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80 años no es nada

IX

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IX

Quisiéramoslo todos o no, el Centro estaba en mitad de la acción política. Con Diario de Costa Rica en nuestras manos, por primera vez tenía­mos poder; y a partir de ese momento fuimos un grupo significativo con algún peso dentro de los movimientos de oposición. «Peso específico decía Carlos Monge, porque numéricamente no llegamos a cien.» A partir del 15 de mayo de 1943, como he contado, nos habíamos dedicado a reclutar para el Centro estudiantes de secun­daria. Este reclutamiento fue reforzado por ciertos inci­dentes callejeros ocurridos al comenzar el curso lectivo de 1944, cuando las muchachas del Colegio Superior de Señoritas protestaron (injustamente, es menester decirlo) contra el nombramiento de una activista política de las huestes gubernamentales como profesora allí (para lo cual estaba perfectamente capacitada). Los muchachos del Liceo de Costa Rica las apoyaron, y en un momento dado liceístas y colegialas tuvieron que refugiarse en la Catedral metropolitana, perseguidos, cachiporra en mano, por las brigadas de choque del partido comunista y cincha en ristre por la policía. La prepotencia postelecto­ral resultaba aconsejable para los estrategas de la política del régimen, y para probarla tomaron como conejillos de Indias a los adolescentes de los colegios. (Los miembros de estas brigadas se distinguían por su valentía personal como pudieron observarlo las colegialas, pero en la revo­lución del 48 su ausencia llegó a la sublimidad).

La penetración entre los colegiales permitió al Centro reclutar una pléyade de muchachos que rápidamente se integraron a lo que llamamos «Acción del Centro», o sea, proselitismo tirado hacia el futuro. Estábamos ya en política, y de eso -aunque nosotros no cobráramos plena conciencia- no le cabía la menor duda al resto de la gente. El viejo y vago anhelo de llegar, algún día, no se sabía cuándo, a formar un partido político «ideológico y permanente», se nos venía encima.

Este asunto dividió al Centro. Algunos de nuestros más activos y ortodoxos compañeros se empeñaban en ofre­cer resistencia a lo inevitable, oponiéndose a que nos lanzáramos a formar un partido político tan pronto, e insistían en que debíamos seguir como grupo de estudio (algo más, eso sí, que un ateneo), dejando la actividad política para un futuro indefinido. Recuerdo, como abanderados de esa tesis, entre otros, a los hermanos Fernández Durán y a Hernán González. El bando con­trario se iba consolidando alrededor del Diario, donde Rodrigo Facio y Carlos Monge enarbolaban la bandera y esgrimían la batuta.

Un grupo idealista, generacionalmente anterior a nosotros, que encabezaban Alberto Martén y Francisco Orlich, se había congregado un año antes en torno a la candidatura de León Cortés, con el nombre de Acción Demócrata, y había logrado dentro del cortesismo algunas conquistas significativas; como la escogencia de los candidatos a diputados en asamblea, y la candidatura del exiliado José Figueres para encabezar la lista de San José. Con ese grupo -reforzado ahora con el propio Figueres comenzó el Centro conversaciones, a fin de que de la. fusión de ambas entidades naciera el nuevo partido.

No tomé parte activa en ellas. El formar lentamente una pequeña clientela profesional, la recién asumida actividad periodística, y la dirección de la revista Surco, unidos a los preparativos de matrimonio, me absorbieron a todo lo largo de ese período. Pero sí recuerdo mi convicción absoluta de que la fundación del partido era una necesi­dad inmediata e inevitable, y de que los acontecimientos políticos nos estaban obligando a precipitar decisiones. Siempre-mis amigos lo repiten- he sido muy determinista en ese campo, y creo que son los acontecimientos los que nos obligan a tomar las decisiones políticas importantes, y que ni nuestras decisiones, ni sus antecedentes nuestros deseos, se pueden imponer a los acontecimientos; posi­ción, si no hegeliana, al menos derivada de mis lecturas muy prematuras de Hegel años atrás. «No somos nosotros sino la historia la que nos ordena convertirnos en un par­tido», dije un día durante una de mis pocas participaciones en el gran debate centrista.

