Esta comedia no es divina

Rumbo a Cartago

Capítulo 41

Rumbo a Cartago

Preocupado con las últimas noticias, Federico deseaba ayudar en algo, pero no sabía cómo: del frente abierto por Orlich no había noticia alguna y la radio de Cartago anunciaba que después de la batalla de El Tejar, el Ejército de Liberación Nacional se había ido a desalojar las tropas del gobierno, que por un período muy corto habían tomado San Isidro del General.

Ya Cartago estaba gozando de una euforia contagiosa de triunfo revolucionario y Figueres, muy preocupado porque la guerra no había terminado aún, mandó a regar cuanta botella de licor existiera en el comercio.

Estaba Federico pensando en la forma de llegar a Cartago, cuando apareció en el campamento de Carrillos de Poás el tío Antonio acompañado del Mayor Ramón Luis Campos, a quien sus amigos llamaban Zurda. Ramón Luis era vecino de Federico y aunque ostentaba un grado militar, la verdad es que su conducta respecto a los opositores del gobierno había sido moderada y más bien servía de enlace entre los prisioneros y sus familiares.

Ramón Luis le ofreció a Federico llevarlo de regreso a Heredia; no iría a la cárcel, pero eso sí, debería permanecer recluido en la casa del tío Antonio, pues él podía llevarlo allí pero no podría hacerse responsable de lo que hicieran otras autoridades si lo encontraban en la calle.

Federico aceptó y, en compañía del tío Antonio y el Mayor Campos, regresó a la ciudad de Heredia.

Al día siguiente, lo primero que hizo fue ir a revisar los cuatro revólveres que había comprado antes de comenzar la revolución y que había confiado al tío Antonio por cuanto éste, aunque no había participado en la última campaña política, había sido picadista cuatro años atrás. De manera que los registros y decomisos que realizaban las autoridades en las casas de los ulatistas, no tendrían lugar en la suya.

Ahí detrás de un armario y en un saco de gangoche estaban las cuatro armas; pero sólo había media docena de tiros para una de ellas. No era entonces mucha la confianza que podía generar el arsenal de Federico.

Por la noche, una radio clandestina anunció las gestiones que estaban haciendo algunos diplomáticos encabezados por el Nuncio Apostólico para que Figueres aceptara un plan de paz propuesto por el gobierno.

Parece que don Pepe se plantó en seco y les dijo que su contraoferta era: rendición incondicional.

Y mientras tanto ya los estrategas del Ejército de Liberación Nacional planeaban el ataque a San José por diversos puntos, lo cual de haberse llevado a cabo, quizá hubiera duplicado el número de muertos que generó esa revolución.

Desde luego, el gobierno consideró aquella contraoferta como inaceptable, pero los diplomáticos no cedieron en su empeño de buscar una fórmula de paz y propusieron al Presidente Picado que hablara con Figueres.

Para lograr este objetivo, don Pepe nombró, con poderes plenipotenciarios de negociación, al Padre Benjamín Núñez; los diplomáticos lo recogerían todos los días en El Alto de Ochomogo y bajo su protección lo trasladarían a la Embajada de México.

Al día siguiente, Federico pidió al tío Antonio que lo llevara a visitar a sus padres, que vivían tres cuadras al sur. El tío Antonio aceptó el riesgo y lo dejó allí, continuando él su camino hacia las oficinas de la Municipalidad de Heredia, donde trabajaba.

Federico, después de saludar a sus padres y viendo que en la calle había poco movimiento, dijo que regresaría a casa del tío Antonio, no sin antes atender todas las recomendaciones de su madre para que tuviera mucho cuidado y que no se metiera en nada.

Apenas salió, tomó rumbo al norte para que su madre no lo notara, pero en la esquina siguiente dio vuelta a la cuadra y tomó al sur para esperar semiescondido en el umbral de una puerta, en donde podía vigilar los vehículos que iban para San José, hasta que vio venir un camión de carga que manejaba un conocido de la familia, digno de toda confianza.

Salió a la calle y lo paró. -Miguel, ¿para dónde vas?

– A traer una madera a San Isidro de Coronado.

-¿Me llevás?

-¡Claro que sí!

Federico se montó a la par de Miguel en el camión de carga y tranquilamente se fue para Coronado, como si nada estuviera pasando. De camino le contó a Miguel que su intención era llegar a Cartago. Miguel le dijo que el dueño del aserradero de Coronado sabía cómo llegar allí y que cuando estuvieran en San Isidro lo pondría en contacto con él.

Una vez que Federico hubo conversado con el dueño del aserradero, tomó rumbo hacia Ipís, a pie, y de allí, hacia Llano Grande, en donde ya se divisaba en el bajo la población de Cartago. Por la noche durmió en el corredor de una casilla vieja deshabitada y a la mañana siguiente tomó el camino hacia Cartago por entre callejones de fincas y potreros.

Fausto, el primo de Federico, había instalado años atrás un taller de radio en aquella ciudad. Lo había hecho así por recomendación médica. Se había determinado que el clima frío era lo más recomendable para su precaria salud y Federico pensó que el mejor contacto que podía tener era aquél.

Al llegar al taller, se encontró a Fausto muy ocupado con unos equipos de transmisión. Se saludaron con gran alegría y Federico observó que ya su primo lucía la cachucha que estaba identificando 1t los soldados del Ejército de Liberación Nacional.

De Heredia, ya se habían incorporado a la lucha Jesús Benavides, Guillermo Lépiz, Eladio Chávez, Mario Sáenz, Jorge Paniagua, Mario Rosabal, Hernán Camacho y Abél Hernández, quien habiendo llegado desde el principio, había participado en la toma de Limón junto con Víctor Julio Víquez, Rolando Aguirre, Jorge Mora y Rodolfo Quirós.

Fausto estaba muy contento por la llegada de las tropas de Liberación y había ofrecido su colaboración como radio técnico inmediatamente.

La jefatura de estos servicios en el movimiento revolucionario estaba a cargo de Amoldo Müller, gran amigo de Fausto por sus relaciones profesionales.

Fausto invitó a Federico a tomar un desayuno y luego le propuso que lo acompañara a Tejar.

Allí fue donde Federico pudo comprobar los horrores de la guerra: acababa de pasar la batalla más sangrienta de toda la revolución y aún salía humo de una zanja donde habían incinerado unos veinte cadáveres. No había tiempo para enterrarlos y entonces los rociaban con gasolina y les prendían fuego para evitar la propagación de alguna peste. Aún se observaban enteros algunos cráneos que no se habían quemado del todo.

Y mientras Fausto conversaba con miembros de la sección de comunicaciones, Federico fue a dar una vuelta por la plaza; allí a un costado estaba un camión de carga clavado en la cuneta y en el cielo de la cabina aún se observaban los sesos desparramados posiblemente del chofer que guiaba el vehículo …

Y en aquella torre de la iglesia, Roberto Güell mantuvo una ametralladora disparando durante largo rato, con lo cual no permitió avanzar a los gobiernistas.

Dicen que el Padre García, cura de la localidad, cuando oyó los primeros tiros huyó hacia Cartago y dejó al Santísimo expuesto en la iglesia. Cuando Monseñor Sanabria lo supo, se puso muy bravo y le dio una gran reprimenda, a la que el Padre García contestó: -Pero Monseñor, a él no lo matan, a mí sí.

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