80 años no es nada

XI

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XI

Las semanas finales de la campaña política fueron para mí tranquilas. La domesticidad inherente al recién casado padre de un niño, determinaba la rutina de mi vida: atender mi bufete durante las horas regulares, trasladarme a las cinco de la tarde a la oficinilla donde Marín Cañas planificaba con pintorescas figuras de lenguaje el tono cada vez más heroico y de sacrificio que le dábamos a las páginas de propaganda y programas radiales, tomar el bus de San Pedro a las seis pasadas, alunas veces, cuando encontrábamos quien cuidara al niño, regresar a San José al cine, y si no, quedarnos los dos en la casa leyendo, disfrutando de la pequeña colección de discos que íbamos paulatinamente construyendo y, sobre todo, hablando ininterrumpidamente sobre el l111uro: si las huestes del gobierno se salían con la suya, y por fraude o por la fuerza autoprorrogaban su perío­d11 otra vez en 1948, ¿qué nos esperaría? Mi militancia política me convertía en un indeseable para los cada día más agresivos y prepotentes hombres del régimen. Indefectiblemente, concluíamos los dos enamoradísimos recién casados, yo tendría que salir del país, pues ya la militancia opositora había comenzado a conllevar riesgo de la vida o al menos de la integridad física. Salir … pero ¿hacia dónde? Ambos teníamos conexiones amistosas en El Salvador, pero no nos hacía demasiada gracia el instalarnos bajo una dictadura militar con toda seguridad peor (aunque no necesariamente más opresiva) que la «dictasuave» que estábamos soportando en Costa Rica. Un antiguo amigo de la familia de Alda y un poco menos de la mía, Antonio María Pradilla, colombiano, hijo de madre costarricense, y político liberal que había alcan­zado prominencia durante la segunda administración de Alfonso López (López Pumarejo, el padre del años más tarde presidente López Michelsen), de alguna manera nos ofrecía, digamos, asilo eventual. El clima bogotano -tanto el meteorológico como el intelectual- me podía ser propicio. Y terminábamos, por aquel diciembre de 1947, en concluir que si tuviésemos que emigrar, Colombia, la atractiva Colombia, podía ser una meta. (Lejos estábamos de imaginar que pocos meses después, mientras Costa Rica renacía, Colombia caería en una de las más negras, si no la más, de sus crisis políticas y espirituales).

Era cuestión, en todo caso, de esperar. Paulatinamente, nos íbamos quedando aislados: Daniel Oduber había regresado a Montreal; Gonzalo Facio había obtenido una beca de posgrado en la Universidad de Nueva York; de nuestros amigos cotidianos solo quedaban en los alrede­dores, Edmond Woodbridge y Roberto Fernández (que también, al casarse, se había venido a vivir a San Pedro). Pero de un momento a otro, en enero de 1948, estos dos desaparecieron. Lo que supe es que se habían ido a La Lucha, a la finca de Figueres, a formar un comando que se preparaba para detener los intentos de fraude o de vio­lencia que se produjeran el día de las elecciones. No me comunicaron su decisión. Y todavía, después de tantos años, no sé si, de habérmela comunicado, me hubiese ido con ellos. No sé si por sentido de responsabilidad (fami­liar, no patriótica) o por un componente de pusilanimidad que no me ha acompañado en otras ocasiones, creo que habría optado por quedarme en mi casa, cuidando de mi esposa y de mi hijo. La verdad es que un conflicto de conciencia, después de más de cincuenta años, no hay razón para plantearlo.

