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El 48 como desborde trágico

OTRAS DIMENSIONES DEL CICLO VIOLENTO

A las complicaciones de estos años corresponde el que la lucha política aproximó gente de procedencia social y política muy diferente. Mientras las diferencias entre los enemigos políticos se ensanchaban, otras se desdibujaban. El pacto de 1943 entre los republicanos, la Iglesia y los comunistas unió a quienes unos años antes se repudiaban y se consideraban enemigos. Su contraparte fue la alianza entre los cortesistas y los jóvenes que unos años antes denunciaban a León Cortés por autoritario y lo presentaban, al igual que los comunistas, como un nazi.

La polarización aproximó grupos y gente que en otras condiciones difícilmente hubiesen estado del mismo lado. Al deslizarse la lucha política desde las pedradas y las cachiporras a las armas, peleadores callejeros, bravucones, y sujetos siniestros fueron ganando espacios de acción en cada lado. En algunos relatos podemos seguir el paso de los golpes al matonismo, en distintas modalidades.20 En otros, la convivencia políticamente obligada con personajes que no se querían tener cerca. En 1943 los comunistas tuvieron que aceptar la proximidad de sujetos que ellos mismos habían denunciado antes por su falta de escrúpulos y sus abusos, y que en 1948 se mostrarán como asesinos. En este año ellos se vieron envueltos en situaciones inimaginables un tiempo atrás, o un tiempo después.

En marzo-abril de 1948, las milicias vanguardistas lucharon contra los insurrectos junto a un destacamento de la Guardia Nacional de Nicaragua. Un testigo de filiación comunista dirá que se trataba de la escoria de ese cuerpo, enviada a Costa Rica como castigo. No sabemos cuánta gente lo componía este destacamento, ni cuándo exactamente llegó. Pero sobre sus miembros caerá la responsabilidad de crímenes y de actos de crueldad, según lo indican testimonios de los dos lados. Algunos testigos mencionan los intentos de frenar a estos problemáticos aliados, no siempre con éxito.21 Cinco insurgentes sorprendidos mientras descansaban fueron fusilados en El Tejar por una patrulla dirigida por un oficial nicaragüense. La presencia de los militares nicaragüenses alimentó la xenofobia sirvió para justificar otros crímenes, esta vez por parte de los insurrectos, los cuales fueron presentados como actos de guerra contra una tropa extranjera. En el caso de los fusilamientos ocurridos en Quebradillas, en Cartago, la mayoría de los ejecutados, una cifra que varía en los testimonios entre quince y treinta y cinco personas, eran trabajadores bananeros vanguardistas. En algunos relatos se afirmará que todos eran integrantes de la Guardia Nacional de Nicaragua y por eso fusilados.22

En ambos bandos encontramos personas calificadas como repugnantes, grotescas o sanguinarias por sus mismos compañeros. De uno y otro lado hubo gente que se involucró en hechos sangrientos carentes de sentido militar alguno. Algunos de estos criminales fueron ayudados para que salieran del país, como ocurrió con el jefe del destacamento responsable de las ejecuciones del Codo del Diablo. Otros, como el temido coronel Áureo Morales, acusado por los crímenes de Dominical y Térraba, huyó hacia Nicaragua al momento de la desbandada, pero reapareció al lado de Calderón Guardia, en diciembre de 1948. Alguna gente vinculada con crímenes encontrará muertes trágicas, en un par de casos por mano propia. Otra tomará parte en otros eventos de violencia. Uno de los acusados por la tortura y asesinato de Nicolás Marín, pariente político de Calderón Guardia, intervino luego en los acontecimientos de Guatemala, en 1954, del lado de Castillo Armas y la fuerza expedicionaria organizada por la CIA. Era parte de un grupo mayor de costarricenses que peleó en esa oportunidad en Guatemala contra “el comunismo”. Un hombre que durante el año 1948 se ensañaba cruelmente con sus enemigos políticos asesinó a dos ancianos, ya terminada la fase en que la violencia podía tener la cobertura de una causa. Pretendía robarles.23

Tanto José Figueres como Rafael Ángel Calderón Guardia silenciaron los asesinatos cometidos por sus correligionarios. Hubo muertes que fueron ordenadas pero sus autores intelectuales nunca fueron acusados judicialmente, como en el caso del Codo del Diablo. Ninguna de las personas responsables de asesinatos actuó en solitario. Otras personas estuvieron siempre cerca. Fernando Ortuño Sobrado cuenta en un libro-testimonio escrito hacia el final de sus días que él fue testigo de la muerte de los militares Pacheco y Brenes. En su escrito él describe con precisión el asesinato de dos personas que no combatían. En el relato no hay indicio alguno de que alguien intentara detener a quien ejecutó a los militares.24 Años atrás, este suceso había sido narrado casi de idéntica manera por otro testigo; en ninguno de los dos relatos se da el nombre de quien disparó.25 Hechos como estos no fueron la excepción. Unos días después de este suceso, un insurgente le dio muerte a un campesino desarmado en El Empalme, acusándolo de ser espía. El ejecutor fue la misma persona que cometió los asesinatos de Quebradillas. Alguien lo recuerda como “un hombre enfermo que ya había dado muestras de exaltación.”26

