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José Figueres Ferrer: Una semblanza al vuelo

José Figueres

JOSÉ FIGUERES FERRER:
UNA SEMBLANZA AL VUELO

Juan Bosch

I
La profesía de un anagrama

El hombre que acaba de abandonar el poder en Costa Rica es una de las figuras mas sutiles que ha dado el Caribe. Revolviendo libros un día, en la casa donde vivió cuando fue presidente de su país, hallé «La Ilíada» marcada con la letra de adolescente que tenía cuando la compró. La había adquirido en Baltimore, donde trabajó en lo que pudo y como pudo mientras estudiaba electro-mecánica. Hablando de «La Ilíada» y de Baltimore me contaba él poco después, cuán dificil le fue encontrar trabajo en la añeja ciudad norteamericana. Estaban en su apogeo los días de las crisis que siguió a la Primera Guerra Mundial, y nadie quería empleados. Metódicamente, José Figueres fue recorriendo cada calle, puerta por puerta, hasta hallar quehacer.

El método es la clave del buen éxito de José Figueres. Es claro que vino al mundo dotado de esas cualidades de excepción que fuerzan a la gente al afecto, la lealtad, o la admiración. Sus hermanos me contaron que desde niño todos en la casa presentían que «Pepe haría algo en la vida». Un anagrama sobre su nombre completo: «Surgiré y enmendaré a los jefes», rezaba. En ese anagrama está de cuerpo entero la fe sin horizonte. Yo vi el original metido en un viejo libro, con su papel amarillento y la tinta descolorida por los años, y vi con él un infantil compromiso de escolares que terminaba su segunda enseñanza y firmaron un solemne documento en que aseguraban que «Jamás los separaría la vida» y que en prueba de tal decisión se reunirían cada año para reavivar la amistad. Allí está la firma de Figueres, el primero en no cumplir el acuerdo porque se fue al legendario Norte a trabajar ya estudiar. De vuelta en Costa Rica iba a meterse en «La Lucha». -«La lucha hasta el fin», que es como en verdad se llama la finca de henequén desde donde organizó la revolución de 1948- y no saldría de ella sino cuando lo expulsara el gobierno de Calderón Guardia en 1944.

II
El solitario de «La Lucha»

«La lucha hasta el fin, porque la vida es eso», -me explica cierta vez- progresó gracias al método. Nadie hubiera querido esas tierras metidas en el corazón de la montaña, de terrenos pedregosos, ríspidos y tan inclinados que el agua iba raspándolos día tras día. Figueres se metió en tal lugar. Trabajó durante 20 años, como peón primero, como un capataz después, como un técnico más tarde. Se hizo agrónomo; creó, mejorando los conocidos, un sistema antierosional; introdujo en la zona el compost para fertilizar el suelo con medios naturales; logró, mediante cruces innumerables, un tipo de henequén más suave, más resistente y de mayor producción que los conocidos, y de aquel hoyo entre montañas hizo una plantación modelo, con sus maquinarias para transformar el producto, sus tiendas cooperativas para los peones, casas limpias y cómodas para el trabajador, escuela, club deportivo, asistencia médica, caminos en las pendientes de las enhiestas lomas.

Antes de que grupos armados quemaran «La Lucha» y dejaran sólo cenizas donde hubo un vivaz y rico centro de trabajo, podía verse la casa de Figueres junto a un pequeño y rumoroso río, que baja cantando las pendientes y en cuyas aguas claras todavía hoy nadan sin cesar algunos patos. Allí estaba todo cuanto Figueres amaba en la vida; allí estaba el resultado de su esfuerzo, lo que él había logrado con método y perseverancia. Se había propuesto ser un agricultor modelo y lo había conseguido. Porque siemprefue hombre capaz de llegar adonde quiere.

III
José Martí, hijo de un Presidente de Costa Rica

Allí, en «La Lucha», entre sus libros de economía, de agronomía, de política, de filosofía, de historia, de literatura, los preferidos eran Plutarco y José Martí. Actualmente en su casa de San José, José Martí está presente donde quiera; ya en una litografía, ya en un busto, ya en el hijo. Pues este centroamericano tiene tan profunda y seria devoción por el Apóstol de Cuba que a su primer hijo lo bautizó con el nombre del Mártir de Dos Ríos. Al niño lo llaman Martí a secas, lo cual hace crecer la emoción del martiano que por primera vez oye nombrarlo.