Edmond y Roberto aparecieron por San Pedro el día 8 de febrero, votaron, y se volvieron a su posición diz que de vigilancia, sin que yo los viera. Al día siguiente, ganadas por la oposición las elecciones, comenzó el último calvario. Los perdedores se negaron a admitir su derrota (a pesar de que consejeros muy influyentes del candi­dato derrotado, como el Arzobispo Sanabria y Manuel Mora, le recomendaron aceptarla), y comenzaron los ridículos desfiles del «queremos votar». Según aducían, miles y miles de calderonistas se habían quedado sin poder ejercer su derecho al voto. Para ese reclamo, los oposicionistas teníamos una respuesta muy clara: habían sido eliminados del padrón electoral miles de nombres de ciudadanos ya fallecidos, cuyas «cédulas de votación» (documento sin fotografía con que se votaba en ese entonces, no la cédula de identidad que conocemos) caían en poder de las autoridades, y el gobierno cargaba camio­nes con policías y otros secuaces portadores cédulas de esas, que iban de pueblo en pueblo a ejercer el «voto a computar», o sea que votaban donde nadie los conocía, para que el voto se computara en el domicilio del difunto, donde sí sabían que ya estaba muerto y enterrado, pero no se enteraban del acto.* Pero en el padrón electoral quedaban muchos cuyo fallecimiento no constaba con claridad o que, sin haber muerto, simplemente estaban ausentes, o nunca habían existido (el llamado Registro Cívico estaba en manos de conocidos frauderos desde 1932), y sus cédulas de votación no las retiraba nadie y quedaban en alguna forma a la disposición de las autori­dades de policía o las brigadas de choque. La oposición había logrado que el Tribunal Electoral solo permitiera el voto a computar durante las últimas horas de la elección, y en muchas localidades del país (lo vi en mi San Pedro), cuando se acercaba la hora en que iban a llegar los poli­cías en camiones, los oposicionistas que ya habíamos votado nos fuimos a hacer fila de nuevo en las mesas, de suerte que cuando llegaron los «votos a computar», tuvie­ron que hacer esperas de veinte y veinticinco minutos, lo cual frustró ese tradicional fraude.

Un buen amigo mío, a quien aprecié y admiré y cuyo nombre no consignaré aquí, tuvo la humorada una vez de contarme que (calderonista fiel hasta su muerte), había participado en febrero del 48 los desfiles tumultuosos del «queremos votar»; pero olvidó agregar que tenía en ese momento 17 años (cosa que constaté en el Registro Civil). Otro dato que no sé por qué nadie aduce, es que si, como dicen, millares de calderonistas quedáronse sin votar por haber sido «fraudulentamente borrados del padrón» en el 48, esos miles de calderonistas no aparecieron a gestio­nar su reinscripción cuando, recuperada la normalidad, participó otra vez su partido extraoficialmente en la elección de 1958, y oficialmente en la de 1962, elección esta última no contestada por nadie y cuyos resultados porcentuales fueron muy parecidos para ellos a los de 1948. No puedo creer que los miles de ciudadanos que gritaron «queremos votar», hubiesen fallecido en la revo­lución del 48, o en las dos invasiones posteriores, ni en el suave hospedaje somociano. La historia se ha encargado de dar buena cuenta de la falacia del «queremos votar». No «quisieron votar» ni en 1958 ni en 1962.

A una escasa cuadra de donde yo vivía en San Pedro, estaba instalada la radioemisora Ecos del 56, propiedad del Partido Comunista. Y en los días que siguieron al 8 de febrero, a algunos les dio por treparse al techo de la emi­sora a disparar contra las casas de vecinos oposicionistas conocidos. Una tarde, pasados pocos días desde el día l.º , de marzo en que la mayoría parlamentaria gobiernista anuló la elección presidencial, y no la de diputados, porque esta, a pesar del triunfo de la oposición, les permitía mantener mayoría en el Congreso, se detuvo frente a mi casa una tanqueta cargada de soldados, y abrió fuego contra ella, mientras que desde el tejado de los Ecos del 56 le hacían segunda. Terminé boca abajo con mi esposa en el piso del baño de nuestra casa, protegiendo con nues­tros cuerpos el del niño que acababa de cumplir un año, mientras las balas de la tanqueta perforaban la fachada de mi casa, las de la radioemisora hacían daño en el techo, y otras nunca he sabido desde dónde- perforaban la pared posterior. Estas últimas perforaciones nos negamos luego a repararlas, y mientras la casa existió (hasta que Alda se deshizo de ella en 1987), frente a lo que hoy es el Banco Popular, las perforaciones de esa pared quedaron allí, mudos testigos.

