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80 años no es nada

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En el mismo edificio La Despensa donde habíamos instalado nuestro bufete, tenía sus oficinas el Sindicato Patronal de Cafetaleros, jefeadas por un abogado, Édgar Odio González, con quien rápida­mente contraje una buena amistad: hombre inteligente, caballeroso, discreto y buen conversador, había sido el Secretario Particular del presidente Calderón Guardia y uno de los funcionarios de ese gobierno que regresaron a la llanura de la sociedad civil con mayor prestigio. El presidente del Sindicato era otra gran persona: Alfredo Echandi, con quien también hicimos rápida amistad los del Bufete Facio & Fournier.

El propietario del periódico La Tribuna, José María Pinaud, lo había vendido a un grupo de capitalistas ami­gos del régimen; y con el producto de la venta, adquirió una maquinaria moderna (la de La Tribuna era antedilu­viana, cosa que años después pude constatar de primea mano) con la intención de montar otro periódico. No se habían impuesto en Costa Rica las prácticas del capitalis­mo especulativo, y los nuevos propietarios de La Tribuna no le exigieron al señor Pinaud que no se metiera en una nueva empresa periodística. La maquinaria estaba ya en Costa Rica cuando el viejo periodista falleció.

Alfredo Echandi era un activista de la eventual candi­datura de Ulate, y temía que la moderna maquinaria importada por José María Pinaud cayera en manos de gente afín al gobierno. Así fue cómo, al mediar 1946, comenzó Echandi a procurar la adquisición de ese valio­so equipo. Su idea fue formar una sociedad anónima en la que nadie pudiera tener más de una acción, para lograr un periódico oposicionista, independiente en el sentido de que no estuviese dominado por ningún sector, grupo, tendencia política, camarilla o lo que fuese. Y nos propu­so a los miembros del juvenil bufete que adquiriésemos acciones de esa empresa a 5.000 colones. Creo que de nuestro círculo íntimo, solo Rodrigo Facio se abstuvo; el proyecto le olió mal y no lo ocultó, a pesar de la partici­pación importante que en él tuvo quien fue tal vez el más cercano e íntimo de sus amigos: Jaime Solera. En cuanto a mí, recuerdo que corto de fondos como ha sido mi hábito y costumbre- me aceptaron que pagara los cinco mil colones en especie; quiero decir, trabajando; es decir, escribiendo para el eventual nuevo periódico.

El capital que se necesitaba se levantó con mucha rapidez, la maquinaria fue adquirida, y se procedió a organizar la sociedad que publicaría el nuevo periódico, bautizado por Pinaud antes de morir como La Nación. En representación de la gente joven, me eligieron en la pri­mera Junta Directiva, donde figuraban algunos amigos míos de siempre como Jaime Solera y Ramón Herrero, y otras personas a quienes conocía un poco menos. Todo eso consta en una de esas placas de vanidad que ahora abundan tanto en Costa Rica.

Ya se perfilaban tres presuntos precandidatos de opo­sición para las elecciones de 1948. Además de Ulate, cierto sector de la muchachada se inclinaba por una candidatura (totalmente simbólica) de José Figueres, y lo que podríamos llamar el ala derecha de la oposición favorecía las ambiciones de Fernando Castro Cervantes, figura bastante enigmática para nosotros, cuya riqueza (y lo mismo su erudición) se decía que era incalculable y, además, que la había amasado a la sombra de la United Fruit Company como testaferro e incondicional amigo suyo. El señor Castro (a quien sus malquerientes apodaban Terciopelo) estaba, para mí, rodeado de misterio. En mi círculo familiar no gozaba de simpatías, y recuerdo expresiones por lo menos altamente desaprobatorias de mi abuelo Escalante sobre él, como mi principal elemento de juicio o de prejuicio. A pocos días de la muerte de León Cortés, había publicado La Prensa Libre una entrevista póstuma del periodista Sergio Carballo con el expresidente, en la cual este expresaba que si él llegaba a faltar, el candidato que recomendaba como ideal era don Fernando Castro Cervantes. Los muchachos de entonces no tomamos en serio esa entrevista, ni que León Cortés estuviese tomando disposiciones para después de su muerte, que fue repentina e inesperada. Para nosotros, lo recuerdo muy bien, la figura del señor Castro personifica­ba la tendencia a «volver a 1940» y no lo que cada vez se nos hacía más claro: que había que echar hacia adelante y olvidarse del pasado. Bueno estaba el señor Castro en sus empresas agrícolas, sin que tuviera derecho, según noso­tros, a encabezar un movimiento recuperador (esperába­mos que agudamente renovador) y de sacrificios, del que -hasta donde nosotros sabíamos- no formaba parte activa, salvo que, según se decía, suministraba fondos para algu­nas actividades de la oposición y hasta de José Figueres. De alguna manera, comentábamos, cuando los comunistas aducían que si la oposición llegaba al poder derogaría el Código de Trabajo, a nuestro juicio y sin que lo hiciéramos público, esa afirmación era válida únicamente en cuanto al grupo que rodeaba a don Fernando Castro (no sabía­mos si en cuanto a él mismo, dada su misteriosa y poco pública personalidad), porque ni Otilio Ulate, ni José Figueres, ni el Partido Social Demócrata serían capaces de un desmadre semejante. La labor institucional de Calderón Guardia era, y lo sigue siendo hoy aunque sus herederos políticos no parezcan estar muy convencidos de ello, irreversible.

