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El agricultor idealista y forjador

El agricultor idealista y forjador

Femando Barrenechea Consuegra*

La primera vez que vi a don José Figueres fue en la Bolsa del Café subsidiaria del Instituto de Defensa del Café de Costa Rica, en 1941. Un compañero me dijo que era hijo del Dr. Mariano Figueres, de quien se hablaba mucho como eminente y humanitario médico español, sobre todo por las familias pobres, como la mía, a las cuales no les cobraba sus servicios. Era don José un hombre de unos 35 años. Me tocó hablar algo con él y se fue presuroso porque tenía que hacer varias diligencias en San José para regresar el mismo día a las fincas de «la empresa». Me llamó la atención que no dijera «mi empresa», como solía oír de todos los cafetaleros que trataba.

Un día se me ordenó hacer el inventario del café en «el beneficio de los Figueres». A la mañana siguiente llegó por mí, en motocicleta, don José. En Santa Elena se encontraba el Subgerente, don Antonio Figueres, su hermano menor. Existía un magnífico beneficio de café, un hotel, un edificio con comisariato y oficinas, la casa principal, otras para trabajadores, la casa y dispensario médico que habitaba el Dr. Figueres y entre 300 a 400 manzanas de plantaciones de café. Fuimos a echar un vistazo a los cafetales cercanos y me explicó don Pepe el esfuerzo por variar las siembras del cafeto de la forma lineal en que las lluvias se llevaban hacia abajo la capa vegetal y el abono, al sistema de siembras al contorno para corregir el defecto y ajustar la forma a aquellos laderosos terrenos. También se efectuaban ensayos de siembras con variedades distintas del tradicional cafeto arábigo. Los cafetales de los Figueres habían sobrepasado el rendimiento promedio-nacional de seis fanegas y producían de ocho a diez fanegas por manzana. Después me invitó a visitar una finca de fibras duras y cordeles que tenía la Empresa más adentro: La Lucha.

La finca «Lucha sin fin» está situada al sureste de Santa Elena. Bajamos los polvorientos y serpenteantes caminos aptos para caballos, carretas y, por supuesto, la motocicleta del intrépido don Pepe. Había observado plantaciones de cabuya y, a la orilla de los caminos, siembras de ciprés. Cenamos en la casita de madera que él habitaba, sencilla pero cómoda, con chimenea diseñada por él mismo. Fuimos a la sala a conversar ¡y ahí fue la revolución para mí! Había libros por todos lados: vi las obras completas de Edgar Allan Poe, una de Whitman, la Ética de Aristóteles, el Contrato Social de Rousseau, un Tratado de Hidráulica y Electricidad y otros que, 45 años después, no recuerdo. Colgados de las paredes, tres retratos: Martí, Bolívar y Lincoln.

Y llegamos a los asuntos sociales, de la producción y de la distribución de riqueza en nuestra sociedad. Para mí, joven de 23 años, disconforme con nuestra organización política y administrativa, las injusticias palpables en la distribución del producto y decepcionado por la ausencia de solidaridad humana, don Pepe fue una revelación.

Lo más impactante fue cuando me contó que se había metido a trabajar ahí trece años antes, cuando apenas había unas cuantas matas viejas de cabuya y unas estropeadas máquinas de cordelería, con la idea de ensayar un sistema social y económico dignificador del hombre, cualesquiera fueran su preparación, cultura, edad, religión y sexo.

Salimos a ver algo de lo que se había hecho, ¡Caramba!, casitas bien pintadas para los trabajadores que tenían algo no visto por mí en otra hacienda de Costa Rica: corredorcitos con macetas de flores y otras plantas ornamentales. Fuimos al hotelito con baranda al río, a la fábrica de mecate y al edificio de habitaciones para los visitantes o empleados solteros, con su salón para reuniones donde él daba charlas a los trabajadores y se proyectaba cine de vez en cuando, al comisariato bien surtido y a las oficinas. Supe esa misma noche que habían hecho (don Pepe nunca hablaba en primera persona del singular) una plaza para deportes, una escuela y un local para dispensario médico, en un terreno cortado a pico y pala de un cerro para hacerlo plano.

Al día siguiente regresamos por la trocha apenas abierta para la futura Carretera Panamericana. Llegamos en motocicleta hasta Cartago y de allí a la capital.

A mediados del primer semestre de 1942, previo «examen» en una comida a la que asistió su entrañable amigo y abogado de la Empresa, Lic. Alberto Martén, don Pepe me nombró coordinador y contabilista en la hacienda «Lucha sin fin». Poco después, fue expatriado por el régimen calderonista. Desde México nos mandó un retrato con esta inscripción: «Para los compañeros de la Hda. La Lucha. Agosto de 1942, afectuosamente J. Figueres». ¡Don Pepe no era el patrón de nadie, era un compañero de trabajo de todos! En las «cubiertas» en donde se metían cada semana los salarios, estaba impreso un lema revelador: «La empresa es la vida de todos». Sobre una torrecilla en la que instaló una sirena que se accionaba a las cinco de la mañana, pintó una frase maestra: «Las horas pasan y el progreso queda».

Desde su exilio tenía don Pepe una profusa correspondencia con los dirigentes de la Empresa, en la cual trasmitía los adelantos agrícolas que observaba en los campos de México. Y nos comentaba sobre la importancia de seguir la siembra de árboles maderables para aumentar los pequeños bosques de ciprés que había plantado en La Lucha y Santa Elena. En la siembra de árboles productores de madera está el futuro de Costa Rica, decía hace más de 40 años. Como se sabe, regresó al país en 1944.

Llegó al fin la epopeya de 1948, dirigida por don Pepe desde La Lucha. Durante la guerra civil, la finca fue saqueada, destruida e incendiada, al igual que otras propiedades de la Empresa como los beneficios de Santa Elena y Río Conejo, los siete comisariatos ubicados en toda la región y el almacén o bodega San Cristóbal situado en San José. Triunfante la revolución, se comenzó la reconstrucción de la Empresa con la ayuda de don Domingo Tura Ricart, quien reunió de varios amigos comunes dos millones de colones como préstamo, y con el apoyo de los bancos que ya habían sido incorporados al patrimonio nacional.

En noviembre de 1954, pocos meses después de haber tomado don Pepe posesión de la Presidencia de la República, decidí probar suerte solo y, con gran sentimiento de pesar, me separé de la Empresa. Aquellos trece años de trabajo y estudio riguroso a la par de los hermanos Figueres fueron los más formadores y fructíferos de mi vida, porque había tenido la singular fortuna de conocer y de estar junto a un gran agricultor, idealista y fojador: don José Figueres Ferrer.

* Coordinador y contador de la empresa de Figueres, ascendido luego a Subgerente y apoderado generalísimo de la Sociedad Agrícola Industrial San Cristóbal S. A. Este texto original es apenas un fragmento de un amplio ensayo inédito.

Tomado de “Figueres 80 años de amor a Costa Rica”.

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