Fue entonces cuando mi cuñado Adrián propuso que toda la familia Collado abandonara su hábitat tradicional de San Pedro, y nos fuéramos a refugiar en una finca que acababa de comprar en las afueras de Paraíso. Así, sali­mos de nuestra casa (sin saber si regresaríamos a ella), el domingo 7 de marzo -día en que mi hermana Amalia cumplía 30 años-. Cuando regresamos, en abril, la encon­tramos saqueada, pero eso, la verdad sea dicha, carece de importancia: nadie sabe si los saqueadores, de habernos encontrado allí, no nos hubieran deparado un destino como el que se estaban acostumbrando a proporcionar a quienes combatían al gobierno.

Estallada el 12 de marzo la revolución de Figueres con la toma de San Isidro de El General, la hacienda Cerro Grande, situada al noreste de Paraíso, se convirtió en un paso, un sesteo, en la ruta hacia el frente de guerra. Con los hermanos Collado, Antonio Meneses, y mi primo Juan Félix Bonilla, hermano del Ministro de Hacienda, que era el encargado de transportar la leche de la hacien­da de Adrián hasta San José, para lo cual contaba con salvoconducto y viajaba continuamente hacia Cerro Grande, se organizó un, digamos, semi-servicio de comunicaciones que de alguna manera (mensajeros de a pie) estaba conectado con un transmisor de radio situa­do en Llano Grande, el cual, según nos informaban, se comunicaba con el cuartel general de Figueres en Santa María de Dota. Todo muy primitivo, muy artesanal, y todavía no sé si revestido de alguna eficacia.

Por supuesto, hubo un momento en que los que estába­mos en Cerro Grande tomamos la decisión de unirnos al próximo contingente de voluntarios que por allí pasara con rumbo al frente. Lo hicimos. Creo que en ese con­tingente iba Jorge Luis Villanueva, a quien conocí en ese entonces, tras haber tenido una hermosa amistad con su padre don Luis Manuel. Yo evité la despedida patética de mi esposa y mi hijo que parecía de rigor, y emprendí la marcha. Desgraciadamente, las tropas del gobierno habían descubierto la ruta, y a pocas horas de haber echado a andar, tuvimos que dispersarnos y volver al punto de par­tida. Llegamos a la casa de Cerro Grande casi al amane­cer, físicamente cansados, pero moralmente mucho más. Estábamos condenados a permanecer allí. Recuerdo haber dicho a mis cuñados (eran los finales de marzo): «No nos desanimemos; si yo conozco a Figueres y su sentido de lo espectacular y lo simbólico, la toma de Cartago, que ya se espera como el paso decisivo, la hará el 11 de abril, aniversario de la batalla de Rivas. Tengamos diez días de paciencia, ya que hemos tenido veinte.»

Efectivamente, el 11 de abril Figueres dio un golpe espec­tacular y maestro: no tomó Cartago pero tomó Limón, en una operación aérea arriesgadísima. El gobierno mandó refuerzos hacia el Atlántico, y al día siguiente, el 12, amanecieron los revolucionarios en Cartago, con lo cual los refuerzos que el gobierno envió a Limón quedaron copados, y el gobierno más indefenso de lo que estaba desde que en una de las primeras batallas le habían los revolucionarios destruido la famosa Unidad Móvil, dejándola de paso sin oficialidad.

En la madrugada del 12 llegó hasta Cerro Grande el eco de los disparos. Yo no recuerdo si fue caminando o corriendo que salí, «madrugando tempranito», pero a las 8 de la mañana estábamos mi cuñado Francisco y yo en Cartago (Adrián y Álvaro tomaron otro rumbo que se confunde en mis recuerdos), y yo abrazando a Roberto Fernández que fue el primer guerrillero con que me encontré. «¿De dónde vienen?», «De la finca de Adrián en Paraíso»,»Pues te venís con nosotros porque vamos a tomar Paraíso». Me dio un máuser, le dio otro a Francisco, y de camino nos medio enseñó a usarlos. Pronto comprendimos la situación: los mariachis se habían apertrechado en la Jefatura Política (costado norte de la plaza): debíamos introducirnos a la escuela (costado sur de la plaza) y desde allí hostigarlos para facilitar el avance del grupo que trataría de tomar la jefatura avan­zando desde el oeste. A disparar, pues.

