La Navidad de la Muerte
Por Oscar Padilla Sellen
Excombatiente
Esta narración fue escrita por el citado autor. Su nombre figura en ellas con el pseudónimo de Federico. Son tomadas fielmente de la obra inédita del autor llamada «Yo quiero contarlo», aun sin publicar. Partes de ellas, variadas en alguna forma y bajo el mismo pseudónimo se publicaron en La Prensa Libre, unas semanas después de la Guerra del 48. Otras fueron base de los excelentes artículos armados en una serie histórica que el excepcional investigador y mejor escritor, Guillermo Villegas Hoffmaister dio a la luz pública en abril de 1978. Unas pocas, recorrieron los años, en grabaciones del mismo autor, en emisoras y actos públicos, siempre con el mismo pseudónimo.
A la estupenda idea del excelente profesional y excepcional patriota Carlos Revilla lo he autorizado plenamente para que haga uso de lo anterior. Los aspectos referentes al héroe y brillante malogrado escritor, orador, político y abogado, Lic. Eloy Morua Carrillo ven la luz pública por primera vez, como adelanto al libro arriba citado y como un reconocimiento al investigador, familiar y amigo, brillante profesional, autor de este sitio en Internet. La Patria y el mundo sabrán premiar adecuadamente su esfuerzo.
El autor.
16 de Mayo del 2002
LOS HÉROES
La tropa estaba inquieta. El animal que estaba colgando, medio asado, no tenia un sabor muy grato al paladar. Eran las cinco de la tarde y ya no ocurrían más novedades. La última había sido fenomenal para nosotros: se anunciaba oficialmente el final de la cruel y sorpresiva invasión del Norte. Pero… pero estábamos muy preocupados. Aunque hubieramos comido parte de la res, los estómagos se resistían a tratar de digerir los pedazos del animal vacuno. Yo sentía «retorcijones» muy fuertes que me molestaban mucho.
Como era víspera de Navidad, algún vecino de Murcielago, se había emocionado y nos había mandado una enorme res, un montón de cajas de tortillas, unas galletas, caramelos y frijoles molidos. Juntú a todo -lo principal, al menos para mí-, era la correspondencia de mis padres y de mi fragil y linda novia y una carta, que aún hoy la leo y me conmueve, de mi hermana para su esposo, mi otro hermano -aunque no de sangre-. Unos días después de escrita me hacía sentir escalofríos, me hacía levantar el vello de todo el cuerpo. Ese día en la tarde, apenas se habían encendido las brasas, ya estábamos comiendo «los amigos de la carne media cruda». Pero unos momentos después, cuando comenzábamos a saciar el hambre, sentimos que no todo andaba bien. Pero no hicimos mucho caso. Las bromas y los cantos brotaban aquella linda tarde de comienzos de verano; aquella inolvidable tarde de auténtico sabor guanacasteco. La alegría salió de todos, mientras en San José las luces se encendían en los arbolitos de Navidad y las señoras comenzaban a calentar los «tamales» de Nochebuena . Las plegarias, -asi pensáhamos-, de nuestros seres más queridos, se elevaban hacia el cielo, mientras nosotros poníamos partes de aquella carne en tortillas y frijolitos en nuestra boca. El recuerdo de nuestras novias y esposas llegaba suave y dulce hasta nosotros como en las ráfagas de viento que ya soplaban anunciando «los nortes», junto a las luces del «portal» de nuestro hogar, en los momentos en que -leyendo frases de amor y entrega de mi inolvidable hermana que pedíá ardorosamente que nos cuidáramos- nosotros entonábamos boleros y mambos de la época.
Pero… la inquietud aumentaba mientras la noche avanzaba y dábamos gracias a Dios por habernos complacido con el final de la invasión auspiciada por el tirano allende la frontera norte y por parte de unos cientos compatriotas traidores. Por habernos complacido ¡Totalmente!
Los intestinos se menearon más y más; la fiesta improvisada con una «dulzaina» de un compañero, empezó a interrumpirse, pues tuvimos que correr presurosos para internarnos en la montaña varias veces: el olor que presentíamos no normal, de la res cocinándose, nos estaba empujado a buscar algunos lugres «especiales» por efectos de la descomposición de la carne, que nos comenzaba a hacer daño. Jamás había oído tantos ayayayes. Y, de verdad, fue la primera vez -mas no la última, como lo comprobé después- que yo olía carne en aquellas condiciones; no la última para mi infortunio en aquella Navidad… Aquel olor se introdujo tan violentamente dentro de mí que, aparte de hacerme daño, parecía anunciarme el preludio, apenas, de una larga tragedia.