Un periódico nuevo tendría que ser un periódico nuevo (y nuevo no solo en el tiempo), y con ese criterio me senté en las sesiones de la primera Junta Directiva de La Nación. Los accionistas jóvenes habíamos deliberado y pensado en la persona para nosotros ideal que dirigiera el periódico nuevo, y llegamos a coincidir en León Pacheco, hombre que no alcanzaba 50 años, enérgico, combativo, formado en Europa, con excelente pluma y absolutamen­te independiente; es decir, no conectado en forma directa ni estrecha con ninguna de las tendencias existentes den­tro de la oposición.

Yo me limité a procurar que constara en actas mi pen­samiento favorable al nombramiento de Pacheco, porque la gran mayoría de la Junta Directiva propuso que se designara como director del nuevo periódico a don Sergio Carballo, y gerente a mi tío Ricardo Castro Beeche, hombre de una sola pieza y conservador recalcitrante con quien me unieron siempre vínculos de afecto que rayaron (al menos para mí) en lo filial. Ambos estaban estrecha­mente vinculados a don Fernando Castro Cervantes. A Alfredo Echandi se lo hice ver, como propulsor activísi­mo que era de la candidatura de Ulate. El nuevo periódico tendría, quisiéralo él o no, quisiéralo yo o no, quisiéranlo muchos o no, una tendencia más castrista que de oposi­ción, dado que de los «jefes» de la oposición el menos opositor era el señor Castro Cervantes. Esto fue evidente desde el primer número de La Nación, tanto para los ula­tistas de hueso colorado, como para los figueristas, como para los jóvenes que soñábamos con una remodelación o reconstrucción del país, con algo que, en conversaciones a la hora del café, comenzaba José Figueres a llamar, parodiando a los franceses, «la segunda república». El nuevo periódico de oposición no se pareció, en su com­batividad, al Diario de Costa Rica de Ulate, ni en su concepción visionaria, al Diario de Costa Rica que el CEPN había hecho durante un año: sería, sin jerónima de duda, un órgano del ala derecha, del ala nostálgica de la oposición … y hasta el día de hoy. Nació cimentado en una especie de cortesismo póstumo y en un retorno al periodismo sumamente conservador de la década de 1920. Ahora, tras más de medio siglo, confieso que me parece mejor y más patriótico el artesanal periodismo costarricense de mil novecientos veinte y pico, que el que estamos sufriendo ahora, mercantilizado, sin alma, a tanto la pulgada, donde el Sermón de la Montaña, si fuese pronunciado en estos días, cedería su espacio a un anuncio multicolor del próximo concierto de un cantau­tor melenudo con colita de torero, chalequito de cuero y cadena, y poseedor del don melódico de una motosierra.

Fue por esos días, cuando terminaba 1946, que ocurrió algo que para mí fue determinante, y fue la visita de Víctor Raúl Haya de la Torre a Costa Rica, la primera que realizaba desde 1928. Tres conferencias suyas en el Teatro Nacional coronaron, creo, mi formación ideológica y política. Su teoría del espacio-tiempo histórico era la base filosófica que yo andaba buscando desde años atrás para sustentar lo que ya era un pensamiento personal, que se negaba a ser clasificado entre los «reaccionarios» con que la dirigencia comunista y la dirigencia calderonista, sin distinción de partidos políticos, calificaban a todo aquel que se negara a creer que la promulgación de un Código de Trabajo era una «segunda independencia» de Costa Rica y el gobernante que la impulsó poco menos que el nuevo mesías.

Pero no fue esa parte, puramente circunstancial, la que fue afectada en mi mente por las charlas de Haya de la Torre, que se constituyeron más bien en la sustentación filosófica de mi negativa a creer en el marxismo-leni­nismo-stalinismo (entonces se llamaba así) como una panacea para los males de la humanidad. El marxismo había sido concebido como una fórmula para Europa; y el marxismo-leninismo-stalinismo (entonces se llamaba así) como una fórmula para Rusia aplicable, según sus acólitos, a toda la humanidad.