Fue fácil penetrar en la escuela, y fácil apostarnos con nuestros máuseres en las ventanas, desde las cuales se divisaban muy bien las de la jefatura, lo mismo que las caras de los que iban a disparar contra nosotros.

Es un lugar común, pero imprescindible, mencionar las contradictorias ideas y sensaciones que nos invaden cuando en un momento dado de nuestras vidas reali­zamos a cabalidad la idea de que estamos apuntando un arma y disparándola contra seres humanos; que un acto nuestro (por más que el lector pueda hacer chistes sobre la puntería no demostrada del que dispara) busca deliberadameante y puede causar la muerte de otro. Y frente a mí divisaba los rostros de los que, a su vez, estaban disparando contra nosotros. Concretamente: contra mí. Ni ellos ni nosotros éramos tiradores aveza­dos, pero esa circunstancia no le quita a la situación su carácter de tenebrosa.

Allí estuvimos durante largas horas, cruzándonos un fuego pausado, hasta que no sé o no puedo recordar de dónde, brotó la decisión (o la orden) de salir de nuestra escolar trinchera y lanzarnos al espacio abierto de la plaza. Recuerdo haber visto a mi cuñado Francisco saltar por la ventana, y haber saltado detrás de él. Protegidos por árboles, seguimos disparando contra la Jefatura Política, hasta que nos dimos (al menos yo me di) cuenta de que «el enemigo» la había desalojado. El grupo de autoridades había huido con rumbo a Turrialba, donde fueron luego capturados Sin ninguna preocupación nos introdujimos en la sede oficial del gobierno en el cantón de Paraíso: la estábamos «tomando».

Simultáneamente y desde el oeste, corrió hacia el lugar el otro destacamento (en el que figuraba Roberto Fernández), y al reunirnos a felicitarnos mutuamente, nos enteramos de que un joven Arana, que estaba ope­rando la ametralladora que traía ese grupo, había muer­to. Se hacían lenguas sus compañeros sobre su arrojo y valentía demostrados durante casi treinta días de lucha en las desde entonces históricas «montañas del sur». Y con nuestra «victoria» profundamente amargada por esa pérdida, regresamos a Cartago.

En Cartago encontré al otro de mis íntimos: a Edmond Woodbridge. Tanto Roberto como Edmond eran parte del destacamento, hoy legendario, que pasó la Semana Santa sitiado dentro de una trinchera en la plaza central de San Isidro. Comenzábamos a interrogarnos mutuamen­te, cuando de algún sitio apareció junto a mí Fernando Barrenechea, que me preguntó si ya yo estaba incor­porado a las órdenes de alguien. Mi respuesta negativa provocó esta frase:

Pues traigo instrucciones de avisarte que has quedado bajo las órdenes del comandante don Chico Orlich.

Barrenechea era el encargado de comunicaciones. Y las instrucciones que traía de su comandante Orlich, eran que se hiciera acompañar de mí (si es que era cierto que yo había aparecido en Cartago) para encender y abrir Radio Casino, la radioemisora comercial de la ciudad, que ahora sería la voz oficial de la revolución evidentemente ya triunfante.

Caminamos las siete u ocho cuadras que nos separaban de la radioemisora, en compañía de su propietario que gustosamente la abrió, le entregó las llaves a Barrenechea y se puso a sus órdenes. Se encendió Radio Casino. Estábamos seguros de que miles de ciudadanos, a todo lo largo del país (o del sector de él hasta donde llegara la «señal» de la pequeña emisora) estarían pendientes de que, Cartago ya en poder de la revolución, el contacto radial directo se establecería. No sé si alguien las oyó. Me coloqué ante el micrófono y mis primeras palabras fueron más o menos:

Esta es la voz de la revolución victoriosa, la voz de la oposición costarricense (en ese momento Barrenechea me pasó un papelito con la identificación oficial del movimiento), la voz del glorioso Ejército de Liberación Nacional.

