencia en esas caminatas, y cargué en los hombros a unos de ellos. Fallas era 14 años mayor que yo e iba bien agotado; pero no se daba por rendido. Cerca de San Isidro nos esperaba un pick-up manejado por Rafael Angel Aymerich, mi ex-compañero en la organización juvenil, quien luego moriría en la Guerra Civil; consideró conveniente ir a encontrarnos por si necesitábamos llevar algún enfermo o herido al Hospital.

En la plaza de San Isidro nos concentramos todos; nos esperaba el Jefe Político don José Mora, primera víctima durante la Guerra Civil en la toma de esa plaza, el 12 de marzo de 1948. Doña María de Salas, años después suegra de Manuel, llevó a su casa a Calufa para darle una fricción recuperadora de sus energías. Yo lo acompañé. Al día siguiente reanudamos la marcha.

Cerca de Cartago nos esperaba en la carretera el Comandante de esa provincia, coronel Vaglio, para informarnos, previo a nuestra entrada a la ciudad, sobre la peligrosa situación que nos amenazaba. Las autoridades no se encontraban preparadas para evitar una agresión violenta contra la Columna, de parte de fuerzas contrarias bien pertrechadas. Nos aconsejo seguir un camino hacia Tres Ríos, que se iniciaba en esa bifurcación en que nos había esperado, para evitar un choque sangriento en Cartago.

Calufa, a la cabeza de la Columna, espero a que yo llegara con los últimos linieros. Delante del Coronel Vaglio nos informó de su propuesta y sin ninguna discusión resolvimos no variar la ruta. Los mil obreros y campesinos de la Columna gritaron llenos de entusiasmo, tal el espíritu combativo. Y seguimos adelante.

Acabábamos de pasar por El Tejar cuando fuimos víctimas de un pequeño ataque, sin consecuencias. Al fin entramos a Cartago. La calle principal estaba llena de gente. Distinguimos al Dr. Vesalio Guzmán, adversario vehemente y uno de los principales dirigentes en esa ciudad. Pero ni él ni nadie observó una actitud agresiva. Al contrario, las muchachas, a quienes veíamos como reinas de belleza, se nos acercaban, nos saludaban, y algunas nos abrazaban y besaban, a pesar de nuestra suciedad.

Siendo en la Administración de don Daniel Oduber diputado con doña María Luis Portuguez (luego Gobernadora de Cartago), ésta me contó que una de esas muchachas era ella.

El 12 de octubre de 1947 al fin entramos, por la Avenida Segunda, al Parque Central, en donde estaba concentrado el pueblo convocado por la Confederación de Trabajadores de Costa Rica (CTCR). Cuando asomamos frente a la tribuna principal, al primero que vi en ella, a la par de Manuel y Guzmán, fue al gran poeta y educador Carlos Luis Sáenz. Los linieros, emocionados al verse recibidos por el pueblo, levantaban en alto las rulas. La prensa reaccionaria sacó al día siguiente sus fotografías y en ellas se veían con caras endurecidas por el trabajo, el sol y las hambres, y vistiendo andrajos, debido a la dura jornada. Presentaba esa prensa a la columna como una banda de asesinos, o poco menos. ¡Qué honor el haber sido yo uno de esos «peligrosos malhechores»!

Mi regreso lo coordiné con Calufa. Me fui, con los trabajadores que habían salido de Quepos y Parrita, en una lancha. En Puntarenas dormimos y al día siguiente llegamos a Quepos. Después de chequear la reincorporación de los compañeros a sus respectivas fincas, mi viejo camarada y amigo, Victor Mora Calderón, me llevó a descansar a un modesto y tranquilo hotelito.

Regresé a la capital y participé en una de las discusiones del Buró Político sobre la delicada situación. Estábamos en plenas elecciones en todo el país a fin de elegir Presidente de la República, Diputados y Munícipes. Irresponsablemente, y sin consultar a sus aliados, don Teodoro había entregado el mecanismo electoral a la oposición. (Nadie entendería después en el exterior por qué el Gobierno y las fuerzas populares que lo apoyaban hablaban de fraude en su contra).

Antes de regresar a las regiones bananeras del Pacífico Sur, me fui con el «Cabo» Isaías Marchena a la costa atlántica para participar en mítines de apoyo a la candidatura del diputado Federico Picado. En la provincia de Limón el partido oficial, junto con el partido económicamente poderoso, de la oposición, y el comunista, se disputaban la mayoría de votos y el único diputado. Marchena, Federico y yo hablamos en Matina y Batán.

(Esa elección la ganó, a pesar de todo, nuestro Partido. Pero Federico no pudo llegar a la Asamblea Legislativa. El 19 de diciembre de 1948 lo sacaron de la cárcel de Limón a las 3 de la tarde, junto con Tobías Vaglio, Lucio Ibarra, Octavio Sáenz, Narciso Sotomayor y Alonso Aguilar, y a las nueve de la noche, a la altura de la milla 41, después de pasar Siquirres, en un recodo del Río Reventazón, conocido como el «Codo del Diablo», fue brutalmente asesinado junto con sus compañeros. Hasta el día de hoy los responsables de ese asesinato permanecen en la impunidad).

En la oficina del Partido en Puerto Cortés, en una de las paredes teníamos el Padrón Electoral enviado a nuestro Partido por el Tribunal de Elecciones. Por él pasaban decenas y decenas de obreros bananeros y otros a comprobar su inscripción y su derecho legal a votar. Cuando no aparecían hacíamos el reclamo correspondiente. Todo marchaba normalmente.

El triunfo electoral lo teníamos asegurado y eso no era de extrañar en una región proletaria, explotada por una odiada empresa imperialista y con hondas tradiciones de lucha. Uno de los últimos en llegar a chequear su inclusión correcta en el Padrón fue el compañero Avendaño, de las fincas bananeras de Puerto González Víquez. (Pocas semanas después nos volvimos a encontrar en La Sierra, combatiendo; murió tres días después, en la batalla de El Tejar).

El día de las elecciones, el Lic. Marco Aurelio Salazar, Alcalde de Puerto Cortés, hermano del leal aliado de nuestro Partido y fundador del periódico «Libertad», profesor Ovidio Salazar, nos entregó el Padrón Electoral definitivo. Cumplía así una formalidad. Tomamos el padrón nuevo y sin tiempo de hacer comparaciones, lo pusimos sobre el viejo. Pero media hora después de abrirse las mesas de votación comenzaron a llegar furiosos varios militantes y amigos del centro de Puerto Cortés, pues no se encontraban en las listas recibidas por los fiscales de las respectivas urnas de votación. Unos habían sido trasladados a Guanacaste, otros a la Meseta Central, otros al Atlántico, etc. Reventaban furiosos; pero en ese momento ya nada podíamos hacer. Sólo viajando cada uno al lugar donde lo habían fraudulentamente trasladado, podían no perder el voto. Y eso era imposible por la falta de medios de transporte ese mismo día. Conforme pasaba el tiempo, más personas llegaban ya no sólo del centro de Puerto Cortés sino de toda la región.

Me fui a la plaza frente a la Escuela a calmar los ánimos; la violencia estaba a punto de estallar, promovida por los frustrados votantes. Cuando me encontraba calmando los ánimos, llegó el Coronel Toribio Mora cargando varios tarros de gasolina para incendiar las mesas de votación. Lógicamente eso significaría incendiar la Escuela. Por supuesto, lo impedimos.

Al día siguiente, como lo había convenido con Carlos Luis Fallas, que se encontraba dirigiendo el trabajo electoral en el centro de Puntarenas, tomé sitio en una avioneta de servicio comercial, nos encontramos en el Aeropuerto de Chacarita, y ambos nos fuimos en ese mismo avión hasta el Aeropuerto de La Sabana, en San José.

Las calles de la capital las encontramos llenas de gente protestando por el fraude. «Queremos votar» era el grito de una manifestación a la que Fallas y yo nos unimos. Los dos regresábamos furiosos después de haber palpado el fraude.

Con Antonio Barrantes fui a realizar luego, por encargo del Partido, una misión por los alrededores de La Uruca. Barrantes conducía un viejo automóvil, de color negro y de techo alto. Desde un potrero nos dispararon y una bala penetró por una de las ventanas abiertas. De inmediato sentí un pequeño rasguño en la nuca, e instintivamente me llevé la mano a la cabeza y cogí con los dedos un plomo enredado en el pelo. Un proyectil había entrado al vehículo, había rebotado en las paredes como una bola de billar, y había terminado sin fuerza en mi cabeza.

En otra oportunidad, realizando una tarea en las inmediaciones del Hospital San Juan de Dios, por la calle 14, una bala me llegó en dirección al ombligo; pero por casualidad tenía la ametralladora entre mis manos, sobre mi estómago, y la bala lo que hizo fue destrozar el magazine.