La violencia produjo conflictos personales que se van a arrastrar de por vida, y dan cuenta de una función de los testimonios. También sin dar nombres, un jefe militar calderonista, primo hermano del ex presidente Calderón Guardia, de apellido Mora Quesada, recuerda “como un incidente que lo ha atormentado toda su vida”, el asesinato de un joven de apellido Morice, en diciembre de 1948. A la distancia de cincuenta años, él le dice a los familiares del muchacho que su muerte fue rápida y sin sufrimiento, ya que se le disparó por detrás y en la cabeza. Este tardío consuelo llegó acompañado de un motivo desconsolador. Presuntamente, la víctima escuchó una discusión sobre la posibilidad de atacar un grupo de camiones del Gobierno que transportaba hombres y armas, idea que, sin embargo, fue desechada porque no se contaba con la gente para llevarla a cabo. Según esto, el joven murió por nada. Unos reglones más adelante, el relator agrega que días después de esta muerte ocurrió otro crimen similar, del cual también fue también testigo. Un campesino de unos veinte años de edad fue tomado por espía y ejecutado. El narrador se reprocha no haber tenido el valor de impedir el asesinato: “me faltaron agallas para oponerme con más vigor a este crimen”. A muchos años de distancia, continuaba viendo la mirada del joven. Muertes como éstas ilustran, dice él, que la guerra transforma a los hombres en seres a quienes les “parecía normal dar rienda suelta a sus más bajos instintos.” Habla de él mismo y de los suyos. En esta misma secuencia cuenta que uno de sus compañeros asesinó a otro para robarle unos dientes de oro. Fue fusilado. Unas páginas después, Mora relata que tomó disposiciones para que “no se volvieran a cometer excesos de ninguna clase y, sobre todo, actos de abusos contra las mujeres.” Impartió la orden de fusilar a quien “abusara de las mujeres” en los poblados por donde pasaban.27 El comentario y la medida dejan planteada la pregunta sobre la frecuencia de los llamados “abusos”.

En un testimonio de marzo-abril del 48, un insurgente menciona el drama de una niña de catorce años “abusada por catorce mariachis”, que fue encontrada a punto de morir. De nuevo la palabra violación es evitada pero es de lo que se habla. Quien hace el relato habla también de una “impresión que nunca se ha podido borrar de la mente”.28 Sobre el tema de las violaciones hay indicios fugaces en los escritos publicados. Parece ser un tema prohibido. Un niño de Corralillo de Cartago menciona que en su pueblo se decía que dos de sus primas habían sido violadas “por los nicaragüenses”29 y una niña de Alajuela descubre al cabo de los años que una mujer conocida había sido violada por gente de uniforme.30 En los documentos de los Tribunales de Sanciones Inmediatas aparece una causa por la muerte de un niño de cuatro años por disparos contra las viviendas, y la violación de una joven campesina, hechos ocurridos en Bustamante de Cartago. Según esta documentación esta mujer misma se negó a decir lo que le ocurrió. En una nota fechada el 2 de abril de 1948, el jefe de destacamento gubernamental estacionado en Corralillo, el coronel Garrido, solicitó al Juez Instructor Militar que se iniciara un juicio contra un soldado de apellido Ortega. En esa nota se dice que redujo a la mujer a la fuerza para satisfacer sus deseos.31 En otro relato, una mujer menciona que su madre le había contado sobre un grupo de insurgentes dispuestos a ultrajar a las mujeres que se habían refugiado en una escuela. El jefe del grupo era un pariente de la madre, su primo.32

Una primera conclusión salta a la vista. Sería incorrecto pensar en las consecuencias de la violencia política solo desde el punto de vista de las muertes acontecidas durante los enfrentamientos de 1948, o al número indeterminado de muertes ocurridas en los choques que se dieron entre 1946 y 1955. Hubo un costo adicional, muy difícil de contabilizar, del cual encontramos huellas dispersas pero persistentes en los testimonios. Mora Quesada es uno de los pocos que reconoce su implicación pasiva en dos crímenes ajenos a los enfrentamientos. Dice no haber hablado antes al respecto por vergüenza, pero también por el miedo a la posible reacción (vengativa) de los parientes de Morice. No obstante, su silencio también obedece a que respetó un pacto de silencio con sus compañeros; Mora escribe cuando era el último de los testigos que quedaba con vida, todavía reservándose los nombres de los implicados.

