80 años no es nada

XII

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XII

Aquel final de abril, aquellos comienzos de mayo, fueron eufóricos. La emoción de la victoria no invitaba a la meditación, y todo eran cele­braciones mientras don Santos León Herrera desde la Presidencia y don Miguel Brenes desde el Ministerio de Seguridad, procedían a desarmar a las huestes del régimen caído.

Pero pronto salió a la luz algo que se había gestado sub­terráneamente, y fue el grito de guerra (ahora sí) de los que habían permanecido al margen de la acción armada. Fue muy difícil entonces, sigue siendo aún muy difícil, más de medio siglo después, deslindar campos, com­prender posiciones que no fueran las propias, penetrar en los contradictorios sentimientos que casi todo el mundo albergaba sobre lo que habría de seguir.

Para mí, eso, lo que habría de seguir, era claro, pues conocía desde 1946 que Figueres había planeado su levantamiento con miras muy amplias, muy universales de futuro, y que desde el comienzo de sus conspiraciones estimaba que la única manera de sacar el país adelante (adelante es una palabra clave, con significado autóno­mo), era mediante un gobierno de facto. Estaba muy claro para él, y lo estaba también para mí y para mi círculo, que el ejemplo por seguir era el de la junta revolucionaria de Venezuela que en 1945 había puesto las bases para un régimen democrático con vocación de futuro.

Existía también, entre los más aguerridos y heroicos combatientes, un raro pero explicable resentimiento con Ulate, que los había «dejado solos». Entre los cons­piradores, entre los que se alistaron temprano para el alzamiento, existía la convicción desde febrero, de que Ulate había de unirse a Francisco Orlich para abrir en la zona San Ramón-San Carlos, lo que se conoció entonces como el frente norte o segundo frente. Es más: el l.º de marzo, día señalado por los gobiernistas para anular la elección presidencial, se despidieron de Ulate, en casa del Dr. Carlos Luis Valverde, los que partirían a medio­día hacia el norte, en el entendido de que el presidente electo se uniría a ellos inmediatamente, en compañía del propio Valverde.

Por qué se quedaron Ulate y Valverde en San José ese día, por qué no previeron que la sesión legislativa de esa tarde iba a terminar con violencias, es un misterio que nunca se aclarará. La lógica de las cosas indica hoy que ambos debieron salir de San José antes de que el atentado político se consumara. No lo hicieron, y ambos pagaron esa falta: Valverde con su vida, Ulate con cár­cel y humillación.

En los círculos de los combatientes, se comentaba tam­bién que el Presidente electo no había endosado -así fuese clandestinamente- la revolución, y que había des­deñado las oportunidades que se le ofrecieron para que se uniera a ella … «a tiempo», agregaban.

Era y sigue siendo muy fácil, desde una posición super­ficial y cortoplacista, condenar a los guerrilleros que estaban pensando de esa manera. Los costarricenses, principalmente los de las dos o tres generaciones previas a la que se estaba aprestando para asumir el poder, se caracterizaron por un apego brutal a las formas (la anu­lación de las elecciones de febrero fue un crimen político, pero no una transgresión legal) y por una negativa persis­tente a enfrentar los problemas con profundidad. La revo­lución, para algunos, no había tenido otro propósito ni otro sentido, que el de hacer respetar la elección de Ulate y su administración de los próximos cuatro años, sin que debiéramos ninguno preocuparnos por vislumbrar un futuro más largo ni por abrirle las puertas: Ulate debía asumir el poder en un barco anclado en 1940; la revo­lución tenía que limitarse a entregar el gobierno al ciu­dadano elegido en febrero, y cada guerrillero marcharse para su casa. Un nuevo 1920. Pero los jóvenes sentíamos una repugnancia incontrolable por 1920, pues creíamos· (en mi libro Los 8 Años lo dije), que la impunidad de 1920 había atraído a los protagonistas del tinoquismo a hacer un nuevo aunque disimulado intento del brazo de Calderón Guardia. Era cuestión de analizar el elenco.

Un nuevo 1920 no era posible. Anclarse en 1940 tampoco era posible. Otilio Ulate se negaba -nuevamente la pasión generacional por las formas- a gobernar de facto. La Constitución se había roto. (Fijarse bien: no la habían roto los delincuentes del l.º de marzo, sino los héroes vencedo­res del 20 de abril). Si Ulate asumía el 8 de mayo, tendría que hacerlo con un Congreso dominado totalmente por el régimen homicida que había sido derrocado, y entonces la hazaña de Figueres quedaría reducida a un «quítate tú para ponerme yo» con acompañamiento de cadáveres. Pero tampoco estaba Ulate, hombre inteligentísimo, dis­puesto a gobernar con un Congreso en el que seguirían sentados los autores del más grotesco y criminal (aunque jurídicamente perfecto) golpe de Estado que hubiera sufrido la República.

Si bien el país, en 1920, había dispuesto regresar a 1914 y actuar como si nada hubiese ocurrido durante seis años, en 1948 una cosa parecida no iba a ser posible -y era bueno que los inmovilistas se enteraran- porque los guerrilleros victoriosos no estaban dispuestos a repetir la historia en forma de caricatura, ni a reincidir en la impu­nidad de treinta años atrás. Ahora, dijo alguno citando al poeta Luis Carlos López, «la cosa es otra cosa».

La revolución proclamaba la necesidad de un gobierno transitorio de facto, pero no una repetición del gobierno provisional de 1919. Y a Ulate no le quedaba otro cami­no que aceptarlo, porque si no lo aceptaba, tendría que asumir él un gobierno carente de poder y con las manos amarradas. De todos modos, más de un diputado, vigen­te o recién electo, había depositado ya su humanidad en Managua.

La profesora Emma Gamboa hoy benemérita de la patria y efigie de billetes- agitó lo que pudo y movilizó la gente que pudo, en demanda de que la revolución recono­ciera la elección de Ulate, cosa que la revolución (concre­tamente sus jefes) no había pensado no hacer. Algunos de sus más íntimos amigos nos quedamos estupefactos cuando nos enteramos de que Rodrigo Facio parecía estar secundando a la señora Gamboa; pero el asunto no pasó a más porque ese notable costarricense llamado Jaime Solera decidió asumir el papel de mediador, y no iba a mediar si no tenía junto a él a su más cercano y entra­ñable amigo, que era precisamente Rodrigo Facio. El equipo de jóvenes que veníamos estudiando y trabajando con Rodrigo desde años atrás, y que estaba totalmente cerrado en torno a Figueres y su gesta, nunca le preguntó a Rodrigo si, aunque hubiese sido por breves minutos, había flaqueado por guardar apariencias.

El hecho históricamente indiscutible es que el pacto Ulate-Figueres firmado en la residencia de Jaime Solera, fue un documento inevitable. El vencedor de las elec­ciones y el vencedor de la guerra convenían en que un gobierno colectivo, una junta, bautizada a la manera fran­cesa por Figueres como Junta Fundadora de la Segunda República, gobernaría el país de facto durante dos años, al cabo de los cuales, y previa la emisión de una nueva Constitución Política por una Asamblea Constituyente, el ciudadano elegido en febrero asumiría su gobierno constitucional por los cuatro años que el pueblo le había concedido. (Una vez más, el respeto a las formas).