(«Te voy a decir una cosa, puej», me dijo un día el nica Juan Ramón Leiva, el temerario, con el que había trabajado en el Pacífico Sur en el Partido y con el que estuve después en Ecos del 56. «Son babosadas, pero para morirse hay que tener mucha suerte. Siempre las balas van palotro lado»).

Al ponerse muy grave la situación, la Dirección del Partido resolvió que yo no volviera al Pacífico Sur y me encargó la responsabilidad de proteger con otros compañeros la Estación Ecos del 56. Esta jugaba un papel sumamente importante en la propaganda y agitación, y debíamos protegerla mucho. Por unos días me convertí en el bisoño «comandante» de esa guarnición.

En dos oportunidades me fui a la Finca La Caja, en La Uruca, a recibir alguna instrucción militar con el Mayor Brenes («Perro Negro»).

Inmediatamente comencé a preparar un plan de defensa de la Estación, y lo discutí con los muchachos. Hicimos una zanja en los costados Este y Sur, en ángulo recto. En caso de un ataque nos iríamos tirando a la zanja, rodearíamos la Estación y la defenderíamos atrincherados en ella.

Un día se encontraba Manuel haciendo una intervención política, sentado por supuesto frente al micrófono, con la vista hacia el norte, hacia la carretera a San Pedro. Desde un lote vacío situado exactamente a la par de la casa donde hoy vive, atrás de la estación, le dispararon con un máuser. Los tiros pasaron cerca de su nuca; por suerte el tirador falló. Los muchachos de inmediato salieron por la puerta lateral, se lanzaron a la zanja, conforme al plan de defensa, previamente elaborado, y formaron una línea de combate alrededor de la Estación. Después de tomar medidas de protección a Manuel y al equipo que atendía en esos momentos la radiodifusora, salimos a la calle para enfrentar directamente al agresor. En ese grupo iba yo, y a la par mía Antonio Barrantes, con un mosquetón en la mano. Casi al solo salir, se le escaparon dos o tres tiros que me aturdieron pues me pasaron muy cerca del oído izquierdo.

El segundo mío en la «comandancia militar» de Ecos del 56, ya he hablado antes, era Juan Ramón Leiva, exmiembro de la Guardia Nacional de Nicaragua; se había venido a trabajar a las bananeras como obrero agrícola. Lo conocí en la finca Puntarenas, en donde llego a ser el responsable de la célula. Mediano de estatura, era vivo, inteligente, activo. Antes de regresar yo de las bananeras, el Partido había promovido una emulación; el premio, un radiorreceptor, lo ganó la finca Puntarenas, de Esquinas, por su magnífico trabajo. Juan Ramón Leiva vino a San José a llevarse el premio; la candente situación política lo envolvió. Ofreció sus servicios de militar conocedor y valiente, que tanta falta nos hacía, y fue enviado a Ecos del 56 para colaborar conmigo.

En calzoncillos y tirados en el suelo dormíamos una noche, cuando llegó el Secretario General acompañado de Manuel Moscoa a indagar preocupado sobre un tiroteo en las inmediaciones de la Estación. Nosotros, quizá por cansancio, no habíamos escuchado nada especial. Como quien estaba comandando en esos momentos la guardia era Leiva, lo llamé para oír sus informes, pero no se encontraba.

Cuando se marchó Manuel sin ninguna información, quedé muy inconforme y molesto. Comencé a ir de un lado para el otro y al rato, encabezados por Leiva, comenzaron a llegar los muchachos que supuestamente deberían haber estado cuidando la Estación, mientras el resto descansábamos.

Según Leiva, había salido precisamente a «rechazar» una agresión y por eso había dejado la guarnición desprotegida y con nosotros adentro, ignorantes de todo.

Me violenté mucho y consideré necesario castigarlo por el mal ejemplo dado, sobre todo el, un militar de formación. Le ordené se metiera a la sala de enfermería, de un área aproximada de dos varas y media por seis, muy incómoda, y se me ocurrió fijar tres días de castigo.

Leiva acató de inmediato la orden, pero cuando el c. Luis Carballo se enteró, dicen que exclamó, y con razón: «Qué sabe Lalo de cuestiones militares». Y desde el Estado Mayor llegaron a recogerlo. De inmediato lo enviaron a dirigir, o a participar, en un enfrentamiento con fuerzas encabezadas por don Francisco Orlich, más tarde Presidente de la República.

(A Leiva lo volví a ver, en San José, pero después del frustrado intento de liberar a San Isidro de El General, cuando ya nos preparábamos para ir a atacar Cartago. Leiva había llegado con Calufa a la Confederación General de Trabajadores. Traía el ojo derecho inflamado; una esquirla se le había introducido, al hacer un intento para tomar una determinada posición. Al creer que había perdido el ojo se volvió más temerario y siguió atacando con furia. La última vez que hablé con el fue al terminar la Guerra Civil. Me lo encontré en la vieja Casa Presidencial, ya desocupada, intentando encontrar al Presidente para hablarle. Le acompañaba Abelardo Cuadra. El Presidente había abandonado el país y todo era desorden en esa residencia).

La Guerra Civil de 1948

El c. Arnoldo Ferreto, en un «Informe sobre la situación política nacional; antecedentes y perspectivas», presentado al VII Congreso del Partido, (página 12), afirmó que «Un cierto espíritu aventurerista se apoderó de los dirigentes de nuestro Partido. Todos querían ser militares: Fallas, Lobo, Villalobos, Alvaro Montero y Eduardo Mora se fueron al frente; Rodríguez se hizo carga de la guarnición Ecos del 56…»

Ese criterio del c. Ferreto es respetable pero creo que el aventurerismo existió no cuando él lo señala, sino cuando subestimamos la acción absurda del Presidente de Guatemala Juan José Arévalo, del escritor nicaragüense Edelberto Torres, del periodista dominicano Juan Bosch, del médico nicaragüense Rosendo Argüello, del entonces socialista utópico costarricense José Figueres, y de muchos otros que, como explicábamos antes, pretendían tumbar al Gobierno democrático de Teodoro Picado, no para terminar con las conquistas sociales sino para convertir a Costa Rica en una base de operaciones para una lucha contra las dictaduras del Caribe, que remataría en una República «Socialista». No sólo no nos esforzamos por convencerlos de su aventura, en la que los estaba metiendo el imperialismo norteamericano, sino que incluso no aprovechamos bien contactos y contradicciones.

El aventurerismo consistió en valorar solamente la magnitud del fraude electoral y limitarnos a repudiar la actitud del Presidente Picado que cometió el acto inexplicable de entregar íntegro el aparato electoral a las fuerzas adversarias e impidió casi a un 30% de nuestros partidarios, votar en las urnas previamente señaladas en los padrones.

También en que cuando el Presidente electo, don Otilio Ulate, se mostró dispuesto a llegar a un arreglo con nosotros, con prepotencia lo rechazamos.

Al declararse la Guerra Civil, el Partido envió a militantes y simpatizantes a combatir, como simples milicianos, bajo la dirección de no pocos oficiales incapaces, deshonestos y cobardes; como si fuera poco, también muchos de ellos enemigos ideológicos o cuando menos personas sin identificación con nosotros.

No afirmo lo anterior para salvar mi responsabilidad personal; precisamente soy uno de los responsables de la anulación de las elecciones de 1948. En el mismo avión, Carlos Luis Fallas y yo regresamos a San José, profundamente indignados por el escandaloso fraude electoral de que fuimos testigos ambos, dos días antes, en la provincia de Puntarenas. Nos bajamos de la nave y nos incorporamos a un acto callejero gritando «queremos votar». No valoramos objetivamente los factores políticos externos, y las debilidades de nuestros aliados, y nos mantuvimos reclamando hasta el final el desconocimiento de las elecciones. Sólo Manuel Mora yJaime Lobo, de la Dirección, no cayeron en ese error.

Desde principios de marzo me encontraba al frente de un grupo de compañeros, con unos viejos rifles, y unos pocos revólveres, defendiendo la guarnición «Ecos del 56».

«Lalo, te llaman al teléfono», me gritó el locutor en ese momento, de la radiodifusora, Arturo Montero Vega, hoy abogado y hermano de Alvaro. Cuando alcé el auricular oí una voz profundamente emocionada. «Eduardo, Figueres acaba de tomar Villa Mills. En estos momentos está abandonando la Casa Presidencial el Embajador de los Estados Unidos; llegó a exigirle al Presidente el envío de la Unidad Móvil a fin de recuperar ese lugar pues Villa Mills es un campamento de la «Public Road Administration», de los Estados Unidos; dijo que de lo contrario, las gentes de Figueres serían expulsadas por el Ejército Estadounidense». Y en tono de consejo me agrego: «Suspendan los programas comerciales, pongan el Himno Nacional e informen a los costarricenses que acaba de iniciarse la Guerra Civil». Quien me hablaba de esa manera era don Francisco Calderón Guardia.

