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Mensaje de Monseñor Víctor Sanabria Martínez

Mensaje de Monseñor Víctor Sanabria Martínez sobre la política de la Arquidiócesis en materia social

Monseñor Victor Manuel Sanabria Martínez

AL VENERABLE CLERO DE LA ARQUIDIOCESIS DE SAN JOSÉ

I

De los asuntos y problemas, de suyo delicados, que voy a tratar en la presente ocasión, bien podría decirse lo mismo que Su Santidad Pío XII, gloriosamente reinante, escribía en su primera Encíclica «Summi Pontificatus» (20 de octubre de 1939), a propósito de los que a su solicitud de Padre Común de la Cristiandad había presentado la guerra:

«Para una afirmación completa de las verdades contra los errores de los tiempos presentes, si hay necesidad de hacerla, se pueden escoger circunstancias menos perturbadas por los infortunios de acontecimientos exteriores.»

Entonces la guerra mundial apenas había entrado en su primera fase, y los hijos de la Iglesia, y aun los que viven alejados de Ella, esperaban de labios del Pontífice una declaración formal que analizara y calificara hasta en sus últimos detalles, los múltiples problemas teológicos que estaban en la entraña de los conflictos políticos, económicos y sociales, que habían desatado la guerra.

Bien comprendió el Pontífice que en muchos, ya que no en todos, aquellas ansias por escuchar su autorizada palabra estaban confundidas y entremezcladas con no pocos intereses egoístas y de partido, que hubiesen deseado emplear la palabra del Papa, el cual habla siempre fuera y por encima de todo egoísmo y de todo interés de partido, como arma de guerra contra sus adversarios, y que habrían querido proclamar que la Teología y su más augusto representante estaban con su causa y adversaban la que sustentaban los contrarios.

El Papa, muy prudentemente, se abstuvo entonces de afirmar, en forma cabal y completa, las verdades contra los errores de los tiempos que le había tocado en suerte vivir y se contentó con señalar la causa íntima de los males que lamentaba, a saber, el rechazo sistemático de las normas de la moralidad universal, el olvido de la ley natural y la apostasía en que el Occidente había incurrido al divorciarse de los elementos espirituales básicos de la civilización que le había dado vida, esto es, los que manan de la fuente perenne del Evangelio.

II

Valgan las consideraciones anteriores para introducir el tema, mejor diría los temas, que voy a exponer en esta oportunidad ante vosotros, y en forma indirecta, ante los fieles encomendados a vuestra solicitud pastoral. Respetadas las proporciones y salvadas las distancias, dichos temas, que desde hace tiempo son objeto de estudio y meditación para mi conciencia episcopal, guardan no poca semejanza, por lo que se refiere a las circunstancias perturbadas de los tiempos en que hablo, con los que el Pontífice comentaba, movido por la conciencia de su oficio, en la ya citada Encíclica. Por tanto no será extraño que estas manifestaciones y declaraciones, aunque las dirijo en primer término a vosotros, que por vuestro oficio estáis adornados de singulares prendas de prudencia y sobrenatural sagacidad, deban sujetarse, aun contra mi volundad, a las limitaciones y reticencias impuestas por los infortunios de las circunstancias exteriores perturbadas por los odios y pasiones.

De mis labios esperan quizá mis diocesanos, y en particular los sacerdotes, una o muchas palabras que vengan a analizar y calificar los problemas teológicos que están en la entraña de muy complejos asuntos políticos, económicos y sociales, que desde hace ya algún tiempo son objeto de apasionada y no siempre ponderada discusión. Es posible que algunos, ya que no todos, de los que desean oír esta palabra, palabra de autoridad no por lo que el Arzobispo signifique personalmente sino por la naturaleza de las funciones que aunque indignamente tiene encomendadas, la esperen no precisamente para orientar su conciencia, sino para usar de ella como arma de guerra contra sus adversarios en los planos políticos y sociales, y para proclamar que la Teología y el representante inmediato de ella en la Arquidiócesis, están con su causa y en contra de la que los demás sustentan.

Aquella palabra del Papa, como es bien notorio, no satisfizo a ninguna de las partes en discordia, pero satisfizo a la justicia y a los principios de ella, y esto bastó a la conciencia del Pontífice el cual, con sobrenatural ecuanimidad sobrellevó las penas y fatigas que su amor por la justicia le deparó en el transcurso de la guerra. No pretendo ser de mejor condición que mi Jefe Supremo. Muy probable es que mi palabra no satisfaga las interesadas miras de éstos o de aquéllos; mas para el descargo de mi conciencia episcopal bastará que con ella queden satisfechos los intereses superiores de la justicia y salvaguardados así mismo los de la caridad.

En el número de los incomprensivos no cuento desde luego a ninguno de los se­ñores sacerdotes, que bien conozco los quilates de su responsabilidad ministerial y buenas pruebas tienen dadas de su inquebrantable disciplina.

Las circunstancias perturbadas de los tiempos no consienten el uso de una mayor libertad en la exposición de mi pensamiento, y sobre todo impiden señalar en sus detalles las causas de los males que me han decidido a hablar. Séame, sin embargo, lícito enumerarlas desde ahora, en forma genérica cuando menos. Ellas se reducen, como en los casos ya referidos, contemplados por el Papa en su primera Encíclica, a las siguientes: el rechazo de las normas de moralidad fundamental en la solución de los problemas políticos, sociales y económicos que nos agobian, el olvido de la ley natural, substituida más de una vez por el imperio del egoísmo desenfrenado, y la apostasía en que nuestra comunidad ha incurrido al divorciarse de muchos de los elementos espirituales básicos que otrora dieron calor y vida a la legítima tradición costarricense.