Yo estaba seguro de que quienquiera estuviese escuchan­do aquello, identificaría de inmediato mi voz (a todo lo largo de mi vida afectadas por pólipos mis cuerdas vocales desde la adolescencia- mi voz me ha denuncia­do: yo he sido el costarricense que no puede dar bromas por teléfono). Y mientras leía los comunicados oficiales sobre las victorias militares de Limón, Cartago y Paraíso, pensaba que había logrado enterarme, por mis amigos, de la suerte que habían corrido mis primos incorporados a la revolución: los tres hermanos Arrea, y Carlos Terán:

Jorge Arrea formaba parte de la Legión Caribe que había tomado Limón: Juan, a quien aún no había visto todavía en Cartago, del batallón San Isidro; Rodrigo, junto con Carlos Terán, estaba todavía en los altos de las montañas, con un grupo que había salido de la hacienda de Jorge Zeledón en Vuelta de Jorco (grupo en el que apareció también después mi cuñado Álvaro ). Lo importante era hacer saber a mi familia (ya que yo tenía en mis manos un micrófono) que todos estábamos, hasta aquel momen­to, sanos y salvos.

De mí sabían, queda dicho, por mis cuerdas vocales. Entonces recordé el nombre familiar y cariñoso con que los nietos de don Gregorio Escalante llamábamos al abuelo, y ello me dio la clave para decir (y que la familia Escalante lo entendiera), que «los nietos de Gango esta­mos todos bien.»

Esa noche dormí en casa de Bernardo Portuguez, mucha­cho cartaginés a quien no conocía, a quien aprendí a apreciar enormemente en esas jornadas, y a quien, ay, nunca más volví a ver.

A la mañana siguiente, intenté subirme a una cazadora que llevaba gente hacia El Tejar, donde se informó que había «una escaramuza; pero me bajaron de ella, con órdenes de Orlich y Barrenechea, porque Figueres quería que yo le llevara un mensaje suyo al comandante capturado de Cartago, Roberto Tinoco, ofreciéndole las garantías de rigor para un prisionero de guerra. Este recibió mi visita con admirable arrogancia de militar profesional (que no lo era), pero no envió conmigo ningún mensaje de respuesta a su vencedor. Más tarde, me pidió Figueres que fuera con él y con un grupo (en el cual figuraban mis dos cuates Roberto y Edmond que no estaban en El Tejar porque en esa sangrienta batalla, la peor de la gue­rra, no participó el Batallón San Isidro y estuvo a cargo del Batallón El Empalme) a dar excusas a Mario Sancho, pues el ilustre profesor había sido detenido por unas horas la víspera, sin que nadie supiese la causa. (¿Resquemores de campanario contra un sublevado permanente?). En su casa, el agudo pensador y ensayista recibió cordialmente a Figueres, de quien era viejo amigo, y lo mismo a sus acompañantes (que para él no pasábamos de ser unos miembros del CEPN, con el que él había colaborado, y a los cuales no había identificado anteriormente). La tertulia de Figueres con Mario Sancho fue naturalmente breve, pero nos dimos cuenta de que era frecuente: de lo que rápidamente conversaron, saqué en conclusión que era costumbre de ellos reunirse de cuando en cuando, y de que en esas conversaciones participaba un belga, Paul Déliens, de amplia cultura humanística, que vivía, medio ermitaño, al sur de Cartago. En cuanto a Roberto, Edmond y yo, varias veces visitamos luego al ilustre profesor durante los días de la revolución en Cartago, y en alguna ocasión nos sirvió un delicioso cocido de lie­bre. (Estaba criando liebres, pues eran para él un plato exquisito). Luego me obsequió don Mario un precioso disco en el que Charles Boyer leía algunas piezas orato­rias de carácter democrático (la letra de La Marsellesa, el discurso de Gettysburg, por ejemplo). Años más tarde le cedí ese disco a Fidel Tristán que se había ena­morado de él.