Su desbordada emoción era explicable; suponía que la interferencia del Gobierno de los Estados Unidos no obstante su grosería, demostraba, si no respaldo, al menos neutralidad de éste con el Gobierno de don Teodoro Picado, a pesar de su alianza con los comunistas.

La presión de uno y la debilidad y consecuente complicidad del otro, nos precipitaron en una trama fatal, de la cual no nos dejarían salir: peleamos en donde el adversario deseaba y necesitaba que peleáramos. Es decir, perdimos la batalla estratégica, la fundamental en una guerra.

Figueres había preparado con anticipación un «Territorio Libre»; lo conocía como a la palma de su mano; se extendía desde La Sierra, iba por el Cerro de Tarbaca, seguía sobre la carretera de San Ignacio de Acosta, pasaba por San Cristóbal Sur, Frailes y Santa Elena, y cubría un territorio montañoso en donde se encontraba San Pablo, San Marcos, Santa María de Dota y San Isidro de El General; cobijaba la Carretera Interamericana, de El Tejar hasta San Isidro, comprendiendo todo el Cerro de La Muerte. (Un territorio lleno de latifundios, con una población políticamente atrasada. Muy alta y quebrada, con un clima excesivamente frío. A el tuvieron que ir a combatir nuestros camaradas en su mayoría obreros y campesinos de nuestras calurosas costas).

La Misión Militar Norteamericana terminó de dar el empujón al Gobierno: su Escuela Militar envió al coronel Rigoberto Pacheco Tinoco y al mayor Carlos Brenes (quien me había dado rápida instrucción en la Finca La Caja, en La Uruca), a «comprobar» personalmente, y de hecho desarmados, la veracidad del levantamiento. Según me lo confió quien era personaje importante en esta maniobra, el momento de la salida y la ruta fueron comunicados a uno de los jefes de las fuerzas situadas en la Interamericana, por lo que necesariamente cayeron en una fatal emboscada, propósito evidente de la Misión Militar.

La muerte de Pacheco y Brenes indignó al calderonismo y así se precipitó el envio de la Unidad Móvil, al «Territorio Libre»

Las noticias llegadas a San José, indicaban que la muerte de los dos militares obedeció no a un enfrentamiento de emboscados contra emboscadores, sino a un asesinato. Pacheco y Brenes quisieron burlar el cerco pero al verse rodeados alzaron las manos y entregaron sus armas. A sangre fría liquidaron primero a Pacheco y luego a Brenes, a pesar de ofrecer éste diez mil colones si no le quitaban la vida. Esto sucedió el 12 de marzo.

Hasta «Ecos del 56» nos llegaban reclamos de compañeros de la Juventud, o cercanos a ella, que pedían un rifle y un puesto de lucha en los campos de batalla.

En un camión que llevó Franklin Rivero se me encargó recoger, enlistar en la CTCR y llevar por la Interamericana hasta la línea de fuego (Rivero me dijo que a Villa Mills) a ese grupo de jóvenes. Un oficial los recibiría y les daría instrucciones para el manejo de las armas, y otras cuestiones elementales.

Entre los primeros, recogí a Miguel Angel Aymerich. Vivía en un pasaje en calle 6, cerca de La Castellana. «Espérame un momento para llevarme unos calzoncillos», me dijo tal vez en broma. Salió con el paquetico en la mano y detrás una señora gruesa; lo abrazaba y lo besaba. Presentía que no volvería a ver a su hijo. El último a quien recogí fue a Varelita. Su padre, un artesano de zapatería del Barrio La Constructora, lo despidió con optimismo. (Estando con Fallas y Leiva en los días de la preparación del ataque a Cartago, llegó llorando a informarnos de la muerte de su hijo).

Al salvadoreño Dueñas, encargado de la oficina de registro, dí los nombres de los muchachos voluntarios y salí rápidamente hacia la Interamericana. Pasé antes por «Ecos del 56» pues unos y otros deseaban abrazarse y despedirse.

Varios de los compañeros de la guarnición se subieron «ilegalmente» al camión, «abandonando» sus responsabilidades. No lo pude impedir, básicamente por razones sentimentales. Al pasar por el cruce de Curridabat, y disminuir mucho la velocidad, un muchacho de apellido Zúñiga, de San Pedro, preguntó a los jóvenes que iban parados en el cajón del camión, el motivo del viaje, y se encaramó. ¿Espíritu aventurerista? Pienso que fue la inexperiencia, la falta de formación política, el abundante fervor juvenil, el entusiasmo fresco y comunista. No nos encontrábamos en aquel momento, en aquellas circunstancias, preparados para encauzar debidamente los impulsos de esa muchachada que pasará a la historia del movimiento revolucionario de Costa Rica y ocupará un sitio de honor.

Siendo un muchacho, de unos 14 ó 15 anos, me había internado en el Cerro de La Muerte con Antonio Barrantes y Manuel Vaglio, el hijo de uno de los Mártires de Codo del Diablo. Entonces no había Carretera Interamericana que lo atravesara; los trillos se perdían frecuentemente entre la maleza; varios días anduvimos perdidos. Segun me lo informaron después, Manuel pidió ayuda a la policía para que nos encontraran; la casualidad nos llevó a topar con el TI-3, un monomotor que se había perdido hacía mucho. Lo encontramos clavado verticalmente a una orilla del Río Brujo; cerca había un trillo; avisamos a campesinos, éstos a San José y finalmente logramos llegar a la cumbre del Cerro. Bajamos al día siguiente a Las Vueltas y entramos en la tarde a San Isidro de El General. Esa «aventura» la habíamos iniciado Barrantes, Vaglio y yo a partir de Copey, situado al pie del Cerro, por Dota. De manera que mis conocimientos de la Zona eran muy incompletos. Cuando a mí me mandaron a la Sierra y a Villa Mills a dejar a dichos voluntarios de la Juventud, no sabía absolutamente nada de esos lugares, como no fuera el conocimiento teórico de que existían. Ni siquiera tenía un mapa para formarme alguna idea. Ibamos atenidos a que la Interamericana en construcción nos llevaría por sí sola a ellos y sería cosa de ir preguntando hasta llegar a la «línea de fuego».

Pocos minutos después de pasar La Lucha, nos vimos cobijados por una lluvia de balas. Un militar del Gobierno, muerto de miedo, nos dijo que huyéramos con él; nos agregó que nos encontrábamos en El Empalme. Afligido, y mientras se zafaba, nos señaló una loma de donde provenían los tiros del enemigo, comandado éste por un militar norteamericano de apellido Marshall. (El oficial gobiernista, que casi no sabía lo que decía, se refería sin duda alguna a Frank Marshall).

Le pedí a mis compañeros protegerse en un paredón que estaba a la izquierda de la carretera, y formé dos grupos. A uno lo dejé al pie de la loma; me puse al frente del otro para subir y expulsar a los adversarios. No todos los compañeros dejados al pie del pequeño cerro tenían armas, ni en ese momento crítico y de precipitación era posible adquirirlas. Las instrucciones que di, un poco vagas desde el punto de vista militar, eran que nos garantizaran apoyo.

Inicié la marcha cerro arriba, gateando, con un «Mosquetón» en la mano derecha; atrás los demás. De pronto sentí un fuerte golpe en la encía superior. Un muchacho apodado «patas de hule» o «piernas de hule», que ya se encontraba en el sitio de la balacera cuando llegamos, me sobrepasó y sin quererlo, con la culata de su rifle me golpeó fuertemente, arrancándome casi un diente y aflojandome al otro e inflamándome por varios días la boca. Los adversarios al fin se desplazaron hacia el sur.

Urgido por la necesidad de reincorporarme a la guarnición de Ecos del 56, y por hacerme examinar de un dentista, formalice mi regreso a la capital, no sin remordimiento de conciencia (y éstas son las cuestiones que tal vez no valora bien el c. Ferreto), sobre todo porque los compañeros pedían mi permanencia.

«Oye chico, ¿por qué no le haces caso a Manuel? Te ha andado buscando y tú no lo vas a ver», llegó a decirme Adolfo Braña en momentos en que me encontraba en «Ecos del 56» haciendo un plan táctico para defender a San José de un ataque sorpresivo. Me lo habían mandado a pedir, con el «Chino» Rodríguez. (Por casualidad lo conservo en un roto y amarillento papel, pues nunca lo entregué, ni hubiera servido para nada debido a mi ignorancia en esa materia).

Con el mismo viejo Braña me fui a explicarle a Manuel que yo no había recibido ningún recado suyo. Pero éste se limitó a obsequiarme personalmente una pistola 45, la cual me acompaño durante toda la Guerra Civil. (Era mi orgullo; luego la presté para siempre a los compañeros nicaragüenses en los días de su lucha contra Somoza).

