Murciélago
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Capítulo 47
Murciélago
Aquel señor de pelo blanco que acompañaba por las mañanas hasta el río más cercano a todos los muchachos que iban a tomar un baño y que con ellos compartía las aguas refrescantes, era el Padre Rubén Odio, capellán del ejército. Pero como no usaba la sotana, muchos no se habían dado cuenta y frente a él se expresaban algunas veces con palabras gruesas y términos vulgares; él comprendía que la juventud era así y lejos de enojarse, sonreía amablemente. El Padre Odio reunía por las tardes a un grupo de muchachos y compartía con ellos una charla y alguna oración.
En eso estaban cuando llegó una noticia grave: en la finca Murciélago, cerca de Puerto Soley en la frontera, unos invasores habían atacado el puesto de la Cruz Roja, en donde un grupo de voluntarios se había instalado para prestar sus servicios sin discriminación, a cualquier soldado herido.
Los componentes del grupo eran el Dr. Antonio Facio Castro, el Ing. Jaime Gutiérrez Braun, el Presbítero Jorge Quesada, el Lic. Osear Mainieri y los jóvenes Jorge Delgado y Edgar Ardón.
Quién sabe qué clase de sentimientos tendrían aquellos asaltantes que, aún viendo que los cruzrojistas estaban desarmados, los asesinaron a los seis juntos, tomaron algunas pertenencias suyas y huyeron hacia la montaña.
La orden del Estado Mayor no se hizo esperar: los integrantes del batallón Universitario deberían partir inmediatamente para Puntarenas, en donde abordarían el «Tony Guilloni», un barco que Estados Unidos le había prestado al gobierno para el rápido traslado de tropas en el Pacífico. Allí tomarían ese barco rumbo a Murciélago.
El estado de ánimo era tenso; sin embargo, se alivió un poco al llegar a Puntarenas y contemplar cómo gran cantidad de gente se había apostado alrededor del muelle para lanzar vivas a Figueres y desear buena suerte a los reclutas.
Entre las muchachas que estaban por ahí cerca, Federico pudo distinguir y saludar a Merceditas Henríquez y a Elsa Vargas, a quienes había conocido cuando estudiaban pedagogía en la Escuela Normal de Heredia. De ellas se despidió levantando la mano al abordar el barco y ellas respondieron igualmente deseándole buena suerte.
Aquel navío era impresionante. Federico sólo se había montado en lanchones de esos que hacían servicio de cabotaje entre el Puerto y la península de Nicoya, y este parecía uno de esos barcos que se ven en las películas. No era muy grande pero tenía de todo: escaleras para la planta baja, cabina de controles independiente y un puesto de vigía bastante alto. Allí se divisaba un rubio con unos grandes binóculos oteando el horizonte; seguro formaba parte de la tripulación. No, ¡qué va!; cuando se quitó los binóculos resultó que era Hermman Kruse, estudiante de ingeniería de quien nadie supo ll qué horas se había encaramado ahí arriba y que por su pinta de noruego parecía un capitán de submarino.
El trayecto era largo y fue muy tranquilo hasta que llegaron al golfo de Papagayo, en donde una tormenta obligó a todo el mundo refugiarse en la planta baja; pues el que se quedara en cubierta corría el peligro de que una ola lo barriera y lo mandara directo al mar.
Pasado el Papagayo vino una hermosa calma; comenzaba a amanecer. El mar apareció sereno y por las cumbres de las montañas asomaban los primeros rayos del sol.
-¡Allá es! -dijo alguien-, allá está la playa de Murciélago.
Y el barco empezó a disminuir su velocidad hasta que puso el imela a menos de doscientos metros de la orilla.
Nadie sabía nada y las comunicaciones por radio no eran buenas; de manera que no se sabía si Murciélago estaba en manos del gobierno o de los invasores.
De pronto se comenzaron a notar señales que alguien estaba haciendo desde la playa con un espejo. Del barco le contestaron con clave Morse, pero no recibieron respuesta comprensible alguna. Después, al llegar a tierra, se enteraron de que aquellas señales las hacía Enrique Montero con un plato de lata, pero sin saber ni jota de clave Morse.
También los que estaban en tierra firme ignoraban si los del barco eran amigos o enemigos; por eso era que Enrique, al hacer las señales, gritaba: «Somos amigos». Y los del barco se preguntaban: «¿Amigos de quién?»
Finalmente, se decidió el desembarque por medio de una lancha manejada a remos por Guillermo Brizuela, a quien todos conocían por haber sido campeón de ciclismo.
El temor de Federico al realizar aquella travesía era que él no sabía nadar muy bien, y en cada remazo que Brizuela le daba al mar, un montón de agua iba a parar adentro y entre todos había que sacar el agua del bote con la mano.
«Si esta carajada se hunde, hasta aquí llego yo», pensaba Federico.
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