En marzo de 1945 se celebró, en el viejo Teatro Latino (Paseo de los Estudiantes, entre avenidas 8 y 10) la gran reunión de los dos grupos. La decisión del Centro de parti­cipar en ella había sido dramática. El Centro se terminaba.

Es ilustrativo de ciertos titubeos mentales de aquel enton­ces, el hecho de que se hubiese producido una pequeña polémica entre los participantes sobre el nombre que habría de llevar el nuevo partido, a la que me he referido de pasarraya. Un grupo, pequeño pero relevante, proponía, más que todo como un acto de originalidad, de afirmación individualista costarricense, que el partido no se llamara Social Demócrata, según lo proponía la comisión orga­nizadora, sino Social Republicano. Hasta que en algún momento, lamento no recordar quién fue, uno de los oradores pronunció una frase sacramental, definitiva y pétrea: «Compañeros, ¿pero es que no nos queremos dar cuenta los centristas de que nuestras ideas y nuestros pro­pósitos son y han sido social demócratas?» Era la primera vez que tal cosa se decía. Era la primera vez que alguno de nuestros compañeros (¿Rodrigo Facio? ¿Isaac Felipe? ¿Carlos Monge? ¿Paul Chaverri?) nos ponía la etiqueta con que veníamos circulando. Y es que, en realidad, la circunstancia mundial nos había conducido a enganchar nuestro carro, no a la social democracia digamos teórica de Bernstein, ni a la social democracia ortodoxa alemana de la República de Weimar, sino a los fabianos ingleses, al Partido Laborista, al APRA de Haya de la Torre y al New Deal de los intelectuales que rodeaban a Roosevelt. La expresión «social democracia» no venía figurando en nuestro vocabulario cotidiano, hasta que la necesidad de bautizar nuestro partido nos llevó por fin a ese nombre inevitable. Como el personaje de Moliére, descubrimos por fin que estábamos hablando en prosa.

Nuestra desaparición como Centro y la formación del Partido, nos impusieron la obligación moral de devol­verle a Otilio Ulate su periódico, después de un año de inolvidables luchas cuya característica principal fue la de no reconocer a Teodoro Picado como Presidente de la República, que fue una actitud muy generalizada durante los cuatro años menos dieciocho días en que funcionó (según decíamos nosotros y nos coreaba muchísima gente en ciudades y pueblos) como mero «inquilino de la Casa Presidencial». Le entregamos a Ulate su periódico, y yo me quedé en planilla como redactor de la columna de humor político («más tiradera que humor» podría decirse en el lenguaje de aquel entonces).

La desaparición del Centro y de sus reuniones semana­les, la aparición del partido (de cuyos cuerpos directivos nunca formé parte), y la inminencia de mi matrimonio, unidas a la necesidad de organizar y consolidar mi actividad profesional, se aliaron para que a partir de mi graduación como abogado y por un rato más, mi naciente vida pública disminuyera. La literaria era prácticamente inexistente, y de lo que escribí por entonces, en todo caso muy poco, solo he rescatado el cuento La Bola que incluí, tras rigurosa revisión, en mi libro Los Cuentos del Gallo Pelón de 1980. Como todo abogado bisoño, comencé a trabajar con la clientela de los parientes, dentro de una sucesión de círculos concéntricos que se iban ampliando. Poco a poco, mis ingresos me capacitaban para hacerme cargo de una familia.

A fines de 1944, mis padres lograron cumplir su sueño de más de 25 años: tener su propia casa. Con la ayuda del entonces Banco Nacional de Seguros, y apareciendo yo, con mis 24 años y mi salud, como deudor, obtuvo mi padre un préstamo y adquirió una casa amplia y con enorme solar donde mi madre sembraría árboles frutales, pues no era jardinera, precisamente en el brazo oeste de la cruz que forman la calle 4 y la avenida 7, único brazo de esa cruz donde los Cañas Escalante no habíamos vivi­do todavía.