De muertes como la del joven Morice hay datos en la prensa de la época.33 Pero no de la del otro joven campesino. Tampoco del campesino ejecutado en El Empalme. Hay sucesos que solo quedarán registrados en memoria de los participantes. Son muertes que luego entrarán después en una cuenta anónima e imprecisa, presentada como el costo lamentable de las instituciones políticas y sociales de la segunda mitad del siglo anterior. Si esta cuenta agregada se descompusiera detalladamente, otro cuadro emergería.

Las muertes revividas en los relatos deben situarse como un punto de intersección, con proyección a futuro, de muchas otras vidas. De un lado tenemos personas que sufrieron por la pérdida de un ser querido: padres, hermanos y hermanas, hijos e hijas, esposas o novias, amigos y amigas. Y del otro, familias afectadas por el peso de una vida marcada por la violencia de uno o varios de los suyos. Hacia el final de su escrito Mora Quesada reconoce que él ha estado atormentado por lo que llama “la imposibilidad de perdonarse a sí mismo”. Menciona largas horas de insomnio pensando en lo ocurrido, y un hogar, el propio, desestabilizado por “las incongruencias de su vida.”34 En otro tramo del texto, evoca el miedo en la mirada de su hijo, una vez que alzó la mano para castigarlo; la mueca del hijo le evocó entonces los ojos suplicantes de uno de los jóvenes asesinados y esta vez lo que se disparó fue el llanto. El llanto emerge de nuevo al releer su escrito, antes de la publicación; en esta oportunidad la esposa acude en su consuelo. Otros que nacieron después, o que no tuvieron relación alguna con estos actos de violencia, serán también afectados.

También a la distancia de cincuenta años, el escultor Néstor Zeledón recuerda que el odio que lo motivó participar en la invasión de 1955 nació con el atentado contra su casa de habitación, en 1948. Por otras fuentes sabemos que fue atacada con explosivos. Zeledón acepta que en 1955 él disparó “hasta hastiarse”, y que entre sus compañeros de armas vio “cosas espantosas”. Más no dice, cual si llegara al borde de lo innombrable. Sin que quede claro si el acto se consumó, narra que un día en que iban a fusilar a un enemigo, uno de sus compañeros increpó al condenado por haberse puesto en tal situación, y por haberlo puesto a él en un difícil predicado. Era un amigo o conocido de la persona que iba a ser fusilada.35 Por otras fuentes, se tiene noticia del fusilamiento de ocho prisioneros, como reacción a la muerte de un jefe militar calderonista.36 Un testigo menciona el asesinato de cinco o seis prisioneros por “dos compañeros exaltados” de su grupo.37 Esto no aparece en el relato de Zeledón, ni sabemos si el suceso contado por él corresponde a este fusilamiento o a otro. Pero su narración no está en el aire.

Para Zeledón uno de los legados de largo plazo que dejó esta época fueron más de cuarenta años de abstencionismo electoral, interrumpidos en el año 2002, por la candidatura presidencial de uno de sus compañeros de armas, el médico Abel Pacheco. Sería interesante conocer si por lo menos una pequeña franja del abstencionismo electoral de 1958 en adelante tuvo causas parecidas. En uno de los relatos, un padre que “quedó con nervios para toda la vida” no permitirá más que su esposa y sus hijos participen abiertamente en política. Si la había debía ser silenciosa.38

Las personas que hablan de recuerdos imborrables oscilaban entre los 20 y los 25 años en 1948. Empero, cuando escriben son ya adultos mayores. Su vida quedó marcadas por las consecuencias de sus actos de juventud. Cuarenta años después de los hechos, otra de ellas iniciaba un largo y detenido relato reconociendo que al escribir volvió a sentir los “horribles sentimientos que lo embargaban entonces, y que creía superados.”39 Otro más, un hombre que tomó repetidamente las armas, concede haber tenido una gran depresión y sentido una inmensa culpa al enterarse de la muerte de un amigo al cual él mismo convenció de unirse a la lucha en 1948. Aparentemente el cuadro depresivo se prolongó durante varios años, sin que sepamos qué otras consecuencias tuvo en su vida. Esta es otra de las personas que escribe siendo un hombre mayor.40

La muerte del amigo o familiar deja huellas imborrables. Varias veces este motivo es mencionado como causa de otras muertes, en arrebatos de revancha.41 Otras veces lo que perdura es un lamento doloroso. En un relato la muerte de su hermano golpea a un hombre con una gran fuerza y es un despertar respecto a la realidad de la guerra, la cual inicialmente parecía ser tan solo una emocionante aventura.

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El Espíritu del 48
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