El 8 de mayo, don Santos León Herrera entregó el gobier­no a los revolucionarios, que constituyeron la Junta, y comenzó efectivamente la fundación de la Segunda República, en medio de la expectación de todos, de la desconfianza de los conservadores, del entusiasmo de la gente joven, y de la euforia partidista de la mayoría, encabezada por los «glostoras».

Los «glostoras» vimos cómo dos de nosotros, Gonzalo Facio y Daniel Oduber, se integraban a la Junta, lo mismo que dos de nuestros afiliados provinciales: Bruce Masís y Lalo Gámez, y cómo éramos buscados los restantes para desempeñar posiciones públicas, no siempre ajenas a la responsabilidad grande de gobernar.

No recuerdo cómo se planteó el asunto, pero lo cierto es que antes de que finalizara mayo, me había llegado un recado: la Junta quería que yo asumiera un cargo diplomático; yo contesté que me gustaría ir de cónsul a Nueva York (me atraía más la sede que la función); me respondieron que ese no era un cargo representativo desde el cual yo estuviera obligado, como los gobernan­tes querían, a explicar lo que había sucedido y a defender lo que iba a realizarse. ¿Entonces, qué? Si yo quería ir a Nueva York (¡y claro que quería, como que solo una vez en mi vida había salido del país, en 1942, para participar en un congreso centroamericano de estudiantes en San Salvador!), era Nueva York lo que me ofrecían, pero no el consulado, posición administrativa, sino la Delegación ante las Naciones Unidas, que tenía, como quien dice adscrita, una tribuna.

Recuerdo el entusiasmo de mi padre ante la oferta: impedido de leer, pasaba sus horas de descanso pegado a la onda corta, y había adquirido la costumbre de seguir las sesiones y los programas radiales de lo que entonces se llamaba la ONU, de suerte que estaba sumamente familiarizado con lo que allí ocurría, y hasta me hizo una lista de algunas personalidades sudamericanas a las que yo tendría que conocer. («Y llevarles saludos suyos», le respondí).

Por otra parte, una temporada en Nueva York era una oportunidad cultural como yo nunca la había tenido, y mi primer decisión fue que la aprovecharía. Mi esposa esta­ba tan entusiasmada como yo (ella sí había vivido afuera, estudiando durante seis años en California).

Presenté mi renuncia a la Junta Directiva de La Nación, donde sabía que ya nada tenía que hacer (previo arreglo de completar la serie de artículos sobre el desarrollo militar de la Guerra Civil que había comenzado a escribir basado en conversaciones con los protagonistas), dejé mis pocos asuntos profesionales en manos de Fernando Fournier, único miembro de nuestro bufete que quedaría a cargo de las cosas, dado que desde meses atrás Rodrigo se había retirado definitivamente para aceptar una posición junto a don Julio Peña en el Banco Nacional y Gonzalo había pasado a formar parte de la Junta de Gobierno, con el cargo de Ministro de Justicia y la misión de organizar los tribunales especiales y el régimen de intervención a que serían sometidos los bienes de los principales cabecillas del régimen derrocado.

El viernes 11 de junio de 1948 salí de Costa Rica. En el mismo avión viajaba conmigo mi primo Antonio Cañas, de 15 años, a quien debía entregar en Nueva York a su tía abuela Tita Villegas que se encargaría de hacerlo estudiar. Desde entonces me une a mi inteligente primo un nexo especial de afecto. También viajaba con nosotros María Luisa (Coca) Bengoechea de Mendiola, señora exquisita y buena amiga de nosotros a lo largo de los años, que sería de alguna manera mi guía en mis primeros pasos en Nueva York, y quien a los pocos días de estar allí me hizo el primer contacto con esa institución inconmensurable que era entonces el teatro neoyorquino, al invitarme a ver al gran actor Maurice Evans en la inenarrable Hombre y Superhombre de Bernard Shaw. Ella y otra vieja amiga de mi familia, Lottie de González, me asesoraron en la búsqueda de apartamento, y al fin conseguí (por la modi­quísima suma de $200 mensuales), uno desvencijado pero cómodo, desvencijado pero completamente amue­blado y con una oficinita independiente adosada, en una zona apta para ser inscrita como dirección diplomática (la calle 68, entre Madison y Park Avenue, a cuadra y media del Central Park imprescindible para mi hijo, y en la acera de enfrente de la mansión de los delegados soviéticos). Esto me permitió llevarme a Alda y a Víctor (y a Alicia, la quinceañera «china» de Víctor), a las tres semanas de estar en Nueva York. Mi salario era de $700. La gran aventura de Nueva York iba a ser también la gran aventura de vivir en un país extranjero, con obligaciones sociales (que luego me di cuenta de que eran menos que mínimas), y con un ingreso característico (palabras del ministro de Hacienda Alberto Martén que me facilitó todo con gran largueza) de un país arruinadísimo. No se trataba entonces -como frecuentemente se trata hoy- de asumir una posición pública para mejorar nuestra situa­ción financiera personal. Todos estábamos ardientemente dispuestos a servir, a servir a como hubiera lugar, a servir por la paga que fuese. La euforia posbélica de 1948 la rememoro como una competencia entre todos por ver cual servía más, cuál servía mejor, cuál colaboraba con mayor eficiencia, desde la posición que le tocara, en la grandiosa empresa que se iniciaba, no solamente de reconstrucción, sino también -he aquí por fin el secre­to- de construcción.

Los que luego fuimos llamados durante un tiempo «gene­ración del 48», y mi grupo de íntimos, al menos, estába­mos convencidos desde el primer momento de que el 8 de mayo de 1948, al instalarse la Junta Fundadora, se había iniciado una verdadera Revolución en Costa Rica.

(Comento ahora: durante muchos años, los marxistas de misa y olla negaron que lo nuestro hubiese sido una revo­lución, pues revoluciones, lo que se dice revoluciones, solo eran las de ellos. A medio siglo de distancia, visto lo que se logró, y visto lo que la nueva derecha quiere des­truir, sé que lo que hicimos sí fue una revolución).