Haya de la Torre explicó que en el mundo coexisten no solo distintos sistemas, sino también distintas épocas his­tóricas. Si Europa y los Estados Unidos (concebidos como potencia más europea que americana) habían alcanzado un grado inimaginable de desarrollo industrial, el resto del mundo no estaba viviendo en el mismo siglo XX que ellos, sino en otros. La América Latina, que era la porción que nos interesaba, no había salido aún del siglo XVIII, pese a las prédicas optimistas de sus libertadores empeñados en insertarla en el siglo XIX. Regímenes absolutamente medievales seguían impuestos a las mayo­rías indígenas en Guatemala, Ecuador, Perú y Bolivia; la estructura agrícola de las economías no correspondía a la estructura europea. Por lo tanto, doctrinas europeas no podían ser aplicables a sociedades como la nuestra. Dentro de la pequeñísima Centroamérica misma, los pro­gresos que estaba experimentando Costa Rica (lo mismo que la Guatemala de Arévalo pero el caso no era igual) no podrían aplicarse válidamente (salvo en el papel), a sociedades completamente diferentes a la nuestra, como lo demostró ocho años después Guatemala, cuando cayó su democracia al impulso de la mentalidad picapiedra de John Foster Dulles. Cada país, cada zona, tenía su tiempo histórico, y por lo tanto, derecho a sus propias solucio­nes. (Treinta y un años después escuché a John Kenneth Galbraith enunciar algo parecido y muy emparentado con las teorías del líder aprista). América Latina (donde Haya de la Torre pensaba, y en la cual pensaba) eran veinte mundos diferentes en distintos estados de desarrollo; las recetas para Argentina no podían ser las mismas que para Haití. ¿Habrán salido de estos contactos con el pensador peruano, las convicciones con que la Segunda República se lanzó a partir de 1948 a fabricar una Costa Rica sobre fórmulas y soluciones autóctonas, sin que su socialdemo­cracia se identificara con las nacionalizaciones puestas en boga por los laboristas británicos a partir de 1945? He aquí un tema de discusión.

Por otra parte, en las conversaciones que tuvo con quie­nes nos dedicamos durante esos días a visitarlo para exprimir su sabiduría, Haya de la Torre reveló que enten­día muy bien los problemas que nosotros afrontábamos: la política de atemorizamiento desarrollada por el Partido Comunista para ayudar a la permanencia en el poder del Partido Republicano Nacional, era un claro producto de su afición por las fórmulas de aplicación universal. El pueblo costarricense no era atemorizable. Así nos dijo- se lo había expresado a su viejo y venerado maestro y amigo don Joaquín García Monge, a quien, sin poder salir de su sorpresa, hallaba totalmente plegado a la situación existente y convencido aunque no del todo, de la verdad del planteamiento del Partido Comunista sobre la necesidad de imponer un gobierno que defendiera la legislación social del ataque frontal que contra ella veían en todos los sectores de la oposición.

Entre las cosas que Haya de la Torre nos dijo y que por supuesto jamás olvidaré, estuvo esta: «Lamento, amigos, decir que la situación que veo en Costa Rica solo podrá solucionarse por métodos violentos; nunca creí que alguna vez diría semejante cosa sobre este país, pero la digo: pre­párense para un baño de sangre. El momento, protagonis­tas y circunstancias que ustedes viven lo están ordenando así fatalmente … es una pena, pero así es.»

Las conversaciones entre los distintos sectores de la opo­sición (castrismo, ulatismo y socialdemocracia) siguieron adelante en busca de una fórmula que permitiera escoger un candidato único para la elección de 1948. Decididamente, no sería ni un autocandidato ni el producto de un con­ciliábulo «en el Club Unión y en amplios, profundos y deliciosos sillones de cuero fino» (expresión de José Marín Cañas). Finalmente, Alfredo Volio Mata propuso una con­vención a la cual se asistiría «por derecho adquirido» sin necesidad de escoger y elegir delegados. (Hoy diríamos consulta sin distritales). Tendrían asiento en la conven­ción todos los oposicionistas que alguna vez hubiesen ocupado curules, ministerios o magistraturas (creo que también cargos de regidor municipal); los que ostentaran un título profesional; las juntas directivas vigentes de los sindicatos, cooperativas, cámaras, asociaciones deportivas y algunos otros organismos, y por supuesto los directorios de los partidos políticos; lo novedoso (y para los comunis­tas, por supuesto, lo reaccionario) del plan, consistía en que los delegados a la convención estarían ya escogidos en el momento en que esta se convocara, sin necesidad de levantar controversias ni luchas internas. El proyecto Volio fue aprobado y puesto en marcha.

La contextura misma de la Convención (que se realizó en el Estadio Nacional el 13 de febrero de 1947, tercer ani­versario el lector sabe de qué hazaña), refuta la afirma­ción novelesca que años después hizo el líder comunista Manuel Mora en el sentido de que Paco Calderón infiltró gente en la convención a que votara por Ulate.* No hubo modo de meter gente, porque la gente estaba adentro en el momento mismo de la convocatoria.