Manuel me informó que me habían llamado para enviarme al Pacífico Sur, a las regiones bananeras en donde yo había trabajado los años 1946 y 1947, para reclutar obreros de la United, y campesinos pobres, a fin de integrar una columna que dirigiría el general Sandinista Tijerino, para tomar San Isidro de El General. Pero Carlos Luis Fallas, el gran líder de toda esa gente, se fue a cumplir esa misión y las condiciones le hicieron comprender que no podía desligarse de esos camaradas y que debía convertirse en su líder «militar», junto con Tijerino.

El doctor Fischel, en su consultorio esquina opuesta al Correo, comenzó a tratarme los dientes. Pero debí suspender el tratamiento y salir, por orden de la Dirección del Partido, hacia La Sierra. A Fernando Chaves Molina, a Alvaro Montero Vega y a mí, nos encargaron una tarea políticamente muy delicada: proteger la vida del Jefe de la Iglesia Costarricense, Arzobispo Monsenor Víctor Manuel Sanabria, la del Lic. Ernesto Martén Carranza y la del Dr. Fernando Pinto. Debíamos llevarlos a La Sierra, esperarlos el tiempo necesario mientras en El Empalme, (después supimos que habían llegado hasta Santa María de Dota) conversaban con don Pepe Figueres y ponerlos de regreso en las puertas del Palacio Arzobispal.

Monseñor, buscando la paz, y de pleno acuerdo con don Otilio Ulate, iba a proponer un armisticio bajo la siguiente fórmula: entregar la Presidencia de la República al doctor Julio César Ovares, integrar un Gabinete con representación igual de las dos partes en lucha y decretar una amnistía general. Monseñor le dijo a Manuel: «Ustedes tienen una sola palabra. Ustedes hasta con los adversarios respetan las reglas de la lealtad. Sólo si ustedes garantizan mi seguridad, yo voy hasta donde Figueres».

Fernando Chaves se fue a preparar un cargamento de medicinas y de equipo médico a fin de llevarles a los combatientes enemigos para atender a los heridos. Surgieron muchas críticas. Se decía, especialmente entre nuestros aliados calderonistas, que eso significaba ni más ni menos darle armas a los adversarios. Pero Chaves llenó un camión, el cual fue «misteriosamente» saqueado en la noche y a la carrera, casi en los momentos mismos de salir con Monseñor, se preparó otro cargamento de medicinas. Fui a Ecos del 56 y le pedí a un compañero hondureño de apellido Anduray, locutor de la Estación, pero conocedor del manejo de armas, nos acompañara en unjeep con Chaves, con Montero y conmigo, cargando él una ametralladora grande, con trípode. Iríamos exactamente detrás de Monseñor, de Martén y de Pinto.

Delante del jeep de Monseñor iba el camión con las medicinas que tanto nos costó preparar. Lo conducía un militante del Partido. Pero la caravana era más grande; nos seguían otros vehículos con altos militares del Gobierno, como López Mazegosa, López Roig, el «gordo Quintales»…

Como a una hora antes de llegar a La Sierra, en una bifurcación del camino, detuvo el jeep Monseñor y se bajó indignado junto con sus acompañantes. «Mire Eduardo, mejor me devuelvo. Oficiales del Gobierno se llevaron el camión con las medicinas», me dijo Monseñor señalándome el camino por donde lo habían introducido

Le contesté que nosotros no podíamos abandonarlo por ninguna razón pues debíamos protegerlo a él. Pero después de un intercambio de opiniones Chaves ofreció ir solo, en nuestro jeep, para investigar el paradero del vehículo Al rato regresó con las medicinas.

Al desembocar en La Sierra vimos las tiendas de campaña en donde pasaban la noche, muertos de frío, nuestros camaradas combatientes. Sobre cada tienda una bandera roja, la de nuestro Partido. En La Sierra, como en el resto del país, nuestros militantes y simpatizantes peleaban bajo la dirección de militares, algunos valientes y honrados, pero otros cobardes, anticomunistas, inescrupulosos. Cuando aparecíamos dirigentes del Partido, como en esa ocasión, los milicianos reclamaban nuestra presencia permanente, no porque supiéramos algo sobre cuestiones militares, sino porque al menos acatarían la autoridad de un cuadro político. Incluso un dirigente del Partido, combatiendo, se constituía en un factor de estímulo, de confianza y de seguridad.

Los coroneles Caballero y Zamora, junto con otros oficiales, nos recibieron evidentemente enterados de la misión de Monseñor. Con gran rapidez dieron todas las facilidades para la continuación de su viaje. Por sugerencia del Jefe de la Iglesia el camión de las medicinas fue cubierto con una gran bandera del Vaticano; el doctor Pinto tomó el volante, Monseñor se sentó a la par suya y don Ernesto Martén en el mismo asiento, al lado de la puerta.

Estaban a punto de salir hacia la «tierra de nadie» cuando llegó apresurado el c. Castillo, ingeniero agrónomo que al terminar la Guerra Civil se fue a Venezuela y aún permanece en ese país. Nos informó que el pequeño aparato de inteligencia del Partido había detectado un atentado contra la vida de Monseñor. Oficiales del Gobierno habían escogido dos cerros no muy altos, a la orilla de la carretera entre La Sierra y El Empalme, y desde allí dispararían con armas pesadas sobre el camión.

Nos apresuramos a llegar hasta don Monseñor, y sus acompañantes, y les explicamos la necesidad de darnos tiempo para desbaratar ese criminal propósito. Ya Castillo estaba llamando a todos los combatientes a una concentración. Resultaba extraña tal disposición, tomada por tres dirigentes comunistas sin consultar para nada al comandante Caballero ni a ninguno de sus oficiales. Todo era el producto de relaciones contradictorias dentro de un ejército improvisado en el cual quienes combatían eran comunistas, y quienes dirigían las acciones militares, los aliados de los comunistas. Por esa razón los camaradas no pusieron en duda que era la disciplina del Partido la que se debía acatar.

De inmediato nos vimos rodeados de dos o tres mil personas, entre ellas los oficiales de la Unidad Móvil, o sea de la Escuela Militar, así como los oficiales que venían con nosotros desde San José. También Monseñor Sanabria, don Ernesto Martén y el doctor Pinto.

Me dirigí a los miles de milicianos comunistas y simpatizantes: «En nombre del partido les exigimos que contribuyan, con todos los medios a su alcance, a proteger la vida del Jefe de la Iglesia del pueblo costarricense, Monseñor Sanabria, y de sus acompañantes. Ellos deben ir a conversar con José Figueres para presentarle una propuesta de armisticio, y deben regresar vivos. Si tuvieran ustedes que disparar contra los oficiales, deben disparar. Es orden de la Dirección del Partido».

Los soldados se fueron a ocupar sus puestos. Los oficiales guardaron silencio y se dispersaron. Después se le dijo a Monseñor que podía continuar su marcha, si lo consideraba pertinente. Llenos de confianza salieron en el camión cubierto con la Bandera de la Iglesia Católica llevando las medicinas a los soldados de Figueres, las tres ilustres personalidades.

(En 1952, encontrándonos en la clandestinidad, asistí una noche a una reunión del Partido en Grecia. El portero de la Escuela era militante y creó las condiciones preparándonos una de las aulas. Cuando por casualidad se mencionó ese incidente oí una voz que venía del final del salón; en la semi oscuridad no podía precisar de quien era. «Vos sabés, Lalo, quien dirigía al grupo que iba a matar a Monseñor? Era yo. No militaba todavía en el Partido, pero a partir de ese momento comprendí que ahí estaba mi lugar. Por eso estoy aquí». Después se acercó. Era Mario Segura, de Santo Domingo de Heredia).

Esa noche dormimos en La Sierra «Peor que perros», como me decía Fernando Chaves Molina. Tirados en el suelo, sin cobijas, pegados lo más posible unos a otros para sentir algo de calor. El c. Avendaño, el mismo que el día de las elecciones llegó a decirme en Puerto Cortés, indignado, que lo habían trasladado a votar a Limón, sin haberlo solicitado, anulándole así su voto, me pidió que me quedara combatiendo en La Sierra. «Ya sé que vos no sabés de estas babosadas, pero venite».

Al despedirme al día siguiente le prometí a él y a otros excompañeros de la Zona Bananera y de la Juventud volver a La Sierra. El regreso a la capital lo hicimos más o menos siguiendo el mismo orden. Detrás del de Monseñor, iba el jeep nuestro. No sabíamos del fracaso de la gestión de paz, pero regresábamos contentos de haber cumplido exitosamente la tarea encargada por la Dirección del Partido.

La «Public Roads» no había terminado de construir la carretera. Si el serpenteo y el declive hoy son muy peligrosos, en aquél tiempo eran mucho mayores, y la bajada la íbamos haciendo con cuidado. No habíamos recorrido la mitad cuando pasaron en sentido contrario dos vehículos; el primero, una camioneta Willis nueva; en ella el Jefe de la Policía del Gobierno, el coronel de nacionalidad cubana Juan José Tavío, furibundo anticomunista, perteneciente al FBI. Después de la Guerra Civil regresó a su patria y se convirtió en uno de los torturadores de Batista. La Revolución Cubana lo ajustició al triunfar.