Los tres miembros solteros (Rodrigo, Fernando Fournier y yo) del bufete Facio & Fournier (mi nombre tardaría todavía algún tiempo en incorporarse a la razón social) contrajimos matrimonio en 1945. El mío tuvo como efecto inmediato el que mi residencia se trasladara a San Pedro, a una casa que mi esposa había recibido como única herencia de su abuelo, y donde nuestra vida habría de transcurrir idílicamente durante más de siete años.

De la ceremonia de mi boda estuvieron ausentes dos de mis más entrañables compañeros de entonces: su con­dición de ciudadano norteamericano había conducido a que a Edmond Woodbridge lo llamaran a prestar servicio militar, pero tuvo la suerte de que prácticamente al poner él los pies en Washington se rindió Alemania (¡el miedo que le tenían!, comentó Roberto Fernández), de suerte que su servicio militar se redujo a trabajos de escritorio en la propia ciudad de Washington, lo que para nosotros fue prácticamente motivo de tedeum. Y pocos meses antes de mi boda, Daniel Oduber se graduó de aboga­do y, habiendo recibido su herencia materna, con ella había decidido irse a estudiar filosofía en la Universidad McGill, en Montreal. Precisamente la noche que está­bamos despidiendo a Daniel -víspera de su viaje- en casa de mi novia, llegó la noticia de que un primo muy querido de ella y compañero mío de escuela y bachille­rato, el Dr. Carlos Luis Collado, había muerto en Boloña meses antes, ejecutado por los nazis como miembro de la resistencia, en su retirada de Italia. La cena de esa noche fue macabra.

Mientras Edmond estuvo ausente, su tocadiscos y su colección de música clásica quedaron en mi poder. Y mientras Daniel estuvo ausente, fue su biblioteca la que quedó bajo mi custodia. Disfruté de ambas cosas a lo grande, como era de rigor. Y a un chiquillo sampedreño, hijo de un conocido y honrado electricista del pueblo, que llegaba a mi casa a pedirme que le prestara libros, le pres­té de los míos y de los de Daniel, que siempre devolvió con puntualidad. Se llamaba Carlos Manuel Castillo, y de entonces arrancó mi afecto por él.

Por alguna razón que no alcanzo a explicarme, fijo en la fiesta de mi boda el comienzo de mi relación íntima, estrecha y sólida con mi cuñado Adrián Collado. Durante los años de mi noviazgo, alguna inexplicable timidez nos había mantenido en una amistad protocolar (lo proto­colar que podía ser una relación entre muchachos de la misma edad en el San José de los años cuarenta). Pero en el momento en que pasé a ser parte de su familia, se abrió mi corazón a uno de los más profundos afectos y a una de las más sinceras admiraciones que en mi vida he profesado por persona alguna. Su inteligencia clarísima, su probidad absoluta, la sinceridad de sus sentimientos, la corrección de su conducta en todos los sentidos ima­ginables, fueron convirtiendo a Adrián para mí, en un paradigma, yo diría que en un ejemplo, y en el hermano que no tuve. Y esto solo se modificó para incrementarse, hasta su inaceptable muerte en 1988. Mis otros dos cuña­dos (Francisco y Álvaro, con quienes llegué también a establecer nexos fortísimos de amistad, respeto mutuo y cariño) estaban ausentes de Costa Rica-estudiantes el día que nació la familia Cañas-Collado; en la casa de mi novia a lo largo de los años solo encontré amor, enca­bezado por el de mi suegra, admirable mujer, vigorosa, decidida y sincera, que fue uno de los bastiones de mis éxitos y a quien debo la exquisita educación que propor­cionó a mi esposa.