El grupo socialdemócrata consideraba que el candidato de 1948 tenía necesariamente que ser Otilio Ulate. Desde 1942 veníamos pensando en eso. Pero también, como un gesto imprescindible, resolvimos que en la primera votación nuestro voto sería simbólicamente para José Figueres, porque creíamos de necesidad nacional que ese nombre se planteara, se jugara, se afirmara. La primera votación dio una ventaja al señor Castro Cervantes, pero para nosotros quedó claro que si en la segunda como lo teníamos decidido- nuestros votos eran para Ulate, este quedaría escogido con una cómoda e indiscutible mayoría. Así fue. En la segunda vuelta, Ulate obtuvo mucho más que el 50% de los votos. La diferencia entre las dos votaciones equivalía al voto socialdemócrata y figuerista. Un candidato de oposición, en la campaña que se venía, tenía que ser un opositor activo, verdadero, con trayectoria de combatividad, y el señor Castro era un oposicionista tibio, sin beligerancia, carente de dotes oratorias, carisma o liderazgo, que dedicaría pensába­mos- sus energías a buscar una transacción, un acuerdo, un arreglo, una componenda. Jorge Rossi lo resumía así: «Ulate nos llevará a una elección; Figueres a una revolución; Castro Cervantes a una transacción, o sea a ninguna parte». Pienso ahora, después de medio siglo, igual que en aquel entonces: si se hubiese producido una transacción en el 48, el país se habría vuelto a atrasar como cuando a partir de 1919 se olvidó de la obra y las ideas de Alfredo González Flores.
Trece días después de la convención, nacía mi hijo mayor, Víctor. Y todos sabemos que un acontecimiento como ese cambia las vidas. Las de todos. De ese cambio nadie puede exonerarse. Probablemente es en ese instante que adquirimos nuestra madurez espiritual. Que la inte­lectual y la física andan por otro lado.

En dos o tres semanas, Ulate (designado «jefe de la opo­sición» y no «candidato» en el Estadio, pues todavía exis­tían dudas en ciertos sectores acerca de la conveniencia de concurrir a elecciones, decisión que habría de tomarse formalmente luego) organizó su equipo de campaña. Y designó como jefe de propaganda a Marín Cañas, y a Óscar Chacón Jinesta, a Otón Acosta y a mí como sus colaboradores inmediatos. Otón no se apersonó nunca, pero Óscar y yo teníamos, creo, dos ideas en común: par­tirnos la espalda trabajando en la campaña inminente, y aprender todo lo que pudiéramos del sabio periodista (hoy los preciosos ridículos dirían «comunicador») que era Pepe Marín. En un local situado una cuadra al norte de mi bufete (esquina noroeste de la confluencia entre calle y avenida primeras), nos comenzamos a reunir diariamente a partir de marzo. Marín diseñó una campaña de prensa ricamente retórica, en tono mayor, dedicada a exaltar las virtudes populares y a hacer burla despectiva de los valores del bando gobernante. Risas ante el generalato del ministro René Picado, risas ante la convención en la que Calderón Guardia sería el «único candidato único», y al mismo tiempo llamamientos abiertos o encubiertos al sentido heroico y de sacrificio de los costarricenses, a quienes les augurábamos un calvario más que una campaña electoral.

Por esos días de marzo en que Marín Cañas construía los andamios de una campaña de propaganda insólita y brillante, un grupo de coetáneos míos se lanzaron a la tarea de prepararse para que las brigadas comunistas de choque y cachiporra, por más protegidas que estuvieran por la policía, no se salieran con la suya. Y en la avenida central se produjo el primer encuentro. Con no importa ya qué proyecto legislativo como pretexto, coincidieron en los alrededores del Congreso jóvenes oposicionistas y las bri­gadas de choque con sus armas contundentes, protegidas por la policía. El primer intento de golpear a los oposicio­nistas con black jacks, tuvo como respuesta una agresión similar, en la que los oposicionistas usaron hasta platinas, y las brigadas retrocedieron hacia el este dos cuadras sin dar tiempo a la policía de intervenir en su favor- con una buena cantidad de contusos. Fue la primera derrota calle­jera que sufrieron. Recuerdo entre los que capitanearon la acción de los oposicionistas, a Edgar Cardona y Álvaro González. Las brigadas, tal como habían figurado y ate­morizado a los ciudadanos en 1943, desaparecieron en marzo de 1947. La pelea callejera con arma contundente la habían ganado los oposicionistas en el primer round. Los comunistas me parece que dispersaron sus brigadas, para que de la acción directa se hiciera cargo el calderonismo. Lo cierto es que, en pocas semanas, los comunistas calle­jeros fueron sustituidos por autoridades uniformadas, y más tarde por «guardaespaldas» del candidato oficialista. Y el black jack por el arma de fuego.

