Las elecciones del 48
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Capítulo 35
Las elecciones del 48
El día de las elecciones todo el mundo se levantó temprano. Había gran movimiento de automóviles embanderados desde las tres de la mañana; pues había que ir a repartir fiscales hasta lugares lejanos como Sarapiquí, a donde apenas llegaba una mala carretera.
Las mujeres preparaban café y sandwiches y los jóvenes se apostaban al lado de las escuelas para orientar a los votantes hacia sus respectivas mesas.
La oposición estaba dispuesta a no tolerar de ninguna manera que se repitieran los fraudes cometidos cuatro años atrás y para eso, ya había logrado que el gobierno y los diputados calderonistas y comunistas firmaran un pacto comprometiéndose a respetar el veredicto del Tribunal Electoral. Era la primera vez en la historia que iba a funcionar este tribunal y una primera batalla se había producido ya en el Registro Electoral, en donde Benjamín Odio, un abogado honorable y valiente, había emprendido una labor de limpieza de padrones, eliminando muertos y nombres repetidos que en otras oportunidades se habían usado para fomentar fraudes.
Como el Tribunal Electoral era el que estaba vigilando el proceso, la verdad es que ese día de elecciones transcurrió en calma, aunque con gran tensión nerviosa de parte de ambos bandos.
A las seis de la tarde se cerraron las urnas: todo estaba consumado. Los miembros de mesa se disponían a contar los votos, mientras que el resto de la población se preparaba en las casas para escuchar por radio los primeros cómputos que daría a conocer el Tribunal. Había seguridad de que esta vez no iba a suceder lo que había pasado hacía cuatro años: que en la Casa Presidencial alteraban los resultados de los telegramas.
Las primeras mesas que se dieron a conocer daban un pequeño margen a favor de Ulate; sin embargo, la tensión y la inseguridad se mantuvieron en el ambiente por largo rato. No fue sino hasta por ahí de las diez de la noche que los cómputos parciales daban a don Otilio un margen más holgado. Los oposicionistas se alegraban, pero permanecían en sus casas por miedo a las represalias.
Los periódicos del lunes lo destacaron: «Ulate Presidente». Una diferencia cercana a los 10.000 votos lo consagraba como vencedor, mientras que del partido oficial no se oía nada; estaban muy preocupados.
Por ahí de las seis de la tarde se comenzaron a observar algunos elementos pertenecientes en su mayoría al Partido Vanguardia Popular, que era el nombre recién adoptado por los comunistas, rondando por el Parque y la Avenida Central, con unos carteles que decían: «Queremos Votar».
Alegaban que en el Registro Electoral los habían borrado del padrón y que por eso no habían podido votar; que las elecciones tenían que repetirse.
No se oía de parte del gobierno ni del Dr. Calderón manifestación alguna en aceptación de la derrota, lo que aumentaba el temor y el suspenso. En corrillos ya se comentaba que la revolución sería inevitable.
Y empezó la guerra de nervios y de «bolas»: que Figueres había recibido gran cantidad de armas modernas; que unos generales dominicanos vendrían de asesores; que Truman también estaba dispuesto a ayudar; y así cada quien echaba a rodar su propia «bola» con el fin de caldear el ambiente e infundir optimismo en quienes ya se entrenaban en el manejo de las armas, las pocas escopetas que se había logrado recoger dentro del mismo país.
En este ambiente de alta tensión se llegó al día lo. de marzo de 1948. EI Tribunal Electoral no pudo, en el tiempo que le fijaba la ley, terminar el escrutinio de los votos, a pesar de que se trabajaba en eso día y noche. Los elementos que se tenían para dar el veredicto final de Presidente Electo eran dos: primero, que el cómputo de votos por medio de telegramas firmados por los respectivos presidentes de mesa, daban una mayoría sustancial a Otilio Ulate. Segundo, que el cómputo de votos, uno por uno, aunque incompleto, también favorecía a Ulate.
Con estos elementos de juicio, el Tribunal Electoral declaró Presidente Electo al ciudadano Otilio Ulate Blanco, por medio de un dictamen de mayoría que suscribieron los licenciados Gerardo Guzmán Quirós y José María Vargas Pacheco.
Hubo también un dictamen de minoría en el que el tercer magistrado de ese tribunal, señor Max Koberg Bolandi, decía que para justificar el fallo, era necesario terminar el recuento de votos.
Agarrados a este bote salvavidas que les facilitó don Max Koberg, los diputados calderonistas y comunistas emprendieron en el Congreso la campaña para anular las elecciones.
Fue esta sesión del lo. de marzo quizá la sesión más borrascosa que se haya visto en el Congreso; sólo comparable con aquella otra del 1 º de mayo de 1914 en donde resultó electo presidente Alfredo González Flores.
Para este 1º de marzo se dijo que se impediría la entrada del público a las barras con el fin de evitar choques entre la gente; pero al comenzar la sesión, abrieron las puertas y los partidarios del Dr. Calderón sí pudieron apoderarse de las barras y comenzar su labor de poyo a las tesis expuestas por los diputados gobiernistas. En cambio cuando hablaba algún defensor de la elección de Ulate, sus palabras se ahogaban entre rechiflas y escándalos.
Fernando Lara Bustamante y Fernando Volio Sancho defendían ardorosamente la elección de Ulate y hostigaban a las barras porque no dejaban hablar. «Le tienen miedo a la verdad», dijo uno de ellos. Manuel Mora tuvo que dirigirse a sus propios seguidores pidiéndoles silencio y respeto para los oradores de la oposición, y por algún rato se callaron, pero pronto volvieron al escándalo y a la malacrianza.
Los diputados de oposición que habían sido electos en 1946 (elecciones de medio período) y que en un principio no asistían a sesiones por disposición de su propio partido, se habían incorporado recientemente al Congreso porque era necesario el uso de aquella tribuna para defender las tesis del Partido Unión Nacional. Solamente uno de ellos insistía en no asistir: don Rubén González Flores; pero ese día, ese 1 º de marzo, sí llegó a juramentarse para participar en la defensa de la elección de Ulate; una actitud valiente de González Flores, sin duda alguna, pues ese día los diputados de la oposición se jugaban la vida asistiendo a la sesión. Muchos de ellos habían recibido amenazas anónimas y alguno fue secuestrado en Tres Ríos antes de la sesión.
Por ahí de las ocho de la noche se procedió a tomar la votación nominal: 19 diputados aceptaron el fallo del Tribunal Electoral; 27 dijeron que no y hundieron al país en un caos que terminó en guerra civil.
Justo es reconocer que de todos aquellos diputados gobiernistas que se habían comprometido con su firma a respetar el pronunciamiento del Tribunal, cuatro hicieron honor a la palabra empeñada: Francisco Fonseca Chamier, Arturo Volio Guardia, Tomás Guardia Tinoco y Bernardo Benavides Zumbado.
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