Preámbulo autobiográfico
Por José Figueres Ferrer
A manera de credenciales, poco oficiales, daré unos datos autobiográficos. Yo he sido un lector omnívoro y rumiante. Casi no hay disciplina donde no haya pastado, ni pasto intelectual que no haya digerido varias veces.
Nací en San Ramón en 1906, dos meses después de haber inmigrado mis padres Catalanes. Casi nazco a bordo. En la escuela primaria tuve por inspiradores a dos maestros, filósofos liberales, don Federico Salas y don Nautilio Acosta. Un día don Federico no me quiso prestar El Trabajo de Emilio Zolá sin permiso de mi papá, y papá no dio permiso.
Comencé a emborracharme con las obras formadores de la voluntad infantil, de Smiles y de Marden, y sobre todo con ese librito para los jóvenes, Hace Falta un Muchacho, de Enrique Cuyas, catalán también.
Pasé a la Segunda Enseñanza a San José, dispuesto a conquistar el mundo en ocho días. A los 12 años fui reparador de bicicletas. A cada momento había que enderezar los aros de madera do aquel tiempo: A los 13 fui «experto» en radio, en la época de la galena y los carretes de Runkorff. Manejé el Ford Modelo T mucho antes de alcanzar con mis dos pies los tres pedales.
A los 15 años comencé a instalar plantitas hidroeléctricas en las fincas, ganando dinero en vacaciones. Creo que hubo contrataciones hasta de ₡ 17.00, sin que el Banco Mundial las financiara.
Durante la Segunda Enseñanza pasé todo el curso de Ingeniería eléctrica de las Escuelas Internacionales por Correspondencia, en los recreos, y en sábados y domingos. Además, estudié contabilidad con don Nicolás Montero, bastantes años antes de la IBM. De mucho me ha servido. Por lo menos sé cuando debe haber, y cuando no hay nada.
Dejo constancia de que mi mayor inspirador durante la Segunda Enseñanza, fue don Tobías Retana.
A los 18 años me fui a Boston, habiendo aprendido ya inglés en la Filosofía Sintética de Spencer y en los Ensayos de Emerson. Comenté una vez con Cristian Rodríguez, aunque él no lo recuerda, mi desilusión, igual a la suya, al notar que los muelleros de Boston me recibieron sin comentar a Emerson ni recitar a Poe.
Estreché amistad con Emilio Valverde, ramonense, que estaba con el sarampión de la literatura. Me convenció de que valía la pena leer a los poetas modernos de entonces, Darío y Chocano, hacia quienes yo sentía desconfianza por no estar probados por el tiempo, y por ser la poesía un campo donde yo no debo andar sin buenos guías. Juntos aprendimos a disfrutar la buena prosa. El me introdujo a Rodó en castellano, y yo lo introduje a Macaulay en inglés. Adquisiciones del patrimonio espiritual, para toda la vida.
Creo que si no hubiera sido por Emilio Valverde, yo lamentaría hoy, como Carlos Darwin en su edad madura, el no haber mantenido al menos un mínimo de contacto con las bellas letras, absorto de por vida en estudios más científicos. No sé cómo escribiría Darwin si hubiese leído mucha literatura, porque sin ese requisito su estilo es maravilla.
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Yo me había ido a Boston como investigador, a meterme en el laboratorio de la General Electric en Lyn, Massachussetts, y no pude.
Me robé unos meses en la solicitud, y dije que mi edad pasaba de los 18, pensando que así me aceptarían. Resultó que sólo aceptaban menores de 18 para abajo. Creo que esa mentirita cambió el curso de mi vida.
Pero insistí al menos en estudiar un poco de Hidráulica y de Combustión como oyente en M.I.T., y sí pude. Nunca se me ocurrió acumular «créditos», ni pasar exámenes, ni querer títulos. Mi petulancia data de mucho tiempo atrás.
Cuando, 20 años después de Boston, en la Universidad de México, acudí con Gonzalo Facio, que es abogado, a unos cursos de Filosofía del Derecho y de Teoría General del Estado, porque los daban republicanos españoles, uno de ellos Recasens Siches, catalán, los conferencistas no querían creer que yo iba a sus clases simplemente por oírlos.
Otros 15 años más tarde, otra vez en Massachussets, sufrí la venganza: Durante el curso de invierno que di en Harvard, 1964—1965, tuve, además de casi 200 alumnos regulares, a quienes mis asistentes les hacían los exámenes que yo detesto 60 «oyentes» que no querían sino oírme. Donde las dan las toman.
Vuelvo a mis primeros días de Boston, en 1924. Mi cuarto de estudiante en la antigua Avenida Columbus, de 3.00 dólares por semana, casi no tenía calefacción. En cambio la Biblioteca Pública, a vuelta de la esquina, estaba calientita. Carbón y serpentines de vapor: la moderna calefacción de aquella época. Tal vez por esos serpentines, aquel viejo edificio de piedra labrada, no muy bello, a cuya entrada están todavía, no muy frescos, los frescos de Sargent, fue mi verdadera Alma Mater.
Durante un tiempo se me ocurrió que hoy se podría ser todavía como el hombre del Renacimiento, y abarcar todos los campos del saber. ¡Ah, la ignorancia!
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Gracias a Dios en mi Alma Mater no había Rector, ni profesores, ni curriculum. Era el paraíso de Prokopkin. Me dio una vez por memorizar el primer capítulo del Génesis en cinco idiomas. Todavía me suenan algunos acordes en los oídos: en—si fui le Soir, en—si fui le Matin. C’eté le Premier Jour. Otra vez, me aprendí tres grandes monólogos en su lengua original: el prólogo del Fausto, el Ser o no Ser del Hamlet, y la introducción al poema La Atlántida, de Mosén Jacino Verdaguer, catalán por más señas. Todavía puedo recitar buenos trozos de memoria.
Pues bien: en una de aquellas muchachadas, y no en la de menos duración, hice un estudio de las ideas del Siglo Diecinueve. No sé por qué escogí el Siglo del Socialismo, y no las Marchas de Alejandro el macedóneo, ni la vida del emperador—filósofo Pericles.
Nunca me he arrepentido, por dos razones: una, porque con el tiempo tuve que estudiar ciencias económicas, y noto que una base socialista, de economía global, facilita la comprensión de ciertos fenómenos del desarrollo integral de un país; y la otra, porque creo que el Socialismo decimonono, tan noblemente inspirado en sus ideales como ignorante en lo que hoy llamamos economía de desarrollo, es la fuente de casi todas las dificultades y los avances del Siglo Veinte, en que a los hombres de mí generación les ha tocado actuar.
Y aquí termina, tal vez largo pero aburrido, mi preámbulo autobiográfico.
La República, 28-04-1970
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