No es este el sitio para describir cómo la oratoria eleva­da, violenta y elocuente de Ulate levantó los ánimos y convenció a los ciudadanos más escépticos de que valía la pena intentar un proceso electoral más. José Figueres no creía en tal cosa, pero los asesores inmediatos y más cercanos a Ulate, emcabezados por el Secretario General de su partido, Mario Echandi, sostenían la tesis electoral con fuerza. Figueres fue nombrado «jefe de acción», con énfasis en la palabra acción. Creo que Figueres pasó todo el año 47 solicitando dinero de las autoridades del par­tido para adquirir armas. La tensión entre él y Echandi, que terminó haciendo crisis en 1955 para luego aflojar hasta llegar a la cordialidad y la amistad en los últimos años de don Pepe, arrancó de esos meses. Figueres, con su tesis de que solo por la fuerza entregarían el gobierno las fuerzas caldero-comunistas; Echandi, con la suya de que ningún movimiento armado podría legitimarse sin un triunfo electoral previo. Los dos, como se ve, tenían razón. Pero en aquellos meses yo no se la concedía de ninguna manera a Echandi; trabajaba disciplinadamente en la campaña electoral, pero convencido de que todo lo que fuese legal sería inútil.

Dentro del comando oposicionista, un criterio equidis­tante entre los de Echandi y Figueres lo mantenía el doctor Carlos Luis Valverde. «Hay que ganar las elec­ciones y luego irse a las montañas, pero hay que tener las montañas preparadas», afirmaba este hombre severo, cordial y violento, de privilegiada inteligencia, y a quien percibo hoy como la figura política que mejor entendía la situación y que aconsejaba con más sensatez a Ulate, de quien se fue convirtiendo poco a poco en el consejero de cabecera.

Mi posición en el departamento de prensa me permitía estar presente (y hasta de cuando en cuando, opinar) en ciertas reuniones políticas de alto nivel, y fue en ellas donde mi admiración por Valverde creció.

Ciertos elementos sumamente conservadores de la opo­sición (no hablo de las alas derechas castristas, sino de la tradicional y para entonces semi-destronada oligarquía cafetalera) se hicieron el ejercicio mental de olvidarse del Ulate bohemio, izquierdizante y rebelde al que durante tantos años habían repudiado, y lo convirtieron en un ídolo, y de alguna manera, más tarde y lamentablemente, en su heraldo y portavoz. El pobre jefe de la oposición (de hecho, seamos claros, candidato) no daba abasto para tantos festejos de beautiful people, invitaciones elegantes y cuasi-desmayos de lindas muchachas, con que lo fueron rodeando. «Lo van a capturar», le decía yo a Carlos Luis Valverde. «Nada importa, después lo rescatamos», con­testaba, siempre optimista. Pronto, estar cerca de Otilio Ulate se puso de moda en los círculos de Club Unión, Country Club y similares (si es que había similares, que creo que no). Pero en sus discursos, el líder seguía siendo iconoclasta y renovador.

Al terminar junio, en los festejos patronales de San Pedro pesqué algo de lo que mi madre me había cuidadosa mente eximido durante mi infancia: un sarampión. Un sarampión a los 27 años (mi primo y médico particular inolvidable Manuel Alvarez Iraeta me lo advirtió) es casi una gravedad. El mío lo fue. Tuvieron que aislarme (aislar más bien a mi hijo recién nacido), Y la alta tem­peratura me tuvo delirante varios días. Después de dos semanas de cama logré recuperarme. Y consigno este dato, porque esa fue la última vez que me enfermé. Desde entonces, gozo de la salud más esplendorosa, salvo una diabetes que se me declaró después de los setenta años Y que no me estorba gran cosa. Y (con la excepción de una intervención quirúrgica realizada en frío en 1997 y otra de emergencia en 2001) no he vuelto a guardar cama. En alguna ocasión, años después, me cayó mal un melón que me comí entero, y decidí no levantarme esa mañana. Esto fue motivo de conmoción entre mis hijos, que se negaban a ir a la escuela para darse el gusto de ver a su padre guardando cama.

Después del encuentro de marzo que puso a las brigadas de choque en fuga, la violencia había cedido. Y la campa­ña venía transcurriendo dentro de una sospechosa calma, cuando el domingo 20 de julio, a la salida de las funcio­nes vespertinas de los cines, la muchachada de Cartago realizó su tradicional paseo dominical.

