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¿Por qué don Pepe pudo ser dictador?

José Figueres Ferrer

¿Por qué don Pepe pudo ser dictador?

Guillermo Villegas Hoffmeister

En reiteradas ocasiones se hace la pregunta: ¿por qué don Pepe Figueres, al término de la Guerra Civil de 1948, no se declaró dictador, si en el fondo de su alma anhelaba serlo? Hay razón para hacerse tal pregunta pues las más de las veces, por no afirmar rotundamente que todas, los caudillos vencedores se quedan con el poder y desde él, tras abolir la constitución de su país, mandan libremente aten­diendo casi únicamente los dictados de sus conciencias o de sus intereses. En 1948 el caso de Costa Rica fue, obligada­mente, distinto.

Don José Figueres entró a la vida pública por un azar del destino. En julio de 1942 su nombre se conoció en todo el país merced a que fue capturado, mientras decía un discurso en el cual criticaba al gobierno del doctor Calde­rón Guardia y dos días más tarde, expulsado del país. Allí nació a la vida pública, allí su apellido comenzó a tener resonancia. Figueres pasó a ser sinónimo de acción.

A su regreso al país, después de 22 meses de exilio, fue recibido como un héroe. Los oposicionistas de entonces, cifraban en él la esperanza de que el gobierno de turno y sus aliados, se las tuvieran que ver con alguien que no les te­mía y que iba a dirigir, en su momento, a los costarricenses a una acción reivindicatoria de las libertades conculcadas. Por algo don Pepe hablaba de que había, con una mano que emitir el voto y con la otra blandir la metralleta. Era un decir apenas, pero un decir que se tomaba muy en serio por unos y otros.

La campaña político electoral que se inició el 13 de febrero de 1947 al escogerse al candidato presidencial de la oposición en un acto en el cual don Pepe apareció como pre candidato por el Partido Cortesista auténtico, don Otilio Ulate por el Unión Nacional, quien resultó triunfador en este acto y don Fernando Castro Cervantes por el Partido Demócrata, nombre que en 1944 había llevado el partido que postulaba a don León Cortés como candidato presi­dencial, fue harto violenta. Las calles de ciudades y pueblos se tiñeron de sangre y el odio era común a todos los costa­rricenses. Y por ese camino llegó la Guerra Civil.

Desde muchos años antes, don Pepe habría andado de la ceca a la meca en pos de ayuda para llevar a cabo su revo­lución, hasta que la obtuvo del Ejército de Liberación del Caribe, jefeado por el general don Juan Rodríguez García, con el apoyo del presidente doctor Juan José Arévalo, pre­sidente de Guatemala y de su jefe de Estado, mayor coronel Francisco Javier Arana, en diciembre de 1947.

Con la promesa de ayuda, en La Lucha, más de dos meses antes de que la Guerra Civil fuera una realidad, don Pepe se rodeó de siete hombres dispuestos a todo: Edgar Cardona Quirós, Max Cortés González, Fernando Figuls Quirós, Alberto Lorenzo Brenes, José Santos Delcore Al­varado, Víctor Alberto Quirós Sasso y Frank Marshall Ji­ménez. Con ellos hizo planes, con ellos se comprometió, si se ganaba la revolución, con los sobrevivientes del grupo, se formaría una junta militar de gobierno, presidida, desde luego, por él.

Una junta militar de gobierno, ni más ni menos. Era un formal compromiso.

Los compañeros de Figueres en la gran aventura habían sufrido, todos, serios agravios de parte de los amigos del go­bierno, de los comunistas y de los calderonistas. Esos agra­vios clamaban venganza y con una junta militar, de la cual los sobrevivientes de la gran aventura serían parte, podrían establecerse los mecanismos de castigo más fácilmente que mediante un grupo civil gobernando.

A Figueres, sin embargo, dentro de su fuero íntimo le preocupaba de la idea por las muchas implicaciones que podría tener y es así como disgregó, al momento de comen­zar la guerra, al grupo de los siete. A cada uno lo colocó en sitio distinto a los otros, casi incomunicados entre ellos. Así comenzó a urdir su propio proyecto de gobierno.