Para mí, en lo íntimo de mi ser, Nueva York significaba otra cosa. Era, por supuesto, mi primera ventana abierta al mundo, ¡y qué ventana!, pero algo más. Nueva York podía tragarme; las grandes urbes se tragan a la gente. En aque­lla inmensidad yo, como ser humano, podía desaparecer, convertirme como todos los habitantes de la megalópolis, en una cifra, independientemente de mi carné de diplo­mático. Pero mi deseo íntimo era el inverso: Nueva York no me absorbería a mí; era yo quien absorbería a Nueva York. Durante los meses que iba a pasar allí, necesitaba beberme la ciudad, tragármela, obligarla a formar parte de mi propio ser, con su cultura, sus universidades, sus librerías, sus museos, sus bibliotecas, sus teatros y si se quiere, hasta su ritmo de vida; igual Coney Island que la Universidad de Columbia; igual una venta de ham­burguesas que el Museo Metropolitano, el de Historia Natural, el de Arte Moderno o el Guggenheim: igual los restaurantes automáticos que Carnegie Hall. Todo sería uno y lo mismo. Entre las cosas que con más claridad conservo de esa época, es que, cuando se producían recesos en la actividad de las Naciones Unidas, yo me instalaba en la Biblioteca Pública, la gran biblioteca de los leones en la escalinata de mármol, donde pasé largas, incontables horas llenando vacíos en mis conocimientos de historia, y completando mi deslumbramiento ante el gran panorama del mundo que Nueva York me ofrecía, estudiando el contexto literario, musical e histórico de ese gran teatro del mundo que Nueva York me propor­cionaba (y que mi modesto salario me impedía frecuentar más de una vez por semana en matinés sabadiles, salvo las ocasiones en que mi suegra -que pasó temporadas con nosotros- o nuestra gran amiga Lottie de González nos invitaban). Nueva York sería parte de mí mismo. Y, cosa rara, sorprendente después de tantos años, lo con­seguí. No fue una urbe extraña y hostil: fue mi segundo hogar. Lo siguió siendo, curiosamente, hasta que más de cuarenta años después, terminada la dictadura militar fascista, se incorporó a mi vida Madrid.

Costa Rica había sido elegida para formar parte de uno de los tres Consejos fundamentales de la ONU. Me expli­co: el Consejo de Seguridad, tan conocido; el Consejo Económico y Social, cuyo nombre es claro, y el Consejo de Administración Fiduciaria (¡hermoso nombre!), en el cual yo debía sentarme.

Al terminar la Primera Guerra Mundial, la Liga de las Naciones asumió el control de lo que hasta entonces habían sido las colonias alemanas en África y Oceanía, y las posesiones del caído Imperio Otomano en el Cercano Oriente. Estos territorios fueron entregados en administración, con el nombre técnico de «mandatos», a las potencias vencedoras. Así, los británicos venían manejando Tangañika, Palestina y en general la Arabia legendaria de T.E. Lawrence; Bélgica, Ruanda-Urundi; Francia, el Camerún y lo que hoy son Líbano y Siria; Australia y Nueva Zelandia, algunas islas del Pacífico (las partes occidentales de Nueva Guinea y Samoa, res­pectivamente).

Las Naciones Unidas habían concedido la independencia a Siria y Líbano, acordado la partición de Palestina en dos secciones una árabe y la otra judía, y reconocido al reino de Jordania, la Arabia Saudita y Yemen como países soberanos.

Los demás mandatos (y las islas japonesas del Pacífico ocupadas por los Estados Unidos, como las Marianas y las Carolinas), fueron convertidos en «territorios en administración fiduciaria», y colocados bajo la supervi­sión de un Consejo de la ONU, compuesto por los seis países administradores (Reino Unido, Francia, Bélgica, Australia, Nueva Zelandia y los Estados Unidos) y seis no administradores (la Unión Soviética y China miem­bros permanentes, y otros cuatro: en 1948, esos cuatro eran Costa Rica, Filipinas, Iraq y México).

(El territorio conocido hoy como Namibia, que la Unión Sudafricana había recibido como mandato en 1919, se negó este país a someterlo al nuevo régimen y prácti­camente se lo había anexado, dentro de la prepotente política de apartheid que estaban imponiendo los boers; cuando cayó ese régimen vinieron la independencia y las elecciones).

El Consejo se reunía dos veces al año por períodos de uno o dos meses cada vez, para conocer y discutir los informes que obligatoriamente le presentaban las poten­cias administradoras.

En realidad, en aquel Consejo era poco lo que Costa Rica o yo podíamos hacer, dada nuestra total desconexión de los territorios y problemas que nos habían llamado a estudiar. Pero aquel sería mi campo de entrenamiento en las lides parlamentarias internacionales, y como tal me propuse aprovecharlo. Por otro lado, encontré en el per­sonal de Secretariado del Consejo un grupo de jóvenes idealistas de alta preparación en las materias pertinentes, con los que contraje buena amistad y que se convirtieron automáticamente en mis más preciados asesores sobre temas en que yo era un perfecto ignorante.

Figuraba entre ellos un joven antropólogo de la Universidad de Chicago (todavía esa universidad no se había convertido en la sede del pensamiento económico de extrema derecha; era más bien uno de los centros del pensamiento de avanzada en unos Estados Unidos toda­vía bastante newdealistas) que se había traído consigo el célebre Ralph Bunche, luego premio Nobel de la Paz. Se trataba de Jack Harris; su relación conmigo y la que más tarde estableció con Edmond Woodbridge, lo atrajeron a Costa Rica en la década de 1950, cuando el maccar­thismo se quiso meter en las Naciones Unidas, y aquí se quedó, como inversionista y como un norteamericano que honra a su país por su inteligencia, su integridad personal y su seriedad en el campo de los negocios. Jack Harris me tomó en 1948 bajo su protección, y junto con él, el Secretario del Consejo, el yugoslavo Bozidar Aleksander, hombre culto del ancien régime de su país, con quien también trabé una buena amistad que se pro­longó a lo largo de los diez años en que tuve algo que ver con el organismo mundial. El equipo de sociólogos y economistas que trabajaba bajo las órdenes de Harris, pronto se puso al servicio de Costa Rica: este país de mis pecados comenzaba a adquirir (más que a recobrar, porque la etapa feliz de la república liberal de 1906-1936 no tuvo la repercusión internacional que sus apologistas pretendían) un prestigio de país joven y democrático; y este servidor de ustedes, el más joven de los jefes de misión acreditados en las Naciones Unidas, a aprovechar­lo como el representante allí de una generación que se había alzado en armas contra un golpe de Estado (legal pero golpe), y estaba construyendo un régimen nuevo, dentro del cual figuraba la sorprendente, imaginativa medida, de nacionalizar los bancos, que captó la atención de aquel semillero de inquietudes que era el secretariado de la ONU, sobre todo en el sector donde Ralph Bunche hacía y deshacía.

La Guerra Fría estaba fría: la violenta reacción de la dere­cha que vino luego no se había manifestado: la izquierda del Partido Demócrata había cedido, es cierto, algunas posiciones en la Administración Truman, pero todavía estaba el gobierno estadounidense orientado hacia las políticas rooseveltianas del New Deal. El clima era de avanzada, aunque no lo sería por mucho tiempo más.

Hablé arriba de la amistad que se estableció entre Jack Harris y Edmond, y que los convirtió años después en socios y compañeros de negocios. Ocurrió así: el Consejo de Administración Fiduciaria enviaba periódicamen­te una misión a visitar territorios que tenía en tutela. Concretamente, en el verano de 1948, a Tangañika. Costa Rica debía formar parte de la misión. Pero el delegado de Costa Rica ante el Consejo era funcionario único de la misión de su país (poco tiempo después conté con un secretario), y no podía abandonarla para viajar por África. Lo hice saber al Ministerio de Relaciones Exteriores, pidiéndoles que nombraran un delegado especial para la misión a África, y enviaron a Edmond Woodbridge, que tenía a su cargo entonces la delicadísima función de ser el administrador de los bienes intervenidos. Jack Harris figuraba en el equipo de apoyo, y durante el viaje traba­ron su fuerte amistad. En Tangañika se enteró Edmond de que allí recordaban y conmemoraban a un costarri­cense que en alguna oportunidad había sido llevado allí para enseñar el cultivo del café. Se trataba de Claudio Montealegre, durante muchos años jerarca de la Oficina de Turismo de Costa Rica, y, curiosamente, emparentado de manera cercana con la esposa de Woodbridge.