Y de verdad que la Navidad fue como debía ser. Vigilancia -porque teniamos órdenes de los jerarcas, «valientes y ejemplares» ciudadanos de la Comandancia en Jefe en San José, que conocíamos muy bien-, de no interrumpir el «servicio militar» sobre el que se nos había instruido. Aunque fue Navidad; aunque pareciera que todo había terminado. Y en medio de todo, aún así, -por eso somos de este país- seguiamos cantando los boleros y los mambos y de vez en cuando algún buen tango de Gardel.
A medianoche nos despertó una alarma; una alarma que anunciaba muerte. Muerte como no la cunocíamos. Ni siquiera como la que habíamos visto meses antes en Tejar, Paraíso y El Empalme.
Subimos a una colina y precenciamos algo inusitado: fuego en el cielo, allá, muy lejos, como por Bahía Salinas, como por La Cruz. Y mientras en la capital los «tamales» pasaban a mejor vida y de manera austera -nos contaron después- se celebraba la Navidad, nuestros corazones sufrieron presintiendo algo extraño y anormal. Y de la misma capital se nos aconsejaba por radio olvidarnos de «aquellos fantasmas, porque todo había terrninado». Pero las llamas seguían iluminando aquella zona, allá en Puerto Soley y parecían describir la figura misma del Diablo anunciando una Navidad de muerte.
Puerto Castilla y Murciélago -la parte en donde estaban nuestros cuarteles- se convirtieron para nosotros, como creíamos verlo anunciado en la madrugada en rincones del mismo infierno. Porque ese amanecer fue de tragedia y de desesperación. Puerto Soley había sido arrasado traicioneramente la tarde de la víspera de Navidad y los fugitivos que llegaban daban cuenta -de manera desarticulada e incoherente- del artero ataque de los invasores mercenarios y compatriotas que deseaban transformar este suelo.
«¿Y mi cuñado? ¿Dónde esta Eloy? Por favor, decíme algo. Algo…» A cada uno le imploraba detalles. Y todos creían saber algo de él. Todos de manera diferente. Cada uno me veia desesperado y trataba de contestar, inventando mucho e imaginando más. En un momento en que aparecieron dos desconocidos saliendo de las montañas, cargué una ametralladora y quise ajusticiarlos por encirna de Dios y de todo… por mi propia cuenta. Los campesinos desconocidos casi reciben la furia de mi venganza, contra, contra… contra todo. Dichosamente dos compañeros se me avalanzaron y me lanzarón al suelo para desarmarme. Hoy les doy las gracias a ellos cada segundo. Especialmente a mi Comadantante que se apresuró a evitar aquel error violentamente.
Recibimos órdenes de regresar al día siguiente. Y vague por las sabanas gracias a un permiso especial del Estado Mayor del improvisado ejército. Dos leales amigos me acompañaron en mi desesperada e inútil búsqueda. Jorge y Roberto por solidaridad y simple piedad. Deseaba, anhelaba, me empeñaba en encontrar supervivientes de la tragedia. Y entre ellos a aquel hermano político, esposo de mi hermana menor. Fatigado, casi desfallecido, me imaginaba el ingreso más patético, triste y cruel que alguien pueda suponer, al hogar querido, en donde una pregunta que se me iba a hacer y que yo esperaba con terror, no tenía contestación.
«Federico… ¿sabés donde está mi amor? ¿Verdad que sí? ¿Verdad que está vivo? Decime que sí, que sí…» Y los dos, mi hermana y yo nos sumimos en un profundo abrazo, el más triste de mi vida. «¿Dónde está? Decime que está vivo». Y aún escucho sus reproches a la vida, al mundo, al Presidente de la Junta de Gobierno, a todos. Aquella maravillosa mujer tenía que ponerse así. El hombre que había desaparecido era su más grande amor. O su único. Era su esposo. Y apenas tenía unos meses de vivir intensamente su matrimonio. Veinte años apenas de vida con una tragedia inesperada por todos.
