Dos ideas de revolución
el diálogo entre Arana y Figueres
En los primeros días de la Guerra Civil de Costa Rica de 1948, cuando el desenlace aún era incierto, el movimiento encabezado por José Figueres Ferrer dependía en buena medida del apoyo externo para sostener el esfuerzo militar. Desde Guatemala, el gobierno surgido de la Revolución de 1944 —y, en particular, el poder militar encabezado por Francisco Javier Arana— facilitaba armas, municiones y suministros, haciendo posible el puente aéreo entre Guatemala y Costa Rica, decisivo para la supervivencia inicial del movimiento revolucionario.
Ese respaldo no era menor ni automático. Implicaba riesgos políticos y estratégicos para Guatemala y colocaba a Arana en una posición singular: la de aliado logístico que, al mismo tiempo, observaba con atención el desarrollo del conflicto. Desde esa perspectiva —la de quien ayuda, pero también evalúa— Arana envió a Figueres un mensaje de advertencia. A su juicio, la revolución no avanzaba con la rapidez necesaria, y el estancamiento podía conducir al fracaso.
La respuesta de Figueres a ese llamado fue mucho más que una réplica táctica. Fue una definición de principios. En ese cruce de mensajes se enfrentaron dos concepciones distintas de la acción revolucionaria: la lógica del avance militar inmediato, propia de un oficial profesional, y la idea de una revolución cívica armada, limitada por consideraciones éticas y por la naturaleza civil de quienes empuñaban las armas en Costa Rica.
Arana: la urgencia del movimiento
Formado en el mundo de los cuarteles y protagonista central de la Revolución guatemalteca de 1944, Arana concebía la revolución como una operación de fuerza en la que el tiempo era un enemigo implacable. Su advertencia a Figueres —“la revolución que no avanza, se pierde”— condensaba una visión clásica: mantener la iniciativa, presionar sin pausa y evitar que el adversario se reorganizara.
Desde ese marco, la prudencia podía confundirse con debilidad. Para Arana, estancarse equivalía a ceder la ventaja estratégica, aun cuando el objetivo político fuera legítimo. Su mensaje no era una amenaza, sino una exhortación nacida de la experiencia militar y del compromiso que Guatemala ya había asumido con el movimiento figuerista.
Figueres: una revolución civil con armas
La respuesta de Figueres fue tan dura como reveladora. No negó la necesidad de avanzar, pero rechazó el supuesto central del planteamiento de Arana. Figueres no dirigía un ejército profesional, sino una fuerza compuesta por profesionales, estudiantes, maestros, obreros y campesinos, civiles que habían tomado las armas por circunstancias excepcionales.
Su negativa a “mandarlos a que los maten así de buenas a primeras” expresa una ética del mando poco habitual en guerras civiles. Para Figueres, el avance no podía desligarse del costo humano ni de la tradición cívica costarricense. La revolución, en su concepción, debía triunfar sin traicionarse a sí misma.
La comparación con Guatemala —provocadora y áspera— no buscaba diplomacia. Buscaba marcar una frontera conceptual: Costa Rica no podía reproducir un modelo de guerra sustentado en ejércitos profesionales y poblaciones subordinadas al mando militar. El 48 debía ser, incluso en la guerra, un proceso limitado y transitorio.
Dos tiempos, dos legitimidades
El intercambio revela también dos formas distintas de entender el tiempo político. Para Arana, el tiempo es un recurso que se agota y exige aceleración constante. Para Figueres, el tiempo es una variable que debe administrarse sin perder la legitimidad moral del movimiento. Avanzar demasiado rápido podía significar ganar la guerra y perder el sentido de la victoria.
En esa tensión se explica buena parte de la singularidad del 48 costarricense. La guerra no fue concebida como un fin en sí mismo, sino como un mal necesario, subordinado a un proyecto político que aspiraba a volver cuanto antes a la civilidad y a la institucionalidad democrática.
Un diálogo que explica el desenlace
Paradójicamente, ambos tenían razón desde sus respectivos marcos. Sin el empuje estratégico que Arana reclamaba —y sin el apoyo material que Guatemala brindó— la revolución difícilmente habría sobrevivido. Sin la cautela ética de Figueres, el triunfo habría podido convertirse en una victoria vacía, incompatible con el proyecto democrático posterior.
Este diálogo, breve pero intenso, ilumina mejor que muchos discursos el carácter híbrido del 48: una revolución armada que se pensó a sí misma como provisional; una guerra hecha para terminar con la guerra. En esa tensión —entre avanzar y contenerse— se jugó no solo el resultado del conflicto, sino el tipo de país que emergería después.
Por eso este intercambio merece ser leído hoy no como una anécdota, sino como un documento fundacional. En él se condensan preguntas esenciales de toda revolución:
¿hasta dónde avanzar?, ¿a qué costo?, ¿y para construir qué?
En Costa Rica, la respuesta fue distinta. Y ese matiz, marcado con crudeza en estas palabras cruzadas, sigue explicando por qué el 48 no fue solo una guerra ganada, sino una guerra deliberadamente limitada.
Documento
Mensaje de Francisco Javier Arana a José Figueres Ferrer
“General Figueres, creo que la revolución no está avanzando con el ritmo necesario para lograr el éxito a corto plazo. Recuerde que la revolución que no avanza, se pierde.”
Respuesta de José Figueres Ferrer
“Quienes están conmigo son profesionales, estudiantes, maestros, obreros y campesinos, que no son duchos en el manejo de las armas. Les sobra amor a una patria nacida para los valores cívicos. No puedo mandarlos a que los maten así de buenas a primeras. La cosa aquí no es igual que en Guatemala, en donde mandan a los indios a matarse sin que importe nada para qué…”
Nota del Editor: Este intercambio refleja dos concepciones distintas de la acción revolucionaria: la lógica del avance militar inmediato y la idea de una revolución cívica armada, limitada por consideraciones éticas y por la naturaleza civil de sus protagonistas




Comentarios Facebook