Edmond llegó a Nueva York de paso para África y se hospedó en la pequeña cueva que me servía de oficina. Y quedamos de vernos nuevamente en París …

¿En París? Sí, en París.

Las Naciones Unidas no tenían todavía sede propia, y su III Asamblea General había de reunirse en septiembre en París. La misión de Edmond tenía que rendir allí su informe. Y con toda seguridad yo estaría atendiendo en París la Asamblea General.

De esos primeros tres meses en Nueva York, lo que mi recuerdo guarda con más fidelidad no son mis inter­venciones (debidamente asesoradas por expertos) en las deliberaciones del Consejo de Administración Fiduciaria, sino otras circunstancias tangentes. Primera: la seguridad que adquirí de que, revolución o no revolución, mi país tenía un buen nombre en aquel mundo, gracias principal­mente, al talento y tacto de mi predecesor don Ricardo Fournier, cuya actuación en los acuerdos que culminaron con la división de Palestina y creación del Estado judío fue muy apreciada, y le fue precisamente «remunerada» a mi país con su designación para formar parte del Consejo en que llegué a sentarme. Segunda: otra seguridad, la de que en los círculos diplomáticos democráticos, el régi­men que yo representaba gozaba de grandes simpatías (Corolario: en América Latina sabían muy bien, para eso tenían embajadores, qué era lo que había sucedido en Costa Rica). De allí nació una amistad entrañable (casi filial de mi parte) con el embajador uruguayo, un edu­cador e historiador llamado Enrique Rodríguez Fabregat (de quien mi padre me había hablado). La representación uruguaya y la costarricense figuraban entre las más pobres y peor financiadas; concretamente, ninguna de las dos tenía medios propios de transporte. De manera que para trasladarme los días de sesión a Lake Success, donde la ONU funcionaba a más de 20 kilómetros de Manhattan, me aconsejaron en protocolo que empleara el shuttle. El shuttle era una limosina que salía cada hora de las oficinas provisionales de la organización (situadas precisamente donde hoy se yerguen orgullosos sus edi­ficios centrales, en el extremo este de la calle 42), con rumbo a las instalaciones de Lake Success, trasladando documentos (¡faltaban décadas para el fax!), funciona­rios y pasajeros. Para ese viaje, yo podía perfectamente utilizar el shuttle. Muchos lo hacían.

Efectivamente, la primera vez que lo hice compartí la limusina con un tipo agradabilísimo que resultó llamarse Norman Corwin, y que era un guionista de Hollywood muy cotizado, que estaba haciendo unos trabajos espe­ciales (no supe cuáles) para las Naciones Unidos. Y la segunda o tercera vez, un hombre pequeño, con facciones de ave, calvo y locuaz, que se mostró entusiasmadísimo de poder, por fin, conversar con un costarricense después de lo que había sucedido en mi país. Se trataba del emba­jador uruguayo.

-Explíqueme una cosa esas fueron casi sus primeras palabras- que aquí en Nueva York, y allá en Montevideo nadie entiende. Cierta prensa ha dicho que la revolución de ustedes era reaccionaria y hasta fascista, y sin embar­go, fue apoyada por el gobierno que llaman comunista de Arévalo en Guatemala. Y el gobierno que ustedes derrocaron, del que se decía que era pro-comunista o que estaba al menos infiltrado por los comunistas, contó con el apoyo de la dictadura de Somoza, que les dio asilo con brazos abiertos a los jefes …

Era un lío, y me tomó todo el viaje de Manhattan a Lake Success el explicarlo. Lo que el embajador me decía era rigurosamente cierto. Cuando terminé, o creí haber ter­minado, mi interlocutor resumió el asunto así:

-Es algo raro, pero en la América Latina se ha desper­tado la superstición de que, en casos de controversia, la buena causa es aquella en que militan los comunistas … y no siempre es así. La peor influencia que ha sufrido el marxismo, es la de esa obsesión que tienen los mar­xistas de simplificar las cosas hasta llevarlas a nivel de silabario …

Y agregó:

-El mundo y la humanidad son mucho más complicados de lo que Pravda y el Chicago Tribune pretenden. ¿Cómo haríamos para recuperar nuestro derecho a pensar por cuenta propia? Por unos, piensa el partido; por los otros, piensan los dueños de los diarios.

Yo estaba iniciando una amistad, un aprendizaje y un afecto que siguieron vigentes mientras el viejo, ingenioso e indomable uruguayo vivió.

Efectivamente, la Asamblea de las Naciones Unidas iba a reunirse ese año en París. Y yo tendría que ir a París. Lo que me faltaba: ¡ver París tres meses después de ver Nueva York! Pero la inexperiencia del Gobierno de Costa Rica, y la imposibilidad en que estaba de prever cosas, las puso cuesta arriba. No había dinero presupuestado para atender los gastos de la Asamblea. Yo tenía que irme a París con mi sueldo (dejando casa puesta en Nueva York), ya que las sumas de que se disponía solo alcanzarían para cubrir los viáticos de los otros delega­dos (que resultaron ser Gonzalo Facio, Ministro interino de Relaciones Exteriores por enfermedad del titular, Alfonso Goicoechea y Alberto Lorenzo). La delegación la completaría Woodbridge, que estaba devengando viá­ticos de la ONU.

De mi salario de 700 dólares, y tras pasar noches en claro con Alda haciendo números, yo podría disponer de 200, y tendría que ver la manera de subsistir en París durante casi tres meses con 200 dólares mensuales (el costo de vida era bajo todavía; la ciudad luz todavía no había recuperado ni su deslumbrante alumbrado público). Mi suegra se trasladaría a Nueva York y contribuiría a los gastos de la casa. Y ya vería el gobierno la manera de ayudarme en algún momento a salir del paso.

Nos fuimos a París. Logramos financiar que Alda viajara conmigo, y Edmond logró también financiar que su esposa viajara con nosotros, y de suerte que las dos parejas pasa­mos dos semanas en París.