Unos días de después, recuperado del golpe un poquito, decidimos dos hermanos y yo investigar la verdad de aquella catastrofe personalmente. Un halito de esperanza nos invadía. Las miradas de desesperación y amargura de ella nos inspiró. Y comenzamos un calvario en una Navidad de muerte. Una Navidad que no debio serlo por lo cruel y lo triste, aunque si tenía que serlo porque la vida que se celebra en Navidad es Eterna y la muerte, que la encontramos a cada paso, forma un solo bloque inconmovible, que no podemos eludir, con la misma vida. Quizás, esa idea fue lo que hizo superar en mi la tragedia con más entereza, poco a poco, unos meses después. Lo que hizo desaparecer, muy despaciosamente, la depresión, la amargura, la decepción. Y hasta el mismo odio que tuvo que brotar espontáneo, fuerte y natural…
La caravana -conformada por amigos y guardias, caballos y ron, que partió con nosotros en búsqueda de posibles subrevivientes, salió dos días después de Navidad. Habíamos obtenido algunas facilidades. Pero no con hombres claves. «Doy mi vida por la Patria», habian dicho algunos. «Muero por defender esta tierra», clamaban muchos. Al pedirles el sacrificio de acompañarnos -probando ser los hombres que la Patria reclamaba- fingieron muchas cosas. Como necesitabamos especialistas, tuvimos que recurrir a la ciudad mas cercana al lugar de la masacre, para poder realizar nuestra misión plenamente. Un viejo juez y un médico que luego probó el juramento hipocrático y su legítima alcurnia, ofrecieron su concurso oficial: el primero era un octogenario y el segundo un joven profesinal. Ambos verdaderos hombres, residentes en la Ciudad Blanca. De la capital, un abogado, leal amigo de la familia completó el grupo de la caravana fúnebre. Todos íbamos prevenidos para hacer identificaciones no propiamente de supervivientes del atroz ataque… Las noticias que habían llegado eran extremadamente pesimistas.
Bajamos cuidadosamente por la pendiente que lleva a la imponente u excepcional bahía, bordeando los latifundios del Norte. Y a pesar de todo, siempre íbamos adrmirando las bellezas de Costa Rica. Allí las teníamos, al pie nuestro. Rendidas y quietas. Asoleadas y solemnes, como solemne era nuestro objetivo. Nos sorprendia el oleaje y el viento fuerte del Norte, característico de aquella época. En medio de todo, el silencio y la expectación por lo imprevisto: a la vera se divisaban campamentos de los soldados norteños. Sentía miedo, pues pensaba que aquellos podían ser los últimos de nuestros días. Avanzábamos con sigilo y haciendo nuestras oraciones; pero sin dudar. Yo… yo tenía clavados los ojos desesperados de mi hermana.
Bordeamos la frontera -o al menos yo creia que era la frontera- con las armas listas, los guardias y yo los ojos pendientes de cualquier eventualidad. Temor a los sorpresivo, pero con el ánimo templado porque el dolor y el presentimiento de lo fatal embargaba nuestro espíritu.
Tocamos las arenas calientes y elevamos nuestra mirada: el espectáculo era desolador en Puerto Suley. Destrucción y ruinas. Cenizas. En la desolación solo faltaba el ave de rapiña o el zopilote de la muerte. Unas pocas cosas -¿o ni una sola?- ya no existían más yue en el recuerdo de madera quemada y hierro retorcido. Aún salía humo con olor nauseabundo, el mismo olor de carne descompuesta, pero más fuerte, con fuerte pestilencia y gases de petróleo. La playa, tímidamente, tapaba -intentaba tapar, pues apenas los divisabamos- unos huecos aparentemente hechos hacía unos días, u horas. El mar trataba de acariciar aunque siempre con fuerza de indómito, las arenas del puerto. Como brindando homenaje a la tragedia. A la Patria. A los héroes. Pero ni el mar, ni las arenas, ni la tierra, ni los escombros podían ocultarnos el ecpectáculo de violación, barbarie, traición, tragedia y destrucción. En medio de todo, desafiantes, a lo Dante, indicándonos que no estábamos equivocados, saltaban restos humanos de los valientes. Restos de la muerte que había comenzado en Navidad en aquellos rincones del infierno.