De los doce días de Cartago guardo pocos recuerdos concretos. Muy claro, el de la tarde que mi comandante Chico Orlich y yo terminamos boca abajo en un caño, ante la balacera que un francotirador desató sobre noso­tros desde el altillo de una funeraria. (Posteriormente fue capturado, escondido como estaba dentro de un ataúd). Y que fue mi voz la que pronunció por la radio la retahíla que todavía algunos recuerdan: «Carretera, carretera, carretera, carretera… «, que ahora sé era la clave para avisar a San José que la revolución triunfante estaba dispuesta a conversar en Ochomogo con el jefe comunista Manuel Mora, cuyo patriotismo de esos días brilló por encima de las consideraciones partidistas que habían determinado su conducta de los cinco o seis años anteriores.

Una buena mañana, aparecieron, bajándose de un avión en el campo improvisado en. «El Radio» al· oeste de Paraíso, Daniel Oduber y. Chalo Facio, provenientes de Montreal y Nueva York vía Guatemala.

Pero mi más vivo y entrañable recuerdo de los doce días de Cartago, es el de la aparición de Alda una mañana, acompañada del pequeño Víctor. En la acera del Teatro Apolo, vi a mi hijo mayor dar sus primeros pasos: sali6 de brazos de su madre para llegar a los de su padre.

Ya he hablado de la hospitalidad de Mario Sancho. Agrego la de Francisco Campos, en cuya casa terminé alojado en compañía de mi muy querido Alfredo Volio, nombrado gobernador civil de la ciudad por los revo­lucionarios, y la de José Joaquín Peralta con su esposa Adelita (personaje ella muy claro de mi primera infancia) en su casa de El Molino. Peralta había sido Ministro de Agricultura de Picado, y había renunciado violentamente ante la decisión de no reconocer el resultado electoral del 8 de febrero.

Entre transmitir el primer movimiento de la Quinta Sinfonía de Beethoven, el Himno Nacional y la Patriótica Costarricense por Radio Casino, lo mismo que los men­sajes que los combatientes comenzaron a enviar a sus familias, y preparar los comunicados oficiales que por la radio se leían, me iba enterando necesariamente de las conversaciones sobre rendición que ya se habían entabla­do, y que tan puntualmente han relatado sus protagonis­tas en distintos libros.

Pero no puedo omitir un pasaje que ya he contado en otra parte, y fue la visita que a Figueres hicieron el gerente y el director de La Nación, acompañando a don Manuel Francisco Jiménez Ortiz, don Eladio Trejos y don Fernando Lara. Me tocó conducirlos al Club Social de Cartago, donde Figueres y Alberto Martén los recibirían, y quedé, con un máuser al hombro, de guardia en la puer­ta del salón donde se reunieron, puerta que a ninguno se le ocurrió cerrar, razón por la cual escuché, con el otro guardia, Roberto Güell, la conversación.

Simplemente, en San José «sabían» que la Revolución se proponía «desconocer» la elección de Ulate. Y esa decisión contaría con el apoyo de importantes grupos, y del periódico La Nación, si Figueres accedía a derogar el Código de Trabajo.

No había en el grupo ningún miembro de la junta direc­tiva de La Nación. El único estaba afuera, en la puerta, con un máuser al hombro, escuchando la apabullante proposición, que Figueres y Martén rechazaron casi con violencia. Ni desconocería la revolución la elección de Otilio Ulate, ni echaría atrás en la legislación social, que más bien sería perfeccionada.

Nadie supuso que desde ese momento, en las relaciones entre la Revolución (y más tarde Figueres, y el Partido Liberación Nacional) y el ala derecha de la oposición nacional de entonces, la suerte estaba echada, y para toda la vida.

Concertada la paz, el sábado 24 de abril regresé a San José. No puedo olvidar nunca la fruición con que abracé a Alda cuando, desde una pequeña eminencia al descender de Ochomogo, se ofreció a nuestra vista el parche blanco de la ciudad. El niño de catorce meses nos contemplaba atónito, sin entender nuestra emoción al ver cada uno lágrimas en las mejillas del otro.

* En 1944 se sabe que hubo grupos de policías encamionados -y hasta de personajes políticos- que votaron ocho y nueve veces, y la oposición de los vecinos a ese fraude provocó la tragedia de Llano Grande el día que Picado salió «elegido».

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