José Martí Figueres también estaba en «La Lucha» con su madre norteamericana -una gringa que ya lo es menos del lado acá de América- de poco más de un año, cuando Calderón Guardia exilió al padre. Eso ocurrió en 1944. El hombre que habría de derrocar su régimen era el primer expulsado costarricense en más de medio siglo. Figueres fue a El Salvador, fue a Guatemala, fue a México, fue a los Estados Unidos. En el destierro escribió con Palabras Gastadas, un ensayo sobre la democracia, la libertad y la justicia social, y sorprende hallar de improviso en las páginas de ese ensayo el anuncio de que su autor iría un día a poner en acción su pensamiento. Sorprende, porque Costa Rica venía siendo desde antiguo tierra de instituciones, donde la violencia no tenía asiento, y porque es frecuente hallar en los verdaderos líderes de América la convicción de sí mismos en el destino de sus pueblos. Figueres era ya, en lo profundo de su conciencia, un líder; y Costa Rica lo ignoraba.

El exilio maduró a Figueres. A miles de millas de distancia fue planeando, acción por acción, la guerra que habría de encabezar. Conocía al dedillo las tierras donde habrían de moverse las fuerzas revolucionarias; estudió lo que años después sería el audaz asalto a Puerto Limón y la toma de Cartago, esta última realizada partiendo del peligroso cruce de sus batallones por entre las líneas enemigas después de haber reunido, en operación relampagueante, el grueso de sus efectivos a la vista de sus observadores del gobierno.

Pero no sólo planeó la campaña militar; planeó también la acción política, el programa a ejecutar desde el poder, uno de los más genuinamente revolucionarios realizados en América; un programa simple y directo, que ha removido las raíces mismas del hecho económico y social en Costa Rica.

Teodoro Picado era presidente; comandaba la oposición Otilio Ulate, un periodista manejado por los opulentos caficultores pero seguido por las grandes mayorías campesinas y de clase media, que clamaban por un régimen honesto y menos corrompido, si acaso, que el de Calderón Guardia y el de Teodoro Picado. Calderón había llevado al poder a Picado y no había diferencia entre el gobierno de éste y de aquél. Al celebrarse elecciones en febrero de 1948, el ulatismo venció a la candidatura de Calderón Guardia que se había lanzado al campo electoral con el apoyo de Picado. Pero el gobierno no sólo se negó a entregar el poder, sino que reunió al Congreso, lo llevó a declarar que la oposición había trampeado en las elecciones y que la victoria le correspondía al perdedor, esto es a Calderón Guardia. Acto seguido y para que nadie pusiera en duda que tras las palabras irían los hechos, los tanques y ametralladoras cercaron la casa de un recién electo diputado ulatista donde se suponía que se hallaba Otilio Ulate, y abrió fuego sobre ella. El diputado quedó muerto, pero esa muerte despertó al pueblo.