Nunca se ha explicado ni intentado contar qué sucedió. Uno puede, al cabo de los años, suponer que alguno lanzó un «Viva Ulate», que se había convertido en un grito de guerra más que de patriarcalista preferencia política, y que las autoridades de Teodoro Picado (¿de Teodoro Picado?) lo castigaban como delito. Lo cierto es que los comandantes militares y policíacos de la ciudad, encabe­zados por un individuo a quien por alguna razón apoda­ban Perro negro, desenfundaron las tristemente célebres crucetas contra los muchachos, y, entre otras’ cosas, mandaron al hospital, si no grave al menos seriamente herido, al veinteañero universitario, miembro muy activo de la filial cartaginesa del CEPN y ya para entonces del Partido Social Demócrata, Fernando Volio Jiménez, hijo del vigoroso y agresivo diputado de oposición Fernando Volio Sancho.

El joven Volio quien aún no había comenzado a dar tanto y tan bueno que hablar como lo dio a lo largo de su fecunda vida- era ya un líder juvenil de consideración. A más de él, hubo otros muchachos, ignoro si mucha­chas, víctimas aunque no tan serias de la agresión, y esto produjo en los habitantes de Cartago -ciudad abier­tamente oposicionista- la indignación que era (¿o no era?) de esperar. El hecho mondo y lirondo, es que al día siguiente, el comercio de Cartago no abrió sus puertas, y la dirigencia de la ciudad comunicó al candidato Ulate y a su estado mayor, que la vieja capital de Costa Rica había decretado una huelga de brazos caídos, e invitaba a las altas autoridades de la oposición a que acuerparan el movimiento y declaran una huelga de brazos caídos de escala nacional.

Como palafrenero del Jefe de Propaganda Marín Cañas, me tocó estar presente y hasta votar en la gran asamblea de la dirección del partido, que se celebró en un sitio de la avenida central, contiguo a nuestro viejo cuartel gene­ral de juventud EI Petit Trianón, «altos de la Mueblería L6pez» según la nomenclatura de entonces, precisamente donde unos quince años después funcionó el Teatro Las Máscaras que dirigieron Lucio Ranucci, José Tassies Y mi cuate Roberto Fernández Durán.

Sesión inolvidable aquella. Los defensores de la total y absoluta legalidad, y confianza esperanzada en las pro­piedades terapéuticas si no mágicas de la recién promul­gada legislación electoral, encabezados por el secretar1O general, Mario Echandi, arguyeron con energía y buena oratoria en contra de la proposición de los cartagineses. Mi pariente Alfredo Volio Mata encabezó, según recuerdo, la delegación cartaginesa que pedía solidaridad y acción rápida. Recuerdo con mucha claridad la estupenda dialéc­tica con que don Luis Dobles Segreda defendió la tesis de la huelga general. Los campos se dividieron con mucha claridad y de una manera casi filosófica: los elementos conservadores, recatados, tímidos, de ala derecha, prefe­rían que se les mandara un mensaje bien bonito de solida­ridad a los cartagineses en huelga, y que todos los activos del movimiento oposicionista se depositaran en la cuenta corriente de la legalidad. Pero los jóvenes pensábamos de otra manera, veíamos otra Costa Rica, y los cartagos, derramando sangre propia, habían comprendido -dije yo en un corto discurso que si no lo pronunciaba habría quedado intoxicado- la sabiduría de nuestra posición (la de los jóvenes). Casi casi me atrevería a afirmar hoy que la división que después de la guerra del 48 se produjo entre ulatistas y figueristas (clasificación inco­rrecta porque en ese entonces. todos éramos ulatistas), se anunció con mucha profundidad esa’ noche de julio. De un lado, nosotros, los locos; del otro, ellos, los cuerdos: de un lado, ellos, los pendejos, y del otro, nosotros, los valientes. Los adjetivos atravesaron el salón en todas direcciones. Finalmente, el asunto de la huelga nacional se sometió a votación, y los partidarios de la huelga ganamos por una mayoría no muy grande, pero con la satisfacción de que Ulate había votado con nosotros.

El miércoles 23 de julio se inició la huelga nacional. Los comunistas, con ese afán de buscar definiciones, fórmu­las y calificativos en sus libros sagrados, la calificaron y todavía la califican, de paro patronal. Se olvidan de hechos muy claros como ese de que el principal banco privado del país (el Banco de Costa Rica) no abrió porque no pudo: porque sus empleados, en la madrugada del miércoles, le pusieron candados a todas las puertas de acceso y se llevaron las llaves (¡paro patronal!, siguen diciendo los comunistas); ignoro pormenores sobre el Banco Anglo Costarricense, pero no creo que su gerente, el hermano menor de mi padre, Antonio, fiel y desinteresado amigo hasta la muerte del Dr. Calderón Guardia, hubiese prota­gonizado ni siquiera aceptado un cierre ordenado desde arriba. Y en todo caso, si hubiese sido un paro patronal, ¿qué de malo habría tenido a ojos que no estuvieran defor­mados por la farmacopea marxista-leninista-stalinista?

