Don Pepe: expresión del alma campesina

Don Pepe: expresión del alma campesina

Benjamín Núñez Vargas*

Bejamín Núñez

Don Pepe es un concho muy ilustrado. Así lo era Moseñor Sanabria. Monseñor trataba, con éxito, de disimularlo. Don Pepe hace gala de serlo.

La Palabra «concho», lejos de ser un término ofensivo, encierra toda la riqueza cultural y espiritual del campesino costarricense, «humus» genuino de nuestra más noble nacionalidad. Expresa las raíces hondas, inmarcesibles, de nuestra nacionalidad específica. Mientras haya un «concho» en nuestra tierra no desaparecerá, de ella, la democracia.

Ese es el «concho» que don Pepe lleva a flor de piel. Ese «concho» irradiaba de la personalidad de Monseñor Sanabria.

Monseñor Sanabria, poseedor de una exquisita cultura teológica, le prendía «culitos de candela» a las ánimas benditas y les pedía que lo despertaran antes del alba. Y lo hacían, según me lo contó.

Don Pepe me dijo uno de estos días: «Mis amigos no-creyentes se molestan conmigo porque uso expresiones tales como ‘Dios primero’, ‘gracias a Dios’, ‘Dios se lo pague’, pero es que es tan bello y dicen tanto»

Don Pepe, como Monseñor Sanabria, es expresión del alma campesina, cuya vivencia religiosa, llevada a veces a la ingenua credulidad, constituye su elemento axiológico más dominante. Sin ese elemento, es imposible comprender la poesía que respira la vida campesina, sus tiernas leyendas, sus agonías y alegrías, sus esperanzas y anhelos, sus tragedias y sus gozos sencillos. Desde la cuna hasta la tumba, y más allá, el alma campesina está llena de Dios.

Don Pepe se define a sí mismo como agnóstico, o sea «como una persona que reconoce que no sabe nada». A través de sus ojos, con iris de genio, se asoma muchas veces, burlón y jocoso, el espíritu de Voltaire. Así contempla el mundo y estudia el universo. Pero al final de cuentas, termina diciendo como el campesino, aturdido ante los misterios de la vida: «¿quién sabe, Señor?» y se consuela de su agnosticismo afirmando confiadamente: » ¡sólo Dios lo sabe! »

Como el campesino, don Pepe se pierde confiado entre los montes y los riscos, entre el matorral y la era cultivada. Allí se siente seguro, no allá en la ciudad con sus salones alfombrados o sus oficinas, malolientes a tabaco o licor. Sabe que allá están las asechanzas de la mala fe y la perfidia. Allá está el hombre, que, según Darío, «tiene mala levadura». Allá, y no en el campo de diáfanos horizontes, es donde se encuentran las culebrillas. El campesino teme esos lugares, teme la ciudad. Allá en el campo está seguro ,con la melodía del yigüirro y el jilguero, la frescura de las aguas de los regatillos, la cama de musgo blando, las ternuras primitivas que la mujer le brinda sin haberlas aprendido en el cine o la televisión, con la compañía del hombre que, en los amaneceres, ha lavado su mala levadura y con el concurso del trabajo que le brindan las bestias, que, según Darío, «tienen el alma pura».

Todo esto lo sabe don Pepe porque lo encontró, desde joven, y lo disfrutó por muchos años allá en «La lucha», entre las montañas de Tarrazú. Allá supo alumbrar las noches con las luciérnagas del campo y, en su rústica vivienda, con la luz de la candela, que, más poderosa que faros luminosos, le marcaba, entre los trillos de los libros, los senderos para hacer de su alma un espíritu muy culto, un «concho» muy ilustrado.

Sin haberlo conocido antes, en don Pepe se descubre el alma campesina, bruñida por los contactos con los grandes pensadores de la humanidad, cuando se leen sus «cuentos», sus historietas, que son su reportaje vibrante de los sentires de los hombres y las mujeres del campo. Basta con tratarlo en conversación, sin artificios, para darse cuenta de que, por la boca de don Pepe, está hablando el campesino su lenguaje virginal.

Sólo quien se ha sentado frente al fogón con un gallo de frijoles en las manos, entre las dulzuras del hogar campesino; sólo el que ha enjugado las lágrimas campesinas o reído sus alegrías; sólo el que ha guiado una yunta de bueyes, llevando su mano sobre el cacho de uno de ellos, como para alentarlo a llenar su tarea; sólo el que se ha arrollado sus pantalones y arremangado su camisa para meterse al barreal y empujar una carreta atascada; sólo el que ha mirado en las noches el firmamento para saber la hora; sólo el que ha sentido la emoción de alegría al recibir en los brazos un recién nacido que le ofrecen gozosos sus padres campesinos, y ha vivido la pena de llevar en sus brazos, ante el dolor desgarrador de su madre, un «angelito» para depositarlo en la tierra fecunda; sólo ese podrá hablar como un campesino, sólo ese podrá hablar, sentir y llorar como lo hace don Pepe.

A ese «concho» muy ilustrado lo he visto’ desenvolverse con propiedad elegante en los grandes escenarios de gobernantes y reyes; lo he visto subir los estrados de una universidad para comentar a Schopenhauer, a Spencer o a Galbraith; lo he visto, absorto, en un teatro de Nueva York saboreando una sinfonía.

Pero siempre vi en él al campesino, de cuyos regazos vengo, al intérprete más leal del alma campesina.

* El Padre Núñez fue Ministro de Trabajo en la Junta de Gobierno 48-49.

Tomado de “Figueres 80 años de amor a Costa Rica”.

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