Por intuición, más que por arraigada convicción, el mundo esperaba del Papa, en la ocasión referida, una palabra de autoridad, y con ello confesaba lo que tantas veces había pretendido negar; esto es, que todo problema humano, de cualquier orden que éste sea, es al mismo tiempo un problema teológico, y que la Iglesia es la auténtica fuente de interpretación de la Teología y tiene, por ende, autoridad plena para hablar de los problemas humanos por las conexiones que éstos tienen o pueden tener con las enseñanzas de la Teología.

Y porque las citas vienen al caso, recuerdo que los Papas, es decir, la Iglesia, en sus encíclicas y discursos, han tratado más de una vez y exprofeso de cuestiones políticas y económicas, sociales, y educacionales, a las cuales pueden reducirse en substancia todos o casi todos los problemas que confrontan el hombre y la sociedad.

Bástenos citar entre otros muchos documentos pontificios, por lo que respecta a los problemas políticos, las Encíclicas «Apostolici Muneris» (28 de diciembre de 1878), «Diuturnum» (19 de junio de 1881), «Inmortale Dei» (1 de noviembre de 1885) y «Libertas» (20 de junio de 1888), todas de León XIII, en las cuales quedó definida lo que se ha llamado la doctrina política de la Iglesia, o, para decirlo con más propiedad, la doctrina teológica que está involucrada en los problemas de orden político. En la primera de aquellas encíclicas el Papa opuso la doctrina de la Iglesia a las del socialismo, el nihilismo, el comunismo y el racionalismo, habló de los frutos desgraciados de estas doctrinas, defendió el derecho de propiedad y vindicó la solicitud de la Iglesia por el bien de los pobres. En la segunda León XIII describió cuáles son los deberes y derechos de los gobernantes y de los súbditos, expuso cuáles son las características del uso legítimo del Poder y habló de la fuente última de la autoridad, Dios. En la «Inmortale Dei» cuyo tema es el siguiente:

«La constitución cristiana de los estados, enseñó al Pontífice cuáles son las obligaciones de gobernantes y gobernados, y cuáles son los deberes de la sociedad civil para con Dios»

En la última de las citadas Encíclicas León XIII vindicó los derechos de la libertad humana, expuso los errores en que suele incurrirse en el ejercicio de ella y estableció los principios que deben regular el uso legítimo de los derechos de la libertad y de los de la autoridad.

Entre los documentos pontificios que contienen la doctrina social de la Iglesia Católica y en los que se vindican los derechos inalienables de la persona humana, baste citar las tan conocidas Encíclicas «Rerum Novarum» (15 de mayo de 1891) y «Quadragesimo Anno» (15 de mayo de 1931), de León XIII la primera, y de Pío XI la segunda. De la familia, del matrimonio cristiano y de la educación de la juventud, y de todo cuanto en el orden teológico puede tener relación con todos estos temas, tratan, sobre todo, las encíclicas «Casti Connubii» (31 de diciembre de 1930) y «Divini illius Magistri»(21 de diciembre de 1929), ambas de Pío XI.

Hay ciertos sistemas sociales, o mejor dicho político-sociales, de estructura ta compleja, que en ellos queda del todo comprometida la doctrina política, social y económica, familiar y educacional de la Iglesia, sistemas que en su presentación de conjunto son de aparición organizada relativamente reciente. Esos sistemas son el socialismo y el comunismo y el llamado nacional-socialismo, y en general los regímenes totalitarios Acerca de ellos la Iglesia ha dicho lo que juzgó de su deber declarar, en las encíclicas llamadas sociales y en la «Mit Brenenden Sorgen » (14 de marzo de 1937) y «Divini Redemptoris» (19 de marzo de 1937).

Todos esos sistemas y doctrinas contemplados por los Pontífices en los documentos citados, presentaban a la conciencia cristiana muy serias complicaciones de orden teológico, y así se explica que la Iglesia, sin invadir los dominios del César ni comprometer la dignidad del Reino de Dios, pudiera analizarlos y aun condenarlos, en la convicción de que con ello hacía honor a sus propios deberes. Sin embargo la Iglesia, que condena los principios y doctrinas contrarios a los preceptos de Cristo, en general se abstiene de condenar a los hombres o agrupaciones concretas de hombres que los profesan, y esto, no porque carezca de autoridad para hacerlo, sino porque suele preferir a sus funciones de juez las de madre y maestra. Y si alguna vez llega a condenar a esos hombres y a esas agrupaciones, lo hace no por los hombres mismos ni por las mismas agrupaciones, sino por los principios y doctrinas que unos y otros sustentan, protestando al mismo tiempo que si bien rechaza las doctrinas erróneas, tiene abiertos sus brazos para todos los hombres, también para los que yerran.

A este propósito permítaseme hacer la siguiente observación. Hoy día, en las diversas naciones, los varios sistemas políticos, económicos y sociales, suelen distinguirse entre sí por determinadas posiciones especiales, que diríamos, que así como pueden significar mucho, puede que no signifiquen tanto como parece. La Iglesia, cuya doctrina es trascendente, rehusa vincular sus principios a las estrecheces de espacios ideológicos inventados por los hombres para diferenciar no tanto las ideas mismas cuanto los matices y tonalidades pasionales con que los hombres suelen consagrarse a la defensa de sus propios criterios. De aquí que siempre será cierto aquello que hace poco decíamos en discurso que pronunciáramos ante la Convención de la Central Sindical «Rerum Novarum»:

«La Iglesia está fuera y por encima del centro, de la izquierda, de la derecha, de la izquierda de la derecha y de la derecha de la izquierda.»