Muy pocos comercios permanecieron abiertos en la ciudad de San José (hablo de ella porque lo vi; sobre el resto del país mis referencias son indirectas). Y entre los pocos que no cerraron, estuvo uno que hoy llamaríamos supermercado, llamado El Balcón de Europa, conti­guo al clásico restaurante del mismo nombre (avenida Fernández Güell y calle 9, frente a donde hoy está el hotel Balmoral).

La reacción del gobierno fue espantosa: la propia mañana del 23 de julio, las tanquetas de la llamada Unidad Móvil fueron lanzadas a disparar a diestra y siniestra (muy diestra y muy siniestra era la mano gubernamental) por la avenida y calle centrales, y dejaron el trayecto lo que se dice sembrado de cadáveres. Entre los nueve muertos a sangre fría de esa mañana, recuerdo con claridad a un exiliado hondureño de apellido Pinto, inteligente librero que nos atendía con amistad en la Librería Lehmann (por aquel entonces llamada Atenea), y el comerciante Gonzalo Hoffmeister que cerraba su tienda, al costado norte del Teatro Raventós, cuando pasaron los militares con sus ametralladoras.

Yo no sé si entre los que conducían las tanquetas o manejaban las ametralladoras, venía ya el cubano Juan José Tavío. En una entrevista con Miguel Salguero que ya he citado** Manuel Mora afirmó que Tavío fue una imposición de la Embajada de Estados Unidos. Tavío era un comerciante que se había casado con la hija del señor Castellá, propietario de El Balcón de Europa, y se desem­peñaba allí como empleado o como gerente, lo que sea, que poco importa. Por alguna razón que tampoco impor­ta, El Balcón de Europa no se unió a la huelga, y Juan José Tavío corrió a ponerse a las órdenes del gobierno el día que se decretó, y allí permaneció como una especie de jefe de matones o jefe de asesinos, en una relampaguean­te carrera ascendente que culminó siete meses después cuando comandó el piquete que asesinó a Carlos Luis Valverde. Eloy Morúa sostenía meses después, que Tavío se había dedicado a hacer méritos para que lo nombraran «Ministro de Seguridad en la «tercera» y consecutiva administración Calderón Guardia», por inaugurarse, por bien o por la fuerza, el 8 de mayo de 1948.

La huelga de brazos caídos confirmó a Carlos Luis Valverde como la segunda figura de la campaña política y de un eventual gobierno de Ulate. La dirigencia opo­sicionista comenzó a reunirse diariamente en su casa, o en la casa de su vecino Gonzalo Jiménez (más tarde Ministro de Obras Públicas de Ulate), y es en esos dos hombres donde se afincan mis recuerdos de la huelga. Figueres vino a San José, y, con su cabeza puesta a precio por radio, se refugió en la casa de su amigo nicaragüense Rosendo Argüello, donde permaneció todo el tiempo que duró la huelga.

El clímax de la huelga ocurrió el sábado 2 de agosto, con un desfile de mujeres al que convocaron las viudas e hijas de los expresidentes Rafael Yglesias, Ascensión Esquivel, Cleto González Víquez y León Cortés, y la hija del pro­pio Teodoro Picado.

Esta no es una historia de los acontecimientos. Esa la intenté desde el punto de vista de un testigo- en mi libro Los 8 Años. Pero de ese día memorable recuerdo principalmente mi angustia. Mi esposa iba entre las des­filantes, entre las que se instalaron en el Parque Nacional y manifestaron que no se moverían de allí mientras Teodoro Picado no diera a sus demandas (pedían libertad y pureza, nada más) una respuesta al menos más cortés que la pachotada (patochada, en buen castellano, pero me atengo al costarriqueñismo) con que las recibió. Allí permanecieron, hasta que avanzada la noche se desato un tiroteo, me imagino (porque nadie lo investigó luego) que desde el Cuartel Bellavista, que obligó a las mujeres a tirarse al suelo y a tratar de salir del parque gateando por los caminillos de piedra suelta que lo conformaban. Finalmente, Alda llegó a nuestra casa, con las rodillas no demasiado ensangrentadas. Nunca olvidaré la expresión posterior de uno de los hermanos calderonistas de mi padre que calificó el asunto de broma.

Por fin, el gobierno hubo de ceder, y se firmó el célebre pacto en el cual Picado se comprometió a entregar la fuerza pública a quien el Tribunal de Elecciones decla­rara electo el siguiente 8 de febrero (pacto que incum­plió, alegando, valiente alegato, que la Constitución le daba libertad para nombrar la fuerza pública; precisa­mente la disposición constitucional que lo autorizaba a firmar lo que firmó y desconoció luego). La noche que se firmó el pacto fue la noche en que ocurrió lo que he contado arriba entre don Jorge Hine padre, Edmond Woodbridge y yo.