El ron que había visto al inicio tuvo para mi su explicación: «-¿Quién lo trajo?-» Cuando lo había encontrado me sentí airado. » Pensar en embriagarse en aquellas circunstancias «… dije. Ahora, allí, de pie, mirando el espectáculo pedí auxilio por medio de un vaso. «¿Para qué el ron? ¿Quién había sido el previsor? Allí estaba la explicación: solo así soportábamos lo que vendría después con el olor y lo macabro de los hechos que teníamos que presenciar.
El médico, el juez y nuestro abogado iniciaron, ayudados por todou nosotros y por supuesto pidiendo ayuda al Creador, la tarea mas ingrata de la vida: desenmarañar aquella confusión de huesos y piel, de carne y arena, de tierra y madera. De muerte y de tragedia. Y a la distancia, vigilando el escenario, los guardias, siempre listos, del tirano del Norte y «nuestros compatriotas». Prendas de vestir, o pedazos de ellas, dientes, zapatos quemados. De todo. De todo. ¿Para que recordar más? En una oportunidad yo hendí mi mano y uñas en un pedazo de piel, al meterlas debaj o de la arena. Mi alma imploró piedad: mis ojos veían estupefactos aquellos restos sagrados de los héroes. Piedad para quien fuera; oraciones y palabras incoherentes salían por doquier. Seguíamos en la tarea e invocábamos permanentemente a Dios. Le entregábamos nuestros pensamientos y elevábamos oraciones por el holocausto. En cada hecho alguien -¿yo?- decía: «En el nombre de Nuestro Señor, en el nombre de Dios…»
En un momento, me ví elevando mis manos hacia el Cielo; había tocado los restos de un campesino… Temblando , pedí perdón por todo. Por todos. Y continué ayudando al médico a separar aquellas partes de los formadores auténticos de la Patria. Sin inmutarme, volví a hincarme y traté de coordinar esfuerzos. ¿El olor? El ron era la medicina, junto con unos pañuelos en la nariz. Pero olor, descomposición, restos y arena eran otra ofrenda al amor, a a la Patria, a los héroes.
Al tocar una parte de otro cuerpo, lloré. Y pensé nuevamente en mi hogar… y separé algunas cosas para el juez. Pero lloré, lloré de verdad. Como nunca.
¿Un vaso de ron? No sé. Pudo ser más; o menos. Pero aún faltaba lo peor. Y aún faltaba mucho ron. Y el ron -solo aquella vez y por última en vida- fue algo estimulante que no me hizo nada. Ni dejó efectos. El dolor estaba por encima de todo…
La labor macabra avanzaba lentamente. Los guardias nos cubrían. Y los otros, allá dentro del montazal, observaban.
INCIENSO
¿Y el cuñado? ¿Y nuestro hermano? ¿Había aparecido? ¿Lo habíamos identificado? Los valientes no necesitaban esa clase de identificaciones. Su cuerpo era de otra clase. Su figura era inmortal: su alma es la que cuenta. Ya habíamos conocido a ciencia cierta de su proeza y de su acto de valor. Ya habíamos confirmado que había sido el primero -o el último- en hacerle frente a los mercenarios: fue sorprendido precisamente cuando estaba escribiendo una carta a su esposa. Salió de la choza al oir los tiros de los alevosos atacantes e hizo frente con su escuadra 45 que tanto lo enorgullecía en los tiempos de aquella campaña y que nunca había usado. Apenas pudo tocar el gatillo, pues cayó ante las ráfagas inmisericordes de las ametralladoras. Murió quizás sin darse cuenta que -como siempre lo dijo- entregaba su alma en busca de los ideales de la Patria. Fue la promesa de siempre que Puerto Soley recogió en sus playas de encanto.
Tenía que haber sido en Puerto Soley; playa de Guanacaste. Fue en aquellas zonas en donde escribió cuando hacía sus primeros intentos profesionales- sus verdaderas proclamas en busca del mejoramiento social del campesino. Allí, junto a muchas promesas cumplidas fue que hizo lo que predicó.
La primera parte de nuestra misión terminó de manera cruel, triste, descarnada y brutal. Lo más impresionante quedaría desgarradoramente impreso en nuestros pensamientos. Nuestra memoria -por mucho tiempo- guardaría, con traumas y desequilibrios, los recuerdos del final de la jornada…
Todo estaba listo para el incendio. Todo había quedado preparado para la inhumación ordenada por los superiores. Y había que cumplir. El juez levantó el acta y la labor comenzó. Y los cuerpos -partes de los cuerpos- empezaron a sacudirse. Como si protestaran de nuestra acción. Se sacudían y se estiraban violentamente, en baile macabro e impresionante.