Dicho sea lo anterior para explicar cómo sería inútil esperar que la Iglesia a cada paso condenara a todos y a cada uno de los hombres representativos de un determinado sistema erróneo, ya sea tal por sus ideas políticas, económicas y sociales, y para observar, además, que la condenación de un sistema de doctrina no significa ni puede significar la aprobación explícita y de conjunto de los sistemas contrarios. Y para citar un ejemplo. La condenación que la Iglesia ha hecho del comunismo y del nacional-socialismo, o sea de los regímenes totalitarios, no implica que reconozca como necesarios y perfectos los sistemas políticos, sociales y económicos que les sean contrarios.

IV

Dirigiéndome, como me dirijo, en primer término a sacerdotes, bien hubiera podido excusar las reflexiones anteriores sin perjuicio de la claridad en la exposición. Sin embargo preferí consignarlas en gracia de la concatenación lógica de las ideas que voy a exponer, por cierto, como se ha visto ya, no con aquella flexibilidad mental que bien hubiese querido poder emplear.

Dos premisas han quedado asentadas en los párrafos anteriores. Todo problema humano suele ser al mismo tiempo un problema teológico. La Iglesia representa la Teología, y tiene el derecho, y algunas veces el deber, de hablar sobre los aspectos teológicos de los problemas humanos. Y hablando de la Iglesia me refiero en primer término al Papa, que con suma autoridad enseña en toda la Iglesia, y en segundo lugar a los Obispos, que con relativa autoridad enseñan en sus respectivas diócesis. Se ha de suponer, desde luego, que la Iglesia al ejercer ese derecho o al cumplir dicha obligación, no traspone los límites de la doctrina ni compromete su dignidad con las facciones o partidos a quienes toquen de cerca tales declaraciones.

Era mi deber legítimo dejar esclarecidos estos principios, con la mayor evidencia posible, para prevenir todo juicio menos justo que acerca de mis palabras pudiera formularse. Además, y por si acaso las explicaciones anteriores no hubiesen sido suficientes para el efecto intentado, quiero subrayar que cuando empleo o he empleado la palabra política en mi disertación, lo he hecho y lo hago únicamente en su significación que llamaría científica, y no en el sentido que el vulgo suele dar a tal expresión. Y ya con esto creo que puedo tratar los asuntos de que me propuse hablar, con absoluta seguridad interior, por delicados que ellos sean.

V

Nuestra comunidad y nación tiene, como es natural, muchos problemas humanos que resolver, ya en el orden político, ya en el económico y social, ya en el familiar y educacional. De acuerdo con los principios que acabo de exponer, estos problemas suponen a su vez no pocos problemas teológicos, y acerca de ellos la Iglesia y sus representantes tienen alguna palabra que decir; y la dirán cuando la prudencia así se lo sugiera. No es la primera vez que nuestros Prelados han dicho su palabra de pastores en relación con uno u otro de los referidos problemas. Así como tampoco es la primera vez que nuestros Prelados hayan guardado silencio por todo el tiempo que las circunstancias así lo hayan requerido.

También en mi episcopado se han presentado muchos y variados problemas humanos con derivaciones de orden teológico, y he hablado cuando creía que debía hablar, así como también he callado cuando la discreción me aconsejaba callar. A algunos de ellos me voy a referir en esta oportunidad.

Antes quiero hacer algunas observaciones de conjunto. En más de una ocasión ha sucedido entre nosotros que, con motivo de las contiendas políticas, las personas interesadas en ellas, hayan sacado a relucir para ciertos y determinados fines particulares no pocos problemas teológicos, como si dijéramos de conciencia, conexos con las susodichas cuestiones políticas. El procedimiento, como tal. no parece laudable. Y explico Un gran pensador francés de cuya catolicidad no nos es lícito dudar, Jacques Maritain ha escrito que una de las peores culpas de que pueden hacerse responsables los católicos en política, consiste en comprometer a Cristo en las cuestiones políticas y en declararlo adherido formalmente a un partido determinado y opuesto a otro o a otros partidos igualmente determinados. A tal procedimiento yo lo llamaría no sólo equivocado sino blasfemo. Cristo no tiene más compromisos personales, por decirlo así, que con la Iglesia a la que por mística forma escogió como místico cuerpo suyo. A este afán de vincular y enfeudar la Iglesia y su causa, a un determinado grupo humano, se le ha llegado a llamar «clericalismo», y si la palabra significara sólo eso —ya sabemos que se le quiere dar otras significaciones— nosotros seríamos los primeros en rechazarla. También a esto se le ha llamado intervención de la Iglesia en cosas políticas, y, si fuera cierto que en alguna parte los católicos hubiesen comprometido a la Iglesia en tales cuestiones, no podríamos excusar el lamentarlo. El ideal sería, y en esto todos estamos de acuerdo, que Cristo, respectivamente su doctrina, fuera sustentada por todos los grupos y sectores humanos, pero irreverencia es el que se le quiera considerar como partidario de una facción en contra de otra facción.

Cité un hecho, y comento su significación. En general nuestros partidos políticos no han solido ser positivamente partidarios de la doctrina de Cristo, que es la de la Iglesia. Pero también, justicia es confesarlo, no han solido ser anticristianos ni anticatólicos, por lo menos en principio. Lo que equivale a decir, por una parte que ninguno de ellos ha tenido derecho a exigir a la conciencia católica que se adhiriera él en forma exclusiva, y, por otra, que ninguno de ellos ha tenido derecho a impedir a la conciencia católica que favoreciera con su adhesión a otro o a otros partidos políticos de su personal preferencia.

