Figueres como estadista
Palabras dichas en la Asamblea Legislativa por Enrique Obregón Valverde en el acto de homenaje a don José Figueres cuando se le nombró Benemérito de la Patria.
En su libro El Poder y la Vida, afirma Valery Giscard D’Estaing: «Jamás hubiera sido presidente de la República sin la enfermedad y muerte de Pompidou». Esta afirmación posiblemente sea cierta, como lo es que todos somos consecuencia de condiciones ajenas a nosotros mismos. En política, podemos decir que este es un fenómeno que apreciamos con mayor intensidad.
De esta manera, es procedente afirmar que don José Figueres nunca hubiese sido presidente sin la reforma social de Calderón, el mal gobierno de Teodoro Picado y una oposición brillantemente dirigida por Otilio Ulate —que creó un ambiente de agitación nacional— y que ayudó después para el desarrollo de una revolución triunfante.
Cada político tiene su circunstancia, ajena a él, que le marca un punto de partida original. Lo que haga.después dependerá, en gran medida, de sus capacidades y del valor que tenga para hacerle frente a las contradicciones y posibilidades del momento histórico que le corresponde vivir.
La mayor parte de los hombres que intervienen en los asuntos públicos, despegan como políticos, y permanecen en esa condición, logrando pequeños espacios en la historia, sin pena ni gloria. Solamente algunos, muy pocos, traspasan esos límites para adquirir dimensión de estadistas, ocupan escenarios inmensos, en el espacio y en el tiempo, y llegan, en ciertas ocasiones, hasta traspasar las fronteras de sus propios países.
El estadista es un político, pero los políticos no siempre son estadistas. El político, como que se queda resbalando en su propio tiempo, sin capacidad para mirar al día siguiente. Para el estadista, su tiempo no es más que el punto de apoyo que le permite proyectarse hacia el futuro. El político es un hombre que trabaja con lo que tiene, con lo que existe; el estadista, en cambio, es un mago que labora con todo aquello que pueda llegar a ser, con la fantasía del mundo por crear. El primero, pule y repule el presente, que es la escultura del pasado; el segundo da contorno de audaz clarividente a un futuro que solamente él, y otros pocos como él, pueden apreciar y entender.
El estadista es siempre un hombre del mañana. Por eso imprime sello propio y permanente a su tiempo y al tiempo de los que le sucederán. Y será más grande cuanto más penetre en la historia futura de so propio país.
Hubo un hombre en la Atenas antigua que grabó tan profundamente su personalidad en la historia que aún hoy continuamos hablando del Siglo de Pericles. ¿Cuántos estadistas ha tenido Costa Rica en el presente siglo? Es posible que solamente tres: Alfredo González Flores. Rafael Ángel Calderón Guardia y José Figueres Ferrer. Fueron gobernantes que pudieron traspasar su propia circunstancia histórica para proyectarse definitivamente hacia el futuro. En nuestro país, el siglo xx estará marcado, con relieve mayor, por estas tres grandes personalidades.
Este no es un espacio para hacer un estudio profundo de la labor de estos tres gobernantes, pero puedo hacer un apunte de diferencia general. Don Alfredo tuvo un pecado original: no fue electo popularmente; y cometió un error básico de planteamiento: pretendió adelantarse demasiado a las posibilidades de su época. Calderón, en cambio, fue electo popularmente y planteó una reforma social profunda de acuerdo con las necesidades y sensibilidad de su tiempo, pero falló en las estrategias, quebrando así el poder de resistencia de la sociedad. La reforma de Calderón, necesaria y conveniente, al fallar en el procedimiento político para su aplicación, provocó un enfrentamiento violento de clases que duró más de seis años y que terminó con el triunfo de la Revolución del 48. Finalmente, Figueres transformó la estructura del Estado costarricense, creando una serie de instituciones con capacidad para actuar fuera del poder central, consolidó para siempre el derecho del pueblo a elegir libremente a sus gobernantes e imprimió una nueva y saludable energía en la sociedad, lo que ha permitido, durante más de cuarenta años, transformar las instituciones caducas sin derramamientos de sangre.
