Chispazos de las memorias de doña Henrietta Boggs (2)
Contenidos
Extractos del libro «Casada con una leyenda» de doña Henrietta Boggs, primera esposa de don Pepe. (La anécdota del smoking también aparece reproducida en el libro «¡Ah cosas las de don Pepe!«, de José Rafael Cordero Croceri).
Selección de Camilo Rodríguez.
La chimenea y las tortillas
Una noche, mientras tiritaba de frío, dije,
-¡Sería maravilloso tener una chimenea! Hay tanta leña por aquí que eso no sería un problema.
-Yo puedo diseñar una chimenea -dijo Pepe, sin vacilaciones y sin ninguna duda acerca de su propia competencia.
-No sé-opiné con mucho tacto-, habría que calcular las proporciones entre la abertura de la chimenea propiamente y la del conducto por el que sale el humo. De lo contrario se vendría hacia adentro.
Me volvió a ver por un momento, impresionado por mi vasto conocimiento en pirotecnia.
-¿Cómo sabes eso?
-Ya te dije que mi padre es ingeniero. Recuerdo que habló de eso una vez que visitamos a alguien cuya chimenea trabajaba mal.
-¿Dónde querés que la ponga?
-¿Qué tal ahí, entre esas dos ventanas? Podemos poner algunos libreras y dos bancas empotradas debajo de las ventanas.
Pepe sacó el volumen de la Enciclopedia Británica en el que se trata de chimeneas y se sumergió en la lectura del capítulo correspondiente. Por mi parte, consideraba que el proyecto no sería más que una simple fantasía, pues tratar de diseñar una chimenea cuando uno no ha tenido experiencia con una, ni ha vivido en una casa en la que se use una, parecía tan remota como posibilidad que no se podía tomar en serio.
Sin embargo, al día siguiente Pepe se levantó temprano y desapareció. Estaba todavía desayunando cuando escuché un fuerte golpe en el corredor, los ruidos de varios trabajadores que arrastraban y amontonaban pesados objetos en los escalones, y luego se abrió de golpe la puerta. Pepe, cubierto de barro, ayudaba a cuatro hombres a levantar y meter dentro de la sala una colección de grandes piedras. Los seguían otros hombres que acarreaban trozos de madera, herramientas, clavos, sierras y láminas de hierro, junto con una impresionante cantidad de barro en sus pesados zapatos. El agua de lluvia goteaba desde sus ropas y sus sombreros y convertían el barro de los zapatos en charcos que se agrandaban sobre el piso.
Al ver mi cara de sorpresa, Pepe adoptó su sonrisa de gnomo y anunció,
-Vamos a comenzar esto ahora mismo y lo terminaremos en tres días. Después, de acuerdo con lo que dice la enciclopedia, hay que dejarlo secar por dos días, de modo que dentro de una semana tendrás tu chimenea.
Los golpes de mazo y de martillo, y el chirrido de las sierras, comenzaron un minuto después y a mí me pareció que se prolongaban durante los cien años siguientes. Todo el mundo daba opiniones y hacía sugerencias sobre la manera de hacer cada cosa, pese al hecho de que ninguno de ellos había visto jamás una chimenea o siquiera las había oído mencionar antes de que comenzara aquel trabajo. El proyecto había capturado la imaginación de los peones, que comenzaban a hablar honestamente de lo que don Pepe estaba construyendo en la sala de su casa.
-¿Te fijaste? -se decían entre ellos-, está haciendo un horno en la sala.
-Fue la «macha» la que lo metió en eso.
-Pero está bien, porque idiay, ¿qué se podía esperar? Los extranjeros, vos sabes, están todos locos, y si lo que quieren es andar desnudos en la calle nadie se da cuenta. Así que un horno en la sala no es nada, por lo menos para ellos.
De pronto, cesó la lluvia y tuvimos una tregua de varios días. El trabajo continuaba, los carpinteros serruchaban y martilleaban, los picapedreros cortaban piedra y, poco a poco, la chimenea comenzó a tomar forma. Después de unos días comencé a creer que todo aquel que vivía en la finca había venido a observar el trabajo y a dar su consejo, cuando en realidad lo que ellos querían era venir a ver a la nueva señora. Aparecían en la puerta, con los ojos redondos de maravillados, y preguntaban a una días empleados.
-¿Dónde está ella?
Y cuando yo entraba, me miraban en silencio, sorprendidos porque para la mayoría de ellos yo era el primer extranjero que veían. Lo más sorprendente para ellos era que ni siquiera pudiera hablar español. Perplejos, se agrupan en la puerta, con sus rostros llenos de confusión como si estuvieran frente a una jirafa.
Y entonces comenzaban a discutir sobre mí con una franqueza casi infantil. Pepe encontraba eso divertido y me traducía algunas observaciones escogidas.
-No es muy gorda -Decía alguno-, tal vez su familia era muy pobre y no tenían mucho que comer.
-Herminia, la cocinera, dice que ella no come mucho. Debe ser por eso que no sabe hacer nada, ni siquiera tortillas.
-¡Virgen Santísima! No hace tortillas. Pobre don Pepe. Se va a morir de hambre.