VI

Ahora bien, hace algunos años apareció una agrupación política, que era al mismo tiempo una agrupación de las que suelen llamar ideológicas, y una agrupación de contenido social, que con diversos nombres se empeñó en despertar el interés de los trabajadores por la vindicación de sus derechos y por el mejoramiento de sus condiciones de vida. Dicha agrupación adoptó finalmente, como nombre oficial, una palabra que en sí contiene y expresa todo un sistema de doctrina muchas veces condenado por la Iglesia. Se presentaba, pues, por primera vez, y con caracteres graves, un problema teológico a la conciencia católica, en relación con una cuestión de orden social y político. Adherirse a la agrupación equivalía virtualmente a apostatar de la fe. Ni podían aceptarse como valederas las excusas de quienes, habiéndose adherido al partido, declaraban que no era su intención adherirse a la doctrina condenada en el nombre, sino simplemente al partido con independencia de la doctrina.

La Iglesia comenzó, y con todos los recursos legítimos a su alcance, a ilustrar el problema teológico que se había presentado con los caracteres ya mencionados, y en apariencia cuando menos, con escasos resultados. Muchas razones podrían aducirse para explicar este fracaso relativo. Por ahora citamos una que nos parece algo probable. Como era la primera vez que se llevaba al púlpito una cuestión política, aunque también teológica, es posible que no pocos feligreses creyeran entender que la Iglesia pretendía con ello mejorar simplemente las posibilidades políticas de otras agrupaciones, sobre todo si les era conocida la filiación política del sacerdote, y no pudieron o no quisieron entender el desinterés teológico de tales campañas. No había a la mano, ni tampoco las hay ahora, otras agrupaciones políticas de estricto contenido social, definido, absoluto, franco y desinteresado al cual pudieran adherirse los trabajadores que quisieran mejorar sus condiciones de vida mediante los recursos ordinarios de la política, y así no habrán faltado quienes, ilusionados con las perspectivas sociales y económicas predicadas por el nuevo partido, creyeran que el fin santificaría los medios, y dieran su adhesión a una agrupación que tremolaba como bandera un nombre, símbolo de un sistema doctrinal que en forma alguna puede aceptar la conciencia católica.

A pesar de ello, ninguno de nuestros Prelados, que recordemos, condenó especí­fica y nominalmente aquella agrupación, por razones de prudencia muy atendibles esto es, para que no se dijera que intervenían en la política, pero no dejaron de hacer hin­capié, ya en las conferencias eclesiásticas, ya en los documentos oficiales,sobre todo en la declaración conjunta suscrita en julio de 1935 por los Prelados que asistieron a la Conferencia Episcopal, en la incompatibilidad irreducible que hay entre catolicismo y comunismo. Lo mismo hicieron, con loable afán, los sacerdotes en la cátedra sagrada.

Tropezaban los sacerdotes con una grave dificultad en su campaña de ilustración de conceptos católicos opuestos a los del comunismo. El fondo y la esencia de éste y lo que en última instancia lo hace condenable, como es sabido, es el materialismo histórico absoluto, como si dijéramos, el ateísmo científico, ya que no pocos de sus postulados sociales son justos de toda justicia. Pero el pueblo sabía como lo sabe ahora que entre las clases llamadas dirigentes y en las acomodadas, abundaban los que bajo diversos nombres, pero sobre todo bajo el del liberalismo, ocultaban un positivismo radical tan redondeado, que en substancias corre parejas con el materialismo profesado por el comunismo, y no le era fácil entender por qué se emprendía una campaña tan sistemática contra los representantes de una forma de ateísmo o materialismo histórico, y no se hacía lo mismo, o no parecía hacerse lo mismo con los representantes del otro materialismo. Y no faltaron quienes se esforzaran por convencerse de que todo era simple cuestión de oportunismo político, o bien, fruto de una presunta alianza tradicional de la Iglesia con el capitalismo para esclavizar al trabajador. Las conclusiones aumentaron hasta el extremo cuando se pudo ver a no pocos representantes del positivismo radical atacando las doctrinas sociales del comunismo, apelando para ello, inclusive, a la conciencia católica del país. Peor aún, cuando desde diversos reductos se atacaron esas doctrinas en nombre de mal disimulados egoísmos contrarios en todo sentido a los postulados elementales de la justicia.

Poco a poco se hizo evidente, aun para los ciegos, que la cuestión no era simplemente teológica, sino también de economía social y política. Entonces se dijo: Hay que acabar con el comunismo. Ahora bien, nadie parecía querer aceptar los medios que habían de emplearse para alcanzar el fin intentado.

Según el ya citado pensador francés, Maritain, tres son los únicos medios o métodos posibles de acabar con el comunismo. Por la violencia, encarcelando a todos los comunistas. Por la convicción ilustrando las mentes y engendrando en ellas el conocimiento apodíctíco de las verdades opuestas a los errores que sustenta el comunismo. Por la superación, haciendo imposibles los conflictos sociales y económicos originados en la injusticia, que son el medio en que ordinariamente incuban las ideas comunistas que, analizadas psicológicamente son en muchos casos hijas de la desesperación. Lo primero no es humano. Lo segundo no es posible, por lo menos corrientemente. Queda sólo el tercer camino, que para muchos, por cierto, resulta el más incómodo, pues que para entrar por él es necesaria una valoración tan alta de los principios de la justicia social, por parte de los diferentes sectores del cuerpo social, que son pocos los que se deciden a hacerlo sin titubeos ni vacilaciones.