Al triunfo de su movimiento, cuando aún estaba en Cartago, Figueres hizo el anuncio de que se formaría una junta de gobierno, y dio los nombres de quienes la inte­grarían. No estaban allí los nombres de sus compañeros de los días primeros, los nombres de aquellos que habían alcanzado los más altos puestos en la jerarquía militar, en realidad don Pepe estimó que el mando no era para com­partirlo. Como ejemplo, don Pepe nombró a don Mario Esquive! Arguedas como ministro de Seguridad Pública.

Ese nombramiento estuvo al borde de producir un levan­tamiento en su contra, por lo cual, se vio compelido por la oficialidad del ejército a nombrar a don Edgar Cardona Quirós como ministro de Seguridad, que por votación se­creta así lo decidió, y a don Frank Marshall Jiménez, como jefe del Estado Mayor. Frank y Edgar, amigos de larga data, habían tenido, por un quítame allá esas pajas, un incidente en plena revolución. Figueres estimó, no sin razón y así lo manifestó a sus más allegados, que merced a este incidente, uno vigilaría al otro y los tendría bien controlados. Tuvo razón. U na vez más acertó. Igualmente, a pesar de la pro­testa airada de don Mario Esquive! quien, según don Pepe no le encontraba don Bruce Masís más mérito que el de haber sido combatiente, designó a este, a quien tenía entre sus allegados, para ocupar el Ministerio de Agricultura. Así los combatientes quedarían tranquilos y él contaría con un amigo más dentro del gobierno que organizaba.

Pero había otro problema: los miembros del Batallón San Isidro, que habían tenido a su lado a don Fernando Valverde durante los días más duros de la revolución y quienes fueron reforzados por los combatientes provenien­tes de La Paz de San Ramón, los cuales habían tenido como excelente jefe a don Francisco José Orlich, querían que uno de estos dos fuera el Presidente de la Junta y no don José Figueres, como también lo reclamaban algunos -no todos­los combatientes de El Empalme. Habida cuenta de que don Pepe no participó en los combates, y se mantuvo en su cuartel general en Santa María de Dota, salvo el encuentro en San Cristóbal Sur al inicio no más de las hostilidades. Como se ve, las cosas estaban enredadas y más cuando mu­chos de los combatientes alajuelenses se retiraron del ejército porque ellos exigían que don Otilio Ulate recibiera, de inmediato, el cargo de presidente de la república, con que lo había ungido el pueblo en las elecciones del 8 de febrero de 1948 y por cuya anulación se llegó al paso final: la gue­rra que estaba concluyendo.

El cisma era grave. Allí no terminarían las cosas: el Ejér­cito de Liberación Nacional hizo, el 24 de abril de 1948, su ingreso a San José. Ocupó los cuarteles, se sustituyó en las calles a la policía picadista por la nueva revolucionaria, pero el presidente era don Santos León Herrera, designado por don Teodoro Picado para ocupar el cargo hasta el 8 de mayo, cuando el período constitucional concluía, lo cual permite señalar que Picado no se rindió, sino que dejó a un sucesor para que concluyera su mandato, aunque con algu­nos ministros nombrados por los rebeldes. Además, entre esos días y el 1 de mayo, hubo la amenaza de protestas en las calles por parte del ulatismo, que se negaba a aceptar la instalación de una junta de gobierno y exigía que el po­der se depositara, inmediatamente, en manos de don Oti­lio Ulate. Era como el anuncio de una contrarrevolución, encabezada por don Edmundo Montealegre y la doctora Emma Gamboa, entre otros. Y no fue sino gracias al patrio­tismo, a la inteligencia del licenciado Jaime Solera Bennett, quien en su casa de habitación logró reunir el caudillo civil, don Otilio Ulate con el caudillo militar, don José Figueres en la noche del 30 de abril y la madrugada del 1 de mayo, que se suscribió el llamado Pacto Ulate-Figueres, el cual autorizó la instalación de la Junta Fundadora de la Segunda República por un período de 18 meses prorrogables a 24. Con esto, si bien se echó aceite sobre las procelosas aguas políticas, las cosas no andarían bien entre ulatistas y los dirigentes revolucionarios.

