21 DE ABRIL: TERMINA LA REVOLUCIÓN
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Muy temprano el 21 de abril de 1948 llegoó a la Penitenciaría la noticia de que delegados del Gobierno, acompañados de Monseñor Víctor Manuel Sanabria, Arzobispo de San José y el Embajador de los Estados Unidos, señor Davis, habían logrado concertar la paz con Figueres y su estado mayor, reunión que tuvo efecto en el Alto de Ochomogo, antes que el ejército de la revolución cayera sobre Cartago y luego sobre San José, con las gravísimas consecuencias que ello habría significado por la pérdida de vidas y destrucción material que tal acción habría ocasionado. Los mil ochocientos y pico de hombres que estábamos en la prisión estallamos en un grito de júbilo. Las vivas a Ulate, a Figueres a las tropas del ejército de liberación conmovieron hasta sus cimientos los vetustos muros de la Peni y sólo anhelábamos el momento de salir de aquel antro para respirar los aires de libertad que desde hacía cuarenta y dos días no respirábamos.
Pero no todo era gloria. Aun faltaban tremendos momentos de angustia. Se decía que los «mariachis» no querían entregar las armas y que estaban dispuestos a destruir San José, antes que cayera en manos de los revolucionarios. Ante tales perspectivas, las autoridades del penal fueron muy cautelosas, para evitar que al ponernos en libertad fuéramos masacrados. Así las cosas, dispusieron dejarnos salir en pequeños grupos, lo que se cumplió a lo largo del día. Lentamente fuimos desocupando aquella vieja mole de mampostería.
A mí me pusieron en libertad junto con Teodoro -Lolito- Barrantes Campos, Ramón Murillo, mi estimado compañero, Santiago Quesada y otros. Pudimos alcanzar el último bus que salía de San José para San Ramón, el cual abordamos frente a la antigua Imprenta Nacional. Las calles estaban desiertas. Nos pusimos en marcha; pero en cuanto llegamos a Tacares de Grecia, frente a las bodegas de azúcar, el vehículo se varó y no pudo ser reparado, por lo que tuvimos que continuar a pie.
Al llegar a Sarchí, nos encontramos con gentes que expresaban alegría al vernos y dudaban que la revolución había terminado; pero por nuestra apariencia, barbudos, malolientes y demacrados, nos creyeron. Y como éramos de los mismos, nos advirtieron del peligro que corríamos toda vez que gentes armadas del grupo de Modesto Soto se habían apoderado del lugar, de Naranjo y se decía que no querían abandonar San Ramón. Ante tales advertencias, decidimos seguir nuestro camino por veredas poco transitadas. Por cierto que gentes buenas de Sarchí nos brindaron café y algo de comer. Los mismos vecinos nos indicaron el camino que deberíamos tomar para llegar a Naranjo.
Al llegar a Naranjo y propiamente en la calle que conduce al mercado, nos encontramos con una patrulla de gentes del Gobierno que de inmediato nos dio el alto. Esta patrulla la jefeaba un hombre conocido como Yulo López, quien era trabajador del mercado que se estaba construyendo en San Ramón y muy amigo de Ramón Murillo. Éste nos informó que el comandante de la zona otro ramonense de nombre Miguel Ángel -Pepo- Lobo que nos odiaba a muerte y que de haber caído en su poder quizás nos habría ido mal, no quería entregar las armas a lado de su congénere Modesto Soto; que se encontraba enardecido por la derrota y que para unirse a Soto, estaba saqueando los negocios de Naranjo.
López, en un gesto de humanidad, nos recomendó que continuáramos el viaje por una callecilla que rodeaba la población y que salía al Bajo de San Lucas, situado al norte de Naranjo, donde está hoy el estadio de esa población y de allí podríamos tomar el camino que por Palmitos conduce a San Ramón. Así lo hicimos sin contratiempos. Cogiendo el camino de San Ramón llegamos a San Isidro, y frente a la que es hoy Escuela Laboratorio, donde vivía el padre de nuestro compañero Santiago Quesada, éste nos dijo que Modesto estaba como loco, que no quería entregar la plaza, que desataba balaceras a cada momento y que asaltaba los negocios aun de su propio partido. Que tuviéramos mucho cuidado porque de caer en sus manos, correríamos grave riesgo. En el caso de Lolito Barrantes, no había ningún problerma ya que tomando él la calle de ronda que sale al cementerio por donde aun vive, practicamente llegaría a su casa sin problema. En cambio Murillo y yo teníamos que cruzar el sector noreste de la población muy vigilada por gentes gobiernistas y como la noche estaba muy clara por la llena era muy peligroso el proyecto.
Murillo y yo nos lanzamos a la aventura. Yo traía una camisa blanca y sobre mis hombros un saco de manta, tambiín blanco, a manera de «mica», donde portaba mis chuicas, lo que me hacía un blanco seguro. Era más o menos, la una de la madrugada. Como yo conocía ese sector como mis manos, cogimos trillos por entre propiedades hasta llegar a la casa de mi madre. Entramos por detrás de la casa y llamé a mamá, quien desde adentro preguntó quién era. A mamá le habían informado que me habían fusilado en San José y por eso sintió terror de que yo no fuera el que llamaba a su puerta. A mis ruegos por fin abrió. El abrazo que nos dimos aun lo siento en mi pecho. Conversamos ligeramente sobre la situación y al escuchar unos disparos, nos dimos cuenta de que la ciudad de San Ramón seguía en poder de Modesto Soto. A través de solares Ramón pudo cruzar las pocas cuadras que nos separaban. Al pasar Ramón por debajo del puente de la Quebrada Estero, que para esa época no estaba entubada, y como su cauce estaba muy seco, sus zapatos enterrados en el barro se escuchaban perfectamente a la hora de dar el paso. En ese momento, proveniente del Norte, pasó una patrulla de soldados del gobierno; pero éstos no se dieron cuenta y siguieron su marcha y Ramón, que no se había dado cuenta del peligro en que se encontraba, siguió su curso hasta su casa, situada frente a lo que es hoy el Almacén Santa Ana.
Al día siguiente, muy temprano, tuve noticias de Ramón, quien había llegado a su casa sin novedad. Mientras tanto, yo permanecí oculto en un sitio de mi casa, esperando que Modesto Soto y sus secuaces depusieran las armas.
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