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El 48 como desborde trágico

BUSCANDO PALABRAS

En la segunda mitad de los años cuarenta aconteció un tránsito gradual pero incontenible desde las antipatías y enemistades políticas hacia el paroxismo de los odios políticos y los odios políticamente alimentados, dos cosas que no son exactamente iguales. Cuándo precisamente comenzó este deslizamiento es discutible. Retrospectivamente se puede decir que los muertos en la campaña electoral de 1944 anunciaron lo que venía. Con más claridad, a mediados de 1946 empezó a tomar forma una espiral ascendente de violencia política. La lucha electoral de 1947-48 y la insurrección de marzo-abril fueron su resultado y su continuación; ellas, a su vez, condujeron a nuevos hechos de sangre los cuales se prolongaron hasta ya avanzada la década siguiente.

Aunque duró más o menos diez años, nuestro período violento no fue tan prolongado ni tan intenso como los que conocemos en países vecinos. Respecto a las decenas de miles de muertes ocurridas en El Salvador en 1932, o a lo sucedido en Guatemala después de 1954, lo acaecido en Costa Rica fue mucho más modesto y con otras características. Aún así, esas 2000 o 4000 muertes – los números siguen siendo totalmente imprecisos – marcaron un hito histórico. Ni antes ni después la violencia política cobró tantas vidas.

Quienes se han ocupado de los años cuarenta, un grupo entre los que me incluyo, han recurrido a un grupo de palabras bastante preciso para presentar lo ocurrido. Se habla normalmente de “guerra civil”, “revolución”, “conflicto político”, “lucha social”, “lucha de clases”. Esta terminología tiene una larga carrera. La perspectiva de una sociedad dividida en clases sociales que luchan por defender sus intereses desde su posición en la estructura social ha sido la columna vertebral de los escritos históricos y sociológicos desde el escrito pionero de Manuel Rojas Bolaños, “Lucha social y guerra civil en Costa Rica: 1940-1948, publicado en 1979. Como se dice en la introducción del libro de Rojas, en los años cuarenta aconteció una gran ruptura, la cual no se puede entender pensando tan solo en la acción de individuos y grandes personalidades, al margen de los grupos sociales.1 El llamado orden oligárquico-cafetalero se abrió bajo la presión de nuevos grupos sociales, en parte como producto de sus reivindicaciones y en parte como reacción a ellas. Primero, como consecuencia de las demandas de los grupos artesanales y de los sectores asalariados movilizados por el Partido Comunista, y en un segundo momento en consonancia con el peso político de las clases medias y de nuevos grupos vinculados al sector productivo. El resultado fue una gran transformación institucional, resumida jurídicamente en la Constitución Política de 1949. La fase de la violencia y la guerra se sitúa entre los dos momentos de reformas, sin acabar allí. Dentro de la perspectiva estructural, la violencia sería la expresión del choque de intereses grupales y sectoriales que entonces tuvo lugar.

Muchos de los trabajos aparecidos posteriormente, particularmente los escritos desde la academia, se han situado dentro de la perspectiva estructural-clasista presente en el libro de Manuel Rojas, profundizando en puntos particulares. Los acentos y matices específicos en los intentos de repensar este período dependieron mucho de cómo las personas se colocaron en los debates políticos de los años setenta y ochenta, en el auge y el declive de la llamada “era liberacionista.”

Aunque de manera no siempre explícita, la lectura estructural-clasista prosperó en medio de una polémica político-académica. En un sentido significó una toma favorable a la izquierda política y a quienes entonces defendían la urgencia de cambios estructurales. En otro, también era una respuesta a los textos de corte testimonial publicados por personas que habían participado en las luchas de aquellos años, casi siempre favorables a alguno de los bandos políticos que se enfrentaron en aquellos años. La veta de los relatos se inició en 1948 y fue muy prolifera durante la segunda mitad del siglo pasado; produjo algunos trabajos de gran valor en razón de la riqueza y el detalle de la información que aportaban. Comprensiblemente, en esta tradición el acento está puesto en las personas, sobre todo en los grandes protagonistas y en sus intenciones, generalmente buenas y nobles cuando se trata del personaje o de la corriente con que simpatizó la persona que escribe. El libro de Manuel Rojas estaba orientado contra esta tradición, y causó reacciones casi inmediatas. Una de ellas, fue el conocido trabajo del abogado Eugenio Rodríguez “De Calderón a Figueres”, cuyas palabras finales parecen estar dirigidas directamente contra la introducción del libro de Manuel Rojas, y contra la postura político-académica que él expresaba. La conclusión de Eugenio Rodríguez es que el modelo analítico estructural-clasista se quedaba corto y no podía dar cuenta de lo singular y particular de nuestra historia. Rodríguez estaba persuadido de que los dirigentes de los dos bloques que se enfrentaron actuaron de “buena fe”, aún cuando trataron de imponer sus tesis a la fuerza y en contra de la mayoría, y “olvidaron” también que el fin nunca justifica los medios.2 En los reglones finales, Rodríguez insiste en la buena fe de los hombres de la Junta de Gobierno de 1948-49, los cuales, a su criterio se elevaron por encima de las circunstancias sociales y económicas, y en consecuencia, de las adscripciones estrechas en función de clases y grupos sociales.