Cuando lo vimos pasar comenzamos a especular sobre si no sería él quien como jefe de la policía había planeado el crimen del Jefe de la Iglesia, para frustrar un arreglo político a base del Dr. Ovares, fundador de la Liga Cívica y un hombre antiimperialista, y a la vez para culparnos a los comunistas del crimen. Supusimos que se dirigía a La Sierra a investigar personalmente los entretelones del frustrado asesinato y, de ser posible, ejecutarlo mediante otro plan.

Al poco rato Anduray nos avisó la cercanía de Tavío detrás de nuestro jeep. Evidentemente el agente del FBI al ver pasar en sentido contrario a Monseñor Sanabria resolvió regresar. Aumentando la velocidad sobrepasó a los vehículos de la cola y sólo le faltaba adelantar al nuestro, cuando Anduray lo descubrió. Chaves Molina conducía nuestro jeep y comenzó a zigzaguear para no dejarlo pasar. Teníamos no sólo el temor sino el convencimiento de que Tavío y sus gentes, al situarse a la zaga del vehículo de Monseñor, procederían de inmediato a liquidarlo, talvez empujándolo a un precipicio en una de las numerosas vueltas.

Le pedimos a Anduray que la mira de su ametralladora la pusiera sobre la cara de Tavío y ante el primer intento de sobrepasarnos, disparara sin vacilación.

Al evadir Chaves un hueco, la Willis de Tavío pasó como un rayo, sin darle tiempo a Anduray de actuar, y se situó detrás de su objetivo. Por suerte en ese momento llegábamos al Tejar; Monseñor debió darse cuenta de esa situación extraña al ver el vehículo de Tavío al lado suyo, y no el nuestro; entonces en vez de seguir hacia Cartago entró a la población y se detuvo frente a la Iglesia del lugar. Con más rapidez que Tavío y sus subalternos, nosotros nos tiramos del jeep y corrimos hacia donde Monseñor Sanabria. Pero de inmediato Tavío se nos acercó y nos dio la mano a todos.

Con facilidad organizamos la protección del Jefe de la Iglesia y sus acompañantes hasta San José. En la puerta del Palacio Arzobispal nos despedimos de ellos.

Después de los hechos narrados, la Dirección del Partido no me envió a combatir a La Sierra; sería faltar a la verdad afirmarlo; no actué correctamente al permitir que mis compromisos morales determinaran mi incorporación a las filas de combatientes de la Interamericana. Alguna vez Manuel, pasados varios años de los acontecimientos, en tono burlón me dijo: «Usted no pidió perniso para irse», y yo le contesté: «Ustedes tampoco pidieron que no lo hiciera». Mi incorporación a ese ejército popular, sin preparación, sin confianza política, y sin dirección y orientación diaria, permanente, directa, del Partido, no puede interpretarse como una decisión aventurerista. Tampoco la de Fallas, ni la de Montero, ni la de Payín Rodríguez, ni la de otros cuadros dirigentes. En el caso mío acepto que fue equivocado mi proceder; me llevó a él no sólo la presión de algunos de mis compañeros de la Juventud y de las bananeras, sino la experiencia misma de la lucha, producto de mi contacto directo con la realidad viva en los frentes de combate. Era necesaria la presencia permanente de cuadros del Partido, a la par de los militantes y simpatizantes dispuestos a toda clase de sacrificios, a dar sus vidas, aunque inconformes con decisiones y procedimientos de jefes militares, ideológica y hasta políticamente extraños, cuando menos desconocidos e incluso hasta temerosos de ellos. Nunca hablé con Fallas al respecto, pero reconociendo a Calufa como lo conocí, estoy absolutamente seguro de que su decisión de seguir con sus compañeros bananeros hasta San Isidro de El General, después de reclutarlos, fue consecuencia de su conciencia política y de su responsabilidad, aunque procediera sin previa autorización. La Dirección del Partido nunca mostró celo por evitar la incorporación directa de él, como de otros de sus dirigentes, a la lucha armada. Es más, al regresar de una operación éramos enviados a otra.

Con la pistola 45 y un mosquetón salí para La Sierra junto con otros compañeros. Antes de llegar a Casa Mata vimos a varios hombres armados en la Interamericana. Distinguí a Antonio Valerín, el padre de Menchita y suegro de Payín, y a Adolfo García Barberena, a quien llamábamos el «Nica Garcillón», y al que mucho queríamos por su valentía y lealtad. (Murió combatiendo en Nueva Guinea, Nicaragua, en la lucha del FSLN. Antes de salir a su última batalla estuvimos en las oficinas del Partido conversando sobre la situación militar contra Somoza y oyendo unos cassettes sobre una operación militar reciente, que dirigió).

Salí de la CTCR y no lo hice a escondidas sino como la cosa más natural del mundo. Repito, reconozco no haber recibido una orden, pero de hecho la Dirección aceptó mi traslado; prueba de ello fue el nombramiento como comandante de la guarnición Ecos del 56, en sustitución mía, de Efraín Rodríguez.

Una madrugada, tan fría o más que las anteriores, me encontraba en un punto avanzado de la Interamericana, tendido sobre la carretera, con una ametralladora de trípode mirando hacia las posiciones enemigas, listo a disparar en cualquier momento, cuando oí el motor de un camión que se avecinaba por detrás, como a una distancia tal vez de doscientos metros. A la par mía se encontraba tirado Fredy, un negrito de Limón, sencillo y generoso, con quien había hecho mucha relación amistosa. Varias veces sacó de su inseparable mochila un pedazo de «dulce de tapa», y después de morderlo y dejarlo babeado, me lo pasaba para que yo mordiera y recuperara energías. Le grité: «Fredy, ve quién viene».

Poco después se encontraba casi a mis pies el Presidente don Teodoro Picado, acompañado de Claudio Mora Molina, ex campeón nacional de boxeo, militar del Gobierno, comandante en las primeras batallas que se dieron en el Tejar y luego muerto en 1955 en La Cruz, cuando se produjo la condenable invasión a Costa Rica, desde Nicaragua.

No me levanté a saludar al Presidente pues suponía que las reglas militares me lo impedían. Sin embargo me quité del cuello la cobija y sin levantarme me volví a conversar con don Teodoro, con Mora Molina y otra u otras personas de la protección del Presidente. Al despedirse, don Teodoro me obsequió un máuser frances, diferente a los demás, pues al bajársele un seguro podía descargar completa la cejilla de cinco tiros, como si se tratara de una ametralladora.

Al día siguiente, entre los compañeros combatientes, ese máuser se convirtió en centro de atención. Cuando se salía de inspección, o a alguna acción bélica, siempre alguien me lo pedía para llevarlo. Con él se quedó posteriormente Alvaro Montero cuando llegó con Guillermo Fernández, munícipe del Partido electo en 1932, a decirme que la Dirección me pedía regresar de inmediato a fin de cumplir una tarea muy delicada. Le dije a Alvaro que era inconveniente mi retiro de La Sierra si no se nombraba un sustituto. «Andate vos y yo me quedo», me dijo Alvaro. Le dejé el máuser de don Teodoro y salí hacia San José con el Ñato Fernández.

Cuando llegué a San José en la C.T.C.R. Manuel me dijo que se me había llamado para que fuera a reclutar bananeros, unos 200, a fin de ir a San Isidro de El General a respaldar a Fallas y a Tijerino los cuales se encontraban en difícil situación. Nos reportamos en la CTCR y me fui a reunir con mi familia, y a comer. En la noche regresé pero los planes de lucha habían cambiado y, por supuesto, también las tareas que uno debía realizar.

Manuel y Ferreto, según me informo el c. José Merino y Coronado, a cargo de labores de inteligencia, había salido en un jeep a hacer un recorrido hasta San Cristóbal. Después me enteré, por boca del mismo Manuel, que el propósito de esa arriesgada gira consistió en comprobar si las autoridades militares del Gobierno habían tomado medidas para impedir el ingreso a Cartago de las fuerzas adversarias. Pero habíamos sido traicionados. Figueres entró con su gente en la madrugada del día siguiente, sin disparar un solo tiro.

Don Francisco Calderón Guardia le había confiado privadamente a Manuel que el Gobierno de los Estados Unidos y el de Somoza se habían puesto dc acuerdo para manipular, en la medida de lo posible, al Presidente Picado y a otros funcionarios, a fin de facilitar la llegada de Figueres sin contratiempos a Cartago. El Gobierno, a partir de entonces, debería abandonar la capital y trasladarse a Liberia para que los comunistas quedáramos con la responsabilidad de defender solos la ciudad capital; así se produciría el enfrentamiento armado entre nosotros las fuerzas de Figueres y se justificaría internacionalmente una invasión de Somoza a Costa Rica. Don Paco le dijo a Manuel que el Gobierno de los Estados Unidos y Somoza «sabían» que Figueres no estaba actuando en Costa Rica para defender la elección de don Otilio Ulate, sino para establecer una base militar, bajo la dirección del mismo Figueres, y posteriormente organizar el derrocamiento de los Somoza y de los gobiernos dictatoriales de Honduras, El Salvador, y otros, e integrar una República Socialista en el Caribe.