Entre nosotros se descubrió un cuarto sistema. Se creyó, que la política y sólo la política, podría acabar con el comunismo. Se pensó inclusive, que con decretar que la existencia del partido fuera ilegal, se habría terminado con el comunismo. Y es que no se quería entender que en muchos casos el comunismo no es causa sino efecto, y que suprimiendo el efecto no ha desaparecido con ello la causa. Un partido político comunista puede ser derrotado muchas veces, pero mientras no lo sean las ideas que lleva en su entraña, la derrota más bien es estímulo que lo vivifica. Decía Pío XI que el comunismo es un sistema sumamente peligroso, precisamente por la gran cantidad de verdad, es decir, de justicia, que alienta en su alma. A esa cantidad de verdad y de justicia no se la vencerá sino con una mayor y más pura cantidad de verdad y de justicia. Pierden el tiempo los que pretenden combatir de otra manera las doctrinas del comunismo.

VII

En este punto introducimos otro de los temas teológicos que nos propusimos tratar en esta ocasión. Que en Costa Rica exista como en todo el mundo, una cuestión social, es innegable. Y existe por las mismas razones y factores que existe en todas partes. No ha faltado voluntad ideológica, llamémosla así, para comenzar a resolverla, pero sí faltó durante muchos años la decisión práctica. Digámoslo con franqueza, durante muchos años la doctrina social de la Iglesia permaneció ignorada por los más, y hasta causó no poco escándalo mejor dicho desilusión, cuando recientemente llegaron a conocerse los grandes alcances de esa doctrina. Se pensó que la misión única de la Iglesia en estas materias era predicar la conformidad a los pobres, o bien recomendar tan sólo el cumplimiento de los deberes de la caridad, a los que buenamente quisieran cumplirlos. La doctrina católica, sin embargo, ha enseñado siempre, que en la solución de la cuestión social han de entrar la justicia y la caridad, y precisamente en el orden enunciado, y que justicia sin caridad es injusticia y caridad sin justicia es egoísmo.

Esta cuestión social, que ya existía entre nosotros, se hizo más evidente con la aparición del nuevo partido. No se la podía ignorar por más largo tiempo. Siempre hemos sostenido aquello que afirma el dicho popular. Dios escribe recto con líneas torcidas. De aquellos males resultaron estos bienes. Se puso mano a la obra de legislar, en forma integral, sobre materias sociales. Aquello fue, si la palabra no fuera excesiva, una verdadera revolución. Y en todo ello privaban, como fundamentos ideológicos, los principios de la doctrina católica contenidos en las Encíclicas. Por ello merecieron los legisladores el aplauso no sólo de los Prelados, sino aun de la misma Santa Sede. Era la primera vez en nuestro continente, que se iniciara tan amplia obra social, sustentada en criterios doctrinales absolutamente ortodoxos. De apoyar aquellos proyectos no se seguía ningún conflicto para la conciencia católica, por más que fuera lícito a todos los católicos juzgar de esta o de aquella manera acerca de las circunstancias ocasionales en que se presentaba la nueva legislación, así como acerca de la mayor o menor perfección o imperfección técnica de las nuevas leyes sociales.

De estas bases ideológicas de la nueva legislación hemos visto hacer mofa. A todo ello se le ha llamado socialismo cristiano, punto menos que comunismo cristiano. Comprendemos que para quienes por intereses que no nos importa calificar aquí, sean enemigos de toda evolución social, haya sido una contrariedad el hecho de que la nueva legislación no pudiera combatirse con argumentos entresacados de los artículos de la fe.

Acaeció entonces un fenómeno de singular relieve. Muchos de los que se llamaban católicos abominaban de una legislación medularmente católica, y otros que se decían comunistas apoyaban sin reserva alguna aquella legislación. No quiero decir con esto que los primeros estaban obligados por deber de conciencia a aceptar en todos sus términos la legislación social, ni que tuvieran que aprobar las circunstancias políticas en que aparecía la nueva legislación. Esas no eran cuestiones teológicas ni mucho menos. Sólo quisimos subrayar el contraste, antes de continuar el desarrollo del tema que veníamos proponiendo.

VIII

Por aquellos mismos días se disolvía la Tercera Internacional si en realidad o sólo en apariencia lo dirán los hechos, el partido comunista acordaba su propia disolución y la creación inmediata con los mismos elementos del anterior, de otro partido bautizado con otro nombre, dispuesto, decía, a continuar luchando por el mejoramiento de las condiciones de vida de los trabajadores. Publicó un programa y declaró con todo énfasis, que quería proceder a «lo costarricense». El Arzobispo fue interpelado oficialmente acerca del problema teológico que pudiera sobrevenir como resultado de aquellas variaciones, y previa consulta a los Señores Canónigos, a los demás Prelados de la Provincia Eclesiástica y aun al mismo Representante de la Santa Sede, contestó en los términos en que lo hizo, y que son o deben ser bien conocidos de todos. Como es natural, en el curso de aquellas consultas se pulsaron diversas opiniones, se analizaron todas las circunstancias, y se llegó a la conclusión de que la consulta debía ser resuelta, desde luego y como era de regla, puesta la mirada en la Teología y con prescindencia absoluta de la política. Así se hizo. Al Arzobispo no le era dable ignorar que asumía una responsabilidad gravísima y que más cómodo hubiera sido no asumirla, o bien contestar con ambigüedades o finalmente dar la callada por respueta. Antes de dar aquel paso pedí que en todas las parroquias se hicieran rogativas por mis intenciones, que por entonces no podía indicar cuáles fueran y armado hasta donde me fuera dado captarlas, de las prudencias del espíritu, y puesta la mente en Dios que me ha de juzgar, redacté la contestación. Muchas veces la he leído y releído. Mi carne débil y flaca muchas veces se ha arrepentido de haberla suscrito, cuando ha sentido que «circumdederunt eam dolores mortis et torrentes iniquitatis conturbaverunt eam» pero nunca dejaron de infundir alientos a mi espíritu aquellas palabras de mi escudo episcopal: «Sperans in Domino sanabitur».