Instalada la junta de gobierno, se pensó en la creación de un ejército. Se habló con insistencia y hasta se buscó, según las actas de las sesiones de la junta, comprar una finca para asentar al ejército, de traer oficiales alemanes, que ha­bía por miles, desocupados en su patria, para la preparación del ejército, que sería pequeño pero muy potente, armado con equipo americano y apegado a los sistemas del ejérci­to de los Estados Unidos. El grave problema consistió en que los americanos no quisieron venderle armas al gobier­no costarricense precisamente por temor a que se armara hasta los dientes y ayudara conforme a la letra y espíritu del Pacto del Caribe firmado por Figueres en diciembre de 1947 con exiliados de diversos rumbos y bajo los auspicios del Presidente de Guatemala, doctor Juan José Arévalo, a derrocarlos. La mayoría de los dictadores o todos los que había en América entonces, estaban protegidos por la mano cómplice del gobierno de los Estados Unidos. Pese a la casi imposibilidad de armar un ejército en forma, se creó un casino militar que operaría en lo que fue la residencia del doctor Calderón Guardia, hoy museo de ese nombre. En fin, que los sables sí querían sonar. Pero el sonido de los sables no beneficiaba a Figueres.

Don Otilio Ulate y sus allegados miraban la situación con gran recelo. Había malestar con Figueres por la presen­cia de cientos de exiliados, en especial nicaragüenses, que pretendían derrocar, empleando recursos y soldados costa­rricenses, los gobiernos de sus países. Es importante señalar que los dominicanos, propietarios de las armas usadas por Figueres en su revolución, no fueron jamás problema. Pelearon y se fueron a Guatemala, donde siguieron en pos de conquistar sus sueños de derrocar a Trujillo.

La protesta, por esa situación, de los ex combatientes, de los oficiales del Ejército de Liberación Nacional, encabe­zados por Frank Marshall, llegó al punto de la sublevación. En junio del ’48, a la junta la salvó la suerte. Marshall se fue a su casa, se retiró de la vida pública para sumirse en sus negocios, hasta que otro intento contra la Junta, el Cardo­nazo, 2 y 3 de abril de 1949, lo hizo desempolvar su arma y lanzarse a la calle a defender al gobierno que en verdad lo había maltratado. Frank Marshall jamás guardó rencores, fue demasiado caballero para ello.

Puede verse que la Junta y con ella, desde luego, don Pepe, estuvieron 18 meses prácticamente a la defensiva: no podía convertirse en dictador si no hubo unanimidad en el Ejército de Liberación Nacional en apoyarlo ciegamente como ha de ser cuando se trata de respaldar a un gobierno fuerte. Contaba con la no disimulada y a veces saboteadora oposición del ulatismo y del periódico La Nación que no dejaron de martirizar a la junta, unos desde el seno de la Asamblea Constituyente y la otra desde sus columnas; ade­más, aunque a Figueres, en el fondo de su alma, le gustaba mandar, aunque su sueño era, de verdad, revolucionar el país, mediante un gobierno dictatorial, todo eso, sumado, le impedía jugarse abiertamente la carta de hombre fuerte.

Y como si fuera poco, se quedó, aunque más en la for­ma que en el fondo, sin ejército, al aprobar la junta de go­bierno, aunque no se diera decreto alguno al respecto. La eliminación del ejército regular, propuesta por el ministro de Seguridad Pública, don Edgar Cardona (a quien, en la sesión de la junta de gobierno, correspondiente al 29 de noviembre de 1948, se asciende a coronel efectivo por sus esfuerzos en eliminar el ejército y pasar los recursos que este consumía, al Ministerio de Educación Pública -un millón de colones anuales-),que anuncia, oficialmente, don José Figueres en su discurso de traspaso del Ministerio de Edu­cación del edificio del Cuartel Bellavista al Ministerio de Educación Pública; el acto se prestaba a las mil maravillas para anunciar el éxito de los esfuerzos por eliminar el ejér­cito como institución permanente, y se inserta en la misma fecha en La Gaceta Oficial el decreto correspondiente, aun­que no se dijo así en ese momento, sino hasta el siguiente día en un reportaje a don Pepe, publicado en La Prensa Libre y, por consiguiente, para que se sepultara para siem­pre cualquier deseo que tuviere por ser dictador en Costa Rica. La época de los dictadores había pasado. Los que tuvo nuestra nación en el siglo XIX difícilmente podían ser emu­lados, tal el calibre de sus realizaciones como mandatarios.

En todo caso, José Figueres Ferrer, como estadista, bri­lló con luces muy propias y para ello sólo requirió el uso de su carácter, definido, en todos los momentos difíciles y no empuñar, como alguna vez lo soñara, el sable del dictador. Por ello fue designado el costarricense del siglo XX.

Paso a los héroes (Páginas no escogidas)

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