Guardo un horrible recuerdo de los dos meses que me quedé solo en París. Los 200 dólares no alcanzaban más que para pagar el hotel, el almuerzo y la comida. Y comencé una ofensiva de cables (a cobrar) a San José, concretamente a Daniel Oduber, secretario general de la Junta de Gobierno, para que gestionara el envío de una suma que me permitiera subsistir. Mientras tanto, viví de prestado: dos jóvenes costarricenses se encontraban en París, y los adscribimos a la Delegación: Mario Batalla, que allí vivía, y Luis Dobles Sánchez, que pasaba una larga luna de miel con Elsa en la ciudad donde había transcurrido su adolescencia. Mario falleció en un acci­dente de tránsito pocos meses después: Luis se aficionó a la diplomacia y la ejerció con acierto durante muchos años. Ambos, unidos a Miguel Bourla, el funcionario que tenía a su cargo los archivos de la Embajada, ayuda­ron eficazmente a mi financiación, prestándome dinero cuando lo necesitaba. La Asamblea comenzó al 20 de septiembre; a partir del 1.° de octubre comenzó en San José la tramitación de un giro para mí por $600. El giro se atrasaba y se atrasaba, y finalmente apareció el 30 de noviembre. Cancelé mis deudas con Batalla, Dobles y Bourla, y respiré. Me gustó el aire de París ese día.

Junto al paisaje, que es el París que todos vemos, debo a esa temporada dos momentos importantes. El prime­ro, el haber escuchado allí por primera vez, en vivo, la Novena Sinfonía de Beethoven. El segundo, el encuen­tro con Wagner. Escuchar en la Ópera de París (para la cual enviaban frecuentemente entradas a les onusiens o sea a los delegados a la Asamblea) Las alkirias (en menor grado Lohengrin) fue una revelación. Además, allí mismo hice mi primer contacto con Fidelio, y la infortu­nada y menospreciada ópera de Beethoven se me reveló tan grandiosa como su última sinfonía. Pocos están de acuerdo conmigo, pero mantengo esa opinión tras disfru­tar muchas veces de Fidelio en videocasete. En todo caso, Wagner y Beethoven comenzaron a despejar mi mente de los lugares comunes con que normalmente veíamos todos nosotros el género operático. Cito otra vez a Luis Carlos López: «La cosa era otra cosa.»

Los delegados nos dividimos las seis comisiones de la Asamblea (luego crearon una séptima), y a mí me tocó la Tercera (Comisión Social), donde el tema más importante era la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Traté de involucrarme a fondo en ese asunto; era un proyecto que ya venía muy madurado por una comisión especial de expertos en la que Costa Rica no estuvo repre­sentada, muy trabajado y muy negociado. Las propuestas que desde mi condición de costarricense joven, entusias­mado e inexperto hice, inspiradas todas en el idealismo veinteañero que no me había abandonado (y que creo no me ha abandonado todavía), no entendían que para que un texto pudiera figurar en la Declaración Universal, tenía que contar con la aquiescencia de los grandes. En dos platos, y la delegada estadounidense Eleanor Roosevelt me lo hizo ver casi maternalmente mientras me invita­ba a una taza de té, no podría lograrse una Declaración Universal de los Derechos Humanos que no contara con el voto de la Unión Soviética. En Costa Rica, los perio­distas de La Hora (y un mucho también la ofuscación ideológica que afectó a U late por esas fechas) no podían entender que Costa Rica no le impusiera al mundo las violentas y viscerales posiciones anticomunistas del presidente electo, y más de una vez el delegado de Costa Rica quedó mal con los periodistas costarricenses y, de paso, con los más acernmos y empeñosos partidarios de Otilio Ulate, que querían una Declaración Universal de los Derechos del Hombre totalmente anticomunista y totalmente anticalderonista. La Guerra Fría no daba para tanto, y los miembros de la Tercera Comisión de la Asamblea General lo sabíamos, pero ciertos periodistas y políticos costarricenses no. Tomó algún tiempo el que en Costa Rica cayéramos en la cuenta de que la luna no es de queso, y de que la Guerra Fría era algo más que un enfrentamiento cotidiano y una bronca diaria a la hora del desayuno, pues en ciertos terrenos todavía existía un constante diálogo, cuando no cierto grado de coopera­ción entre las superpotencias rivales.

En los últimos años se ha hablado mucho en Costa Rica de concertación. Los costarricenses de 1948 (salvo los que estábamos jineteando la mula) no querían creer o simplemente no querían, que se produjeran -aparte los temas políticos y de seguridad- ciertas «concertaciones» entre las dos superpotencias que se enseñaban los dientes pero algunas veces los empleaban para sonreírse. Había que conseguir-misión semi-imposible- una Declaración Universal de los Derechos Humanos susceptible de ser aprobada por estadounidenses y soviéticos. Solo la paciencia de Eleanor Roosevelt, que los ultras costarri­censes jamás habrían entendido, fue capaz de producirla. Ahí está desde 1948, y nadie la ha objetado ni pedido que se revise después de que la Guerra Fría terminó.

Por ejemplo: ¿Debía figurar en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el derecho del ciudadano a formar libremente partidos políticos? Yo cumplí, lo confieso, con proponerlo. Pero me abstuve de pelear una posición que, palabras evangélicas de Eleanor Roosevelt, haría imposible la aprobación de una Declaración Universal. ¿Por qué? Verdad de Perogrullo: porque ese derecho no está universalmente aceptado, aunque figura en la Constitución de algunos países. Solamente de algu­nos países. Este ejemplo ha de bastar.

No me tocó participar en la votación final de la Declaración de los Derechos Humanos. En las películas que existen, se ve a Luis Dobles y a Miguel Bourla votando por Costa Rica. Yo estaba recluido en mi hotel, (Hotel de París, habitación 527) víctima de una gripe violenta que mi buen amigo el Dr. Carlos Manuel Gutiérrez, que por allí andaba en viaje de bodas, me estaba tratando a base de baños de agua caliente casi hirviendo que efectivamente me la sacaron en poco más de 24 horas. Pero me perdí el gran momento de la votación.

Pocos días antes, mi paso por la Asamblea de la ONU en París había tenido su clímax, la mañana en que solicité la palabra en el plenario para comunicar al mundo, «con instrucciones precisas de mi gobierno», que Costa Rica había disuelto su ejército.

Nunca olvidaré la aclamación con que este comunicado fue recibido, ni los discursos que se pronunciaron esa mañana en elogio de Costa Rica. Me acordaré siempre de la elocuencia del delegado filipino Carlos Rómulo, uno de los grandes estadistas asiáticos de aquel momento.

Pocos días después recibí instrucciones desde San José de volverme inmediatamente a Nueva York. No pedí explicaciones, obedecí con la rapidez del rayo, y empren­dí el horrible viaje transatlántico. Los aviones de hélice tardaban 18 horas, con escalas en Dublín y Terranova. Escasas 24 después de mi regreso a Nueva York, vino la noticia: Costa· Rica había sido invadida por las fuerzas del régimen derrocado, desde Nicaragua y con la ayuda y apoyo generoso del General Somoza.

Somoza y sus sucesores han justificado esa acción, alegando que Figueres estaba comprometido con lo que se llamó la Legión Caribe, a marchar sobre Nicaragua. Pero la verdad es que sus aliados del Caribe, primero le cobraron y luego se explicaron el que Figueres no mar­chara sobre Nicaragua como ellos pretendían. La opinión pública costarricense no lo habría permitido; todos está­bamos cansados de agitación y queríamos vivir en paz. Lo malo es que Somoza y sus aliados costarricenses no nos lo permitían.