La pregunta que muchas veces se habrán formulado los fieles, y aun los sacerdotes en aquellos días y en los que les siguieron, habrá sido ésta: ¿se habrá equivocado el Arzobispo, o, en otros términos, se habrá equivocado la Teología? Y para contestarla no voy a recurrir al argumento ad hominem de que la Secretaría de Estado, a quien el Representante de la Santa Sede elevó en consulta todos los documentos,de aquellos días, emitió su parecer y opinión en la forma que es de todos bien conocida, y cuyos alcances no debo ingenuamente exagerar.

La Teología si merece el nombre de tal, no suele equivocarse, aun cuando las cuestiones que haya de resolver estén involucradas en problemas de orden político con tal de que se mantenga dentro de sus propios límites. Cierto es, así mismo, que la política, a la inversa de la Teología, fácilmente puede equivocarse, ya sea porque sus intenciones al formular una pregunta teológica no fueran muy puras, ya sea por cuanto no supiera o no quisiera interpretar una respuesta teológica redactada en idioma igualmente teológico. En tal supuesto no será la Teología la equivocada sino la política.

Aquella contestación del Arzobispo fue teológica desde el principio hasta el fin. En ella, inclusive contra lo que suele acostumbrarse en semejantes documentos se describieron y detallaron las condiciones, circunstancias y limitaciones a que quedaba sujeta la aplicación del criterio teológico allí expresado, de manera que en otras condiciones y circunstancias que no fuera las ahí previstas, la contestación carecería de valor y fuerza.

La Teología, dije si merece el nombre de tal, no suele equivocarse. No obstante sí pueden incurrir en error los teólogos que interpretan la Teología con excepción del Papa que como maestro infalible está garantizado por la asistencia divina contra toda posibilidad de error en materias teológicas.

En nuestro caso el teólogo era el Arzobispo, sujeto, desde luego a muchos errores. Con plena conciencia de ello el Arzobispo protestó, en la introducción no más de su respuesta, que todo cuanto dijera habría de quedar, entonces y en todo tiempo, sometido en todas sus partes a la suprema resolución de la Santa Sede. Y esta misma protesta, con la misma sinceridad y convicción, la ha reiterado hace poco, en el informe acerca del estado de la diócesis que ha dirigido a la S. Congregación Consistorial, según está mandado por derecho.

IX

Está en lo humano que todos deseemos justificar nuestros actos sobre todo aquellos que hemos ejecutado puesta la mira en el cielo y no en el suelo. Se podría, por tanto, pensar, que estoy justificando aquellos mis actos. No tengo interés en contrariar ese pensamiento. Baste advertir que estas mis palabras no tienen ningún fin apologético sino tan sólo expositivo.

En junio de 1943 dije que había procedido en aquel entonces con la conciencia tranquila, y que más adelante, según los casos procedería con igual tranquilidad de conciencia. Es probable que estas palabras tampoco fueran entendidas. Inclusive se ha llegado a suponer que el Arzobispo ataba las manos a los sacerdotes para que no atacaran al comunismo. Esto en parte es verdad. Si bajo el nombre de comunismo queremos entender, no un conjunto de doctrinas erróneas sino simplemente un grupo de hombres equivocados la suposición es verdadera. Nuestra misión no es atacar hombres sino combatir doctrinas e ilustrar debidamente los principios de la doctrina católica. Los sacerdotes estaban obligados antes, lo estuvieron después y lo están todavía, por oficio de conciencia, a combatir el comunismo ateo y marxista. Es posible, lo apuntamos como simple hipótesis, que un sacerdote creyera que su misión en la cátedra sagrada fuese atacar a los comunistas, que es precisamente la táctica que se sigue en el mundo profano en casos similares. Yo diría que, en tal supuesto, aquel sacerdote con su proceder desmejoraba las posibilidades de su misión, sobre todo si en ello entraran, en cualquier proporción móviles de orden político. En otras palabras, si el sacerdote dejara de ser teólogo para convertirse en político, se colocaría fuera de su propia jurisdicción y su palabra carecería de autoridad.

Séanos lícito intercalar en este lugar aquellas palabras de San Pablo: «Como quiera que caminando en carne, no militamos según la carne». El predicador camina, es verdad, en carne, pero no debe militar en carne.

Así, pues, los sacerdotes estaban obligados en todo tiempo a combatir el comunismo y también el socialismo. Y por nuestra fortuna la Divina Providencia, sobre todo desde hace dos años, ha suministrado a los sacerdotes nuevos y muy eficaces medios y oportunidades para combatir el comunismo por los senderos de la superación. «Vincere in bono malum», que diría San Pablo. Hasta entonces, por una y tantas razones, nuestra lucha, en apariencia, tenía más aspectos de «anticomunismo» que de «pro-justicia». Ahora los campos están más despejados, y por ellos pueden espaciarse todas nuestras legítimas ansias de procurar el mejoramiento de los pobres, mediante recursos no sólo justos sino también legales.