La entrega de Cartago a las fuerzas de Figueres debió en efecto ser el producto de esa intriga internacional y de la complicidad del Presidente Picado, pues se dieron estos otros hechos: Teodoro no quiso atender el informe de una elevadísima personalidad costarricense que confiadamente le detalló cómo y en qué día las gentes de Figueres avanzarían sobre Cartago, incluso indicando detalles como trillos por donde marcharían. Poco antes del «ataque» a Cartago, René Picado, Ministro de Seguridad y hermano de don Teodoro, retiró la Unidad Móvil de la Interamericana (dato muy curioso pues don René Picado se encontraba en los Estados Unidos y regresó apresuradamente a dar esa y otras órdenes aparentemente dirigidas a lograr el objetivo denunciado por don Paco). En una carta privada, más tarde dada a la publicidad, don Teodoro le hablaba a Manuel y al doctor Calderón de «fuerzas incontrastables» (refiriéndose al gobierno de los Estados Unidos) que ejecutarían un «vejamen» contra Costa Rica (se refería a la invasión de Somoza) si él se mantenía en el Poder.

Por esos días, en efecto, nuestro país se quedó sin Gobierno y los comunistas, organizados y mal armados, quedamos dueños de hecho de la situación. Recuerdo la siguiente anécdota: estando yo un día en el Anexo del Hotel Costa Rica, fue anunciada la llegada del comandante Vega, de Puntarenas; necesitaba urgentemente hablar con Manuel. Se había venido del Puerto en un tren expreso y al ser recibido, se paró frente a Manuel, irguió el pecho, y lo saludó militarmente llamándolo «comandante», cosa muy cómica para nosotros, por nuestra formación.

Fallas y Leiva regresaron a San José, en vista de que Figueres ya se encontraba en Cartago y las acciones contra San Isidro habían perdido sentido. Estuvimos conversando en el local de la CTCR. Leiva llegaba con un ojo muy inflamado. Una esquirla se le había incrustado cuando atacaba una posición enemiga. Me contaron que él creyó haber perdido el ojo y entonces se volvió más temerario de lo acostumbrado. Fallás fue nombrado miembro del nuevo Estado Mayor, como jefe, y al coronel nicaragüense Abelardo Cuadra, como principal consejero militar.

«Abelardo quiere hablar con vos», me llegó a decir Calufa una tarde mientras conversaba con Antonio Barrantes, «Ameba». Salí entonces de la oficina en que nos encontrábamos e inmediatamente me tomó Cuadra por un brazo y me invitó a salir en la madrugada del día siguiente hacia Rancho Redondo, en Guadalupe, a impedir, según él, que las fuerzas de Figueres, muy bien armadas, entraran a San José.

En la Plaza de Guadalupe un militar de apellido Serrano, de la Escuela Militar, entregó a Abelardo un croquis señalando el camino a seguir hasta el beneficio de café del Conde Tatembach; verbalmente le explicó características del lugar.

Cuando marchábamos en dirección a Rancho Redondo observamos una ambulancia de la Cruz Roja, siguiéndonos permanentemente. Eso nos disgustó mucho pues nos parecía ya sospechosa la publicidad dada a la operación. Se le pidió retirarse.

Al recibir los primeros tiros, Abelardo resolvió dejar en ese mismo lugar una «línea de retaguardia» al mando de Martínez, conocido como «Pico de oro» y escogió a unos 12 combatientes, incluyéndome a mí, e incluyéndose él, para romper la línea de fuego y penetrar la infraestructura industrial en donde al parecer estaba concentrado, según suposiciones o informes, el adversario.

Le pregunté a Cuadra la razón por la cual dejaba una retaguardia tan numerosa. Me contestó que el grueso del enemigo nos pensaba atacar por detrás. «Andan cerca y debemos tomar medidas», afirmó. (Después supimos que iban comandadas por Marcial Aguiluz).

Comenzamos a saltar zanjas y obstáculos, escapando al fuego de las ametralladoras, con Cuadra a la cabeza. Nos separamos tanto de la retaguardia, dentro de una concepción táctica concebida por Cuadra, que en determinado momento nos sentimos rodeados de fuego de ametralladoras. Pero la retaguardia no daba señales de vida. En un bajo, cerca de donde estábamos, divisamos una hermosa y salvadora residencia. Los tiros nos silbaban cerca cuando a la carrera bajamos hasta la casa. Estaba por supuesto desalojada. Me impresionó encontrar en el jardín un papel con el nombre de un ex-condiscípulo del Liceo, de quien hablé antes, hijo de Zeledón Castro. ¿Estaríamos en una propiedad del terrateniente de Vuelta de Jorco?

El coronel Cuadra se encontraba muy molesto con Martínez, a cargo de la línea de retaguardia. Resultaba totalmente inexplicable que habiendo pasado tantas horas no diera señales de vida.

Avanzaba la tarde, y las perspectivas no eran halagüeñas. Yo tenía entonces fama de poseer un gran sentido de orientación. Cuadra me pidió buscar una salida de aquel encierro. Arrastrándome a ratos, en otras caminando agachado, y cuando era posible trepándome a algún árbol, para formarme una mejor idea de los alrededores y de las salidas menos peligrosas, volví donde Cuadra. Por supuesto no podía dar seguridad absoluta ni mucho menos, pues el enemigo era superior a nosotros, debido a la ausencia de Martínez.

Cuadra se encontraba sentado en la cima de una loma; a su alrededor picaban los tiros de las ametralladoras y de los rifles. Posiblemente el suyo era un arranque de temeridad, o una forma de sugerirnos la ausencia del peligro inminente. En vez de bajar para enterarse de mis investigaciones y discutirlas y ajustarlas, me llamó a la cima; yo le indicaba que llegara hasta donde estaba yo para ponernos de acuerdo; pero insistía en llevarme a su lado; no quise demostrar temor, y con precaución fui subiendo. Cuando estuve a la par suya se quitó de la muñeca de su brazo izquierdo una pulsera y me la obsequio; era una brújula, (Cuando después de la Guerra Civil llegué a México, se la enseñé a Manuel y a Carmen Lyra, con satisfacción, y así la conservé hasta que se me extravió; o mejor dicho hasta que un camarada se la dejó como recuerdo).

Nos disponíamos a salir del cerco, pasara lo que pasara, con la complicidad de la oscuridad, cuando comenzamos a oír intercambio de tiros; gracias al olfato o a la experiencia de Cuadra, y también a que nuestros socorristas traían datos muy aproximados del lugar, entramos en contacto con dos columnas enviadas desde San José en nuestro auxilio, precisamente por donde le había sugerido a Cuadra.

Mientras tanto Pico de Oro había llegado a San José con todos los integrantes de la línea de retaguardia; Manuel les preguntó por los 12 que faltábamos. Según Martínez, su línea de retaguardia había abandonado el lugar, por orden suya, pues evidentemente los 12 habíamos perecido. Manuel no quedó satisfecho, ni mucho menos, y fue así cómo organizó las dos columnas de voluntarios, muy ágiles, muy valientes, muy astutos y muy solidarios.

Cuando regresamos a San José, ya el Estado Mayor nuestro había elaborado en lo fundamental el plan de ataque a Cartago y sólo esperaba el regreso de Cuadra para completarlo. En esencia consistía en lo siguiente: una columna de unos 300 hombres, yo entre ellos, bajo la dirección de Fallas y Cuadra, entraríamos a la vieja capital a las 4 de la mañana y haríamos contacto, en el Cuartel, con el valiente coronel Roberto Tinoco. Otra atacaría desde Tres Ríos. Los jefes de esta última serían Salamanca, el discreto y capaz militar que tomo Buenos Aires, y Leiva, el impetuoso, el que adelantó el ataque a San Isidro, poniendo en un aprieto a Tijerino. La tercera la integrarían los compañeros de la Interamericana y atacarían por El Tejar. En total seríamos unos 3 ó 4.000 hombres contra 700 de Figueres.

La columna nuestra se integraba, repito, por unos 300 combatientes. Yo iba adelante, al mando de unos 50. Muchos de ellos de la Juventud. Recuerdo a Guillermo y a Noe Carvajal Cabezas; (uno salió herido en el codo del brazo izquierdo y el otro murió) a Edgar Campos, que después fue funcionario de un organismo internacional; al hijo de don Víctor Lorz y a otros cuyos apellidos se me escapan de la memoria.