La más precisa instrucción que recibí fue la de no mover­me de Nueva York, aunque los problemas que Costa Rica confrontaba no se iban a ventilar en las Naciones Unidas y esto era muy claro, sino en la recién creada OEA en Washington. La Junta Fundadora había resuelto, con muy buen criterio, invocar el Pacto de Río (que había entrado en vigencia ese mismo año y que en los tiempos que corren llaman el TIAR) y denunciar una agresión por parte de Nicaragua. Nuestro embajador en Washington Mario Esquivel, un 0,01 por ciento de experiencia y un 1.000 por ciento de inteligencia, tuvo a su cargo el asunto y lo saco triunfalmente: una misión de la OEA presidida por el uruguayo José Mora se constituyó en el escena­rio de los hechos y constató la presencia nicaragüense en la invasión. El Pacto de Río funcionó, y la invasión, que en todo caso no había avanzado gran cosa, hubo de retirarse, puesto que ya al gobierno de Nicaragua le estaba prohibido seguirle ayudando. (Fuese por las resoluciones de la OEA, o bien por instrucciones, léase órdenes del Departamento de Estado a su sirviente, el «son of a bitch but our son of a bitch» en palabras de Franklin Roosevelt).

De los amargos días de ese diciembre, recuerdo el pavo­roso impacto que produjo en mí la masacre de Murciélago (los invasores asesinaron a los miembros de un destaca­mento de la Cruz Roja y al propietario de la finca donde se hallaban, don Jaime Gutiérrez Braun), y concretamen­te la muerte, en ese crimen, de Tony Facio. Mi amistad más firme en esa familia era, por supuesto, con Rodrigo y Gonzalo. Tony había pasado esos años de primera juventud haciéndose médico en una universidad norte­americana, y nos conocíamos, naturalmente, de siempre, ¿quién no se conocía en San José?, pero la última vez que había llegado a Costa Rica en vacaciones, nos habíamos encontrado y se despertó entre los dos un afecto mutuo y en mí una admiración indescriptible por aquel hombre inteligente, modesto, idealista y cordial. Sentí aquella vez dos o tres años antes de su muerte- que había contraído una amistad para toda la vida, pero jamás imaginé que fuese a ser tan corta. La muerte de Tony me produjo un breve desequilibrio nervioso, unas noches de insomnio. Y aquí consigno que a pocos días de su muerte soñé con él. Un raro sueño: hablábamos de su muerte, él me contaba cómo había ocurrido, y yo le contestaba como si no hubiese muerto, y trataba de disuadirlo de algo que lo iba a conducir a la muerte. «Pero ya estoy muerto», me respondía Tony. «No te murás otra vez» le decía yo. Hablo de este sueño, porque fue el primero -luego ha habido más- que se trasmutó en producción literaria. De resultas de ese sueño escribí en esos días un cuento que titulé La Resurrección y no publiqué nunca, y que quince años más tarde se convirtió en mi desventurada comedia En agosto hizo dos años, tan elogiada por quienes la han leído, pero que nunca he logrado ver representada como Dios manda (como Dios no manda se representó tres veces en 1966, y hasta la fecha).*

Hacía tiempos no escribía. Y por esas noches escribí tam­bién la que habría de ser mi última composición en verso: un poema sobre los héroes de la trinchera de San Isidro, que envié desde Nueva York a Diario de Costa Rica, del que no me siento insatisfecho, y que don Pepe Figueres reprodujo textualmente en sus memorias.

Todo esto, en medio de mi primer invierno boreal, de mi primer contacto con la nieve y de retozar en la nieve con mi hijo. Los sucesos de Costa Rica no llegaron a Nueva York, mi puesto de vigilancia en las Naciones Unidas no se activó, la invasión fue derrotada, y la normalidad, si es que aquello era normalidad pero yo desde Nueva York la veía como normalidad, se recuperó. Pero no del todo.

Era una guerra de rumores. Mi leal secretario Félix Roberto Cortés, uno de los hombres más íntegros que he conocido, y una pérdida que sufrió Costa Rica cuando decidió emigrar, me contaba alarmado que veía movi­mientos extraños en su hermano Max, que ejercía el Consulado de Costa Rica en Nueva York. A lo largo de su vida, Max Cortés dio suficientes muestras de lealtad democrática y de fidelidad, como para que tengamos que atribuir sus extraños movimientos de comienzos de 1949 y su participación inexplicable en lo que conocemos como el cardonazo, a una explicable psicosis de guerra, pues Max había sido uno de los más intrépidos y activos soldados de la revolución, con participación excepcional en las sangrientas batallas de El Empalme y El Tejar.

El hecho es que Félix Roberto intuía algo: «Tuta anda en vainas». Y cuando Tuta viajó repentinamente a Costa Rica, me pidió que le dijéramos a la gente de San José que lo vigilara, en un tono que significaba que lo cui­dara. «Yo no sé-le dije a Benjamín Odio, Ministro de Relaciones Exteriores, en una carta- si se va a meter en alguna torta, pero si hay alguna torta en camino, ciertos amigos que tiene van a tratar de enrolarlo.»

De todas las explicaciones que se han intentado del car­donazo, incluida la publicación que muchos años después hizo Edgar Cardona, solo puedo llegar a una conclusión y a una explicación que me satisfagan.

No hay duda de que la cruzada anticomunista y fascista del General Franco en España había entusiasmado a los elementos más recalcitrantes de Costa Rica y de toda América; ni de que algunos -alarmados por la prepon­derancia que los líderes comunistas (ellos, no sus ideas), tenían en el régimen de los ocho años-, vieron en José Figueres a una especie de reproducción costarricense del Generalísimo español, y la Guerra Civil del 48 como una «cruzada» anticomunista similar a la española.
Cuando la Junta Fundadora emitió el decreto que ilega­lizaba el Partido Comunista, algunos lo interpretamos como «la de arena» que compensaba al ala derecha de la nacionalización bancaria; otros, como una concesión del gobierno al sector más radical, más ultra, de los excom­batientes, los que fueron a la guerra por anticomunismo más que por amor a las instituciones republicanas demo­cráticas; los comunistas, inevitablemente, como una imposición de Washington.

La verdad sea dicha, si de lo que se trataba era de ejecutar castigos políticos, el partido que debió ser proscrito fue el Republicano Nacional, autor de los crímenes, pues Vanguardia Popular, en buena ley, había sido apenas cómplice; (con algo de ejecutor es cierto, principalmente en 1943 y 1944.

La verdad es que las alas derechas, las alas ultras, no descansaban. Y desgraciadamente, el presidente electo parecía darles más beligerancia de la que por su número o su preparación intelectual, ideológica o académica podía corresponderles. En distintas manifestaciones, los partici­pantes en el cardonazo han expresado que su golpe mili­tar iba contra el Ministro de Trabajo, el padre Benjamín Núñez (sindicalista y demo-cristiano auténtico); otras veces, que contra el de Economía y Hacienda, Alberto Martén (a quien le atribuían la paternidad exclusiva de la nacionalización bancaria, que, a juicio de ellos, era una medida comunista), hombre intransigente es cierto, pero de total formación democrática, a quien el país le debe la formulación posterior de la doctrina solidarista, uno de los hechos más trascendentales de nuestra historia.