De los tres estadistas señalados, los dos más significativos fueron Calderón Guardia y José Figueres y son los que le han dejado su huella a este siglo. Al siglo xx, que es el de Calderón y Figueres. Pero pienso que Figueres se adelanta un poco más, en una bien analizada dimensión de estadista, cuando nos enseñó «en una época revolucionaria y turbulenta» que las reformas sociales se plantean teniendo en cuenta las posibilidades del momento y dentro de la institucionalidad democrática. Esta enseñanza, rebatida como conservadora y entreguista por algunos sectores de los campos socialistas más extremos, está hoy plenamente confirmada por nuestra realidad nacional así como por los grandes acontecimientos mundiales. El reformismo democrático bien entendido resultó ser, a la postre, el único camino de la verdadera y auténtica revolución para el bienestar de los pueblos.
Hace ya muchos años, en 1867, se le encargó a Víctor Hugo escribir un prólogo para «La Guía de Paris». En realidad, aquel prólogo resultó ser un célebre ensayo que definía lo que iba a ser Europa en el siglo xx: un conjunto de naciones unidas política y económicamente, marcando un desarrollo y un espíritu de fraternidad solidaria nunca vistos con anterioridad, sin diferencias ideológicas, aceptando todos los pueblos una sola forma de gobierno. Ciento veinticinco años se adelantó Víctor Hugo a su tiempo. Pues bien, en este ensayo, el gran poeta francés nos da una máxima lección de doctrina política al lanzarnos la siguiente sentencia: «Saber exactamente la cantidad de porvenir que es posible introducir en el presente, ahí reside todo el secreto de un gran gobierno. Poned porvenir en todo lo que hacéis, cuidando tan sólo de medir su dosis».
Y ésta, y no otra, es la gran enseñanza que los costarricenses hemos recibido de don José Figueres. El buen gobernante trabaja siempre con el futuro; pero el estadista verdadero es aquel que sabe exactamente la cantidad de porvenir que es posible introducir en el presente; es decir, el que puede recetar la dosis adecuada.
Figueres tuvo dos amores en su vida, uno por la tierra y otro por la cultura. Esto, a pesar de que la mayor parte de su vida estuvo dedicada a la acción política. Pero la política, para él, fue un paréntesis o una imperiosa necesidad, consecuencia de ese amor por la tierra y por la cultura. Figueres, por la vía política, quiso llevar al ciudadano a la tierra y al campesino a la escuela.
En 1949 renunció al poder que había tomado con las armas para entregarlo a quien legítimamente le pertenecía, siendo consecuente con las palabras de Santander: con las armas se puede conquistar la independencia, pero sólo las leyes darán la libertad.
«Dejando una nación en paz, en proceso acelerado de transformación económica, social y política», se marchó para su finca, a un nuevo encuentro con la tierra y con el libro, para regresar después, como un legendario héroe de la república romana, retomando su lucha interminable por la democracia, la paz y la ley.
Termino recordando las palabras que escribí con motivo de la muerte de don Pepe:
Algunos creen que José Figueres nació en San Ramón de Costa Rica; pero yo pienso que fue en la Grecia antigua. Era amigo y partidario de Pericles y discípulo de Anaxágoras. Posteriormente, por un cósmico huequecito de la historia, se marchó de su lugar natal y llegó a nuestro país. Traía sus alforjas repletas de las más puras ideas sobre libertad y democracia.
Aquí descubrió la tolerancia como ley suprema de convivencia pacífica entre los hombres y aprendió a vivir sencillamente en armonía con la naturaleza. Sonrientes, Voltaire y Tolstoi lo admitieron como hermano.
Un día, alguien pretendió desconocer el derecho del pueblo a elegir libremente a sus gobernantes. Fue, entonces, cuando nos enseñó que el uso de las armas puede ser imprescindible en un momento determinado; después, sólo ha de existir el imperio de la ley.
De pronto, se nos ha escapado. Todos lo hemos visto partir, en su vieja motocicleta, hacia la más lejana de las estrellas. Llevaba en alto una bandera en la cual había inscrito la siguiente leyenda: «Recordad siempre que toda lucha verdadera no tiene fin».
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