Lo que el pacto no contó

Garantías Sociales

El otro Calderón Guardia
Lo que el pacto no contó

Carlos Revilla Maroto

En un intercambio reciente sobre historia política alguien defendía, con razón, el pacto que en los años cuarenta permitió crear la CCSS, el Código de Trabajo y las Garantías Sociales. Su argumento era directo: “Manuel Mora se alió con Calderón Guardia en un proyecto que claramente iba a beneficio de la clase trabajadora”. Y, en efecto, esa alianza cambió profundamente la vida del pueblo costarricense. Pero la historia casi nunca es tan limpia como su memoria. Yo respondí entonces con una duda necesaria: “¿Y todo lo demás de Calderón Guardia? Su gobierno no solo fueron las garantías sociales. No hubo ninguna transformación económica estructural, y la burguesía cafetalera y azucarera siguió siendo el pilar del régimen. Los comunistas se aguantaron todo lo demás.”

La pregunta abre una puerta que a veces preferimos mantener cerrada: la alianza que permitió grandes avances sociales también fue una alianza con un gobierno conservador, autoritario y clerical. Comprender esa dualidad nos permite analizar mejor tanto sus logros como sus contradicciones.

Calderón Guardia no era un revolucionario. Era un político católico, profundamente convencido de que la estabilidad del país dependía de mantener la jerarquía social existente, pero también de incorporar a los trabajadores como un actor al que convenía reconocer y proteger. Manuel Mora, por su parte, entendió que los cambios que su partido había soñado durante años podían obtenerse más rápido dentro del Estado que contra él. Así nació un pacto de cálculo, no de afinidad ideológica: Calderón obtenía una base popular organizada, y los comunistas obtenían las leyes que harían realidad su proyecto social. Cada quien ganó donde era débil.

Ese acuerdo significó una transformación decisiva en Vanguardia Popular. En lo inmediato, renunciaron a la toma del poder como objetivo táctico. La lucha armada dejó de ser el horizonte. La reforma legal se convirtió en la vía privilegiada de conquista social. Fue una forma de reformismo pragmático: un comunismo que momentáneamente dejaba de hablar de revolución para hablar de salarios mínimos, inspecciones laborales y cajas de seguro. Sin embargo, la renuncia fue estratégica, no doctrinal. Vanguardia nunca dejó de considerarse un partido revolucionario; simplemente pospuso esa meta. Y aunque los comunistas se volvieron moderados en sus fines inmediatos, mantuvieron intactas sus herramientas de movilización: disciplina férrea, control territorial y disposición a usar la fuerza cuando lo consideraran necesario.

Las reformas sociales de los años cuarenta transformaron Costa Rica de un país sin protección laboral en uno donde los trabajadores adquirieron derechos concretos y tangibles: vacaciones, jornadas limitadas, seguridad social. Pero mientras se creaba un Estado social robusto, la estructura económica del país permanecía casi intacta. Ninguna reforma agraria alteró la distribución de la tierra. Los grandes productores de café y azúcar continuaron siendo la columna vertebral de la economía y del poder político. El país que salió de ese proceso fue más justo, pero no más igualitario en la propiedad. El Estado se volvió más protector del pueblo, pero no menos dependiente de la élite tradicional.

El componente moral del pacto tampoco fue menor. La alianza con la Iglesia Católica, personificada en la influencia del arzobispo Víctor Manuel Sanabria, dio legitimidad religiosa al proyecto. Las reformas sociales se justificaban desde la Doctrina Social de la Iglesia, y no desde la lucha de clases. La protección del trabajador no debía conducir a su emancipación ideológica, sino a su integración disciplinada en un orden cristiano y paternalista. El Estado asumía un rol de tutor, no de liberador.

Calderón Guardia, además, gobernó sin una convicción democrática particularmente sólida. Recurrió a estados de sitio, censuró a la prensa opositora, presionó en las elecciones y promovió un proyecto continuista que amenazaba con romper la alternancia. El calderonismo no solo construyó derechos; también controló disidencias. Para sorpresa de algunos, ese control se apoyó también en su aliado comunista. Vanguardia Popular no fue únicamente el partido de los derechos del trabajador: también fue un actor activo en la disciplina política del régimen. Sus brigadas de choque, célebres y temidas, interrumpían reuniones opositoras, golpeaban adversarios y disuadían la disidencia. La izquierda, que había renunciado al asalto del poder, no renunció a la violencia como herramienta de batalla política.

Esto explica por qué el pacto fue a la vez un triunfo popular y una sombra sobre la democracia. Manuel Mora aceptó pagar el precio de una menor libertad política a cambio de una mayor seguridad social. Quizá pensó —no sin razón histórica— que primero se come, luego se discute. Calderón, desde el otro extremo ideológico, encontró en la alianza la posibilidad de modernizar el capitalismo costarricense sin desafiar a quienes lo dominaban. Ambos se mantuvieron unidos mientras esa ecuación les resultó beneficiosa.

Pero el pacto no estaba construido para durar más allá de la utilidad mutua. Cuando la figura de Calderón comenzó a representar amenaza para el control oligárquico y los ánimos políticos se crisparon, la derecha que había tolerado las reformas sociales decidió que era hora de frenar el experimento. La ruptura terminó en la Guerra Civil de 1948, donde los viejos socios se encontraron en bandos enemigos. El proyecto social sobrevivió porque era ya demasiado popular para ser eliminado, pero la alianza que lo alumbró quedó destrozada.

Mirar esta historia sin complacencia es vital. El legado del pacto es inmenso y merece reconocimiento: sin él, Costa Rica no habría construido el país de dignidad social que se celebra en discursos y estadísticas. Pero ese mismo legado surgió de un contexto de control político, moral religiosa dominante y exclusión de transformaciones más profundas.

En síntesis, el calderonismo fue progresista en lo social, conservador en lo político, oligárquico en lo económico y católico en lo moral. Se apoyó en una izquierda que cambió —al menos temporalmente— la revolución por el pacto. El resultado fue un Estado Social que nació con la cruz en alto y el puño cerrado. Un triunfo que también fue advertencia: los derechos pueden llegar antes que la democracia plena, y a veces los defienden manos que también pegan.

Si hoy celebramos lo que se ganó, también conviene recordar el costo. Porque entender la historia en sus claroscuros no la hace menos valiosa: la hace más humana.

La creación de este contenido contó con la asistencia de la IA, y revisé el material para asegurar su precisión. El contenido no se generó automáticamente.

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