Suplique por un trago de ron. Y, nuevamente todos los compañeros siguieron el mismo camino. Nadie supo cuanto tomó. El ron… ¿quien trajo este bendito ron?
El humo que despedían los héroes se elevaba negro y fuerte hacia las nubes; las pocas que había, pues el cielo pretendía abrirse para rendir homenaje a los valientes y sacrficados. O los mártires. Y las pocas que quedaban, quizás era porque se peleaban el derecho de hacer los saludos de rigor. Todo era imponente. Hasta el Cielo. Aunque en la tierra lo macabro era doloroso, muy triste y muy cruel. El olor repulsivo, con pañuelo y ron, dejó de serlo. El grueso fuego se convirtió en una pira sagrada que brotaba del altar de la Patria. De un altar en que, ahora, devde luego , el fuego era como incienso. Altar, Patria, incienso: ese tenía que ser el marco de la despedida de los héroes que eran acogidos otra vez en el bello cielo de Puerto Soley.
Los cuerpos inertes parecían dejar de serlo. Y volvían a moverse. Piernas y brazos se levantaban con el fuego. Yo temblaba de emoción. No sabía qué hacer. Era el grito de lo humano: no podía ser otra cosa. Una danza final anunciando una fúnebre despedida.
Ese día Juré muchas cosas. Muchas que he mantenido. Juré, mientras en el «altar de la Patria» aquellos restos mortales volvían a protestar, y -entre otras cosas- juré que ocultaría mis pensamíentos y mis impresiones de aquel espectáculo por mucbo tiempo. Tiempo que termina hoy.
Mientras meditaba, las llamas se intensificaban. La pira sagrada era cubierta como por incienso y el altar empezó a desaparecer…
Casi a la vera nuestra, los guardias del Norte vigilaban nuestra misión. Como si desearan estar seguros que la cumpliéramos. Y a fe nuestra que la cumplimos. Vigilban el final de su obra. Nosotros, imponentes, orgullosos, impresionados, soberbios y tristes, desafiabamos hasta la muerte. ¿Cómo nos iba a importar si la estábamos viviendo autenticamente?
¿El ron? ¿Cuál ron? ¿Quién trajo ese ron que había en esas botellas?
Al final de cuentas, el miedo es de valientes. Entonces todos fuimos valientes. A todos los recuerdo como ayer. A mis hermanos, al médico, al juez, al amigo abogado, al cuerpo de guardias, les decimos ahora: honor a los valientes. A todos. Y a las playas y cielos de Bahiía Salinas, los admiro por haber recogido tanta promesa cumplida; tanto héroe insuperable.
El «incienso» terminó de elevar los pensamientos de todos hacia el Cielo. Los míos se alzaron hacia arriba por muchos años.
POR INVASORES DESDE LA FRONTERA NORTE
LOS PRECLAROS CIUDADANOS
LIC. ELOY MORÚA CARRILLO
BERNAL VARGAS FACIO
EFRAÍN ROLDÁN PÉREZ
VÍCTOR MANUEL VÍIQUEZ ARGUEDAS
EL 25 DE DICIEMBRE DE 1948
SU HEROÍSMO Y EJEMPLO SALVARON A
LA PATRIA Y LAS GENERACIONES FUTURAS
¡LOOR A SU MEMORIA!
ASOCIACIÓN NACIONAL
DE EXCOMBATIENTES
(A.N.E.)
PUERTO SOLEY, 20 DE ENERO DEL 2001
—o—
Hoy vuelve, trayendo violentamente, los recuerdos de la Navidad de la Muerte… y con ellos el recuerdo de una mártir que partió a buscar su marido cuando apenas había pasado los treinta años en este mundo. El cáncer fatal la había destruido y su lucha por la vida agotando todas las posibilidades duró dieciocho meses*.
San José, 24 de diciembre de 1978.
* Ocho meses y veinte días después brotó el hijo de ambos: Eloy, hoy Ingeniero graduado de la Universidad de Costa Rica y M.D. de USA.
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