Como es natural, mi matrimonio me trajo un retiro casi completo de las actividades que podríamos llamar extra-curriculares. Esta circunstancia condujo a que el círculo de amigos que acostumbrábamos encontrarnos por las noches en el parque Morazán (Daniel Oduber, los Fernández Durán, Marco Gutiérrez, Jorge Hine) desapa­reciera como conjunto, y con él, el hombre de los pienses a quien me he referido en mi libro La Exterminación de los Pobres. El hecho mismo de que ahora residía fuera de San José, y de que era un joven abogadito peatón y habitante de autobuses y tranvías, contribuía a que me fuera casi imposible adquirir compromisos nocturnos, ya que a las 10 de la noche el servicio interurbano de buses y tranvías se interrumpía y mis ingresos no me autoriza­ban a gastar en taxis. Pero de alguna manera nuestra casa se fue convirtiendo en sitio de pequeñas tertulias a las que acudían los otros sampedreños, Roberto Fernández a punto de casarse también, y Jorge Hine. Y en otras ocasiones, un contingente delicioso de mis primos Arrea y Gil con sus comitivas. Cuando pocos meses después, el ejército de los Estados Unidos dio de baja a Edmond Woodbridge, su regreso nos dejó sin tocadiscos y tuvi­mos que esperar algunos meses para que en nuestra casa hubiese uno, pero estrechó como no hay idea el círculo de los habitantes de San Pedro: Gonzalo Facio, Edmond Woodbridge, sus esposas, y nosotros dos, nos converti­mos en un sexteto inseparable dedicado a ir al cine, jugar gin rummy, escuchar música y compartir lecturas, hasta que a fines de 1950 los Woodbridge y los Facio abando­naron San Pedro con rumbo a La Uruca.

El fallecimiento de León Cortés en 1946 significó para nosotros los centristas y ahora social demócratas la posi­bilidad de tener alguna voz en los movimientos de opo­sición. El viejo Cortés no nos quería y procuraba vetar cualquier participación nuestra; digo nuestra y en ningún caso mía porque por esas fechas, dicho queda arriba, yo estaba en retiro espiritual de recién casado sin transporte propio. En las conversaciones que hubo a fines de 1945 para que un gran movimiento de oposición compacto (cortesismo, ulatismo, socialdemocracia) se presentara a las elecciones de diputados en febrero del 46 con una sola papeleta de unión, quien participó por parte de nuestro grupo fue Rodrigo Facio, y sus íntimos nos enterábamos por él al día siguiente en nuestro bufete, ahora instalado en el edificio La Despensa (avenida central y calle 1). Gonzalo no participaba en estas actividades políticas de Rodrigo, porque estaba metido hasta las orejas en «las conspiraciones» de José Figueres.

Todo esto, paralelo a los movimientos que ha contado Fernando Soto Harrison en sus memorias,* y que tuvie­ron como resultado la promulgación de nueva legislación electoral y nuevas bases jurídicas para la política costa­rricense. De mí sé decir que nada de eso me impresionó en lo más mínimo, porque estaba convencido (creo que con razón) de que toda la buena intención de Soto Harrison, y aún la de Otilio Ulate, no pasarían de darnos un lollipop. Las elecciones de diputados de 1946 fueron, si no tan fraudulentas como las presidenciales de 1944, al menos tanto como las diputadiles de 1934 (Limón), 1938 y 1942, porque la verdadera razón y arma que el partido Republicano Nacional y su aliado el partido Vanguardia Popular tenían para pretender seguir gobernando, era la razón y arma de la fuerza y el poder. Yo estaba seguro de que, legislación electoral o no legislación electoral, la policía, la militarada y la agresión personal seguirían intentando imponerse, y la prueba de ello fue que durante, la campaña electoral de 1947, la cachiporra o black jack fue descaradamente sustituida por el revólver, y los golpeados por los cadáveres.

A mediados de 1946 se produjo la primera intentona con­tra el gobierno, conocida como el Almaticazo por haberse congregado los conspiradores en la radiodifusora Alma Tica (hoy Monumental). Fue un golpe de amateurs, sin planeamiento serio de ninguna especie, en el cual figuró como inspirador el idealismo un poco demasiado etéreo de Brenes Mesén, y en el cual anduvo complicado mi fra­ternal Roberto Fernández, única razón, esta última, para que el malogrado hecho figure entre mis recuerdos.