X

Fueron muchos lo digo de nuevo, los que no entendieron mis palabras de junio de 1943. Es posible que en ese número puedan contarse las mismas personas a quienes iba dirigida la respuesta. Se nos ha asegurado que la agrupación tantas veces mencionada mantiene como esencia de su ideología —no hablo ahora de su estructura exterior— y por tanto de la de sus adherentes, el materialismo ateo y marxista tal como lo describió y condenó el Papa Pío XI en la Encíclica «Divini Redemptoris». De ser cierta esta afirmación, habríamos de concluir que, o no se nos entendió o no se nos quiso entender, y estaríamos en la obligación, en uno y en otro caso, de disipar el mal entendimiento no sólo porque a ello nos obliga nuestra responsabilidad episcopal sino aun por simples motivos de lealtad legítima para con las personas que, precisamente porque se las creía sinceras, fueron merecedoras de aquella respuesta. Es evidente que si la agrupación sustentara principios y doctrinas contrarios a la doctrina católica sobre todo a una tan fundamental como es la creencia en Dios, autor del Universo, ningún católico podría adherirse a ella, ni militar en cualquier forma en ella, sin compromiso gravísimo de conciencia. Y en tal supuesto, el católico que hubiese dado su adhesión a laagrupación, antes o después de la contestación teológica del Arzobispo, estaría en la obligación, igualmente gravísima, de retirarse de ella.

Si por el contrario, lo que se ha afirmado no fuera cierto, y por tanto si la agrupación no profesara los principios del comunismo ateo y marxista, no habría conflicto teológico, en los términos que se hicieron constar en aquella respuesta de junio de 1943. En tal supuesto los católicos podrían adherirse a ella, en la misma forma que pueden hacerlo a los demás grupos políticos, ya que esta sería una simple cuestión de preferencias políticas no subordinadas de suyo a determinadas exigencias de la conciencia.

La Teología trabaja con la verdad. La verdad tiene todas las ventajas sobre lo que no lo sea o que lo sea solamente en parte. La verdad ni engaña ni puede ser engañada.

Hemos referido uno de los supuestos. Es necesario que mencionemos el otro. Otros afirman que la agrupación entendió la respuesta teológica, y para demostrarlo aducen los siguientes argumentos. En el programa oficial de la agrupación se leen estas palabras:

«El Partido Vanguardia Popular declara que apoya la política social del Presidente, basada en encíclicas papales, y declara que esa política encuadra sin contradicciones en los planes del partido para la organización económico-social del país.»

El partido apoyó de hecho y con todo entusiasmo una legislación social cuyos textos tanto los de las Garantías Sociales como los del Código de Trabajo, declaran reconocer como su base filosófica o ideológica la justicia social, no cualquiera sino precisamente la justicia social cristiana. No podemos negar que ambas afirmaciones, tanto la del programa, como la del contenido de esta actitud que acabamos de comentar, tienen algún valor en Teología. Por lo demás, agregan los partidarios de esta segunda opinión hay en el Código de Trabajo, apoyado por la agrupación, una serie de tesis, algunas de ellas muy importantes, que están en contradicción con muy elementales principios de la técnica científica marxista. Quieren agregar además, los que tal afirman, que de todas maneras, así como es preciso analizar los postulados y actitudes de la agrupación referida a la luz de la Teología, convendría hacerlo con las demás agrupaciones políticas y con los programas que hayan publicado, las que lo hayan hecho ya que el error es error, cualquiera que sea el símbolo bajo el cual se ampare.

XI

Hemos querido exponer los criterios de unos y otros, sin pasión ni ira y sin otro interés que no sea el legítimamente teológico. En junio de 1943 no éramos jueces de intenciones, tampoco lo somos ahora. De las intenciones juzga la Teología, es verdad, pero la Teología Moral, puesta en acción en el tribunal de la Penitencia, y acerca de ellas fallan los hechos, y el juzgar de éstos, es cometido de la historia.

Condensamos el juicio nuestro acerca de la citada agrupación, en estos términos. tn manos de los dirigentes y adherentes de ella, está el dar la razón a quienes afirman que profesan doctrinas condenadas por Pío XI en la Encíclica «Divini Redemptoris», y en su mano está dar la razón a quienes quieren afirmar lo contrario. Si los primeros tuvieran la razón, lo lamentaríamos, entre otras razones porque son muchas las tesis de bien social que puede adelantar legítimamente una agrupación política de contenido social, sincero y verdadero. Por los caminos del comunismo ni podrá adelantarse en forma definitiva el mejoramiento social de los trabajadores, ni podrá consolidarse, también definitivamente, la legislación social.

Bien comprendemos que en Costa Rica, como en todas partes, la legislación so­cial es hija de una acción política —nos referimos a la política entendida la palabra en su significación técnica— sincera, verdadera y constante. No hay en Costa Rica ningún partido político de contenido eminentemente social, fuera del grupo a que nos referimos. Por tanto los trabajadores que quisieran hacer uso de la acción política, tanto para sostener la legislación social, como para que ésta arraigue en la conciencia nacional, carecerían de los medios ordinarios para ejercer en forma constante la acción política justa y legítima en los campos de la acción social.

Pero dirán los que afirman la primera de las hipótesis más arriba mencionadas. Hay que formar un nuevo partido político de contenido eminentemente social. Está bien o no está bien. Pero en su formación no entran ni deben entrar en forma alguna la Iglesia ni la Teología como tales. La Iglesia y la Teología están fuera y por encima de todos los grupos políticos, como tales grupos políticos.