—o—
El smoking de don Pepe
Una actividad social que él disfrutó fue nuestra primera recepción en la Embajada Americana. La invitación oficial llegó en medio de un confuso flujo de correo, dentro de una de las primeras sacas, después de que Pepe asumió la Presidencia de la Junta. La tarjeta, con el Gran Sello de los Estados Unidos de América, era pesada, blanca e impresionante y en mi mano parecía gravitar con toda la fe y el crédito del gobierno estadounidense. En ella se solicitaba nuestra presencia en la recepción en honor del Presidente José Figueres y de la Junta Fundadora de la Segunda República, mientras que el texto en relieve nos informaba sobre la hora (siete p.m.), sobre el lugar (la Embajada) y sobre el hecho de que requería traje formal. Esto último se indicaba en inglés, con la expresión «black tie», que traducida literalmente al español significa «corbata negra».
Pepe leyó la invitación dos o tres veces y era obvio que le complacía. Recibirla tan poco tiempo después de instalada la Junta confería al nuevo gobierno una legitimidad que no habría alcanzado si hubiera sido reconocido por todos los demás gobiernos del mundo. Pero en cuanto comenzó a leerla nuevamente, me di cuenta de que algo lo confundía.
-¿Qué quiere decir eso? ¿Por qué corbata negra? Supongo que no se trata de una forma de duelo -indagó. En aquella época los hombres latinoamericanos acostumbraban usar corbata negra durante los seis meses siguientes a la muerte de un pariente cercano. -No, eso significa que tenés que usar smoking. Es el traje formal, negro u oscuro, que los hombres usan en ocasiones formales. Con camisa de fantasía y corbatín.
-¿Corbatín? ¿No basta con una simple corbata? -No te preocupes. Esta tarde voy a ir a ver si puedo comprar un smoking de tu talla. Si no, tendrás que pedirle prestado uno a alguien. No hay tiempo para mandar a hacer uno.
Salí enseguida de la casa y traté de mantenerme ocupada, pues ésta era mi primera recepción oficial y me ponía cada vez más nerviosa. Sabía que la gente odiaría mi cabello y que algunos se burlarían de cualquier cosa que yo usara. Sabía también que si alguien me hacía un cumplido, y ahora muchos se sentirían obligados ha hacerlo, me sonrojaría. O temería sonrojarme, lo cual no traería otro resultado que un enrojecimiento aún mayor.
Aunque había estado en la Embajada otras veces, siempre había aparecido en compañía de mi tío y mi tía y nadie me prestaba mucha atención. Pero ahora…
La noche siguiente yo estaba convencida de que ganar la guerra civil no había sido nada. Conducir seiscientos hombres a través de las líneas enemigas, cargando el equipo sobre sus espaldas o a lomo de caballo, era un juego de niños comparado con el empeño de organizar a Pepe dentro de un smoking prestado. Como nunca había usado uno antes, se hallaba sumamente incómodo y no cesaba de quejarse y gimotear. Todo lo que se ponía le proporcionaba incomodidad o le quedaba demasiado grande o demasiado pequeño. Al principio, los botones de la camisa lo confundieron totalmente y dejó caer uno que, por supuesto, rodó bajo la cama. Las mancuernillas eran demasiado grandes y pesadas y lo tiraban los puños de la camisa demasiado fuera de las mangas del saco. Entonces tomó las zapatillas de charol, las observó por un momento y luego las colocó despreciativamente sobre el piso del guardarropa.
-Yo no me pongo esos zapatos. -¿Por qué no? -pregunté sin que realmente me preocupara, ya que todo el lío me tenía tan agotada que había comenzado a odiarlo.
Dado que yo me sentía cada vez más asustada ante la perspectiva de estirarse los puños de la camisa demasiado fuera de las mangas del saco.
Entonces tomó las zapatillas de charol, las observó por un momento y luego las colocó despreciativamente sobre el piso del guardarropa. -Yo no me pongo esos zapatos. -¿Por qué no? -pregunté sin que realmente me preocupara, ya que todo el lío me tenía tan agotada que había comenzado a odiarlo.
Dado que yo me sentía cada vez más asustada ante la perspectiva de enfrentarme a los demás invitados, lo que él estaba haciendo parecía no importarme más.
Son de mujer. Son afeminados -dijo- y, tras hurgar en el guardarropa sacó algo, se sentó a la orilla de la cama y comenzó a ponérselo.
-Pero esos son tus zapatos de montar.
-Nadie se dará cuenta.
¡Todos se darán cuenta! Esta es una recepción formal.
Sin embargo, había dejado de escuchar y se concentraba ahora en su corbata de lazo, que nunca antes había usado.
-Pasar por todo esto es idiota. ¿Por qué no puedo usar un vestido común y corriente?
-Traje, lo corregí, pues hablábamos en inglés y el había empleado la palabra «dress»-, en inglés es lo que usa la mujer y lo que usa el hombre es «suit».
-Bueno, lo que sea, éste me hace parecer un mesero. En la Embajada, todo el mundo me pedirá que le sirva un whisky con soda.
A esas alturas teníamos veinte minutos de retraso. Pero cuanto estuvo listo, lo hice volverse hacia el espejo.
-Vamos, mírate. Eso es todo.
Se miró en el espejo y cesó de quejarse. Me di cuenta de que estaba embelesado. Como un estudiante de secundaria dentro de su smoking alquilado en día de graduación, el Presidente de la Junta se examinaba frente al espejo, giraba lentamente hacia un lado, luego hacia el otro, se estiraba el saco un poco aquí y se arreglaba un poco el cuello allá. Aún la corbata de lazo se había vuelto cooperadora y se mantenía recta en su lugar. El efecto total era impresionante y el Presidente comenzó a sonreír.
-Bueno -salió con renuencia de su ensimismamiento-, si ellos creen que soy un mesero, espero que me den buenas propinas».
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