Fue por los mismos tiempos que a José Figueres le deco­misaron en México un cargamento de armas que había comprado en ese país. Esto fue recibido en Costa Rica en el mismo tono de broma que el Almaticazo: como una tontería de aficionados. Pocos sabían que Figueres iba en serio, y que en menos de año y medio lo iba a demos­trar. Gonzalo Facio estaba al tanto de todo, y nuestra intimidad lo autorizaba a contarme detalles. El plan de Figueres era, efectivamente, un levantamiento armado que culminara como el golpe de los adecos venezolanos en 1945- en la formación de una Junta de Gobierno que llamaría a elecciones. Esta Junta estaría formada por el propio Figueres, Alberto Martén, Francisco Orlich y Charles Edward Roe. Este nombre será una sorpresa para la mayoría de la gente, pues muchos ignoran incluso la existencia de Macho Roe. Por esa razón me siento obli­gado a contar algo que casi nadie sabe. Charles Edward Roe Arrea era sobrino de mi tío Jorge Arrea, y por eso lo conocí desde niño, siendo como era muchos años mayor que yo. De su participación en las conspiraciones de Figueres estuve muy enterado a todo lo largo de los años 45 y 46, hasta que un día (lo tengo muy claro: diciem­bre de 1947) me llamó mi tío Jorge para decirme, muy extrañado, que su sobrino le había entregado un sobre con papeles muy delicados, para que los custodiase y solo los abriese si algo le sucedía. Mi respuesta fue decirle a mi tío Jorge que yo sabía que Macho Roe era un tipo importante en las conspiraciones de Figueres, cosa que mi tío ignoraba. Lo cierto es que dos o tres días después de esta conversación, La Tribuna informaba, a todo trapo y con enorme satisfacción, la adhesión del distinguido empresario Charles E. Roe a la candidatura de Calderón Guardia. Yo entendí las cosas como una infiltración. Pero aquí comienza el misterio: en el interregno entre la elección de Ulate el 8 de febrero y el estallido de la revolución de Figueres el 12 de marzo, Roe desapare­ció de San José, pero no con rumbo a La Lucha, sino a Venezuela, país del que no regresó jamás salvo de paseo. Triunfó la revolución, se formó la Junta, y Roe no volvió a Costa Rica, lo que me permitió llegar a la conclusión (que jamás comenté con nadie) de que Roe «se había vendido», y de que su adhesión a Calderón Guardia no había sido ficticia. Nunca oí a Figueres, a Martén ni a Orlich mencionarlo, y yo mismo me olvidé tan comple­tamente de él, que jamás comenté con Gonzalo Facio el caso. Pero pasaron los años. muchos años, y en abril de 1960, con motivo de una reunión de partidos socialistas democráticos de América en Caracas, viajé a Venezuela con Figueres y Orlich. Una tarde, cuando ya había ter­minado la reunión, nos invitó Francisco Orlich al doctor Max Terán y a mí, a que los acompañáramos a la ciudad de Valencia, donde había «un mandado» que hacer en compañía de Pepe. Mi sorpresa fue que quien nos abrió la puerta en la casa de Valencia que visitamos, fue Macho Roe. Mis acompañantes intentaron presentarnos, pero el propio Roe explicó que nos conocíamos desde mi infan­cia. Nos sirvió un suculento almuerzo, su esposa nos atendió de manera exquisita, y al terminar, Chico Orlich levantó su copa de vino y dijo: «Ustedes (Max Terán y yo, supongo) no saben lo que la Revolución y Liberación Nacional le deben a este hombre, y hemos venido a reco­nocerlo y a abrazarlo.»