Desde luego, quienes reivindicaron la buena fe de los suyos no estaban solo en las filas liberacionistas. Un ejemplo temprano es el escrito del historiados Oscar Aguilar Bulgarelli “Costa Rica y sus hechos políticos de 1948”3, el cual, aunque pretendió ser una lectura objetiva y desapasionada de lo sucedido, fue acremente criticado por favorecer al calderonismo, antes incluso de que se publicara.3 Diez años después del libro de Aguilar, cuando Rodríguez escribió su libro, las animadversiones estaban más limadas, y se tendía a reconocer que hubo buenas intenciones de ambos lados. Los lados más espinosos y dolorosos de lo ocurrido se explican en “De Calderón a Figueres” apelando a la complejidad de lo sucedido, y proponiendo que los hombres de buena fe estuvieron también rodeados de gente que no estuvo a su altura, personas que actuaron de “mala fe”.

Si algo mostró el debate acontecido en cincuenta aniversario del 48 fue una notable pérdida de interés en el mundo académico por esos años, así como un repliegue casi total de las lecturas estructurales y clasistas. Por el contrario, la veta testimonial siguió siendo muy productiva. Política y socialmente esto corresponde a un triunfo de la lectura de la “buena fe” de los implicados. Al comenzar el nuevo milenio los principales protagonistas de aquella época eran reconocidos como grandes hombres, como caudillos lúcidos que merecían ser honrados por haber actuado buscando la mejor para su pueblo. La base social de esta interpretación eran los profundos cambios que se empezaron a dar desde el giro neoliberal de los años ochenta, y las alianzas políticas entre los bloques políticos cuyo origen estaba en el 48. Y también, la casi total desaparición de una izquierda política. Es entonces cuando toma forma la imagen de los tejedores creativos, cuyos actos positivos tuvieron años atrás, lamentablemente, consecuencias desafortunadas.

Los procesos sociales complejos, y en particular las fases de ruptura y cambio, difícilmente se pueden entender sin conceptos que recuperen la dimensión histórico estructural y sin atender los actos de las personas en posiciones centrales de poder. Por lo tanto, no se trata de desestimar estas lecturas. Solo que en nuestro caso ellas se desarrollaron dejando importantes puntos ciegos. El problema a que nos enfrentamos empieza a tomar forma cuando se intenta una lectura de estos años desde los relatos de la gente llana, de la gente que no fue protagonista política de primer orden. Palabras como lucha social o lucha política ayudan a entender parte de lo que estas personas intentan comunicar, pero no agotan lo que transmiten cuando hablan de estos años desde lo vivido en la familia, el vecindario, o el pueblo. Allí aparece un “plus” innominado, el cual es particularmente perceptible en los relatos de las mujeres, las niñas y los niños, sin restringirse solo a ellos. Este excedente es muy importante para comprender mejor lo que ocurrió en los años cuarenta. Sin embargo, acá tropezamos con una llamativa falta de palabras apropiadas que sugiere algo de fondo, más serio incluso que un problema académico de conceptualización. Aparentemente, carecemos todavía de recursos adecuados para representarnos las consecuencias más dolorosas de un evento colectivo central en nuestra historia. De cara a este otro tipo de materiales chocamos con un vacío-ausencia, parecido al que se encuentra en los traumatismos psicológicos.

Una pista para empezar a explorar los años cuarenta desde otros referentes la encontramos en los mismos testimonios. En varios de ellos se usa la palabra tragedia, o se le alude. Hay escritos inmediatamente posteriores a los sucesos que hablan en sus títulos de la tragedia recién acontecida.5

A la distancia de medio siglo, un adulto mira hacia atrás y escribe: “… las familias empezaban a prepararse ante los vientos de guerra que ya se daban como cercanos y fuertes. La tragedia de la familia costarricense comenzaba a brotar; por todos los medios parecía que querían la guerra, como si esta fuera la medicina para los males que padecía el país…”.6 Tragedia significa aquí un conjunto de hechos que unas veces mueven al horror y otras a la compasión. Con variantes, esta idea se repite en muchos de los textos con que contamos. No obstante, para dar cuenta de la tesitura de los distintos conflictos presentes en las narraciones sería necesario pensar en un significado más preciso de la tragedia. Uno que ayude a entender algo de la dinámica existente en torno a los grandes temas de discordia, pero que también permita comprender otras tensiones menores o aparentemente secundarias. Muchas veces fueron éstas las que dejaron las cicatrices más profundas y duraderas, las que darán luego motivos para escribir.

Un préstamo tomado de una perspectiva antropológico-literaria puede servir para llevar nuestra atención en otra dirección. Varias décadas atrás, René Girard propuso un concepto de tragedia que puede ayudar a describir y entender nuestro “destejido”. La idea aparece por primera vez en uno de sus libros más conocidos, La Violencia y lo Sagrado,7 pero es repetida por él hasta sus trabajos más recientes.