El pueblo, en ese caso, estaba representado por un pequeño grupo de jóvenes profesionales encabezado por José Figueres. Propiamente eran trece, armados de escopetas y rifles calibre 22; y estaban acampados en «La Lucha». Lo supo el gobierno, mandó a hacerlos presos, y los encargados de tal misión fueron sorprendidos en plena carretera. La revolución había empezado, y era el momento de desenvolver los planes del destierro. Para empezar, ochenta kilómetros hacia el Sur, cuatro o cinco conjurados le echaron mano a un viejo avión Douglas; telefonearon a San José alegando que la nave había sufrido averías y pidiendo que enviaran otra con repuestos. Vino esa, y ya eran dos los aviones tomados. Todavía tuvieron sangre fría para pedir uno más, con lo que fueron tres. Esos transportes decidieron el destino del movimiento. Pues escasas horas después, al mandato de Miguel Ángel Ramírez, un dominicano que había abandonado sus negocios en New York para irse a Cayo Confite, llegaron en ellos siete oficiales dominicanos y hondureños con rifles, balas y ametralladoras, las mismas armas que pocos meses antes habían estado listas para ser disparadas en Santo Domingo contra la tiranía de Trujillo. Con tales oficiales y los campesinos que se le iban sumando Figueres libró la acción de San Cristóbal, la primera de importancia en el curso de lo que el pueblo bautizó con el nombre de Guerra de Liberación. Una tras otra vinieron las sonadas y sangrientas batallas de San Isidro del General -donde Miguel Angel Ramírez inició sus extraordinarias dotes de valor y capacidad táctica-, las numerosas del Empalme, la toma de Puerto Limón, realizada por infantería aérea, la de Cartago, precedida de una audaz marcha a través de las filas enemigas, la batalla del Tejar, la de Ochomogo. Mil doscientos muertos dejó la tropa gubernamental tras sí mientras padecía derrota hoy y derrota mañana. A mediados de abril, entre los vítores de la multitud, el ejército revolucionario entró en San José, limpio, uniformado, marcial y alegre. Figueres habló al pueblo, y casi sollozaba cuando se refería a los costarricenses desconocidos que habían estado sembrando sus propios cadáveres, conducidos por un gobierno irresponsable, en los hermosos y fértiles cerros del país.

La Revolución estaba en marcha. Rendida la tarea militar iba a emprender la política: más larga, más lenta, más dificil.

IV
Cuando el pueblo se canse de la reacción

En Costa Rica se había dado un fenómeno digno de observación. Corrompidos, cínicos y sin fuerza política, los gobiernos de Calderón Guardia y de Teodoro Picado sólo tenían respaldo en el Partido Comunista. A cambio de ese apoyo, esos regímenes iban concediendo una petición popular hoy, y una demanda constreñida mañana. Pero al grueso del pueblo lo que le importaba era conservar su institucionalidad y su tradición de honestidad administrativa, que no se cometieran asesinatos políticos, que no se robara, que no hubiera favoritismos escandalosos. Otilio Ulate, director del periódico más leído en el país, encabezó ese deseo general. Ahora bien, en el ulatismo se refugiaron los que bajo el antifaz de lo que pedía el pueblo buscaban que bajaran los jornales, que no hubiera seguro social, que Costa Rica siguiera siendo el paraíso de los comerciantes. -«Tierra de fenicios», dice Figueres riendo con ironía- y de los grandes caficultores. Triunfó la revolución y todo el país pidió que se reconociera la victoria electoral de Ulate. El gobierno revolucionario encabezado por Figueres, así lo hizo; acordó que en mayo de 1950 le entregaría el poder a Ulate. A partir de tal momento el pequeño grupo de los señores del café rodeó al que entonces pasó a llamarse Presidente Electo, y éste empezó a ser el jefe visible de la oposición a la Junta de Gobierno. Resultaba un mal chiste de la historia que el más beneficiado por el sacrificio al que se lanzaron Figueres y sus amigos comandara la corriente opuesta a un régimen formado por sus generosos benefactores.

Pero lo que se debatía -y se debate todavía- eran razones profundas. El régimen de Figueres nacionalizó los bancos una medida que ningún país de América se había atrevido a tomar; nacionalizó las fuentes de energía eléctrica; puso a funcionar un sistema de refacción de compra de granos que arrebató a los comerciantes el privilegio de encarecer los productos cuando ya habían salido de manos de los agricultores y abaratarlos cuando iban a cosecharse; levantó los jornales de los trabajadores de todos los tipos; incluyendo los campesinos; regó por todo el país millones de plantas nuevas de café; aumentó varias veces el presupuesto mediante cobro estricto de los impuestos a los beneficios; consolidó la deuda nacional y la puso al cuidado del Banco Central En una palabra, el gobierno Revolucionario se lanzó, calladamente, a realizar una serie de innovaciones que acababan con el monopolio de unas cuantas familias privilegiadas y con el mercado de la oferta para el trabajo que controlaban los potentados del café. Agrupados junto a Ulate, los perjudicados por el nuevo estado de cosas de adueñaron de los escaños en la Constituyente, manejaron a su arbitrio los medios de expresión y hostigaron a Figueres para que abandonara el poder antes del plazo convenido.