Al entrar a la falda del monte situado frente al Cristo, en el Alto de Ochomogo, a pesar de que la operación la creíamos secreta (un miembro del Estado Mayor del Gobierno al parecer era un agente yanqui), fuimos atacados por sorpresa desde el costado sur, es decir desde la carretera.

Volví a ver hacia el Cristo y noté que bajo su protección se escondía un ametralladorista, logrando abarcar así, con mayor amplitud, el potrero en que nos encontrábamos. Saqué mi pistola 45 e hice un primer intento de apagar el fuego de esa máquina, apuntando a la cabeza del ametralladorista. Por inmadurez comencé a avanzar en esa direcci6n, sin protegerme. A Campos lo veía haciendo gestos retadores. Un hijo de Fallas, corneta, daba clarinasos envalentonadores. Detrás mío, desde la pendiente, vi bajar corriendo al teniente Quintanilla con una pesada ametralladora, y a su ayudante, Pablo Chaves, hoy gerente de la «Coope-Sierra Cantillo», del Pacífico Sur.

De pronto caí al suelo y comencé a sangrar por el lado derecho del cuello. Mis compañeros se asustaron mucho. Fallas llegó corriendo y al ver un simple rasponazo me dijo: «Guevón, me asustase; ¿vos sabés lo que hubiera sido llevarte con las patas «padelante» donde Manuel?».

Cuadra ordenó a Quintanilla que con su poderosa ametralladora protegiera la continuación de nuestra marcha hacia Cartago. Así llegamos a una casona e hicimos una breve parada; matamos un buey utilizando bayonetas propias o prestadas, lo asamos en pedazos individuales y lo comimos sin sal.

El c. Pablo Chaves se me acercó y me contó que era originario de Cachí de Cartago; sus padres desgraciadamente adversarios políticos suyos; su padre combatiente de Figueres. Cuando tenía 11 ó 12 años se impresionó con la firmeza y combatividad de nuestro Partido y con las grandes movilizaciones promovidas para conseguir y consolidar las conquistas sociales, y razonó de esta manera: «Soy hijo de papá, pero no estoy obligado a pensar como él», Y se fue a las bananeras del Pacífico Sur a ganarse la vida trabajando como obrero agrícola Cuando comenzó la Guerra Civil trabajaba en Finca 16; buscó a Santiago Flores, dirigente del Partido, y se incorporó a las milicias. Peleó en Dominical, llegó a San José y se alistó supuestamente para ir a tomar Limón, pues así se lo dio a entender Abelardo Cuadra. En esa marcha hacia Llano Grande para atacar Cartago fue que lo conocí.

Estando en la casona divisamos dos mujeres. ¿Qué hacían en ese momento y en ese lugar? ¿Andarían en labor de espionaje?

Cuadra dispuso que Pablo y otro compañero fueran tras ellas hasta sus casas, situadas a unos 400 metros del lugar, y las observaran bien a fin de comprobar si en efecto eran maestras.

(Años después me contó Chaves que efectivamente lo eran. Una de ellas se llamaba Carmen Naranjo, la cual llegaría a convertirse en una distinguida escritora. También me contó que cuando llegó de regreso a la casona, nosotros ya habíamos partido. Como oían fuego de fusilería y ametralladoras en Cartago, dieron por hecho que nuestra columna había penetrado en esa ciudad y decidieron contactar. De pronto se vieron en el centro de un cerco cada vez más reducido y no encontraron escapatoria. El comandante adversario, con acento extranjero, los interrogó. Pablo se puso insolente y la respuesta fue una trompada que lo tiró al suelo. El comandante era Marcial Aguiluz, uno de los hombres a quienes posteriormente más llegó a querer nuestro Partido por su hidalguía, por su lealtad, por su devoción a la lucha contra las injusticias.

Pablo Chaves fue a parar a la cárcel acusado de haber asaltado una Iglesia. Pero el papá, activo «figuerista», puso de lado las discrepancias y actuó. A partir de entonces al jefe de detectives, patrón de Pablo cuando éste era un niño, «extrañamente» se le perdió la tarjeta de «delincuencia». Luego Pablo se escapó de la cárcel porque el guarda que era su tío, se descuidó inexplicablemente.

Antes de llegar a Llano Grande, a esperar las 4 de la mañana para entrar a Cartago, capturamos a dos combatientes enemigos en una lechería. Los llevamos con nosotros. En un galerón lleno de papas nos reunimos Fallas, Cuadra y yo con los presos, en procura de obtener información sobre las posiciones del adversario.

«Fusilalos si se niegan a hablar», me dijo Fallas con fingido matonismo y con el propósito de atemorizarlos. Dichosamente no tuve necesidad de continuar el simulacro; ellos nos enteraron de nuestra situación en la batalla del Tejar.

Poco antes de abandonar Llano Grande y comenzar el ataque a Cartago se recibió por radio, desde la Estación Ecos del 56, la orden de regresar a San José. Toda la noche caminamos, habiendosenos prohibido hablar y fumar. Marchábamos en fila india y las órdenes de detenernos o continuar nos llegaban en voz baja, desde atrás.

Entrada la noche, antes de llegar a Tres Ríos, terriblemente empapados debido a un aguacero que duró hasta la madrugada, resolvimos dormir y descansar. En un potrero buscamos un declive, a fin de que la lluvia no se estancara debajo de nuestros cuerpos, y dormimos profundamente. Tan profundamente que los dos presos aprovecharon la oportunidad para escaparse.

En las puertas de Tres Ríos formamos dos columnas, una encabezada por Fallas y otra por mí; en el centro, el hijo de Calufa haciendo sonar su corneta; en las calles nos recibieron calurosamente. (Por casualidad, al mismo tiempo entraban a Tres Ríos compañeros participantes de la batalla de El Tejar; entre ellos distinguí a Emllio Braña, el hijo del querido «viejo» Braña).

Fallas y yo continuamos hacia San José y nos fuimos directamente al anexo del Hotel Costa Rica, en donde estaba reunido el Buró Político el Partido.

A poco de regresar de Llano Grande comencé a enterarme de gestiones de paz realizadas a iniciativa de la Embajada de México, por el Cuerpo Diplomático. Manuel intervenía en nombre del Partido.

Me encontraba realizando, dentro de ese paréntesis de combate directo, algunas tareas de seguridad. Por eso acompañé a Manuel, con su equipo de protección, a una de esas históricas sesiones.

El Embajador Davis de los Estados Unidos, llevó al Presidente Teodoro Picado un mensaje del Secretario de Estado Norteamericano Marshall, despachado desde América del Sur. En efecto, en una conferencia en Colombia se encontraba ese alto funcionario estadounidense; en nombre de su gobierno amenazaba con una invasión de marines yanquis si no renunciaba Teodoro.

El Gobierno de México, enterado de esas presiones (coincidentes con el denunciado plan de don Paco Calderón Guardia) ordenó a su Embajador intervenir ante el Cuerpo Diplomático para evitar esa nueva desvergüenza en la historia de América Latina.

No sé si los representantes de México cometieron algún error, difíciles por lo demás de evadir en aquellas complejas circunstancias. En todo caso, lo cierto es que hicieron lo posible por evitar un agravio a nuestro país y llegar a un acuerdo de paz.

En las reuniones organizadas en la sede de la representación por el Embajador Ojeda, el de los Estados Unidos, señor Davis, cuando supo que la Guardia Nacional de Nicaragua se encontraba en nuestro territorio, anuncio el retiro de ésta pero sólo previa garantía de que el «comunismo internacional» no sería una amenaza en Costa Rica para la seguridad del Canal de Panamá y del Caribe. Manuel consideró necesario alcanzar un entendimiento patriótico para enfrentar la intervención extranjera y en nombre del Partido llegó hasta la línea final, aparentemente, en esas gestiones de dignidad nacional: ofrecer a Figueres un entendimiento inmediato orientado a lograr la unidad de todas las fuerzas en ese momento en pugna para enfrentar la agresión promovida por los Estados Unidos.

Para quienes formábamos la guardia de protección del Secretario General ese día, y estoy convencido que para todos los muchachos que empuñábamos las armas, eso era anímicamente muy difícil. Pero por respeto y absoluta confianza en el Partido, quienes supimos de esa gestión la aceptamos, y se llegó al llamado Pacto de Ochomogo.

¿Cometimos errores? Eso no debe ni preguntarse. Seguramente se cometieron. En ellos no incurren sólo quienes están al margen de la lucha. Pero recibimos una lección: para los comunistas, el patriotismo no es un concepto hueco, formal, integrado por la celebración de fechas conmemorativas. El patriotismo es parte de nuestra vida. Es un elemento esencial de nuestra lucha. Los ciudadanos pueden o no cometer errores, y corresponde a ellos mismos tolerarlos o enmendarlos, así como buscar las formas para hacerlo. Concretamente, en abril de 1948 éramos los costarricenses quienes teníamos que resolver, mal o bien, la suerte de nuestra Patria; aunque cometiéramos errores; lo fundamental era salvar la dignidad del pueblo costarricense.