Por esos días apareció en San José Daniel Oduber, tras dos años de ausencia en Montreal. Había organizado su herencia materna para enviar a su hermana Dora a estudiar a California, de modo que ahora, mediados de 1947, no tenía casa. Se instaló entonces, era el período de vacaciones de la universidad donde estudiaba, en la de una tía carnal suya, sin hijos, que lo quería especial­mente. Doña Agustina Quirós viuda de Bonilla, que me distinguía, porque su marido, José Bonilla, era hermano de mi abuela Lala. Y desde allí se incorporó (o a lo mejor contribuyó a fundarlo, uno qué sabe) al grupo desespera­do que comenzó a hacer terrorismo.

No podría ahora dilucidar si por razón de la fabulosa paliza que los cachiporreadores habían sufrido en la avenida central en marzo, o porque simplemente los comunistas habían llegado a la conclusión de que los estaban usando, y desistido de sus prácticas violentas, o porque el calderonismo, alarmado por la guerra fría comenzó a prescindir públicamente de ellos, lo cierto es que la violencia, como dije arriba, la ejecutaron desde marzo las autoridades y los guardaespaldas directos del candidato Calderón Guardia, sin conexión conocida con Vanguardia Popular. Ni los tipos que se apostaron en las inmediaciones del Registro Civil para atacar con arma blanca a los oposicionistas, ni los que asesinaron a un ciudadano en el interior de la iglesia de San Joaquín de Flores, pertenecían, que se supiera, al Partido Comunista. Desde la matanza callejera de julio, la fuerza pública seguía haciendo trastadas, ahora con la colaboración de un Tavío cada vez con más mando. Y los «terroristas» de la oposición haciendo de las suyas, culminando su acción con la bomba que colocaron en el periódico gobiernista La Tribuna, que causó un muerto: «el» muerto de los gobiernistas, y una campaña infame contra Federico Apéstegui, a quien acusaron del hecho, encarcelaron y no le pudieron nunca probar nada porque no había nada que probarle. Que yo sepa, Federico Apéstegui ni siquiera formaba parte del grupo de «terroristas».

De esos días me queda un curioso recuerdo literario. En algún momento se me ocurrió escribir un relato sobre ese grupo, de cuyas andanzas estaba medianamente enterado. Pero cuando me aprestaba a comenzar a escribir (algo que ahora estoy seguro habría quedado inconcluso como todo cuanto acometí por aquellos años), llegó aquí la estupenda película de Carol Reed Larga es la noche (Odd Man Out), que desarrollaba prácticamente el mismo argumento que yo había ideado. Por supuesto, el proyecto pasó a mi archivo muy numeroso de asuntos abortados.

Los oscuros, horrorosos finales de 1947 han sido abun­dantemente relatados. Yo mismo, en mi libro Los 8 Años relaté mis experiencias de testigo. Las agresiones, los atentados siguieron menudeando, el grupo de terroristas de la oposición contestando o tratando de contestar golpe por golpe, y así terminó la más oscura de las campañas electorales. La más oscura pero también la más brillante, porque no he presenciado en mi larga vida una campaña más apabullante, estimulante, y deslumbradora que la de Otilio Ulate, cada uno de cuyos discursos, pronun­ciamientos y declaraciones tenía la fuerza de una cata­pulta. No creo que Costa Rica hubiera tenido, en todo el siglo XX (por lo menos en las tres cuartas partes de que puedo hacer memoria) un candidato a la presidencia con mejores condiciones oratorias y dialécticas, ni que haya levantado los ánimos y los entusiasmos del pueblo como lo hizo este hombre a lo largo de 1947. Algunos de quienes fuimos sus más entusiastas partidarios, hemos lamentado que su gobierno de 1949 a 1953, lejos de ser el gobierno brillante y decisivo que esperábamos, lo fuese conservador, tranquilo, enemigo de «hacer olitas» y dedi­cado (deliberadamente o no) a tranquilizar, satisfacer y buscar el aplauso de los sectores más timoratos y nos­tálgicos del país. Acomodamientos, superávit fiscales, profusa representación de los sectores económicamente fuertes en todas las facetas del gobierno. Aplauso general de la opinión que se publica y de la prensa reaccionaria. Y pronto olvido, como lo demostró el resultado de la elección de 1962, donde el que quince años antes era dueño de la imaginación de los costarricenses, obtuvo un desteñido tercer puesto. El aplauso del presente rara vez es el aplauso del futuro. Los jóvenes de hoy no saben ya quién fue Otilio Ulate. Quién fue Otilio Ulate, entre 1942 y 1948, para toda una generación que recibió de él inspiración y luego repudio. Repudio que fue fuerte y fielmente correspondido.

* Entrevista en: Salguero, Miguel. Tres meses con la vida en un hilo. 2.° edición. Editorial Costa Rica, 1985, p. 149.

** Salguero., M., op. cit. p. 169.

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El Espíritu del 48
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