Figueres pudo haberles contestado enarbolando contra ellos las mismas armas con que derrotó a Calderón Guardia y a Picado. Pero no lo hizo. Con fina sabiduría, consciente de que la historia no da saltos, dejó hacer. La hora de la revolución económica, social, política no había llegado aún. Llegaría cuando, gastados en el poder Ulate y la reacción, el pueblo llamara al capaz honesto grupo que él encabezó. Y con la tranquilidad de un filósofo, abandonó la presidencia para volver a La Lucha, donde leería de nuevo, con distinta emoción, a Plutarco y a Martí.

Es probable que Figueres venga a Cuba. Ya ha recorrido La Habana donde estuvo varias veces cuando preparaba la revolución. Los cubanos conocerán entonces a este costarricense que bautizó su primer hijo con el nombre del Apóstol. Verán que tiene un aire de bondadosa picardía diseminado, como un polvo sutil, en el rostro. Es humilde; sin embargo, de pronto sorprende al observador con una súbita iluminación de todos sus rasgos que da la medida de su pétrea solidez interior. Pálido, de frente grande y mentón casi agudo, cejas negras y ojos azul pálido increíblemente vivaces, no delata su ascendencia europea sino en la larga nariz mediterránea. A ratos parece escéptico; regularmente manifiesta su buen humor en una risa ahogada o en un chiste oportuno que hace con toda seriedad.

Culto, sagaz, rápido en acción, ha sido un gobernante ejemplar de honestidad absoluta. Mientras fue presidente recorrió todo el país solo, acaso acompañado por su esposa o por un amigo, vestido con chaqueta de trabajo, la mayor parte de las veces sin saco. «Por Dios no me hagan poner cola de pato», decía en voz baja cuando se arreglaba alguna función protocolar, aludiendo al chaqué. Repudia la violencia, y en ocasiones se detenía en un pequeño predio para enseñarle al agricultor, él mismo con la pala en la mano, cómo se hacen huecos antierosionales. A menudo se detenía en los pintorescos caminos que conducen a San José para recoger a un niño o a un campesino que marchaba a pie.

Eso lo sabe el pueblo de Costa Rica pero no América. Sus enemigos políticos -los suyos a la fuerza, porque él no los toma en cuenta- le han llamado tirano sanguinario, asesino y encarcelador de mujeres; a él, respetuoso como nadie de la «dignidad plena del hombre».

Trujillo, Somoza y la reacción le han llamado agente del Kremlin; a él que echó del poder a los comunistas y los venció en los campos de guerra. Los comunistas le han llamado agente de la Falange, español nativo e instrumento de la Iglesia; a él, que fue considerado rojo porque dirigió un periódico republicano y recogió fondos para las fuerzas leales; a él, que jamás ha estado en España aunque hable la materna lengua catalana como un nativo de Lérida; a él, que condujo la lucha para arrancar la esperanza de la mano del clero.

Los poderosos comerciantes del país le han llamado sotovoces, ladrón empedernido, porque no les permitió que siguieran defraudando el fisco; a él, que jamás cobró un centavo de la República, porque hasta renunció a su sueldo de Presidente a favor de los burócratas. Los revolucionarios de café le han dicho reaccionario; a él, que transformó la economía costarricense a favor de las grandes masas y decretó beneficios para trabajadores y empleados, incluso con perjuicio de las empresas de su propiedad. La prensa ulatista le ha llamado demagogo; a él, que ha estado haciendo una verdadera revolución sin discursos rimbombantes y sin propaganda interior o exterior.

El torbellino de la calumnia ha pretendido arrebatar a José Figueres el amor de su pueblo; ha querido desdibujar sus netas líneas de conductor. Pero no lo ha logrado. Él está ahí, con su historia de valor sereno, hecha cuando se lanzó a la guerra con hijos y mujer tras sí; con su natural humildad entre los humildes y su necesaria gallardía entre los soberbios. Su pueblo lo conoce. Y será su pueblo el que irá a buscarlo para sacarlo del trabajo y de los libros, cuando el ulatismo haya probado hasta la saciedad que la reacción no puede gobernar largamente en Costa Rica.

La Habana,
13 de noviembre de 1949.

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