No me explico todavía por qué demonios no les pedí luego, ni se las pidió Terán, una ampliación, una explica­ción. Lo cierto es que dejé pasar los años, murió Orlich, murió Figueres, murió Roe, y en 1995, cuando comencé a acariciar la idea de escribir estos recuerdos, busqué a Alberto Martén y a Gonzalo Facio para ver la manera de aclarar el misterio. Ninguno de los dos se acordaba ya de la participación de Roe en los preparativos del 46, ni de la razón de la visita (¿gratitud, desagravio?) de José Figueres y Francisco Orlich a la ciudad de Valencia en abril de 1960.

En alguna ocasión, en casa de Edmond Woodbridge, me expuso éste su preocupación por que Enrique Macaya hubiera abandonado la labor editorial que había empren­dido pocos años atrás en la Imprenta Trejos, y que había permitido la publicación de algunas de las novelas claves del concurso de 1940: Pedro Arnáez, Ese que llaman pueblo, El Valle Nublado. Edmond tenía la convicción de que en Costa Rica había literatura valiosa engavetada por falta de impresión. (No se había publicado todavía la pri­mera novela de su muy querido primo Joaquín Gutiérrez.) Y conversando, conversando, se le fue metiendo la idea de meterse a editor. «Perderás hasta la camisa» -le dije-. (Siempre he sido muy conservador en materia de dinero). Pero comencé con él a buscar la manera de que pudiese realizar su sueño, sin arriesgar demasiado dinero. Y una noche aprobó la idea que le di: publicar libros que estu­vieran previamente vendidos: colocar la edición antes de ir a la imprenta. Así nació la Editorial El Cuervo (llama­da así, bueno es que más de medio siglo después se sepa, no en homenaje a Edgar Allan Poe sino a Daniel Oduber, a quien por ese entonces llamábamos con ese apodo ami­gable). La idea de Edmond era comenzar publicando los cuentos de Carlos Salazar Herrera que leíamos y admi­rábamos en Repertorio Americano, pero ninguno de los dos tenía, a mediados de 1946, relación alguna con él, ni nos atrevíamos a buscarlo para proponerle una aventura. De pronto, Edmond me dijo: «Comencemos con un libro tuyo: la gente ya te medio conoce». «¿Un libro mío?» «Si, tu poesía». Debí negarme rotundamente pero fui débil y no lo hice. Debí comprender que lo que disfrutaban mis amigos como mi poesía no pasaba de ser la manifestación natural e inevitable de un joven con sensibilidad y aspi­raciones literarias, y no una creación concienzuda. La prueba de ello era que yo había dejado de «practicar» la poesía un tiempo atrás. Pero accedí. El único de mis amigos que objetó el proyecto fue Daniel Oduber que regresó de Montreal en vacaciones y nos dijo que le parecía pre­maturo publicar así como así una producción tan juvenil como lo que yo podía haber escrito entre los 17 y los 23 años. Aquello culminó en un curioso altercado cuyos términos dichosamente no recuerdo. El hecho es que mi primer libro Elegía Inmóvil apareció al terminar 1946, y que -colocada la edición por correo antes de enviar los originales a la imprenta- Edmond no perdió un céntimo y yo cobré derechos como por trescientos colones, que eran entonces una fortuna para mí. El libro fue recibido con indiferencia (ahora recuerdo que conforme se anunciaba su aparición yo aumentaba mis dudas sobre su calidad), pero la Editorial El Cuervo quedó establecida. Seis o siete meses después, apareció con ese sello una bellísima edi­ción, la primera, de los Cuentos de Angustias y Paisajes de Salazar Herrera, y-después de la revolución- la novela Dora Aldea de Manuel Segura Méndez. Ya Edmond y YO estábamos muy ocupados y repletos de obligaciones para entonces, y la editorial El Cuervo terminó allí, salvo que Edmond le prestó el sello en 1950 a Fernando Centeno Güell para que dos tomos suyos de poesía lo ostenta­ran. La idea de la venta previa se la pasamos a Rodrigo Facio (secretario de la Universidad entonces), Y dentro de ese esquema se inició la primera etapa de la Editorial Universitaria con la obra completa de Magón.

* Soto Harrison Fernando. Qué pasó en los años cuarenta. EUNED, 1991.

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