Eran días, eran tiempos de confusión, naturalmente. Todo olía aún a pólvora, todo olía aún a sangre. Dentro del movimiento revolucionario triunfante, había distintas tendencias que cada vez se definían más. Ya he hablado de los que lo veían como una cruzada anticomunista a la manera española. Otros, ahí me inscribo como miembro que fui del CEPN, como la oportunidad de devolverle a Costa Rica su tradición de libertades democráticas, y de echarla adelante, no por los caminos falangistas de España, sino, más bien, por los rumbos laboristas que desde 1945 marcaba Inglaterra o los newdealistas de los Estados Unidos de Franklin Roosevelt. Había un tercer grupo que se fue haciendo fuerte en torno al Presidente electo- que se limitaba a decir: «Volvamos a la constitucionalidad, como quien dice «Volvamos a los años de don Julio Acosta», que fue lo que en última instancia quisieron hacer a partir de noviembre de 1949 con una dosis de aquiescencia por parte del presidente Ulate, que, sin embargo, no olvidaba del todo su pasado de franco­tirador contra el inmovilismo de los últimos años de la república liberal.

En todo caso, las justificaciones que se han aventurado sobre el lamentable cuartelazo de Cardona, coinciden mucho con las que se formularon sobre el bellavistazo de Castro Quesada de 1932. Ninguna es suficiente, y lo que consiguen quienes tratan de explicar los propósitos, es sembrar la convicción en quienes los leen o escuchan, de que en el fondo no hubo, ni en 1932 ni en 1949, otra cosa que ambición o locura.

Pocos días después del cardonazo, me invitó a almorzar en su despacho (yo carecía de oficina donde recibir visi­tas), un hombre importante del Departamento de Estado y de la Misión estadounidense en las Naciones Unidas:

Philip Jessup. Una invitación insólita, porque yo fui el único invitado. Y en el curso del almuerzo, Jessup me preguntó muy discretamente subrayando que actuaba por cuenta propia y no con instrucciones de Washington, aunque Washington se enteraría luego de lo que conver­sáramos-, si la Misión de Costa Rica, o funcionarios de nuestro Gobierno, tenían alguna información, indicio o sospecha de que detrás del golpe del señor Cardona se hubieran movido influencias de las embajadas argentina o española.

Confieso que mi reacción fue de sorpresa. Era la primera vez que semejante versión llegaba a mis oídos, y así se lo hice saber a Jessup. «Es que nosotros me respondió sin explicar si «nosotros» era la Casa Blanca, el Departamento de Estado, la Misión ante la ONU, el Partido Demócrata o los remanentes del Brain Trust rooseveltiano tenemos información confidencial en ese sentido.»

La conversación no llegó a más, pero yo inmediatamente la puse en conocimiento de don Pepe Figueres, quien, empleando una de sus expresiones predilectas de enton­ces, me dijo apenas: «Yo ni sé, yo ni sé.»

Yo sí estaba enterado, y él también, de que los gobiernos de Franco y Perón estaban colaborando muy activamente en el terreno diplomático. Era Argentina la que estaba agitando y moviéndose y buscando votos para que las Naciones Unidas levantaran el embargo diplomático con­tra Franco que habían acordado en 1947. Y el Ministerio de Relaciones Exteriores de Costa Rica había prometido ayudarles, especificando, eso sí, en las instrucciones que me mandó, «salvo que existan documentos que aconse­jen mantener las medidas». La conversación con Jessup no era suficiente, ni tenía carácter documental, pero me lanzó a estudiar, y la lectura de los informes oficiales de las Naciones Unidas sobre la colaboración de la dictadura franquista con los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial (salvo, seamos honrados en el establecimiento de la verdad, en la persecución de judíos, pues España más bien ayudó a muchos), era impresionante. Con número y folio comuniqué a la Casa Amarilla la existen­cia de los apabullantes documentos, ordené copias de los más importantes, que envié a Figueres, a Gonzalo Facio , y a Fernando Valverde cuyas ideas sobre el eje Madrid­Buenos Aires conocía, le expresé al Presidente de la Junta mi convicción de que el nuevo régimen de Costa Rica, acusados de pro-fascistas sus rectores desde 1942 por el gobierno de Calderón, no podía ni debía acuerpar la política pro-fascista de un dictador lunfardo, en favor del régimen fascista de un dictador europeo. Sobre todo, que los países de mejor conducta democrática en la América Latina de 1949, como Uruguay, Chile, Cuba y Guatemala, amigos verdaderos de nuestra Junta de Gobierno, no entenderían el que los dejáramos «nadando en la arena» y dando la razón a quienes (¡había que leer ciertas publicaciones izquierdistas de los Estados Unidos!) nos acusaban precisamente de ser fascistas y a Figueres de haber sido aliado de los alemanes Efinger, Reimers y demás (León Cortés incluido).

«Los documentos acusadores existen, don Pepe, y yo no estoy dispuesto a renunciar a mi vida de luchador activo contra las dictaduras, por darle gusto a un compromiso diplomático que de alguna manera niega mi ideología personal, lo cual a lo mejor no importa, y la ideología de quienes están gobernando en Costa Rica. Prefiero renun­ciar, que darles gusto a los dictadores.»

Entonces tomé mi decisión, y se la comuniqué pri­vadamente a Figueres y a Facio (no tuve ocasión con Valverde): basado en los documentos oficiales de las Naciones Unidas que señalaban la cooperación de la dictadura de Franco con el nazismo, Costa Rica, por mi medio, votaría contra el levantamiento de las sanciones. Y si la Casa Amarilla, concretamente Benjamín Odio por quien yo sentía tanta admiración y tanto afecto, consideraba que esos documentos no constituían la excepción contenida en sus instrucciones (efectiva­mente, Odio alegó luego que él se refería a documentos posteriores a 1947), yo presentaría inmediatamente mi renuncia y regresaría a Costa Rica con mi conciencia de demócrata limpia.

Así ocurrió. Y en el trámite de comisión, dejé constancia de un NO costarricense al levantamiento de la cuarente­na diplomática que le habían decretado al General Franco y que el General Perón se desvivía por levantar.

No recuerdo escándalo igual al que las alas derechas de Costa Rica hicieron contra mí. De acuerdo con lo que Figueres, Valverde y Gonzalo Facio sabían, yo asumiría la responsabilidad única del acto, sin recurrir a ellos. El Ministro Odio, que hasta ese día me había distinguido con su apreciabilísima amistad, me condenó públicamen­te por haber «desobedecido» las instrucciones que tenía de votar en favor de la dictadura española (los docu­mentos existentes los desechó, por cuando eran de fecha anterior a su compromiso, pero las instrucciones que me impartió no condicionaban la existencia de documentos condenatorios a que fueran posteriores a la cuarentena, puesto que desde la cuarentena el asunto había desapare­cido de la agenda de la ONU, y no habría habido manera de que se produjeran nuevos estudios).