El Acuerdo de Ochomogo garantizó las conquistas sociales y económicas y garantizó el respeto a la CTCR, a nuestro Partido y a todos los demás partidos revolucionarios y democráticos que se llegaran a formar en el futuro.

El Padre Benjamín Núñez y el periodista Guillermo Villegas Hoffmeister, para crear seguramente mayores motivos de roces en la izquierda, han afirmado que no hubo tales promesas de Figueres a Manuel Mora en Ochomogo, ni mucho menos fueron las que éste nos informó, en la Comisión Política. Por supuesto, según ellos no hubo ningún documento escrito al respecto.

Sin embargo el Padre Núñez y el periodista Villegas cometen un error en el libro que le atribuyen a Figueres. En la página 273 de «El Espíritu del 48», don José Figueres dice textualmente: «En realidad, el documento no venía a ser otra cosa que la expresión escrita del espíritu y la letra de la Segunda Proclama de Santa María de Dota, que la opinión pública conocía. Era la reiteración de la conversación que yo sostuve con Manuel Mora en Ochomogo».

Y a continuación reproducen textualmente la carta, enviada el 19 de abril de 1948, por el Presbítero Benjamín Núñez, como Delegado del Ejército de Liberación Nacional, a nuestro Partido. La carta es un compromiso, que no fue cumplido íntegramente, de respeto a todas las conquistas democráticas, incluso a las alcanzadas durante los gobiernos del doctor Calderón Guardia y del Lic. don Teodoro Picado. En el punto 7 de la larga carta, o Pacto de Ochomogo, sin dejar lugar a dudas aclara lo que el Padre Núñez y el periodista Villegas pusieron en duda ante un compañero: el respeto a la legalidad del Partido de los comunistas; en el artículo tres el respeto a la CTCR. Etc.

En fin, el acuerdo de Ochomogo garantizó las conquistas sociales y económicas ya alcanzadas, por las que tanto luchó nuestro pueblo encabezado por nuestro Partido, y la legalidad de los comunistas y sindicalistas.

El 27 de abril, en el Parque España, frente al viejo local de la CTCR, y como parte de los compromisos alcanzados, nos reunimos los combatientes. Simbólicamente deberíamos entregar las armas al Lic. Miguel Brenes Gutiérrez encargado de la Fuerza Pública para ese efecto. La Presidencia de la República la había asumido ya el tercer designado, don San tos León Herrera.

En una breve y emotiva intervención Manuel informó sobre los compromisos y el acuerdo de paz alcanzado. De pronto los excombatientes apuntaron sus armas hacia el cielo y dispararon, una, dos, tres veces. Caras enérgicas, cansadas, llorosas algunas, llenas de emoción y de esperanza.

Previamente se había organizado un pequeño aparato para ayudar económicamente al regreso de los combatientes a sus casas. La mayoría era de las costas; otros del interior del país pero de lugares lejanos; otros del Valle Central; algunos, no pocos, de la capital.

Una vez terminada la entrega, en un jeep conducido por Antonio Barrantes, nos fuimos Rodolfo Guzmán, Manuel y yo, los últimos en permanecer en la Plaza España, (cuando ya se oían descargas de los adversarios que posiblemente comenzaban a entrar a la capital), a los refugios señalados previamente. Como la casa de Carmen Lyra, en donde ella se encontraba enferma, estaba a unas pocas cuadras del lugar, fui el primero en bajar. Tenía la tarea de protegerla con mi ametralladora y la pistola 45, y funcionar como una especie de enlace entre la Dirección y los compañeros que irían llegando «perdidos», o militantes no excombatientes que necesitaban orientación para desarrollar su trabajo en la clandestinidad. A pocas cuadras de la casa de Chabela vivía doña Rosita Quirós, gran amiga del Partido y estrechamente vinculada a dirigentes militares adversarios; allí se quedaría Manuel, junto con Ferreto y Carlos Luis Sáenz, radicados de previo en esa residencia. Barrantes al final iría a dejar a Guzmán. Y también esta tarea fue cumplida valiente y disciplinadamente por Barrantes, aunque como me decía años más tarde Guzmán, gozando de lo lindo, antes se tomaron unos tragos de despedida.

En la prensa internacional se llegó a decir, durante el desarrollo del conflicto, que Carmen Lyra se paseaba durante la Guerra Civil con dos pistolas al cinto, presumiblemente cometiendo crímenes. Teníamos temor sobre la veracidad de los rumores de que las fuerzas de Frank Marshall pensaran sacarla de la casa, del pelo, para asesinarla como castigo.

Me acomodé en la sala y en presencia de Chabela tomé la ametralladora, me fui al patio, separado de la acera por una tapia, y sobre ella, entre unas matas, coloqué el arma. Me dejé la 43.

Dormía profundamente, quizás en la madrugada, y oí la débil voz de Chabela: «Eduardo, Eduardo se cayó la ametralladora». Extrañado me levanté, corrí a la tapia, me subí y la encontré en donde la había dejado. Eran alucinaciones de nuestra dulce y bondadosa Chabela, la más grande escritora de Costa Rica, que amaba profundamente a su patria, a su casa, a la tapia, a las guarias de su patio… y que luego fue expulsada y obligada a vivir enferma y a morir en el exilio.

En la mañana de ese día llegó Adán Guevara. Lo había visto la última vez, tirado en una butaca, fatigado, en Tres Ríos, después de un combate. Llegó por orientaciones y le pedí su regreso rápido, pero cuidadoso. Luego supimos de su detención y del intento en Liberia de ahorcarlo. Colgando de un árbol, con un lazo en su fuerte cuello, fue encontrado con vida por un campesino, el cual de un machetazo cortó el mecate y le permitió a Adán huir y refugiarse.

Una noche llegó a la casa de Chabela el abogado Fernando Castro, yerno de don Ramón Madrigal. Llevaba el vehículo lujoso de su rico y anticomunista suegro. Bajo esa protección me trasladó a una casa cerca del Parque Central en donde seguí cumpliendo mis tareas en relación con los camaradas aún no orientados en su trabajo. Ya Carmen Lyra había sido llevada a la Embajada de México

En mi nuevo escondite recibí instrucciones de atender a varios compañeros. El último fue Abraham Marenco, ex-coronel de Sandino. Lo había conocido en Esquinas, en la finca Alajuela, en donde trabajaba como peón bananero. Era el encargado del periódico en ese conjunto de fincas conocidas con los nombres de las provincias de Costa Rica. Con él estuve en La Sierra. Durante la batalla de El Tejar fue herido en la espalda; en una cama del Seguro Social se encontraba, con la cara tapada y un cuello ortopédico, cuando llegaron a buscarlo para darle «el castigo que merece». Un funcionario lo llevó a una sala contigua, dándole tiempo a Marenco para su escape. Este se quitó el aparato ortopédico y se puso los pantalones; al fin un compañero lo puso en contacto conmigo. Le di 125 colones, pues ya no tenía más y un revólver desarmable en dos partes, con los cinco tiros. Salió así hacia Nicaragua, para hacer contactos en la frontera e ingresar ilegalmente a su patria. Al despedirnos calurosamente, me dio su última broma: «Lalo, me alegré pues decían que te habían metido un tiro en la frente».

Ciertamente circulaba el rumor de mi muerte y lo llevaron a conocimiento de mi famllia, por dicha al terminar la Guerra, cuando ya me sabían vivo.

Fallas y yo teníamos una amiga llamada Aurea Alvarado, nicaragüense; vivía muy cerca del Partido, por el Teatro Moderno. Preocupada llevó a mi casa esa «información», recibida de militares «figueristas», agregando que el coronel Elías Vicente (mi excondiscípulo del Liceo de Costa Rica) me había dado un tiro en la frente, con su ametralladora. Según Aurea, Elías era el ametralladorista del Cristo, en Ochomogo.

En esa misma semana se me avisó del viaje a México, a terminar mis estudios universitarios. Me enviaron el tiquete y el pasaporte. El sábado llegó Dueñas, el salvadoreño a quien ya me referí, todavía con una pequeña molestia en una nalga, debido al tiro recibido en la Interamericana cuando combatíamos. El tenía contactos en el Aeropuerto de La Sabana, y pasamos sin dificultad.

Dueñas hacía mucho tiempo no iba a su patria. En el avión, lleno de infantil emoción, me iba contando de su pueblo «Mexicanos», y me invitó a ir a una poza muy linda en donde él aprendió a nadar. En efecto fue lo primero que hicimos pues al día siguiente yo tendría necesariamente que despedirme de él y de su patria. Llegamos a Mexicanos, buscamos el río, pero se había secado. Muy triste me invitó entonces a ir a comer pupusas.

Al día siguiente llegué al Distrito Federal de México. Me esperaba otro tipo de tareas.

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