Aduciremos un ejemplo para que mejor se comprenda qué es lo que la Iglesia puede hacer en estas materias y qué es lo que no puede hacer. En uso de la libertad sindical, consagrada en nuestra legislación en términos expresos, la Iglesia ha patrocinado la formación de una Central Sindical, la «Rerum Novarum». Entendámonos. La ha patrocinado doctrinalmente. No entro en detalles, por ser bien conocidas las declaraciones del Arzobispo a este repecto. Pero nada más. Y lo ha hecho, entre otras razones, por ésta fundamental. Si no queremos que haya monopolio sindical de hecho, es preciso que haya por lo menos dos centrales sindicales. Séame lícito preguntar: ¿quién de los muchos que podrían haberlo hecho, se ha dedicado a la formación de sindicatos, fuera de la Iglesia y el ya referido grupo? Vamos a suponer que los partidarios de la primera hipótesis estuvieran en lo cierto, esto es que el Partido de que nos ocupamos es comunista, en el estricto sentido de la palabra, y por tanto que la sindical obrera patrocinada por él está en la misma línea y entra en la misma calificación teológica aplicable al partido. Este mal no se habría corregido con cruzarse de brazos y el trabajador que quisiera sindicalizarse no podría quedar satisfecho con que se le dijera simplemente: No puede sindicalizarse en esa central, porque se lo impide la conciencia. Habría que ofrecerle una alternativa.

En una palabra, nuestra tesis es que las ideas se combaten con ideas, los hechos con hechos. Esta ha sido la gran fuerza de las ideas comunistas en muchas partes. El comunismo sabe lo que todos sabemos que existe, una cyestión social, y buena o mala, nosotros creemos que no es buena, pero presenta una solución. Al paso que en general los demás que también saben que existe una cuestión social, no presentan ninguna solución, y creen que ella se resuelve con no resolverla, y que el comunismo puede combatirse eficazmente con sólo palabras.

XII

Volvamos, finalmente, al otro problema teológico de que estábamos tratando En la cuestión social y en su solución, entran muchos y muy complejos problemas de orden teológico para la conciencia católica. En lo que llamamos la legislación social que es un planteamiento en esquema de la solución del problema, entran así mismo varios problemas teológicos.

Por el simple hecho de que quienes no sean católicos apoyen la legislación social no vamos a incurrir en el error de afirmar que es fundamentalmente mala. Estas personas serán malas pero hacen bien. Por el simple hecho de que personas buenas combatan la legislación social en su conjunto, no vamos a decir tampoco que ésta sea mala. Esas personas serán buenas pero hacen mal.

El bien es bien, cualquiera que sea la persona que lo practique, y el mal es mal, quienquiera que sea el que lo practica. No son las personas la causa del bien de las cosas, sino el bien la causa de la bondad de las personas.

La legislación social tiene muchos aspectos. Los fundamentales y de tesis. Esto es, cuál es su ideología y en segundo lugar, si el fin es bueno. Tiene además los aspectos técnicos, que en sus detalles son independientes de los fundamentos y de la tesis. En buena hora introdúzcanse en nuestra legislación social todas las reformas que sean pertinentes, no para desfigurarla, es decir, no para combatir la tesis, sino para perfeccionarla. Corríjanse los errores técnicos, donde quiera que se encuentren. Pero atentar contra los fundamentos de ella y contra la tesis misma es, en los planos teológicos, un verdadero pecado, y un crimen en los planos sociales, porque es atentar contra el grito de la justicia y exponer a la sociedad a que se le arranque por fuerza lo que no quiere reconocer por convicción.

Hay también en la legislación social ciertos aspectos políticos. Como políticos a la Iglesia no le interesan. Pero si en nombre de esos aspectos, se quisiera desmejorar la tesis y desvirtuar los fundamentos de la legislación social, estaríamos en frente a un problema teológico en el cual la conciencia cristiana tiene una palabra que decir.

Es cierto que nuestros trabajadores no han podido todavía desarrollar suficientemente la conciencia de sus derechos, porque no han podido todavía desarrollar en forma suficiente la conciencia de sus deberes. Eduquémoslos, esa es nuestra misión como sacerdotes. También comprendemos que los patronos y en general las clases adineradas no han podido desarro llar todavía en forma suficiente la conciencia de sus deberes, porque tampoco han podido desarrollar en forma suficiente la conciencia de sus derechos. Deber y derecho, no lo olvidemos, son cosas correlativas. Eduquémoslos también, esa es nuestra misión.

Coloquémonos en un plano superior, en el plano nuestro, en el de la Iglesia. Ni del lado de los pobres, ni del lado de los ricos. Siempre del lado de la justicia y del lado de la caridad. Y como la justicia suele estar con más frecuencia del lado de los pobres, no rehusemos estar, con esa misma frecuencia, del lado de los mismos pobres. Esa es nuestra misión. Evangelizare pauperibus. Esurientes implevit bonis et divites dimisit inanes.

¡Muy estimados cohermanos! Os he hablado con el corazón, y aliento la esperanza, más aún, la seguridad, de haber sido comprendido por vosotros en esta ocasión, como presumo haberlo sido siempre, según lo demostraron los conceptos de aquel mensaje de Navidad que en el año 1943 me dirigisteis, mensaje que si honraba al Arzobispo por venir de quienes venía, honraba igualmente a los señores sacerdotes que en forma tan elevada supieron expresar sentimientos de tan noble y puro linaje.

Un ruego antes de terminar. Si acaso en mis palabras hubiese habido algún exceso, alguna extralimitación, de cualquier género que ella fuera, vuestra sagacidad pastoral sabrá temperarla y vuestra nunca desmentida caridad sacerdotal sabrá disimularla.

Los tiempos en los designios de Dios han correspondido a mi Episcopado, que es, desde luego, Episcopado vuestro, son bien difíciles. Pero el Señor nos asistirá con su gracia si en todos nuestros trabajos y en medio de las fatigas y congojas que la malicia de cada día trae consigo, seguimos como norte aquellas palabras del Nuevo Testamento: «VERITAS LIBERABIT VOS» – «VINCERE IN BONO MALUM».

VÍCTOR SANABRIA M.

Arzobispo de San José

San José, 12 de setiembre de 1945.

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