Las alas derechas del país -a las que tengo claro que se les podía atribuir la responsabilidad moral o intelectual del cardonazo-, se movilizaron en contra mía dentro de su particular ámbito. Me enteré luego de lo que se comentó contra mí en ciertas tertulias del Club Unión, donde alguien, que había pasado hasta entonces por buen amigo de mis padres, se dio el lujo de decir que a mí me habían comprado los soviéticos. Supe también que la defensa de mi honradez personal fue asumida por Ramón Aguilar Castro, como el caballero y hombre decente que siempre fue.

La Casa Amarilla trasladó a Nueva York a nuestro embajador en México, mi viejo amigo y vigoroso postulante de la izquierda democrática Emilio Valverde, probablemen­te para que me tutelara. El día que el asunto de España llegó a plenario, yo me quedé en mi casa, la Asamblea la atendió Valverde, y modificó mi «no» de comisión, emi­tiendo un voto de abstención, que probablemente convino con su hermano Fernando, para salvar dos caras: la del Canciller y la de este humilde Embajador.

De los meses invernales de 1949, guardo también el fresco, agradable recuerdo de una invitación a cenar en casa del Embajador de Chile, Hernán Santa Cruz, «para tratar un asunto muy especial». Concurrí, y me encontré con que el otro invitado era un político a quien yo llevaba años de estar ardiendo por conocer: Rómulo Betancourt. Sabía de él como un comunista juvenil venezolano que llegó a Costa Rica huyendo de la dictadura de Juan Vicente Gómez; que había participado en la fundación del Partido Comunista de Costa Rica en 1931 y en la organización de la huelga bananera de 1934, durante cuyos primeros días anduvo escondiéndose y a salto de mata hasta que logró salir de Costa Rica. Sabía también que, muerto Gómez, este hombre había regresado a su patria, había renegado del comunismo, había formado un partido democrático (social demócrata debería decir­se) llamado Acción Democrática, y que había sido el Presidente de la Junta Cívico Militar que se formó en 1945 a la caída del General Eléazar López Contreras. Sabía que esa Junta había presidido la primera elección presidencial democrática que había conocido Venezuela, en la cual había sido elegido Presidente de la República el novelista Rómulo Gallegos, quien tras nueve meses de gobierno fue derrocado en el otoño de 1948 por un golpe militar.** Yo estaba enterado también de que durante la Conferencia Interamericana reunida en Bogotá en abril del 48, Betancourt, delegado de Venezuela, había denun­ciado la interferencia de Somoza en la guerra civil de Costa Rica, y la penetración que sus tropas habían efec­tuado en nuestro territorio hasta Villa Quesada, hechos que fueron débil y melifluamente desmentidos por el delegado costarricense, enviado por el gobierno que estaba a punto de caer, don Alejandro Aguilar Machado.

Desde que ingresé en la sala de Hernán Santa Cruz, sentí que había hecho contacto con un hombre inteligente y magnético. El objeto de la reunión era este: después del golpe militar, estaban guardando prisión todos los dirigentes del partido Acción Democrática a quienes los golpistas pudieron capturar. Se estaban moviendo todas las teclas imaginables para lograr su libertad (no fueran a fusilarlos dentro de la tradición gomecista). Y me habían invitado para sondear si era posible que Costa Rica anunciara una presentación ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, para que esta se apersonara en el destino de los presos políticos venezolanos.

¿Por qué Costa Rica? Por varias razones: porque prefe­rían los líderes venezolanos que la gestión no la hiciera un país sudamericano, sino centroamericano; porque etancourt estaba convencido, como no lo estaban toda­vía muchos países de la América Latina, de que la guerra civil costarricense y la Junta que gobernaba, tenían un fuerte acento democrático y no el carácter pro-fascista que los partidos comunistas de la región se empeñaban en atribuirle; por los nexos afectivos que él, Betancourt, tenía con Costa Rica, patria de su esposa; y porque Costa Rica no había reconocido el régimen militar venezolano.

Declaro que sin pensarlo más les aseguré que lo que ellos deseaban se haría. Lo dije, porque estaba seguro de que la Junta Fundadora me autorizaría a actuar como e nos solicitaba.

Así fue. Con instrucciones expresas del gobierno, con­vnqué una conferencia de prensa, y anuncié que Costa Rica se proponía incluir en la agenda de la Asamblea de las Naciones Unidas el caso de los presos políticos venezolanos.

El asunto tuvo el desenlace que Hernán Santa Cruz pre­dijo. Inmediatamente, la dictadura venezolana puso en libertad a una cantidad impresionante de presos políticos, muchos de los cuales buscaron refugio en Costa Rica, donde residieron, para enriquecimiento espiritual de nuestro país, hasta la caída del régimen militar.

De este incidente arrancó mi amistad cordial y entra­ñable con Betancourt, que siguió hasta la hora de su muerte. Sentí esa noche que había conocido a un gran líder, pero más que todo a un hombre perspicaz y de pro­funda visión, a quien yo debía de alguna manera acercar a Figueres. Mis sentimientos se parecieron mucho a los que había experimentado poco más de dos años antes al estrechar la mano de Víctor Raúl Haya de la Torre (y, en otro contexto, cuando fui invitado a tomar el té a solas, una tarde en París, con Jawaharlal Nehru que quería saber lo que había sucedido en un país tan tranquilo siempre como Costa Rica).

De esa etapa solo me queda recordar mi última actuación en las Naciones Unidas, y fue que me tocó ser el costarri­cense que depositó el voto de mi país para admitir a Israel como miembro del organismo internacional.

Ese fue un día de gran fiesta en la ciudad de Nueva York donde tantos judíos viven. Pero lo que quiero recordar es que esa noche, cuando regresé a mi apartamento de la calle 68, me esperaba mi casera, la administradora del edificio, una encantadora anciana judía llamada Sylvia Bressler, que nos ofrecía un pequeño festejo íntimo a Alda y a mí, cuyas características y cordialidad no olvidaré nunca. Era como si el ingreso de Israel en las Naciones Unidas hubiese sido una hazaña personal mía.

Pocas semanas después, presentada formalmente mi renuncia como me lo había prometido a mí mismo, emprendimos el regreso a Costa Rica. El viaje desde Nueva York hasta Panamá lo hicimos por mar, en un barco de la Panamá Line, pequeño pero sumamente lujo­so y bello. Y de Panamá a San José volamos.

Llegamos a un San José cuyo único leitmotiv al comen­zar el mes de julio de 1949, era el conflicto cotidiano entre la Junta Fundadora de la Segunda República, y una Asamblea Constituyente dominada por las alas derechas del país.

* Tiempo después de escritas estas líneas, en enero del 2002, En agosto hizo dos años fue repuesta brillantemente por la Compañía Nacional de Teatro, con un éxito muy halagador. Hablaré más de ella posteriormente.

** Este golpe militar desembocó, tras una serie de movimientos internos que no interesan, en la dictadura personal de Marcos Pérez Jiménez, que gobernó hasta enero de 1958.

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