En su escrito de 1972, Girard exploró las dinámicas violentas con ayuda del concepto de tragedia. Para tal propósito definió la tragedia como una situación en la cual dos o más fuerzas se equilibran y se desequilibran mediante actos de violencia sucesivos y acumulativos. La tragedia apuntaría a una colaboración negativa, que puede empezar como una respuesta inadecuada o desmedida a acción anterior, interpretada como hostil. Ese puede ser el inicio de una cadena de reacciones negativas en el curso del cual termina perdiéndose toda idea de bien y de justicia. En términos simples, la tragedia dice de un escenario en el cual un acto lesivo, real o imaginado, es respondido por otro acto de la misma naturaleza, el cual tiene a su vez una respuesta en la misma sintonía. Como lo ilustran muchos mitos, la tragedia no está necesariamente relacionada con la intencionalidad. Puede desarrollarse entre quienes se consideran justos y no violentos, o en los términos anteriores, entre quienes creen actuar de “buena fe”. Incluso es posible participar en ella con una relativa buena conciencia, por ejemplo, pensando que el acto propio no es el violento, sino tan solo una respuesta legítima de naturaleza defensiva.

Una comunidad de dos, de varios, o de muchos, se tensaría trágicamente cuando la violencia se convierte en su centro de gravedad por un período de tiempo, creando y potenciando desequilibrios de distinta naturaleza o calidad. La implicación más importante es que las personas entrelazadas por la reciprocidad violenta tienden a asemejarse. Los hechos alisan las diferencias entre los rivales encadenados. Estos se aproximan al emplear procedimientos similares, en un automatismo irreflexivo. Gracias a ese automatismo el intercambio violento se propaga. Se devuelve lo que se recibió y no necesariamente a la persona que causó la primera ofensa. Otra puede resultar afectada y en esa medida incorporada el ciclo trágico. Una vez que este mecanismo está en marcha, las instituciones que podrían interrumpir el proceso pierden vitalidad y operatividad en perjuicio de sí mismas. Tal desgaste suele ser tanto un producto de la espiral violenta como una condición para la extensión de la misma. Los frenos institucionales y culturales quedan inutilizados.

La violencia reactiva suelta lo que estuvo unido de una determinada manera. El amarre principal pasa a ser la violencia misma. Esto es lo que Girard llama rivalidad mimética o mimesis violenta. Por la mimesis violenta se responde siempre con la misma moneda, solo que en cantidades mayores. El otro es el modelo a imitar y superar. Los personajes trágicos serían dobles o gemelos unos de los otros; el material primario que los iguala y los une estaría constituido por odios, envidias, orgullos, heridas y resentimientos.8 En su punto más alto la lucha amenaza con transformarse en un choque de todos contra todos. La situación trágica se asemeja entonces a un fuego devastador o a una gran epidemia. Nadie puede escapar a ella. La supervivencia del colectivo queda mortalmente amenazada. Llegado ese momento reaparece Hobbes y la vuelta al estado de guerra de todos contra todos.

Girard le dio forma a su concepto de tragedia trabajando con mitos y leyendas de las más diversas procedencias. Cree también encontrar apoyo para sus tesis en las obras de los clásicos de la disciplina antropológica: Lévy-Bruhl, Boas, Frazer, Malinowsky, y desde luego, Lévi-Strauss. Pese a su deuda con la tradición estructuralista y post- estructuralista, le reprocha haber hecho un énfasis unilateral en la “diferencia” y en el lenguaje, a costa del mimetismo real, propio de la condición humana. Lo último sería para Girard un dato antropológico imprescindible.

Las pretensiones de Girard son ambiciosas y debatibles. Lo importante es que su concepto de tragedia ayuda a enfocar una dimensión del 48 que está presente en casi todos los trabajos conocidos, pero pocas veces en el plano que le corresponde.

Sobre este período hay algunas preguntas que han quedado sin una respuesta adecuada. ¿Por qué hubo tanto odio si existían tantas afinidades entre los enemistados? ¿Cómo se explica ese desencadenamiento de las agresiones recíprocas? ¿Por qué la violencia no se pudo detener a tiempo? Cuando de pasada o en abstracto se menciona el desenfreno de los odios un dato muy importante se puede escabullir ante nuestros propios ojos. Hemos carecido de un concepto que nos ayude a entender la intensidad de los odios y el mecanismo de su propagación. Esto es muy importante por varias razones. Si ponemos la atención en la dinámica violenta en general tenemos que preguntarnos por sus costos. Una parte se cobró en vidas humanas. Otra, menos atendida, en forma de angustias y tribulaciones, es decir, en salud mental. De estos dos tipos de costos sabemos en realidad poco o casi nada. Nunca han sido sistemáticamente estudiados.

El concepto de tragedia de Girard lleva la atención hacia las acciones y reacciones cargadas de hostilidad que marcaron la dinámica política y la orientaron hacia la violencia. Simultáneamente, coloca en nuestro horizonte los múltiples enlaces malévolos que fueron potenciados o propiciados por el proceso político. En esa medida, ayuda a poner un puente entre la gran política y lo que fue sucediendo en la vida de la gente llana, desigualmente afectada por aquella.

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El Espíritu del 48
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